CAPÍTULO I: HE AQUÍ EL DEMONIO
El cerdo trastabilla de un lado a otro; en su piel se entremezclan el fango del suelo y la sangre de las heridas en el lomo que solo logran atestar el patio con más chillidos. Esta mañana, tres hombres abrieron una botella de ron y anticiparon la rápida matanza del animal. Ahora, dos de ellos se encuentran fuera de la cochiquera y el que está dentro, cuchillo en mano, vigila a la presa, esperando que le muestre el costado.
—Deja meterme —dice uno de los afuera; va sin camisa y usa un short agujereado para la sangrienta ocasión. Coloca su vaso casi vacío de ron encima del muro que delimita la cochiquera. El hombre a su derecha lo agarra del brazo.
—No inventes, Alberto —le advierte—. Tu columna no aguanta eso, compadre.
—Oye, ¿qué cosa es, chico? —el aludido desestima las arrugas de su rostro y la barriga que asoma debajo de unos pectorales reducidos a carnes flácidas. Nada de eso importa; su orgullo, aun joven, vigoroso, siente la punzada del insulto y lo hace elevar el tono—. No comas mierda, que yo aguanto esto y más.
Apoya las manos en el muro de la cochiquera, dispuesto a impulsarse para brincar al otro lado, en una acrobacia que podría resultar proeza o desastre, en dependencia de cuán lejos le permitan llegar sus sesenta años.
—Cojones, no jodas más —insiste su compañero, que lo mantiene agarrado del brazo—. Ricardo puede con el bicho él solo.
Desde adentro de la cochiquera, Ricardo desvía la vista hacia ambos; en sus ojos se apaga el pedido de refuerzos, al notar la acción que intenta emprender Alberto y cómo el otro trata de frenarlo.
—Sí, sí, tranquilo que yo puedo solo, Berto —dice enseguida. Apenas logra moverse en la cochiquera. El espacio es reducido y el cerdo ocupa la mayor parte. Las masas del animal retan la eficacia del cuchillo y su peso, en combinación con su voluntad de vivir, forcejean contra el verdugo y sus esfuerzos de atacarle el corazón. Y Ricardo, pese a no lamentar las mismas vicisitudes que los años imponen a Alberto, sabe extinta su juventud hace décadas. Canoso y delgado, ya sus miembros empiezan a pedirle reposo.
Carlos, el que impide a Alberto realizar su salto alto, tampoco puede ayudar mucho. De los tres, es el más viejo y el más borracho.
—Mira, dame otro trago —exige Ricardo—, que con esa gasolina me fumo a este hijo de puta.
—Cómo no, mi hermano —Alberto se gira a la derecha y recorta el metro de distancia que lo separa del murito que erigió para dividir el patio en dos secciones: la de tierra y la de concreto; en esa última su mujer tiende la ropa todos los domingos. El murito, además de separador, sirve también de base para colocar los tres vasos de ron de los matarifes y la botella que los servicia. Alberto llena uno hasta la mitad y cuando se dispone a volver hacia la cochiquera, escucha el timbre de la casa.
—Mima, abre ahí —grita a su esposa. Alberto, a sabiendas de que ella anda en la cocina y que él, víctima de la soltura de lengua propiciada por los tragos, osó gritar, cierra los ojos, a la espera de la reprimenda. Tras un breve instante, comienza a abrirlos, sospechando que tal vez hoy, su mujer no…
—¡Ya voy, chico!
Alberto sonríe. El día que Marla cambie ese humor, dejará de rogarle que lo siga aguantando hasta el final de sus días. Vuelve a la cochiquera y entrega el vaso a Ricardo, quien lanza una exhalación antes de beber un sorbo.
—Vamos allá —dice, ya recargado su coraje de verdugo. Empuña de nuevo el cuchillo y el cerdo, que disminuyó sus alaridos a un volumen tolerable, vuelve a imprimirles la misma energía y vigor que los distinguiera cuando recibió la primera puñalada.
—¡Mira quien vino! —la voz de Marla precede su aparición por la puerta que conduce al patio.
Los tres hombres se voltean hacia allí.
—¡Coño! —exclama Alberto mientras alza los brazos en un gesto de alegría—. Caballero, ahora sí jodimos al puerco de mierda éste.
Junto a su esposa viene un joven, ancho de espaldas, cabellos lacios y barba bien recortada. Viste una camisa militar desteñida y jeans viejos. Su juventud y sobriedad le entregan un andar seguro.
Alberto se le acerca con una risa de oreja a oreja:
—Chama, ya pensaba yo que me habías dejado quemado —dice al estrechar la mano que le extiende su visitante:
—No, chico, ¿qué pasa? Te dije que iba a venir —dirigen sus pasos a la cochiquera, al fondo del patio, donde Carlos y Ricardo, inmóviles, observan al joven—. El problema es que tuve que hacer un trabajo por la madrugada con el camión.
—¿Y eso?
El joven se encoge de hombros y esboza una sonrisa de resignación:
—Imagínate, a la gente de la empresa le dio por llevar una carga a Santos Suárez.
Llegan a la cochiquera. Alberto coloca una mano sobre el hombro del joven y dice a sus dos compañeros:
—Mi gente, aquí tienen a Aramís. Se mudó al barrio hará dos semanas.
—Mucho gusto, fiera —dice Carlos tras ofrecerle un apretón de manos. Ricardo, desde el interior de la cochiquera, acompaña su sonrisa cordial de una interrogante:
—¿Tú eres camionero, chama?
—Chofer —especifica Aramís—, el camión me lo encasquetaron en la empresa, aunque le he cogido el gusto.
—Ah, no jodas, chico —Alberto eleva el tono, quizás con la intención de hacerse oír, sin embargo, ya los tres hombres a su alrededor conocen los efectos de la bebida en el metal de voz del veterano—. Para manejar esos cachivaches hay que ser un timón. Y yo te he visto manejar —enseguida desvía la mirada hacia sus dos amigos y asiente, sin quitar la mano del hombro de Aramís—. Caballero, doy fe de que el chamaco le mete.
—Coño, Albe, no me eleves tanto —replica el joven.
—¿Y con los puercos qué? —dice Ricardo—. ¿Los manejas tan bien como el camión?
La carcajada general impide a Aramís contestar. Una vez las risas se disipan, el joven cabecea:
—Me defiendo.
—Dice que se defiende —sin que el tono de burla deje su voz, Alberto mira a Ricardo de soslayo—. Dele el cuchillo y venga para acá afuera a echarse el truco de magia.
En lo que el verdugo sale de la cochiquera, el cerdo reduce los chillidos. Solo quedan sus lamentos debido a las heridas, pero esos, en comparación a los de horror, semejan susurros al oído de los hombres.
Aramís brinca el muro con facilidad, cuchillo en mano. Permanece de pie un rato, respira hondo y al inclinarse, coloca una mano sobre del lomo del animal, que incrementa la potencia de sus quejidos; intuye prontas a disolverse sus esperanzas de un receso. En un gesto rápido, el brazo del joven, al lado de su cuerpo, se precipita hacia abajo. Los tres hombres afuera de la cochiquera pierden el rastro del cuchillo. Cuando miran el punto donde frenó la mano de Aramís reconocen solo el mango del cuchillo. El resto está perdido dentro de la carne del cerdo, justo debajo de la pata delantera izquierda, en la axila.
Aun víctimas del asombro, notan otro detalle que los llena de aún más perplejidad. El cerdo, callado, abre mucho los ojos y separa las fauces, en busca de un aire que repentinamente dejó de abastecerlo. El único sonido que escapa del animal proviene de sus entrañas; la muerte las relaja y hace que emitan un leve gorgoteo, igual a un reloj de cuerda cuyos mecanismos lanzan sus últimos estertores.
Un segundo antes de que el animal se desplome, Aramís saca el cuchillo.
—¡Cojones! —exclaman Ricardo y Carlos; Alberto ni habla, una expresión de orgullo despeja las arrugas de sus facciones.
—Vamos, ¿quién me tira un cabo para sacarlo de la cochiquera? —dice Aramís mientras abre huecos en las patas del cerdo con el cuchillo.
Ricardo, el más joven de los tres viejos, se mete a la cochiquera con Aramís. Se colocan uno a cada extremo del animal y meten los dedos en los hoyos abiertos en las patas. Con notable esfuerzo, lo elevan lo suficiente como para que Ricardo apoye parte del cuerpo del difunto encima del muro. Aramís logra colocar el resto. Los dos cargadores extraen sus dedos teñidos de sangre de los hoyos en las patas. Carlos y Alberto asumen la tarea de llevarlo a la mesa donde recibirá la limpieza.
—Cojones, ¿cómo estos dos cabrones pudieron levantar esta mole? —Alberto deja sin respuesta la interrogante de Carlos. El esfuerzo de transportar el cadáver del animal le contrae cada rincón de su rostro. La mesa se queja al recibir el peso del cerdo.
—Vamos —dice Aramís, que ya salió de la cochiquera. El cuchillo sigue en su mano—, empiecen a echarle agua para pelarlo.
El caldero de agua caliente, a la izquierda de la mesa, descansa encima de dos bloques de cemento y recibe el fuego de las llamas que desde ese amanecer avivaron los hombres. Al quitarle la tapa, emerge una voluminosa columna de vapor. El viento la aleja del recipiente y al cabo de varios segundos, deja a la vista el agua que hierve en el interior.
—Vamos, écheme aquí —Aramís señala el vientre del cerdo que, boca arriba, exhibe su piel teñida de sangre y suciedad.
Ricardo agarra el jarro que le extiende Carlos, rodea el mango con un pañuelo y entonces lo hunde en el agua caliente. Llega a la mesa e inclina el jarro sobre la piel del animal, para que el agua caiga suavemente en el punto donde Aramís le indica.
Alberto, carnicero de profesión, aunque alejado muchos años del negocio, se ocupa de la cabeza y las patas. Aramís, encargado del resto, lleva la delantera. El vigor de su juventud le brinda ventaja. Tardan media hora en pelar el cerdo. Al ritmo que llevaba Aramís, hubiesen concluido la tarea en quince minutos, pero las continuas pausas que la necesidad de darse un buche de ron impuso a su compañero, duplicaron el plazo.
Finalmente, entre los cuatro hombres, colocan al animal boca arriba.
—Vamos allá.
Erguido a los pies del cerdo, Aramís se inclina sobre la mesa y acerca el filo al vientre, mientras su mente le lanza el recuerdo de la noche anterior; de lo que sintió cuando de rodillas delante del cadáver de la muchacha, necesitó de unos cuantos minutos antes de decidirse a abrirla. No importó que ya estuviera muerta, de todos modos, le demandó bastante tiempo. Excitado por esa imagen y el sabor aun vívido de las sensaciones que lo embargaron cuando por fin hundió el metal en la carne, Aramís brinda una leve caricia con el cuchillo a la piel blanquecina del cerdo. Enseguida surge una línea roja que, tras una segunda caricia del acero, se ensancha lo suficiente para ceder un vistazo al interior del animal. En un lento y cuidadoso trazo, Aramís continúa alargando la incisión a lo largo de la piel, hasta llegar al cuello. La otra línea, la que dibujó a la muchacha, llegó hasta encima de los senos. Como mismo hace ahora al cerdo, anoche dibujó líneas cortas, pero precisas, más precisas aun después de que los temblores desertaran de sus manos. Operan juntos el filo del cuchillo y la destreza de su portador. La piel del cerdo se doblega cual si Aramís cortase mantequilla en lugar de carne. Lo maravilla lo mucho que se parecen los cerdos y los humanos a la hora de separarse su piel ante la mordida del acero. La sangre comienza a brotar, ya demasiado oscura, sin vida que avive el color rojo intenso de momentos atrás, cuando el animal escupía su última súplica. Sospecha que le hubiese gustado oír a la muchacha relinchar, huir de él en una inútil carrera. Pero anoche no quiso correr riesgos; así que, de un movimiento certero, le partió el cuello.
Sin prestar atención a los susurros de elogio que emiten los tres hombres a su alrededor, Aramís, centrado en su faena y al mismo tiempo atrapado en la multitud de imágenes que le envía su memoria, ensancha otro poco la línea y deja el cuchillo encima de la mesa. Frunce el ceño al meter las manos en el vientre del cerdo, forcejea un instante; buscando el tórax. Segundos después, se oye un crujido que anuncia la fractura de los huesos y Aramís, con suavidad, abre el vientre del animal. Una mezcla de sangre y coágulos negros emergen del agujero; en cuestión de segundos se derraman sobre la mesa y crean un chorro constante que gotea al suelo. Las vísceras del puerco quedan a plena vista mientras la sangre alivia la sed de la tierra.
—Tráeme el cubo —dice Aramís; sus ojos fijos en la grieta. Tan solo ocho horas atrás, en la autopista, oculto detrás de unos arbustos, se mordió el labio, excitado al vislumbrar las entrañas de la muchacha. Agarra las del cerdo y recuerda cómo cogió las de la chica y las levantó a la altura de su rostro para contemplarlas largo rato, igual a un niño que descubre un juguete nuevo y aun sin comprender cómo usarlo, le dedica un escrutinio preliminar.
—Cuidado con la tripa —advierte Alberto, al ver como Aramís acerca el cuchillo a las vísceras del animal, para comenzar a separarlas del músculo.
—Tranquilo —susurra el joven, quien desliza el cuchillo alrededor de la tan temida tripa, cuyo contenido, si llegase a derramarse, arruinaría por completo la carne y el esfuerzo de todos aquellos hombres. Piensa en lo poco que cuidó la tripa de la joven mientras la abría en canal. Admiró las vísceras, voluminosas, enredadas, cual un molusco rojizo, sintió en su piel la sangre, aun tibia, que descendió por sus dedos y se esparció a lo largo de su antebrazo, tan viva, tan desaforada.
—Suave, chama —dice Ricardo. Aramís envuelve la tripa en su dedo índice y se asiste del resto de la mano para brindarle un leve jalón. Al primer intento, la tripa no cede, tampoco al segundo. El tercero le permite coronarse vencedor y el trofeo, sin rasgaduras, queda en sus manos. Entonces se voltea hacia la parte trasera del patio y lo arroja al río del otro lado de la cerca.
—Agua —pide después.
En lo que Alberto llena dos cubos en el tanque que hay junto a la entrada del patio, Aramís mete la mano en la abertura bajo el cuello del cerdo. Comprime los labios y de un rápido movimiento, saca la mano, con la lengua del animal prisionera entre sus dedos. Alberto vuelve, un cubo en cada mano, y entrega uno a sus compañeros veteranos. Ambos, por turnos, los vierten en el interior del cerdo, mientras que Aramís, con las manos, ayuda al agua en su faena de limpiar la sangre. Dentro de poco, estará listo para el tasajo.
Con la muchacha, la limpieza sobró; reflexiona Aramís; de hecho, mientras más suciedad, mejor. No logra rememorar en qué momento sucumbió al desenfreno, solo sabe cuánto gozó al hacerlo. La imagen es muy tentadora como para reprimirse: la muchacha desnuda, abierta de par en par, caliente, derramando sangre sobre la hierba al costado de la carretera. El mero recuerdo incita una erección que Aramís se esfuerza en detener; ¿qué pensarán los tres hombres? ¿A este se le para limpiando un cerdo?
Pero anoche sí se puso duro. El auténtico virgen, víctima mortal de sus fantasías ya consumadas. Y fue más o menos así. Como dejarse arrebatar la inocencia. Rápido, fogoso y prometedor. Aprisa, bajó el pantalón, se escupió la mano y humedeció el sexo de la muchacha. Luego, la penetró, suave al principio, potente tras los cuatro primeros empujes. Hundió las manos en el interior de la muchacha, hurgó entre sus costillas, le tocó los pulmones, los apretó; enterró la cabeza en sus pechos, lamió los pezones y bajó al corazón para brindarle una mordida juguetona. Cuando eyaculó, se quedó largo rato tendido encima de ella, incapaz de quitarle los ojos de encima. Temblaba cual un chiquillo recién estrenado. Le resultó extraño, pues ni era la primera vez que hacía el amor, ni tampoco era ese su primer asesinato.
—¡Más limpio no puede estar! —exclama Alberto. Acaba de entregarle el último cubo a Ricardo, quien tras verterlo en el interior del animal, emite un cabeceo afirmativo.
Aramís se incorpora y dice, sonriente:
—Bueno, ya yo terminé —y con un gesto, indica a Alberto que se acerque—. Venga para acá, maestro, que el tasajeo es cosa suya. Yo voy a sentarme allá a echarme un traguito, que creo que me lo gané.
El joven toma asiento en el muro, agarra la botella y llena uno de los vasos. Devuelve la sonrisa y los comentarios a los tres hombres, que no dejan de celebrar su pericia a la hora de liquidar al cerdo y luego limpiarlo. Su mente, por otro lado, regresa al momento final de anoche, cuando roció el cuerpo de la joven con gasolina y le lanzó un fósforo. Permaneció un buen rato ahí, hasta que las llamas alcanzaron vigor.
Luego, subió a su camión, lo arrancó y se perdió en la carretera. A la mañana siguiente, tenía una cita con el viejo Alberto, que le pidió su ayuda para matar un puerco.
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