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Wendy sobre el zinc caliente

Mola

Mola

La marihuana puso a Wendy en órbita y luego la fue encendiendo por dentro, de modo que estaba haciendo un gran esfuerzo para no saltarse los preámbulos de rigor y echarse encima del tipo que tenía delante. Pero teniendo en cuenta que aquel sábado a la noche aún estaba trabajando…, tendría que apechugar con el calentón y esperarse un par de horas para soltar todo el vapor. O improvisar, para acelerar las cosas.

Había un ambientazo esa noche en Las Vegas y la pista de baile estaba a rebosar, una marea sudorosa de gente alternaba el paroxismo de los reguetones de moda con remansos de números más suaves al compás marcado por el alucinado disc-jockey de rastas teñidas de azul; el haz del proyector láser caracoleaba sobre la muchedumbre, y los focos de neón creaban un efecto fosforescente en los ojos y la dentadura de los bailadores. La combinación del alcohol con la yerba que le canjeaba por sexo a Rolando —amigo con derecho a roce actual, ex novio formal en la época del preuniversitario— siempre conspiraba contra las hormonas de Wendy. La mezcla encendía su libido y las luces estroboscópicas amplificaban su avidez. Pero tenía que centrarse.

Arriba, se dijo, vamos a rematar este asunto.

—¿Tú sabes moverte rico? —le preguntó al tipo en cuestión.

El hombre, un tipo bastante alto y corpulento, con el cráneo afeitado, ofreció una mueca a modo de sonrisa y le contestó con picardía:

―Depende. Yo me muevo rico cuando hay que moverse.

―Pues demuéstramelo ahora ―dijo ella y saltó a la pista.

Él siguió la estela de feromonas y lujuria exudada por la chica y bailaron al compás del Chupi-chupi, un viejo éxito de entronizada vulgaridad que se negaba a desaparecer; había sido desterrado de la radio durante años, pero ahora estaba de vuelta en las discos en forma de remix. El calvo se comía a Wendy con los ojos mientras bailaba con energía, sudando a chorros; quizás necesitara un poco de engrasado extra en las bisagras de la cintura, pero había que darle una buena puntuación por el esfuerzo.

El Chupi-chupi se mezcló con otro tema musical, de letra incluso más procaz, y el gentío lo recibió con chillidos de júbilo y redoblado movimiento de caderas.

Soy negro, soy feo, pero soy tu asesino —entonaba el Dj con entusiasmo—, Y si quieres mi palón, mi palón… yo soy tu palón divino.

Todo el público, incluido el calvo y la propia Wendy, coreaba el estribillo con renovada algarabía. El Dj hacía pausas dramáticas con la pista de audio y, tomándose libertades con la letra, preguntaba a voz en cuello:

¿Y cómo quieres mi palón, mi palón… con condón o a capella?

Y el vocerío respondía: ¡A capella!. Quedaba claro que todo el mundo allí pasaba del plástico y prefería montárselo a pelo.

Oscilando las caderas al compás de la música, Wendy dejó que aquellas manazas rudas se anudaran en torno a su cintura; él se apretó contra ella para acomodarse a su cadencia, y la chica, al sentir contra ella el abultamiento de su virilidad, bajó su mano derecha e inspeccionó lo que ella llamaba «sección de cohetería». Complacida, sintió que una especie de calor le bajaba desde el esternón y estallaba en su bajo vientre. Se dejó llevar, como si flotara en medio de una nube de neón. Lo miró a los ojos.

Y entonces, a la luz intermitente, vio lo que estaba buscando.

La cicatriz brutal, en forma de queloide, que brotaba por detrás de la oreja y bajaba hasta quedar oculta por el cuello alzado de la cazadora.

Sonrió.

—¿Quieres que salgamos a coger un poco de aire fresco? ―le preguntó el tipo con mirada de depredador.

—Estás loco por comerte el bombón, ¿verdad?

La presión de aquellos dedos en su cintura fue en aumento.

―Parece que a ti te gusta el voltaje, mulata.

―Me encanta el voltaje ―ratificó ella―. ¿Nos vamos a tu casa, o prefieres que lo hagamos en tu carro?

―Yo no ando en carro esta noche ―le dijo él, con la luz de neón creando un halo evanescente alrededor de su cráneo liso―. Pero podemos ir en taxi hasta el apartamento donde estoy rentado y seguimos allí la rumba. En quince minutos llegamos.

―Así me gusta. Eficiente… ―Se interrumpió de pronto. Abrió su pequeño bolso de noche recubierto de lentejuelas negras a juego con el tejido de su corto vestido y sacó el móvil―. Espera un segundo, que me están llamando al teléfono y seguro que es el celoso de mi novio tratando de averiguar por dónde ando.

Otra mueca de suficiencia en el rostro cruel.

―Puedo encargarme de ese novio si quieres ―se ofreció el calvo.

―No será necesario. Mi novio no es un problema ―dijo Wendy―. Le mando un mensaje diciéndole que estoy en Santa María del Mar con unas amigas y enseguida lo despisto. ¿Por qué no vas a pagar mi bebida mientras yo me deshago de él?

El hombre fue a pagar la cuenta de Wendy y ella aprovechó para textear:

«Lo encontré».

Eddy respondió enseguida:

«¿Estás segura de que es el sujeto?»

«Positivo. Y lo tengo empaquetado. Vamos saliendo.»

«OK.»

Salieron a la madrugada, a la actividad fantasmagórica de Infanta, el tipo recio, prensil en torno a la cintura de su conquista. El frescor del mar cercano le vino bien a ella. Por la calle pasó un mulato cincuentón, descalzo y descamisado, tirando de un carrito cargado con bloques de hielo que iba dejando un sendero de agua sobre el asfalto; la humedad del hielo se alzaba en una voluta que se desvanecía en el aire nocturno.

―¡Taxi! ―pidió Wendy en alta voz, y desde el Lada Niva aparcado en la manzana frente a la discoteca un hombre le contestó que estaba disponible.

El acompañante se adelantó a negociar el precio de la carrera con el chofer del Niva y diez segundos después estaba tendido en el pavimento, sin sentido, sangrando por la boca y la nariz.

Eddy Serrat, teniente investigador de la PNR ―vestido de civil―, se inclinó sobre el cuerpo del hombre corpulento y lo esposó con las manos a la espalda. Luego volvió la mirada hacia la chica y dijo:

―Buen trabajo, sargento.

―Ya ―dijo Wendy―, pero qué lástima.

Eddy la observó un momento, evaluativo y sonriente.

―Parece como si lamentaras no poder llevártelo a casa.

―Lo confieso. Me arrebatan los tipos grandes y toscos.

―Pero, ya sabes…

―Sí, ya… hay que cooperar con lo inevitable. Sin embargo, a ese tipo le habría venido bien un buen revolcón, teniendo en cuenta que le tocará pasar entre diez y veinte años guardado en el Combinado.

Eddy se encogió de hombros. Marcó un número en su teléfono móvil.

―¿Tú no duermes? ―dijo una soñolienta voz de hombre al otro lado de la línea.

―Buenas noticias, Puyol ―anunció Eddy, mirando a la sargento dar la vuelta y sentarse junto al asiento del conductor. La vio recostar la cabeza y cerrar los ojos―. ¿Te acuerdas del caso de suicidio que resultó no ser tal, aquel que resolviste el año pasado?

―Soy sesentón, Eduardo ―dijo Puyol con cierta indulgencia―, pero mi memoria todavía no me traiciona. Recuerdo que identifiqué al instrumentador del delito, pero el ejecutor se nos desapareció y desde entonces anda a la fuga.

―Ya no ―replicó Eddy muy orondo, mirando al detenido que seguía a sus pies en modo knock out―. Recibí un chivatazo sobre los sitios que esa rata frecuentaba y le echamos el lazo en el club nocturno Las Vegas.

―¿Las Vegas? Tengo entendido que es un local gay. No me digas que te travestiste para entrar ahí.

―Tu información es inexacta. Los sábados no funciona como local gay.

―Un sitio inclusivo, entonces. ¿Y cómo cazaste a la susodicha rata, con queso?

—No. Lo cacé con algo mejor.

—Ah, ¿sí?

Eddy levantó la vista. En el interior del coche, Wendy dormía.

―Con una gata. Una gata infalible.

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