Y otra vez el mar
A mis hijos Sayli, Hansel y Luisito,
que me dieron la luz,
el talismán que llamamos vida.
También a Maykol,
a un costado de mis añoranzas.
Ya no hay tiempo, sino mar.
Vengan nuevas generaciones a beber de este manantial.
Reinaldo Arenas
Los amigos: una familia cuyos individuos se eligen a voluntad.
Jean Baptiste Alphonse Karr
Sueño que divago por caminos que se bifurcan ante un fuego que lo devora todo, hasta la vida.
Los sueños marcan las obsesiones de mi existencia y la cotidianidad, que es como decir una y la misma cosa; intensidad, devastación, conocimiento de mí mismo, tal vez nunca concluido, pero definido a través de esa devastación que se intuye y se corrobora con la repetición compulsiva de los mismos tropiezos, como si la existencia fuera llegando a su fin y yo, indefenso ante el fuego, no me diera cuenta y siguiera contemplando a los mismos amigos siempre con el mismo cigarro, con el mismo discurso de dolencias y faltantes.
Por eso hoy temo a los sueños. Temo a lo que puede ser mi nombre para ellos. Aunque sea el peor de los que sobrevive a la noche como un sobreviviente más, pero sin una vida nueva y siempre frente al mar, frente a esas olas encrespadas recordándome que la vida no es más que tropiezos, experiencias ocultas en el reflejo de un tiempo que golpea las paredes donde habito y me obliga a escribir, a refugiarme entre las llamas imaginarias de un fuego que lo devora todo, hasta la vida.
PRIMER EJERCICIO: LA ADAPTACIÓN
Hansel respira profundo y observa a los cadetes ajustarse los cascos a la cabeza, el fusil a la espalda y asumir una posición de descanso.
Los primeros rayos del sol comienzan hacer mellas sobre los cadetes que ahora marchan empapados de sudor y adoloridos por el grosor de las telas que cubren sus cuerpos, por las ampollas que las botas hacen crecer en sus dedos y en la planta de los pies, obligándolos prácticamente a desfallecer.
—Hay que estar listos para la guerra —gritó un gordo disforme con un paraguas en la mano—, para vencer o morir si fuera necesario.
El gordo corrió hasta ubicarse frente a los cadetes, que con rostros contrariados y el cansancio reflejado en sus pálidas miradas, hacen gestos de rechazo.
Hansel observa al gordo refugiarse bajo el paraguas y dar órdenes, más tarde sentarse sobre una piedra a orillas del pavimento y no puede determinar si cada imagen, si cada grito del gordo o acto que este ejecuta, está sucediendo o pertenece a un pasado que tal vez ya vivió y no recuerda. Un pasado donde sus abuelos combatieron y no dejaron huellas de su agónico paso y ahora, en este preciso momento, le toca a él reeditar cuánta heroicidad no lograron ellos bajo las órdenes de otro hombre muy parecido a este. Observa con detenimiento la trinchera, a los cadetes con el fusil tirado sobre las espaldas y la mirada perdida en los bordes de otro horizonte distante, sus botas acordonadas con sogas muy finas, al gordo bajo el paraguas y, finalmente, como una sombra que se impone en su memoria, el rostro de Eme risueño, mirándolo con esos ojos que contagian, que siembran la calma en su cuerpo y presintió que algo le decía, pero no podía escuchar. Se quitó el fusil del hombro, lo acomodó a un lado de su cuerpo y se zafó las botas. Después de un leve masaje sobre cada una de las ampollas que cubrían sus dedos y la planta de los pies, presintió una vez más que algo le decía Eme, entonces cerró los ojos y guardó silencio. «No todo es repugnancia. Hay que aprender a mirar hacia atrás, también a esperar. Yo estaré aquí para cuando regreses», le había dicho ella alguna vez. Quizás en algún parque, en alguna playa o en uno de los bailables a los que asistían los sábados en la noche. La imagen de Eme se imponía, sus recuerdos desvaneciéndose en el espacio, su persistencia, antes o después o en otro tiempo futuro, ya no importa; se imponía a la parte más oscura del olvido, al cansancio, al rostro de los cadetes con la mirada perdida en el mismo horizonte aún distante, al gordo sobre la piedra y bajo el paraguas.
—A sus posiciones y a marchar —gritó el gordo.
Lentamente los cadetes comenzaron a ponerse de pie. Unos se ajustaban el casco a la cabeza y el fusil al hombro, otros la cantimplora y el uniforme. Hansel, con el fusil entre las piernas, se acordonaba las botas.
—Dije que a sus posiciones y a marchar —volvió a gritar el gordo sentado sobre la piedra y bajo el paraguas—, ¿o no oyeron?
Hansel experimentó una sensación de repugnancia. Observa a los cadetes que se atropellan unos a los otros al incorporarse a la formación, al gordo con rostro de satisfacción y siente que la repugnancia se convierte en odio, en un sentimiento que jamás había experimentado y piensa en Eme, en aquellas imágenes que el gordo, con voz autoritaria, sentado sobre una piedra y bajo el paraguas, había querido destruir. Los cadetes se atropellan unos a los otros y Hansel piensa en Eme, en cada rasgo de su cuerpo y la fragilidad de la ropa que lo esculpía, en cada entrante y saliente por donde le gustaba escalar sin tener en cuenta los riesgos a correr, en cada movimiento suyo que lo incitaba a vivir, a sobrellevar la brutalidad de aquel hombre que ordenaba una y otra vez sin tener en cuenta el estado de los demás. «La repugnancia te puede matar», intuyó la voz de Eme, su eco tenue acariciándole el rostro y despejó todo el horror de lo que estaba sucediendo, la repugnancia de vivir ante la cercanía de aquel gordo y sus ordenanzas, de una subordinación abyecta, tan parecida a la muerte, a lo que su padre, en una de las tantas conversaciones que solían tener, decía: «El hombre, de una forma u otra, siempre estará subordinado a alguien y lo mejor es asumirlo con dignidad».
—Cadete —gritó el gordo—, incorporase antes que tengas que abrir las trincheras que faltan.
Los cadetes marchaban y sus botas, dejadas caer sobre el pavimento, provocaban que el polvo se elevara al vacío, formara una nube que los cegaba, los hacía toser.
Hansel se vio de pronto junto a los ingleses tomando la habana, sable en mano desafiando el olor a pólvora, cuantos proyectiles y bayonetas se imponían a su paso. Observaba a los cadetes fatigados, con el casco cubriéndole el rostro, el fusil sobre la espalda y cercanos al desfallecimiento, al gordo correr a su lado, agitar el paraguas y gritar palabras incongruentes. Quiso borrar todo aquello, arrancarlo de un tajo de su memoria y cuando ya las imágenes se volvían borrosas divisó, muy cerca de él, a varios hombres vestidos de casacas rojas, con sables colgados a la cintura y sombreros de cuatro picos, también rojos y con pequeñas sogas entretejidas a un costado, y sintió miedo. Entonces se palpó el rostro, cada milímetro de su cuerpo también vestido de casaca roja, sable colgado a la cintura, pero sin sombrero de cuatro picos y un pelo muy largo.
—Ataque aéreo —gritó el gordo dejándose caer en una trinchera que apenas le cubría el cuerpo y el paraguas a un costado.
Hansel observaba perturbado a los hombres que, con el sable en las manos, besaban su empuñadura y hacían cruces en el aire. «¿Esto está sucediendo? ¿A qué siglo pertenece, al XVIII o al XXI?», preguntó. Volvió a observar, aún sin perder la perturbación, a los hombres lanzar los sombreros hacia un lado y blandir con violencia el acero, y concluyó: «Es 1762 y los que se lanzan a las trincheras son los 50 000 habitantes que huyen de los cañonazos que lanzan los buques desde mar adentro, desde una distancia donde solo los avestruces pueden aplaudir su matanza».
—Dije ataque aéreo, que nos bombardean —gritó el gordo sentado en medio de la trinchera. Al ver que Hansel no reaccionaba, preguntó con un arrebato desmedido—: ¿Pero este tipo está loco o qué carajo le pasa?
Ante la persistencia y el arrebato del gordo, Hansel piensa en José Antonio Gómez de Bullones, en aquel Pepe Antonio regidor del cabildo de Guanabacoa que con unos cuantos harapientos y sin zapatos, hostilizó a aquellos guapetones vestidos de casaca roja, sables colgados a la cintura y sombreros de cuatro picos con pequeñas sogas entretejidas a un costado. Piensa en los que caen, en aquellos que nunca se sabrán sus nombres, pero los llamarán héroes, en los que nunca podrán palpar el cuerpo de una mujer desnuda, ni la caricia de un niño al despertar y se entristece frente a tantos rostros desconocidos, frente a tanta desesperanza. «No dejes que el desaliento haga mella en ti. Recuerda que te espero», escuchó decir a Eme. Y trata de reconstruirla, de unir sus rasgos desperdigados entre las trincheras y los que caen dándole cumplimiento a las órdenes del gordo confabulado con los ingleses, las formas de sus manos, su estatura inamovible, su alocada manera de andar, sus dedos, largos y con un toque de delicadeza, jugueteando entre su pelo. Pero no puede reconstruirla y hace por borrarla, por despojarse de esa ausencia que, sin poderlo prevenir, terminó ahogándolo en un mar donde ni siquiera lo salvaba su condición de hombre recordándola con toda la fragilidad de su alma.
—Cadete, dije que ataque aéreo —gritó el gordo, mirándolo con ojos irreflexivos y las manos agarrotadas al lado del cuerpo.
Los cadetes aprovechan y se quitan el casco de la cabeza, liberan sus espaldas del peso del fusil. Observan con incredulidad al gordo que, con las manos agarrotadas al lado del cuerpo, profiere palabras que nadie entiende.
Tal vez Hansel no tuvo tiempo de saberlo o no quiso saberlo, pero lo cierto era que el gordo permanecía frente a él, descubriéndose bajo de aquel volcán donde confluían todos, él, los cadetes y el mismísimo gordo erigiéndose héroe de mil batallas, haciéndole sentir culpable, vivir un infierno sin sosiego. «El tiempo borra las fronteras que nos impone la vida, para qué pensar en aquellas que nos impone la muerte», murmuró. Observó las botas gastadas y sucias de los cadetes, sus destartalados cuerpos consumidos por el cansancio, por un sudor ácido que lo abarcaba todo, al gordo con el rostro contrariado, invadido por una ira irrefrenable y más allá de su abultada figura, vio desvanecerse a Eme, aquella muchacha que lo alejaba del hastío, de la desesperanza que le infundía el gordo en cada grito, en cada acto que ejecutaba bajo el paraguas o fuera de este.
Hansel escucha el eco de un sonido que no puede identificar, algo lejano y estruendoso. Mira al gordo, aún frente a él y con ojos irreflexivos, y se deja caer abatido por las esquirlas.
Luis Pérez de Castro. Pinar del Río, 1966.
Historiador, abogado, narrador y poeta. Autor de las novelas Convictos en el tiempo (Editorial Unos & Otros, EE. UU., 2017), Mujer desnuda en la noche (Editorial Neo Club Ediciones, EE. UU., 2018), Y otra vez el mar, (Editorial Libros & Libros, Colombia, 2019) y los libros de cuentosNostalgia del cíclope (Editorial Libre Idea, México, 2004), Mientras arde en silencio mi voz (Editorial Capiro, 2006), Rapsodia del erudito (Editorial Capiro, 2007), Epístolas de un loco (Editorial Mecenas, 2007) y Mujeres mojadas (CAAW Ediciones, EE. UU., 2017). De poesía ha publicado Confesiones del Abad (Ediciones Matanzas, 2005), Testimonio del Pagano (Ediciones Unicornio, 2007) y Como un manso animal (Editorial Capiro, 2012). Incluido en numerosas antologías, entre ellas: NossideCaribe (Letras Cubanas, 2006), Faz de tierra conocida (Letras Cubanas, 2010), Los cuerpos del deseo, (Editorial Neo Club Ediciones, EE. UU, 2012) y Cuentos del Club (Editorial Neo Club Ediciones, EE. UU, 2018). Trabajos suyos de poesía, narrativa, crítica literaria y artículos periodísticos aparecen en diferentes revistas nacionales e internacionales, así como ha obtenido disímiles premios tanto nacionales como internacionales.