A Yadia Mesas le habían dado una paliza y en cierto modo ella sabía que el final de la pelea sería como las últimas veces que subió al ring. No eran sus treinta y tres años, no era el invierno inusual en la isla, no eran sus constantes peleas con el chico que había conocido en Facebook y decía ser su novio pero nunca estaba. Era La Bestia.
La primera vez que la vio fue al aceptar dinero de Frankie Mecánica para que le diera una golpiza a otra chica que no quería pagar cuatrocientos dólares. Yadia la encontró tranquila, fumando en uno de los bancos del parque John Lennon y le metió el puño en la sien, luego le ablandó las costillas hasta que empezó a temblar con espumarajos oscuros en la boca. Allí la dejó. Con la pasta que le dieron por eso llevó a sus dos hijos a comer a una pizzería, y luego a comprar ropa. No podía contar con el padre, no podía contar con nadie. Solo con sus puños.
Correr cada mañana era normal. Hacerlo antes que el sol empezara a calentar la ciudad; pero esa última pelea había cambiado algo la rutina y terminaría por cambiarlo todo. Salió a correr por primera vez de noche. Tomó la avenida 23 hasta calle 2 y bajó en dirección al mar, pero no llegó a verlo y tampoco le importaba. Justo cuando se movía por el costado del abandonado Presidio de los Espectros lo vio; el vagabundo lloraba y ella se detuvo y le preguntó qué ocurría.
Lo que me ocurre a ti no te importa —dijo él sin mirarla, envuelto en un abrigo enorme oloroso a pescado y orina. Junto a él: una lata de sopa.
A lo mejor puedo ayudarte.
El tipo levantó la vista: ella, rubia teñida, sonreía con las manos metidas en su propio abrigo.
Lo mío es incurable, innombrable —continuó el hombre mientras se frotaba las manos.
La verdad, esta es una noche de perros —aseguró Yadia y se sentó junto al vagabundo—, yo también tengo mi historia. Recientemente perdí una pelea de box con una chica que no paró de golpearme hasta que mi mandíbula se descolgó. Me dio una paliza tan fuerte que la Bestia reapareció, sí, aparece cuando estoy a punto de morir. Lo ha hecho dos veces en mi vida. Y ahora está justo allí.
El vagabundo observó los ocujes de la acera del frente. Las luces naranjas del alumbrado público penetraban levemente las hojas. A espaldas de ellos, el Presidio de los Espectros vomitaba toda clase de pequeños ruidos mientras el viento lo registraba.
Parece que ahora también se muestra cuando estoy a punto de matar —continuó Yadia, antes de encender un cigarro—. Lo único que sé hacer es golpear y usar el cuchillo, no tengo remedio.
Por eso tú eres la tipa —le aseguró el Mecánica—. Al singao vagabundo se le ha metido la idea de ver a la niña, ¿te imaginas? Hay mucho money por medio así que lo único que tienes que hacer es darle un pase de cuchillo. Tú eres buena con eso.
Puedo matarlo a piñazos, tú sabes que yo me pongo…
No —interrumpió Mecánica—, a cuchillo, como le hiciste a esa chica boxeadora, pero a este no le cortas las manos, ya sabes, le metes el cuchillo en medio de la barriga y haces lo que quieras con tus dos mil.
¿Dos mil?
Sí —le dijo Yadia al vagabundo tocando uno de los bolsillos de su abrigo—, tengo ese dinero aquí y te diré porqué; pero antes cuéntame tu historia.
Mi historia, claro, el tiempo está bueno para eso y para emborracharse uno hasta que no sepa qué es lo siguiente que va a hacer.
El hombre se aclaró la garganta con un trago de ron y miró al cielo: Mi Dios.
Una mujer fue arrojada desde un auto y rodó por Línea hasta el bordillo. Le dolían los codos, las rodillas y la cabeza. Con mucho trabajo fue hasta el medio de la avenida a recoger los zapatos de altos tacones que habían salido por los aires mientras rodaba. En la gasolinera de enfrente no había autos, quizá porque eran las dos de la mañana, solo el dependiente que corrió hacia ella, y un vagabundo que permanecía tirado junto a una de las bombas.
Estoy bien —le dijo al dependiente y también le agradeció por traerle el bolso que igual fue arrojado desde el auto.
Después de hacer una llamada esperó, sentada en el bordillo, fumando; la luna hacía clara la noche y la brisa del mar unos trescientos metros más allá parecía devolverle la calma, lamentaba las heridas. Pasada una media hora miró sobre su hombro y vio al vagabundo tirado junto a las bombas. Caminó hacia él y le preguntó si quería un cigarro. El hombre aceptó y la mujer agregó:
Tengo algo para ti.
Sacó de la cartera unos billetes y se los metió al vagabundo en el abrigo.
Si quieres el doble de lo que acabo de darte solo tienes que venir conmigo.
El hombre la miró desde los pies hasta el rostro y debió entender que era muy bella, a pesar de las heridas en las rodillas y los codos. Tardó unos segundos en asentir. En cuanto lo hizo, un Mercedes Benz Gle negro rodó por la gasolinera, y se detuvo junto a ellos. El chofer salió impactado por el estado de la mujer y le preguntó cómo se encontraba.
Perfecta —dijo ella antes de encender otro cigarro, antes de apretarse con los dedos las sienes—, y caliente como una perra descompuesta.
Al chofer le cambió la expresión y le aconsejó no continuar metiéndose en problemas. Luego le dijo al oído:
El dinero no la va a sacar de todos los líos.
Ella lo miró.
Él tembló.
Ella sonrió finalmente y agregó:
Larguémonos de aquí, ayuda a entrar en el auto al señor.
¿Cómo?
La mirada de nuevo.
Él tembló otra vez y se apresuró a abrirle la puerta a ambos, con la cabeza ligeramente inclinada; llevaba un traje bastante caro para ser un chofer.
LA CASA
Valiéndome de un concepto extraordinariamente expuesto en El principito del francés Antoine de Saint-Exupéry, la describiré a los adultos como una casa de diez millones de dólares.
Bajaron del auto y la mujer le pidió al vagabundo que la acompañara. Él tenía la mirada fija en el inmueble, avanzó con la mujer por el camino de grava y el chofer gritó emocionado “tengo mil doscientos likes en la foto de nosotros comiendo filetes de Kinkajú”.
Cuando me desbloqueen —agregó ella—, voy a publicar el vídeo de Matilda Salas tragando mierda por mil dólares.
Matilda les abrió la puerta: era una señora de unos setenta años con espejuelos y un andar lento, típico de la persona que pasa mucho tiempo a solas. Le preguntó a la dueña de la casa si la necesitaba para algo más y ella le dijo sí, necesito que te cojas a este vagabundo. La señora abrió los ojos que hasta entonces parecían los de alguien que acaba de despertar e iba a decir algo con el índice apuntando al cielo, pero la dueña de la casa continuó:
Tranquila, no es para ti, ¿quieres agarrar dinero, eh? Pillina, ve a dormir, yo me encargo de lo que haga falta. ¿Llamó mi marido?
No, señora.
Acaba de lanzarme desde su auto (sonrió), mira cómo me ha puesto.
Una vez arriba, le dijo al vagabundo que se desvistiera.
Vamos, amor, quiero verte el chorizo.
El vagabundo permaneció inmóvil, parecía estar en un laboratorio del gobierno.
Ella se quitó el abrigo, el resto de la ropa y se acostó en la cama. El chofer estaba en una esquina, sobre almohadones, revisando su Facebook.
El vagabundo lucía de piedra y alcanzó a decir que era mejor que lo dejara usar el baño para lavarse un poco y ella:
No, así como estás es lo bueno.
Henry —se dirigió al chofer—, llama a mi marido y averigua cuándo regresa.
Henry marcó el número del hombre y luego de una breve conversación quedó aclarado que llegaría de un momento a otro.
No va a venir —continuó ella—, no estará aquí en un par de días. Así que mejor fílmanos para que conste. Vamos, acaba de quitarte la ropa y tómame, no me digas que esto no te gusta (empezó a masturbarse despacio), ¿eh? Mira como me pones, dale, penétrame y pégame todas las bacterias esas que traes que le voy dar un poquito a mi esposo, él es tan bueno. Dale, ven.
El tipo continuaba inmóvil, pero el bulto en su pantalón empezaba a crecer, y a crecer.
Hasta que no pude más.
Y la embarazaste —interrumpió Yadia Mesas.
El vagabundo la miró directo a los ojos y le dijo en un tono bajo:
Normalmente, ahora te preguntaría cómo sabes eso, pero sé la respuesta, sé demasiado, igual podría seguir contándote un rato la historia de cómo embaracé a la mujer rica de Miramar, me da igual, es una noche fría y no me apetece hacer algo después de acabar contigo.
Yadia rió a carcajadas dejando ver el par de dientes que no tenía. Los perdió en una pelea fuera del ring. En uno de esos trabajos que pagaba Mecánica algo salió mal y la chica que debía golpear hasta dejarla con el ligero defecto de no recordar dónde vivía, dónde se encontraba, previó que existen a veces ladrillos enteros cerca de la víctima y como Yadia acostumbraba a reír antes de golpear, recibió el impacto con la dentadura expuesta. La víctima escapó y nunca más supieron de ella, y eso no le gustó a Mecánica, es más, tiró el vaso de ron y dijo Yadia es una maldita puta y va a saber que no admito fallos, no, ni uno, pinga.
Hace dos años ya que penetré a esa mujer de Miramar. Le di con fuerzas, como si quisiera clavarla a una pared y luego obtuve dinero y comida, más una botella de whisky.
Justo ayer orinaba en el parqueo de un supermercado y la vi, con ella iba una niña que me conectó de alguna forma. Sí, me dijo la mujer con la mirada antes de entrar al auto, es tu puta hija.
Esa historia está en candela —le interrumpió Yadia—, tiene muchas incombrudencias. Yo la…
¿Tiene muchas qué?
Incombru… Eso mismo —enseñó el espacio donde una vez hubo un par de dientes—, me hubiera gustado más que se casaran y fueran felices. Qué más da, en la vida real incluso la gente muere. (Tomó el cuchillo que llevaba escondido en el abrigo y al sentir la empuñadura, escuchó además los cánticos espectrales de antiguos reclusos que habitaron el Presidio de los Espectros).
La llovizna rompiendo despacio contra el asfalto, el viento del norte y el hilillo de sangre tibia cayendo por su cara. Palpó su cabeza y entendió que le cabían parte de los dedos en la herida. Sus ojos, verdes y aguados al mismo tiempo miraron al vagabundo que aún tenía la lata de sopa en la mano. Y era extraño verla intentar decir algo, pero el cerebro y la boca estaban divorciados por el golpe y aunque uno quería comunicar, el otro solo lograba convulsionar y llenarse de una espuma rosa, casi bella en otras circunstancias.
El vagabundo agarró los dos mil dólares que llevaba Yadia y se incorporó, se puso el gorro de su abrigo antes de mirar a un lado y otro, y golpearla siete u ocho veces más en la cabeza. Al irse dejó atrás a la ex boxeadora sin vida, solo un puñado de nervios se obstinaban en permanecer. A lo lejos, donde el cielo era una ventana al más allá, le pareció escuchar un rugir como de león, sin embargo era diferente, como si se tratara de una nueva especie.
El bar La Bitácora del Demonio estaba medio vacío, quizá por el frío que el frente imponía a La Habana, y entre las mesas negras y la barra de madera pulida se respiraba el humo del tabaco que Mecánica expulsaba de su boca. Su dentadura de oro parecía la llama de una refinería en la oscuridad de la noche. El vagabundo entró y supo encontrarlo en el rincón junto a la expendedora. Pidió un doble de Ballantine sin hielo. Apenas miró al Mecánica y este le extendió un trozo de papel.
Escribí otra historia —dijo el Mecánica, sonriente. Si apagaban las pocas luces sus dientes lo hubiesen iluminado todo—, es sobre un tipo (tú, por supuesto), que llora esta vez por encontrarse después de cinco años con el amor de su vida, pero resulta que ella se ha operado y ahora es un tipo. ¿Eh, qué te parece? (el vagabundo suspiró). Llorarás acodado en la barra del puto bar Los Malnacidos. La puta que sirve los tragos es muy susceptible, sí, demasiado. Supongo que te preguntará ¿Y vos por qué lloras?
¿Argentina la nena?
No —bebió un trago de su vaso—, solo suena bien, como para título de esta nueva historia, sí, me gusta che.
El vagabundo salió del bar y su olor a pescado y orina no le sentaba bien al amanecer, a las personas que se dirigían a trabajar. A la ciudad que despertaba.
Al fondo del plano se podía ver un grupo de edificios y detrás de estos el mar. El vagabundo prefirió caminar hasta él, sentarse en el muro del Malecón y respirar, con los ojos en la espuma que dejaba la marea sobre el arrecife, como si pensara en viejas historias quizá de su infancia, o de una vida paralela mejor que la suya. Hay tantos asuntos que no previó, pero entre todos el más inesperado fue la explosión en el mar y las grandes alas, la boca llena de dientes como cuchillos, la cola de púas y el chillido espectral. La Bestia agitó las alas provocando con ello olas que alteraron la paz del litoral. El vagabundo cayó de espaldas sobre la acera, retrocedió a rastras con los ojos muy abiertos mientras sus gritos hicieron que los que corrían cada mañana para mantener lo que quisieran mantener, se detuvieran cerca de él, con asombro. El vagabundo se revolvía en el suelo, gritaba. Con el índice señaló a la Bestia pero nadie, excepto él, podía verla.