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Virgilio Piñera y el lenguaje del bronce

Un artículo conmemorativo de Diario de Cuba (DC) por el centenario del nacimiento de Virgilio Piñera (el escritor más auténtico que dio el siglo XX cubano) me ha hecho recordar la peculiar relación de Piñera, no solo con la literatura clásica, sino con la tradición europea y nacional.1 Los primeros poemas que Piñera quiso que se conociesen de él2 nos hablan desde un lirismo grandilocuente que en poco tiempo evidenció un cambio sustancial en “La isla en peso” (1943), poema escrito dos años después de concebir su pieza teatral Electra Garrigó (1941).

Ambas obras evidencian la mezcla de estilos, la protesta irreverente y el cuestionamiento de Piñera ante todo lo que se considerase legado, historia, fe, deber social y patrio, en las que lo sublime y lo paródico y coloquial conviven. No por gusto su Electra dice que su sangre es un asunto que solo a ella compete, y Virgilio insiste en la ausencia de tradición, en el falso constructo identitario e histórico cubano a través de su poema “La isla en peso”.

Pero en el artículo de DC el comentario de Julio Ortega me remite a algo que ya había afirmado en la reseña que hice de la poesía de Piñera en 2008 (la cual cito en la nota 2 de este artículo) sobre la creencia del autor en la perdurabilidad de la obra artística, en la idea de inmortalidad a través de la poesía, algo de lo que nos habla la propia Helena desde los muros de Troya en la Ilíada.

Julio Ortega, además, llama la atención sobre una intertextualidad homérica en el poema “¿No lo somos?”, que refuerza el diálogo piñeriano con la idea de la eternidad a través de la obra literaria. Así afirma Ortega:

“La imagen evoca la ‘aurora de rosados dedos’ de Homero, esa promesa clásica del primer día del futuro. Y aunque el poema responde que no somos eternos, que somos mortales, solo en el arte podría suscitarse, nos dice, ‘un instante de eternidad’”.

Quisiera recordar dos elementos más que se relacionan con ese peculiar diálogo con la tradición clásica que desde Electra caracteriza a Piñera: la imagen de las Furias y de las demás fieras mitológicas en su primer poemario, y un aspecto morfosintáctico de gran importancia en su obra poética no señalado antes por la crítica: el uso de los latinismos y de la conjugación latina que, en medio de giros coloquiales, encarna el padecimiento y la angustia en escenas domésticas y urbanas del entorno insular. Sobre ello afirmé en 2008:

“Desde ‘La isla en peso’ se muestra en Piñera el uso de latinismos que reaparece en poemas de experimentos posteriores, recogidos en el póstumo Una broma colosal de 1988, que Luis Marré y Antón Arrufat organizaron. El quebrantamiento del lenguaje sobrepasa en él el mero experimento. En su caso no se trata solo de jugar con el lenguaje, donde la poesía se mira a sí misma y es su materia y su fin, como el ‘purismo’ en Mariano Brull; existe una convergencia entre el problema social y la segmentación de las palabras, combina lenguaje coloquial con verbos conjugados en latín, moviéndose con un singular talento entre la parodia y la angustia” (artículo citado en la nota 2).

Volviendo a la idea de eternidad: Piñera escribe, en sus últimos años, con la libertad y la independencia que encontró (solo) en la literatura; con toda la libertad angustiosa que pudo tener en el final de su vida, con toda la libertad que da la marginación y la anulación y que dejó expresa en sus mejores cuentos y poemas. Ya no con el tenso lirismo de sus 29 años en Las Furias, ni con el tono incendiario y trasgresor de su Electra y de “La isla en peso”. Pausado en su vejez, con un coloquialismo cada vez más sosegado, como volviendo los ojos a la idea milenaria de la inmortalidad a través del canto, de la poesía, le dice a Lezama en “Bueno, digamos” (1972): “nosotros, ahora, empezamos”.

Además de los ejemplos apuntados (“¿No lo somos?”, “Bueno, digamos”), y de otros poemas de Piñera de su última etapa de creación y de vida, hay un texto en el que convergen nuevamente tradición y trascendencia, diálogo entre el legado poético anterior y la trasgresión. Me refiero a “El poeta de bronce” de 1978. Como en Electra Garrigó, Piñera en estos versos se pronuncia con respecto a la historia cultural de la colonia cubana y utiliza también referentes de la mitología clásica como el león de Nemea.

Aunque en 1942 Virgilio creó una revista que se llamaba precisamente Poeta, el escritor respetó siempre tanto la poesía que sus versos fueron, dentro de su obra, lo más íntimo; sin embargo, no dejó de escribir versos durante toda su vida. Además, a pesar de ser presentado como poeta en el ámbito cultural cubano cuando era joven, nunca se autodenominó de ese modo, mantuvo durante toda su vida un respeto hacia el género lírico y un escepticismo enorme hacia los poemas que escribía. Algo de ese escepticismo se refleja en “El poeta de bronce” (escrito en 1978 y que remite a la estatua del escritor cubano Juan Clemente Zenea ubicada al final del Prado de La Habana), ya que Piñera termina transformado en el león del Prado, pero con la esperanza de poder acercarse al poeta que está en el Paseo —en este caso a Zenea—, que, sentado y contemplando el mar, sostiene un libro entre sus manos.

De bronce es el león, de bronce el poeta. De bronce muerto. Piñera, de carne y hueso. Pasea por el Prado y arrastra con la tradición, anquilosada, enorme, muda, inmóvil. Ese bronce sin vida, sin embargo, sabe que el sujeto lírico ha venido con el león casi arrastrándose hasta el pedestal del poeta. Y Piñera sabe que él mismo algún día será de bronce, se insertará en el eterno proceso de la tradición que él tanto cuestionó.

Comienza el poema “roto, dividido,/ ciego, confundido”, de carne y hueso, deambulando por el Prado, y termina vuelto león de bronce, carnicero, “arrogante, irrisorio, sobre mi pedestal”. Esta vez no en isla, ni ahorcado con su corbata antes de posar para la foto, sino que el sujeto lírico piñeriano se transforma en el animal: “me inmoviliza el bronce y la fiera se anima./ Siento que Prado abajo carnicero me alejo”. Piñera seguro de que después de muerto será león de bronce, tradición inmóvil, fiera inmortalizada en el pedestal del Prado. Felino y no poeta, esperando que se repita la historia: “que pase un poeta inquietante/ que ha tenido el designio asombroso/ de llevarme a morir/ a los pies inmortales del poeta de bronce”.

“Poeta inquietante” en vida, fiera broncínea al morir. Bestia y no escritor en su pedestal. Guardián feroz del verso. Piñera se ve a sí mismo como quien tiende, hasta después de muerto, hacia la poesía.

EL POETA DE BRONCE

Roto, dividido,
ciego, confundido,
paseo por el Prado
llevando de la mano
uno de los leones de bronce
que se limitan a ver pasar.
Como es de bronce, es dócil
este león de Nemea.
Si fuera de carne y huesos
ya me hubiera devorado.
Pero un león de bronce
jamás abre las fauces.
Con esfuerzo lo arrastro
—el bronce no camina—
y moribundo llego
hasta el poeta de bronce
que en sus manos sostiene
un libro también de bronce.
Por ser de bronce
no le es posible hablar,
ni mover la cabeza
por el mismo motivo,
ni mirarme a los ojos
porque el bronce no mira.
Y no obstante conoce
que hasta allí me he arrastrado
para implorar de su inmortalidad
el secreto de su inmovilidad,
y me dice en el lenguaje de bronce
—funerario lenguaje de los poetas muertos—
que mi carne le entregue a ese león de bronce,
y que el león mi alma con su bronce reviste.
El poeta presencia la mutación insigne:
me inmoviliza el bronce y la fiera se anima.
Siento que Prado abajo carnicero me alejo,
y al mismo tiempo siento que eternamente verde,
voy a ser para siempre un león en el Prado,
arrogante, irrisorio, sobre mi pedestal,
esperando que pase un poeta inquietante
que ha tenido el designio asombroso
de llevarme a morir
a los pies inmortales del poeta de bronce.

NOTAS:

1. Yoandy Cabrera: “La puerta Electra: tradición clásica y ruptura en el teatro cubano contemporáneo”. Inédito, en proceso de publicación.

2. Piñera desechó muchos de sus poemas anteriores a su cuaderno Las Furias (1941), lo cual no me parece casualidad, sino evidencia de un modo de entender el fenómeno literario, pretensión de marcar un itinerario artístico influido también por su entorno y en contra de ciertas ideas lezamianas y origenistas de las que siempre sospechó. Al respecto, puede consultarse: Yoandy Cabrera: “La poesía: una broma en los altares del horror”. En: La Siempreviva No. 2.

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