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Vigía de La Habana

Ernest Hemingway

a la memoria del cubano sato,
en su cumpleaños 110.

La atención deparada en Cuba a la vida y obra de Ernest Hemingway (1899-1961), debe de ser una de las más devotas y profusas, por derecho propio. Más allá de su permanencia en la Isla, lo cubano en este americano del mundo ha contado acá con una exploración antagónica —digo yo— de la técnica narrativa que por excelencia hace reconocible al escritor, el iceberg: textos como los ensayísticos-biográficos de Mary Cruz y Norberto Fuentes demuestran cuán en lo profundo se localiza la marca de cubanía, apenas distinguible en la superficie, en el dueño de la finca Vigía; y la narrativa nuestra que le rinde tributo, lejos de abocetar para la sugerencia, clava el escalpelo.

Menos fervor se registra en calibrar lo contrario, aunque también exista con intenso registro: el autoreconocimiento de cuánto de yanquis tenemos los cubanos gracias a Hemingway. En este sentido no sólo sería válido decantar influencias del autor de El viejo y el mar en nuestros escritores hasta el presente —fuerte herencia universal, por cierto, en la literatura contemporánea—. Valdría la pena, además, intentar encontrarnos en el modelo intelectual hemingwayano, y en esta tarea aparecerá la Vigía exactamente como lo predica su nombre.

Entre mis escarceos juveniles en el quehacer literario, recuerdo con un aprecio muy peculiar, las tertulias que desarrollaba en Finca Vigía espontáneamente Miguel Barnet, sin vínculo alguno con el Museo Hemingway, cerrado en aquellos años para uno de sus tantos remozamientos. A veces éramos muy pocos contertulios, y Miguelito podía llevarnos a San Francisco de Paula en su carro o regresarnos a todos al centro de La Habana; gran privilegio que una tarde me permitió escuchar la primera lectura de Claves por Rita Montaner, luego publicada en un modesto folleto, que el propio Barnet nos obsequió otra tarde allí mismo, en Vigía.

Además del gustazo de evocar aquellos gratos momentos, los coloco aquí para llamar a reflexión en torno a algo que por evidente apenas se reconoce: Finca Vigía, más que lugar de culto, se convirtió desde el instante en que pasó a ser Casa Museo, en meca habanera de escritores y artistas. Estar un rato allí significaba sentirse elegido, ostentar un sentido de partencia a la intelectualidad en grande, aquella que era capaz  de saltar al mundo desde Norteamérica y su reducto habanero. No en balde Desnoes y Titón tomaron la Vigía como hito para entablar desarrollo-subdesarrollo. 1 El influjo del sitio sería desde entonces imparable para constatar una sensibilidad, multiplicada con el orgullo si se llegaba a pertenecer al círculo de los hemingwayanos.2 Confieso que al margen de reconocer la grandeza de otros filmes de Fernando Pérez, para mí sigue siendo Hello, Hemingway (1990) la película suya que prefiero. Cada vez que la disfruto, me siento en la Vigía, viva y a la vez en la habitada por duendes, que pude conocer.

Precisamente, con este pequeño estudio pretendo acercarme a la mirada puesta por tres narradores de distintas generaciones, en tan especial patrimonio de Hemingway en esta Habana mía.

Aparentemente trasgresora de la línea realista en que suele hacerse sentir la narrativa de Alberto Guerra Naranjo (Ciudad de La Habana, 1963), se construye en “Finca Vigía” la presencia fantasmagórica de Hemingway, quien se vincula “amistoso y cordial” con un visitante a su casa, ya convertida en museo: “Si no fuera por estos raticos y por esos rayos del sol, no sé qué sería de mí. ¿Viste cómo iluminaban al venado?”3

Una pareja de turistas hacen volver la mirada del visitante a los puntos más significativos de la vivienda, luego rehúsa subir con ellos a la torre: “Quedé solo para conversar con el maestro, hambriento, nervioso, con el cansancio de las calles de La Habana en mis pies.”4

No sólo la caminata ha sido molesta. Guerra nos ubica en los años finales del pasado siglo aludiendo a uno de los más feos contratiempos del Período Especial: los privilegios a los extranjeros, con tal de sacar de sus bolsillos las divisas que tanto necesita el país, en detrimento de compatriotas que reciben a cada paso insolencia y desprecio, si deciden pasear con los visitantes. El restaurante Floridita y el hotel Vedado obligan al personaje a reflexión: “Fui observado por el custodio y por algunas carpeteras, como si fuera un pobre diablo. No hay quien sienta más desdén por un pobre diablo, que un pobre diablo con uniforme, recordé haber leído.”5

Luego las vicisitudes de los balseros en el 94, incluida la muerte, y “esas muchachas que piden botella en Quinta Avenida (…) Es una historia que mejor no le cuento, maestro”,6 vuelven a dar noticia de una Habana sacudida por demoledoras contingencias.

El personaje –un joven escritor de cuentos- “llevaba cinco años, ese mismo día,7 escuchando (decir a Hemingway) esta vez navegarás con más suerte.” Ambos hablan de una premiación más del concurso que “lleva su nombre (recuerda el joven), eso lo hace importante.”8

Las impresiones que intercambian los personajes en torno a la creación literaria ocupan un buen espacio del texto, no dudo que obstaculizando el ritmo de la trama, como el segmento que sigue, traído a colación para hacer notar las posibles influencias de Hemingway en los narradores cubanos, antes aludidas:

“Demasiados escritores del país malograron sus buenas ideas tratando de alcanzar la economía hemingwayana, en una tierra completamente barroca. Muchos cuentos influidos por la técnica del iceberg quedaron como bodrios imprecisos, de tanto que ocultaban sus dos terceras partes bajo el agua. (…) A su vez, en los llamados escritores de primera línea, esa lógica (poco funcional para nosotros si se tomaba al pie) había lacerado por más de treinta años.”9

El concurso de cuentos del que se ocupa Guerra en su texto, desde que fue inaugurado en 1989 despertó un interés creciente en los escritores habaneros, y hasta algunas de sus ediciones han recibido y premiado autores de otras provincias. Celebrar en la Vigía el cumpleaños de Hemingway ha constituido un buen detonante para tanto entusiasmo. De un modo u otro: competidores y jurados, el certamen enrola a varias generaciones de narradores. El propio Guerra fue uno de los galardonados; también, en 2007, Javier Rabeiro Fragela (Matanzas, 1978) con “Hemingway Museum”.

Como indica el título, la visita a Finca Vigía sirve de centro a otro cuento, esta vez de alguien que acude al sitio “por puro aburrimiento”, a pesar de que le advierten: “esta casa, boy, nunca perderá el magnetismo de su historia.”10

También vuelven a ser presentados los iconos fundamentales del entorno, los curiosos turistas, las celosas veladoras, y en esta ocasión los personajes suben a la torre-mirador desde donde creen ver “como un espejo del pasado, imágenes del escritor en La Habana gastada y renovada”, las cuales describen profusamente reconociendo al gran escritor hasta “en sus juegos al cubilete en el bar Dos Hermanos” de la Avenida del Puerto, o más lejos aún: en el busto instalado en Cojímar.11

Los objetos que exhibe el museo arrancan las mismas emociones alzadas por Guerra como mito. Pero el visitante de Rabeiro les da otro matiz cuando considera: “El buen gusto de la casa se iba intercalando en mi animadversión; ahora contemplaba la mesurada opulencia de ese literato sin cánones que se oponía a la imagen del escritor sedentario y aburrido”.12

La sequedad heminwayana, incompatible con el barroquismo cubano, constituye otra coincidencia entre ambos cuentos presentados, que tiende a la Intertextualidad de homenaje en el más reciente al anterior. Y con los comentarios también coincidentes sobre El viejo y el mar, se percibe el orgullo de que semejante portento haya dependido de esta Isla en el trópico:

“Un hombre puede ser destruido, pero no vencido. ¿Has oído eso, muchacho? Es como un lema para los luchadores”, aparece en el texto de Guerra, y en el de Rabeiro se considera “más que un suceso cultural o histórico, fue un hallazgo para la memoria afectiva de la humanidad.”13 Ambos autores parecen unir voces incorporados en el llamado hipertexto que conforma la propia creación literaria en su devenir.

Tampoco iba a faltar la Mulata si de Hemingway se trata. El símbolo más persistente de nuestra identidad étnica, tan digna, como en el cuento de Guerra, para conformarse mirándole los muslos, reaparece en el de Rabeiro. Pero esta segunda Mulata atraviesa el portón de lo posmoderno: “Solía llamarme Ro-ber-to, dijo, pero ahora soy Re-be-ca (…) El Mulato- eso era exactamente-, me sonrió burlón, amanerada.” No obstante, la sensualidad vence cualquier escrúpulo de “género”: “Después, entre asustado y curioso, me sometí a las caricias borrosas, ahora comprometedoras, del hemingwayano ferviente.”14

El formato de novela corta en Adiós, Hemingway (2001) de Leonardo Padura Fuentes, permite un mayor regodeo para estar en la Vigía, que los cuentos anteriormente presentados. Holgura que no se limita al inventario de objetos y anécdotas hemingwayanos, bien justificado por “una encarnizada relación de odio-amor”,15 que dice Padura tener con el cubano sato.

El primer reencuentro de los lectores con el Teniente Mario Conde después de su renuncia a la Policía, se produce precisamente cuando aparece un cadáver en Finca Vigía. Una tormenta veraniega “se había ensañado con la antigua casa habanera de Hemingway (…) salieron a la luz los primeros huesos de lo que los peritos identificaron como un hombre (…) muerto entre 1957 y 1960 a causa de dos disparos.”16

Más que pretexto para pesquisas policiales, el fenómeno atmosférico le permite al Conde reconstruir aquel museo que “le sabía a escenografía calculada en vida para cuando llegara la muerte”,17 arrebatarlo a los fantasmas insuflándole vida.

Dos planos temporales albergan, respectivamente, el relato de cuando ocurre el asesinato y la actualidad de su detección. Pudo sospecharse que la resurrección insinuada por mí, recaiga en la trama más vieja. Sin embargo, creo percibirla  con un alcance literario más rico y profundo en la otra, que tiene como pórtico recuerdos del propio Conde:

“Más de veinte años llevaba sin visitar aquel lugar al cual, decenas de veces, había ascendido en casi solemne procesión: eran los tiempos ya remotos en que soñaba también él ser un escritor (…) / La casa, con todas las puertas y ventanas cerradas, sin turistas ni curiosos ni aprendices de cuentistas asomados a la intimidad detenida del escritor, le pareció al Conde un fantasma blanco, salido del mundo de los muertos.”18

El primer método para dar vida a la morada que alguna vez estuvo habitada por vivos, que se le ocurre al Conde resulta “un sacrilegio museográfico: se descalzó de sus propios zapatos y metió los pies en los viejos mocasines del escritor”. Desencadena así una serie de acciones que concluye echado “en la cama del cuarto de Mary Welsh”.19

La otra línea de tiempo, a finales de los cincuenta, comienza con el ritual de las cenas entre amigos todos los miércoles, por entonces muy disminuido. Una atmósfera de presagios cunde en el ambiente.

La ronda que antes de acostarse solía hacer el propio Hemingway armado, sustancial en la trama del asesinato, estampa la sólida visión que del entorno tiene Padura. Cada plano transitado trae datos de una historia evocada desde la incertidumbre y el miedo a un desgaste final, de muerto en vida, tras una desorbitada existencia.

Entre los recuerdos aparece un primer encuentro con aquel “lugar, bueno para escribir, también podría ser un buen sitio para morir (…) Pero sin sus árboles, la finca no valía nada.”20

En este mismo recorrido, el personaje Hemingway “al observar a lo lejos las luces de La Habana”, ofrece sus impresiones de la ciudad:

“Inabarcable y profunda, empeñada en vivir de espaldas al mar, y de la cual él sólo conocía jirones, quizás los menos verdaderos. Algo sabía de su miseria y de su lujo; mucho de sus bares y vallas de gallos; bastante de sus pescadores y de su mar; lo indispensable de su dolor y de su vanidad.”21

Un dato que pudo aparecer en preliminares, pues se consigna en las primeras páginas de la novela, cabe mejor al cierre. Antes de la construcción de la casa, en 1905, había en aquellos terrenos una centenaria mata de mangos, ahora arrancada por la tormenta veraniega. De sus raíces fundacionales ha sabido catapultar Leonardo Padura a la Finca Vigía al futuro, como legado indiscutible del patrimonio habanero.

EL CUPLÉ DE LA HABANA PROFUNDA

Antes de pasar al escrutinio del próximo objeto de estudio, debo advertir que  Rogelio Riverón (Placetas, 1964) ha creado para las peripecias de sus personajes de Bailar contigo el último cuplé (2008), una Habana. Pareciera que el novelista llevara a la praxis el marco teórico propuesto por Jorge Enrique Adoum cuando reconoce que la novelística contemporánea “ya no fue solo reflejo de la realidad sino realidad inventada: el novelista como fundador de ciudades y no como cronista.”22

La pertinencia de dedicar un estudio puntual en este volumen a la novela de Riverón se redondea en la posibilidad que brinda para destacar un factor siempre inquietante: la contradicción aparente. El aferramiento a una mismidad hace caer instintivamente en el error de obviar la confluencia sincrónica en individuos y grupos sociales de un conjunto de identidades, como si la condición —digamos— de haber nacido en La Habana descartara toda traza de hábitos rurales, o el hecho de ser homosexual confeso impidiera abrazar determinada fe religiosa o una militancia política.23 Precisamente, las confluencias identitarias contrastantes matizan de manera especial este sugerente texto, con sobradas aristas ideoestéticas para incitar al ejercicio del criterio.

Por tanto, aunque situemos el down town habanero de hoy en La Rampa, también lo percibimos en La Habana Vieja de la novela. Tampoco importa que sea imposible transitar de Prado a Aguiar pasando por Trocadero 166; sabemos que los personajes con este rumbo han pasado frente a la casa de Lezama.

Braceros que duermen al mediodía sobre la comida que transportan, patinadores acróbatas en medio del Prado, “exotismo en el relato y en los nombres de los personajes”24 —acota Alberto Ajón León—, procuran el asombro del lector desde una pupila que va dotando de autenticidad lo pintoresco en la codificación de esta Habana:

“(…) y ello le ofrecía una vista inédita de Monte (…) apenas un pavimento ilusorio hecho a base de cables del tendido eléctrico, y de los espinazos de anuncios lumínicos, desde mucho tiempo atrás fuera de uso.”25

No se trata pues de La Habana profunda en el sentido que le imprimen los sociólogos ateniéndose a asimetrías no exhibidas a los turistas, sino del afianzamiento, por inusitadas vías, a la esencia de una mismidad. Sin embargo, el respaldo de lo simbólico —para lo cual el lenguaje juega un papel primordial— tampoco intenta la desintegración de lo concreto en pos de un universo desasido de la realidad.

Así sigue siendo “uno de los sitios de cacería más vulgares de La Habana: el Parque de la Fraternidad”26 y existen “calles de pocos autos, de gente que se comporta en la vía como si estuviera en un parque: niños jugando a la pelota, hombres aferrados al dominó, ancianos al fresco de la tarde”.27

Al avanzar por Águila pueden verse vendedores ambulantes de:

“(…) camisetas que falseaban con tosquedad  las grandes marcas deportivas, medias sacadas con subrepticia repetición de distantes almacenes, cintos, flores sintéticas más ridículas cuanto más suplantaban la condición natural, baterías, madejas de hilo, zapatos, discos piratas (…) perfumes que ignoraban su propia fragancia.”28

Como se supone que no podían existir en Cuba socialista semejantes vendutas en el momento en que se desarrolla la trama de la novela, resultan válidas  para provocar una gran sorpresa en La Habana; sin significación alguna, talvez, si se tratara de merolicos en México o buhoneros en Venezuela.

Los primeros contactos con La Bella y La Cupletista, protagonistas de la novela, de inmediato me trajeron a la mente otro dúo aparentemente semejante: Cálida y Gélida, quienes en Sibilas en Mercaderes (1999) de Pedro de Jesús, inician desde La Habana Vieja el más hiperbólico periplo de la novela contemporánea cubana.

Una diferencia raigal separa una pareja de otra. La de Pedro de Jesús está construida desde lo andrógino, mientras que La Bella y La Cupletista no son otra cosa que travestidos, como otros muchos ya instalados en la posmodernidad habanera. Se trata de hombres dispuestos a ostentar atributos genéricos de mujer el mayor tiempo posible, aunque en la intimidad y al conversar con otros personajes, manifiestan un trato  indistintamente como varones u hembras.

Para estigmatizar esa conducta, suele diferenciarse del transformismo criollo, atribuido a quienes se “disfrazan” de mujeres para asumir la escena. Los travestidos de Riverón mantienen un pragmático uso de sus caracterizaciones mujeriles, incluso compatible con las tareas delictivas en que se desenvuelven.

Mucho menos usual, prácticamente improbable, sería la existencia en nuestros predios de un ghost-writer que pudiera ganarse la vida con ese oficio. Esta clase de vendedores de talento debe de abundar en países donde prima la literatura de fácil compra-venta, uncida a fórmulas manidas de lenguaje u otros esquemas, ajena por completo a los intereses editoriales de la Cuba de hoy, siempre atentos al hecho artístico a partir de parámetros de “calidad” que las mismas casas editoras imponen.

Al respecto creo distinguir una sutura del novelista checo Milán Kundera, en cuanto al alter ego explícito que declara personajes escritores manipulando sus propios entes de ficción. Pero en la realidad de la novela de Riverón se instala bien el sujeto en cuestión; y de él depende en gran medida la fabulación de otra Habana, no por ello menos fidedigna y sugestiva.

Otra figura importante, también inmersa en las aparentes contradicciones de identidad que interesan en este estudio, es la extranjera residente en Marianao. ¿Por qué no en Miramar, reclamarían los amantes a toda costa de la verosimilitud? Un impreciso pasado, reforzado por  brumas de misterio, la hace atractiva al ghost-writer, quien se pregunta: “esa mujer al fondo de la barra, ¿es literatura?”, “hechizado por aquel modo suyo de beber en soledad”.29

Sin embargo, para Rítzar, el ghost-writer, Anazabel “era su más costosa paradoja”. La joven licenciada en Letras, conforma la costilla del Adán-escritor en el sentido de la sensibilidad otra, abocada al consumo de lo literario y hasta a la psicología del creador que con tanto ahínco perfila Reítzar para sí mismo; no en balde es capaz de comprender: “—Es que tú lees al novelista  y yo leo al hombre”. La obsesiva adhesión de ella a la novela Hombres sin mujer de Carlos Montenegro, cuyas referencias a los ojos de Reízar “blandía como amuleto”,30 no llega a tener una explicación concreta ni simbólica (¿mujeres sin hombre? ¿hombres-mujeres sin género, sin presencia humana detrás de ese atributo?), o tal vez se procura el entendimiento en la apertura a cuanta lectura gane el texto.

Como complemento de la pasarela de seres reales-fantásticos se presenta el muy simpático retrato de Carmencita la Coja, newyorkina amiga de José Martí, evidencia de los abigarrados matices mágicos en las creencias espiritistas cubanas.31 Esta protectora espiritual hace de Yamilé, su protegida, un personaje perfectamente vivo en el barrio de Santos Suárez, ahora mismo,  desde las coordenadas que enuncian lo extraordinario en la novela: “el misterio de las patrañas impresas, el misterio oficial de la escritura”.32

Con semejantes involucrados no es raro asistir a una confabulación final para dar por cierto que la sumisión y su poderío demarcan mejor la condición humana que los rasgos, siempre externos y engañosos, de clasificación genérica. Tampoco acaban con la vida “males violentos, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan meticulosamente, como el Tiempo”. Mientras, vale más mantenerse a resguardo, no desafiar a La Habana “pues algún instinto le decía que el mar aquella noche había enfocado la ciudad con su lado siniestro”.33

LA HABANA EN PANTUFLAS

La caracterización de La Habana republicana y su gente en la narrativa de las primeras décadas del pasado siglo se corresponde, en buena medida, con la intención de refrendar el marco psicosocial de toda la nación cubana. Tan fuerte resulta el rango de la capital como principal  emblema del país, que hasta nuestros días suele hablarse de lo cubano a partir de lo habanero, sobre todo si se trata de lo plenamente urbano.34

Ese afán de particularización que evidencia el orgullo de haber nacido en la capital  cubana,35 puede que encuentre en Miguel de Marcos (1894-1954) a su primer gran epígono, en volúmenes de su cosecha como la novela Papaíto Mayarí (1946). Pues, como afirmara Imeldo Álvarez (1928-2011), este texto “es un desfile de personajes de segunda fila y de subtramas que dibujan La Habana de la época que presenta”.36

Se trata de un dibujo que no se traza simplemente desde lo pintoresco, porque tras las propias aspiraciones de los personajes salta la evolución de la ciudad, centro hegemónico de una república crispada por una dependencia neocolonial, que no obstante construye un permanente desarrollo en la tipicidad de mega-metrópolis.

A continuación  presentaremos otros chispazos, no menos contentivos de la idiosincrasia habanera, que “bajo el nombre de Fábula de la Vida Apacible, reunieron los textos humorísticos subtitulados Cuentos pantuflares, en una tirada de mil ejemplares, impresa en 1943”.37

El humorismo generalizador del volumen evidentemente ha dependido de una intensa tarea previa a la escritura: sustraer de la cotidianidad situaciones y comportamientos hilarantes. Debe haber incidido en tan fatigosa empresa, la profesión de reportero periodístico que también desempeñó con vigor Miguel de Marcos. Gracias a ese humor espontáneo los tonos locales rebasan un costumbrismo epidérmico.

Buscar el chiste, la arbitrariedad digna de sátira, disfrutar del ridículo o transformar dramatismo —muchas veces mortuorio— en jocosidad, lanzó a de Marcos a sitios habaneros, disímiles desde la insignificancia al icono. Será extenso enumerar al menos una porción llamativa de ellos: un tren de lavado, un expendio de guarapo, el juzgado de guardia; Mazorra, el Hospital de Emergencias y una casa de socorro en Los Pinos; El Templete, la Plaza del Vapor, el Capitolio, el Observatorio Nacional, Tallapiedra con su sirena de alarma antiaérea; el Export and Import Bank y los palacios en Miramar. Andando por ahí, por esas calles habaneras, también puede encontrarse la maravilla-realidad que hace palidecer al visitante; sin embargo, olvidada por quienes a diario la perciben. Preferimos que la propia palabra del cronista impere en su presentación:

“Allá abajo se alzaban las dos filas de palmas de la Avenida de los Presidentes, con sus plumeros desguarnecidos, semejantes a soldados rígidos que exhibieran una greña incorrecta. / Teodomiro residía en un entresuelo de la Calzada de Monte y de su balcón fúnebre38 al pavimento acogedor y blando sólo mediaban dos metros veinticinco centímetros. / Gervasio entre Águila y Blanco, que es pestilencial hasta lo infinito / ¿Confundió la calle Concordia, vía de nombre afable, con Amargura, que tiene un sentido desapacible? / un circo en un solar yermo de la calle Belascoaín / Infanta y San Lázaro, donde la competencia es dura. Allí, entre alaridos, pululan los mercaderes ambulantes: vendedores de billetes, de lápices, de maní, de navajitas de afeitar, de llaveros, de periódicos. / un fonducho siniestro de la calzada de Galiano.39

Flora y fauna también exhiben sus relieves: el marañón porque aprieta la boca, las yerbas medicinales apasote, tomillo, mejorana, hierbabuena; un manatí que voló sobre el mar, o el chichipó que ya no existe en la tierra cubana.

Uno de los corolarios más simpáticos de la savia dicharachera  se localiza en los nombres propios, rebuscados siempre para llamar la atención o abiertamente criollos en la construcción de apodos no menos cómicos. Juan Nepomuceno Papiol, Sinforiano Pérez, Atanagildo Bonilla, Perico Galán, Canuto Trujillo, Papaíto Torroella, Tin-Tín Mantilla, y hasta la expresión Arroz con Mango, con la que han bautizado a un ser humano.

Las comidas nutren profusamente el jolgorio identitario, tanto en platos populares como de etiqueta; estos últimos no se salvan de la burla que suscitan gustos extranjerizantes: “Exaltación del ajiaco vitaminado” se titula uno de los cuentos. “El cerdo de Navidad era color de miel, escueto, ligero, firme, sin grasas ociosas y suplementarias”, se retrata en otro texto. “Soy tan sólo un vendedor de dulces. Pero en mi vejez serena, entre dos boniatillos  o entre dos matagallegos, me consagro a leer a Freud”.40

“Un almuerzo compacto, protocolar y erudito” constituye una espléndida descripción, deliciosamente adobada con sutilezas humorísticas, tan caras a de Marcos para enfatizar contrastes identitarios que fraguan alianzas entre el  canapé de caviar  y el de anchoas, el Martini y “el clásico y patriótico Daiquirí “o “las salchichas homeopáticas que paramentaban la toronja”.41

Hasta es creada la leyenda del exquisito comelón: “_Mira, muchacho, enfila a la cocina y pídeme otra dosis de langostinos. Dile al cocinero que son para Bernabé, lo cual significa que debe escoger los de carne más tierna y cubrirlos con una mayonesa nutricia y densa”.42

Igualmente sucede con los juegos, enraizados en las clases sociales que los practican. El palo ensebado en unos actos de destreza junto a La Chorrera, “un dominó que tenía el doble nueve turbiamente marcado”, las apuntaciones a la bolita, el cubilete, las siete y media; y para otro tipo de  gentes, la canasta o aquellas opciones observadas desde la ironía: “Pero no es hombre que cultive el ocio o que le aporte a la pereza una jerarquía. Se consagra a trabajos ásperos que tienen nombres extranjeros: pocker, squash, golf, cocktail camp-fire”.43

Mención aparte amerita el cuento “La lección de baile”, que somete a un Ministro Plenipotenciario de una nación amiga al “secreto milagroso de los ritmos cubanos.” Portador de excelencias para la comicidad, el cuento nos permite ver al señor ministro sufriendo cuando “no penetraba certeramente en esa conga de Eliseo Grenet, en que la voz se hace imperativa y litúrgica, para aclamar como una admonición del más allá: quítate de la acera, mira que te tumbo”.

“—Yeyo bien amado, sé caritativo. Colócate, Yeyo, a la altura de las circunstancias. Tenemos en esta fiesta deliciosa un diplomático insigne que ama los ritmos cubanos. Construye, Yeyo querido, con pulcritud, con elevación, sin contaminaciones ni escorias, El golpe de bibijagua.

Sin embargo, el excelentísimo señor “estimulado por un compás electrógeno —en fin, por lo que se llama el montuno— derivó rápidamente hacia lo montaraz y lo breñal. No era un plenipotenciario. Era Tarzán, cuando se traslada de árbol en árbol.44

Bailar bien se reafirma en esta divertida estampa como baluarte de lo cubano, devenido por su pujanza estereotipo de lo nacional en, y para, el mundo.

Y la situación del transporte público, desgracia habanera que parece más añeja y crónica de lo que podríamos suponer, obsesiona a de Marcos, si juzgamos por la cantidad de páginas que dedica al tópico.45

Admitirían muchos más comentarios que llamen a sorpresa, estos cuentos para leer en pantuflas, pero por el momento preferimos despedirlos desde la típica esquina habanera, que con tanta gracia nos presenta de Marcos:

“Esta esquina de la ciudad es vertiginosa. Entre dos columnas cuya pintura envejece, hay un sillón de limpiabotas. (…) El limpiabotas tiene un espíritu letrado, es decir, adiciona su magistratura con la venta de periódicos. (…)En la calle, junto a la acera de esta esquina dinámica, hay algo más: un pequeño carro del que brota un relente sápido. (…) En fin, loado sea Dios, es un establecimiento para fritas”.46

Muchas veces, tras las huellas de otros narradores a lo largo del pasado siglo y hasta nuestros días, volveremos a los amados sitios de Miguel de Marcos, a pie achicharrados bajo el sol, o en  atestadas guaguas, no importa.

NOTAS

  1. En el notable filme Memorias del subdesarrollo (1968), basado en la novela homónima.
  2. Leonardo Padura en Adiós, Hemingway se refiere a esta especie de cofradía.
  3. En Blasfemia del escriba, p. 11. Todas las citas del texto se corresponden con esta edición.
  4. P. 12.
  5. P. 21-2.
  6. P. 25 y 26.
  7. Se hace referencia al 21 de julio, fecha del natalicio de Hemingway.
  8. P. 14, 13 y 15, respectivamente.
  9. P. 17.
  10. En fuente que consigna el corpus ficcional involucrado, p. 53. El resto de las citas del texto se corresponde con esa fuente.
  11. P. 56.
  12. P. 54.
  13. P. 18 y 54, en sus respectivas fuentes.
  14. Ambas en p. 56.
  15. En nota de presentación de Padura, p. 8. Todas las citas del texto se corresponden con la fuente consignada en corpus ficcional involucrado.
  16. P. 19.
  17. P. 22.
  18. P. 31 y 33.
  19. P. 37-39.
  20. P. 67.
  21. P. 48
  22. Jorge Enrique Adoum (1997): La ciudad, escenario y personaje de la novela, sin paginar.
  23. Al respecto  puede consultarse el capítulo “Identidades múltiples” en Héctor Díaz-Polanco (2008): Elogio a la diversidad.
  24. Alberto Ajón León (2009): “El afinado músico del último cuplé”, p. 13.
  25. Rogelio Riverón (2008): Bailar contigo el último cuplé, p. 60.
  26. Se alude al flirt homosexual que caracteriza a este parque.
  27. Ibidem, pp. 53 y 92.
  28. Ibidem, pp. 174-75.
  29. Ibidem, pp. 148 y  181.
  30. Ibidem, pp. 183, 177 y 176 (por orden de aparición).
  31. La presencia de este credo en Cuba ha ganado en los últimos años un alto reconocimiento, aunque tácito, cuando los medios masivos recomiendan cambiar a menudo el agua de los vasos espirituales para combatir al mosquito  causante del dengue y otros peligrosas enfermedades.
  32. Ibidem, p. 147.
  33. Ibidem, pp. 173-74 y 216.
  34. Textos de reflexión como los de Jorge Ibarra, Marcelo Pogolotti y José Antonio Ramos, consignados en la bibliografía, así lo manifiestan.
  35. Será consignado el lugar de nacimiento de los narradores por si se desea comparar las percepciones de lo habanero en nacidos o no en La Habana
  36. Imeldo Álvarez (1980): La novela cubana en el siglo XX,  p. 42.
  37. Datos en prólogo de Pedro Ángel González  a la edición de Cuentos pantuflares consignada en corpus ficcional involucrado, p. 5.  En cuanto al estilo pantuflar,  autoatribuido por el propio de Marcos, Max Henríquez Ureña considera que provenía de “escribir siempre de prisa, sin disciplina y sin detenerse a pulir ni revisar lo que producía”.
  38. Porque el personaje muere al lanzarse desde allí.
  39. Miguel de Marcos (1979): Cuentos pantuflares, pp . 25, 88, 110, 114, 117, 242, 311.
  40. Ibidem, p. 103.
  41. Ibidem, p. 38
  42. Ibidem, p. 64
  43. Ibidem, pp. 191 y 57.
  44. Ibidem., pp. 236-237.

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