Y grito…
Bajo temprano a buscar los mandados. Es día primero, así que habrá mucha gente en la cola. Por eso salgo antes de que sean las ocho.
En la esquina está Lázaro. No sé si sea su nombre real, pero así oí a alguien llamarlo. Lázaro es indigente. Vive de las dos flautas de pan de cinco pesos que a diario le regalan en la panadería. Es un indigente más bien sano, no bebe ni fuma; pero no está precisamente sano: además de tener que pasar el resto de sus días en un sillón de ruedas, desde hace un tiempo he notado que su mente le falla. Sería raro el caso contrario.
En la esquina veo a un hombre que «bucea». Tiene la piel oscura, pero no porque sea su color natural, sino por las capas de churre que lo protegen del frío. Viste apenas un short de mezclilla que es casi una gaza y una camiseta naranja con más huecos que la calle donde vivo —eso es mucho decir. Del pelo le cae a chorros una pintura azul. Mientras bucea, grita. Le grita a alguien que solo él ve. Le dice que es un singao, que por eso tuvo que abrirlo como una puerca, que quién pinga era él pá cagarse en su madre.
La bodega está en la otra esquina. Hay cuatro o cinco personas desde ya en la cola. Por supuesto, nunca pensé ser el primero. Pido el último y una señora me dice que ella, que además viene con otros dos. ¿Detrás de quién va? De ella, que viene con tres más.
Me recuesto a un muro, saco un libro de la mochila y comienzo a leer. Hasta las ocho y media no abre la bodega y son tan solo las menos veinte.
Un señor en la cola está gritando. Porque yo aquí llegué a cobrar noventaicinco pesos y vivía mejor que ahora que con dos mil no me alcanza y no le puedo comprar un refresco de lata a mi nieto porque cuesta cuarentaicinco y el grande cien y dice el carepuerco ese que si va a subir la canasta básica pero los precios ya se dispararon y esa es la canasta básica pero la luz y el agua y la corriente y el pan de la merienda y los tomates y el arroz que ni él ni su mujer se comen pero se lo tiene que comer el pueblo porque dice el otro que le gusta pasar en familia los domingos pero a él la cerveza le sale gratis y uno la tiene que pagar en ochenta pesos y esto está que lo único que va a hacer es ponerse peor y…
Me alejo un poco más con mi libro, para no oír lo que dice el señor. Piden el último y lo doy. Le digo cómo está la cola delante de mí. Me olvido del mundo y me abstraigo en mi lectura. A Marlowe los policías lo están llevando mal. Ah, Chandler, ¿por qué hoy, de todos los días, tienes que sacar este tema? Termino el capítulo y me rindo con Chandler.
El hombre continúa gritando y yo pienso en Chandler, en Marlowe, en los policías, en Lázaro, en el buzo… Pero me siento mal. No quiero pensar en eso. Así que miro hacia otro lado.
Mi vista cae en las casas que están en la calle del frente. Descascaradas, mohosas, remiendos por doquier, injertos arquitectónicos, un poste inclinado a punto de tocar el alero de una, un balcón que parece colgar de un trapo blanco, una maceta con una planta verde que destaca entre tanta inmundicia, un señor que se para en el balcón, toma aire, mucho aire, y vacía sus pulmones en un prolongado grito: ¡PINGAAAAAAAAAAAAAA! Al menos diez segundos que el eco propaga. La gente en la cola mira al hombre escandalizada.
Yo no. Yo solo lo miro. Y miro el balcón. Y oigo al otro señor que aún grita en la cola. Y pienso en el buzo. Y en Lázaro. Y en Marlowe y en Chandler.
Estoy acostumbrado.
De pronto, me sorprendo a mí mismo llorando. Siento como si un objeto contundente me hubiese golpeado muy fuerte en el pecho. Me enjugo la lágrima.
No estoy acostumbrado.
Miro otra vez al balcón, pienso de nuevo en lo mismo… Ya no lloro, pero me duele. Siento como si algo punzara muy dentro de mí, aunque no hacia dentro. Algo quiere salir.
Llega otra persona a la cola. Pide el último. Son apenas las nueve de la mañana y ya está borracho. Un pomito con alcohol en una de sus manos. El borracho se mete con una mujer en la cola y otra sale en su defensa, o al menos creo eso por la voz, más, al fijarme bien, bueno, sigue luciendo como una mujer, pero todos le dicen señor.
Sale alguien de dentro y grita que los frijoles colorados subieron a seis noventa. La discusión con el borracho termina. Solo se habla (¿habla?) de frijoles colorados. A ver si el carepuerco y el otro pagan los frijoles en seis noventa. ¿Cómo que seis noventa? Los salarios todavía no han subido. Yo lo que me cago en la resipinga de la madre de…
Al fin entro a comprar. Son las diez y veinte de la mañana. Saco todos los mandados y salgo. Afuera todos visten shorts de mezclilla que parecen gaza, todos llevan camisetas naranjas llenas de huecos y sus cabezas están todas pintadas de azul.
Regreso a mi casa con la mochila cargada y ya no me duele el pecho, sino la espalda. En la calle, en la acera, en los portales de las casas… solo veo borrachos, cada uno con un pomito de alcohol.
Llego a la esquina y el buzo no está ahí. La calle está vacía. Solo somos los huecos y yo —realmente hacemos un buen número.
Llego a mi casa. Abro la reja, abro la puerta, subo las escaleras y voy hasta la cocina con los mandados, donde mi mamá trajina. Menos mal que llegaste, mi niño. Cómo te demoraste. Me agacho a darle un beso y solo entonces me doy cuenta. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me miras así?; ¿Y esa silla de ruedas? Me mira extrañada, como si yo estuviera loco. Pero no estoy loco. Sé que no. A mi hermano también le sorprenderá ver a mi mamá en sillón de ruedas. ¿Dónde está mi hermano?, le pregunto; En la sala, viendo muñequitos.
En la sala, Mabel y Dipper hacen campaña para que el tío Stan sea electo alcalde de Gravity Falls. Oye, ¿por qué mamá…? Mi hermano también está en un sillón de ruedas. Me llevo las manos a la cabeza y me extraña sentirlas húmedas.
Me miro las palmas y están azules. Entro al primer cuarto en el que haya un espejo y confirmo mis sospechas. Voy a la terraza, abro las ventanas que dan a la calle y miro.
Y miro que me miran. Sí. Me miran todos. En la calle están Lázaro, el buzo, la gente de la cola, Marlowe, Chandler, los policías, el del balcón, el borracho, todos con shorts de mezclilla como gaza, camisetas naranjas ahuecadas, el pelo que chorrea pintura azul, todos en sillas de rueda, todos con un pomito de alcohol. Todos en silencio, expectantes. Lleno de aire mis pulmones y solo grito…
Adrián Pernas Álvarez. La Habana, 1999: Escritor y guionista.
Estudia Lengua y Literatura Rusas en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana. Finalista en el 42 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en la modalidad de guion inédito.