Luego miró por las ventanas el círculo completo
del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido,
el cielo de diciembre sin una sola nube,
las aguas navegables hasta siempre…
Gabriel García Márquez
Boris viaja en la guagua. A medida que avanza en el tiempo y el espacio en el vientre de la bestia se gestan olores grotescos. Boris se tapa la nariz con un pañuelo perfumado. Los cuerpos vivos, caldeados por el tórrido agosto y las intensas luchas intestinas, mutan, se transforman en otra especie de cuerpos. Soberbios seres que destruyen toda posibilidad de lo sublime. Ni siquiera aquella muchacha rubia, ni siquiera los jóvenes estudiantes que sudan a chorros escapan de la peste. Pero lo que no quiere sentir Boris es su propio olor. Olor de viejo.
La vida había sido un arco fugaz, una parábola que trazan las pelotas de beisbol hasta caer en la zona de foult.
¿En qué momento subió a este vehículo cargado de gente, en que parada tenía que bajarse, podría resistir los empujones?
El tipo de la camisa a rayas le encaja un codo en las costillas. Tipo de cara redonda como un emoticono, absurdo entre aquella apretazón. Emoticono feliz porque la muchacha negra de nalgas firmes ocupa su mismo espacio, los dos están fusionados, amasándose como las croquetas que venden en las ferias, en paquetes de diez.
En el desierto de Atacama se observa el cielo como en ningún otro lugar. La humedad relativa es nula y la densidad de la vía láctea se derrama como una eyaculación precoz sobre la sábana de la noche.
Irina amaba las noches de invierno cuando el cielo estaba despejado. Irina tenía un lunar en la barbilla y los ojos grises y la piel blanca como una estepa recién cubierta de nieve, como una página de un libro sin imprimir. Irina, flor del campo ruso.
Boris se aferra al espaldar del asiento de una mujer joven y hermosa que también tiene un lunar en la barbilla. El lunar le recuerda un hecho histórico concreto: la caída del bloque socialista. La mujer lo mira y los tanques entran en la plaza roja. Una multitud grita para frenar el avance de las orugas metálicas, el cielo está nublado sobre el Kremlin. Hace frío. Un tipo de ojos negros lleva una bandera tricolor. Blanco nieve, azul cielo, rojo sangre. Natacha aprieta a su muñeca contra el pecho y le canta al oído de trapo, en un idioma que suena como el trinar de un ave. Se declara independiente la Republica Socialista Soviética de Estonia.
—Profe.
El lunar se mueve.
—Profe ¿no se acuerda de mí? Fui su alumna en la Secundaria Amigos de Moscú. Siéntese aquí, no me había dado cuenta que era usted.
La mano de Boris salta del espaldar del asiento y se posa o más bien cae sobre el hombro de la muchacha, hombro perfecto, firme, redondo como las guayabas maduras que engendra un árbol sano en su primera primavera.
—No niña, no hace falta, quédate…
Iba a decir que no estaba tan viejo todavía como para que una muchacha le cediera el asiento, pero vio el contraste de su mano sobre aquel hombro frutal, su mano muerta. Bestia en descomposición abandonada en el potrero.
— ¿Y tu familia, ya tienes niños?
El lunar se mueve, la muchacha contesta algo ininteligible, porque en ese momento la guagua frena y el universo se disloca. Boris choca contra el emoticono, contra la negra de nalgas firmes y el hombre que está a su izquierda, de rostro indefinible en cuanto a raza, cae sobre él y otros tantos que no ha tenido chance de mirar, porque el interior guagua es una rebelión en miniatura, cuerpos chocando entre sí, turba que espera el momento propicio para manifestarse y desde hace algún tiempo él tiene que mirar las cosas detalladamente para poder verlas. Para poder entender un rostro debe sentarse a contemplarlo como se contemplan las puestas de sol. Camaradas no empujen, coño, chilla una mujer. Los vehículos blindados arremeten contra la multitud y el tipo de la bandera tricolor no pretende moverse, tendrán que aplastarlo las orugas metálicas. Boris Yeltsin decide domesticar un tanque, pararse sobre su caparazón y lanzar un discurso como quien lanza flores. Natacha abraza a su muñeca, le dice que no tema y le da un beso en su cabecita de trapo. Se declara independiente la Republica Socialista Soviética de Ucrania.
Cuando Boris vuelve a la realidad no está la muchacha del lunar en el asiento sino un hombre gordo que tiene aires de pitbull, una camisa a cuadros, un puesto en la dirección nacional del ministerio Agrícola. El hombre que está a su izquierda, de rostro indefinible en cuanto a estado civil, está más cerca de lo necesario. Los jóvenes estudiantes gritan consignas juveniles, Esto es un golpe por la cara, Quimba pa que suene, o cosas así. La muchacha rubia ha desaparecido también, él no logra encontrarla con la vista porque sus espejuelos están húmedos, empañados por la condensación de tantos sudores. Se tapa la nariz con el pañuelo perfumado para no sentir el olor de la descomposición. La bestia que ha muerto en el potrero se hincha y las auras están cerca.
Un libro. Un libro es lo que Boris lleva apretado debajo del brazo derecho. Un libro de tapas duras, color azul, editado por Arte y Literatura en 1986. El amor en los tiempos del cólera, novela inspiradora para un hombre que se ha demorado cuarenta años en buscar a la mujer que ama. Porque por eso viaja ¿O no? Para encontrarse con Irina.
En el desierto de Atacama la humedad relativa brilla por su ausencia. La vía láctea desfila ante los ojos asombrados del observador.
Ahora está un parque de Moscú, sobre la nieve, Irina junto a él. Irina estudiaba Historia en la universidad y pensaba que el marxismo era un animal dormido que necesitaba despertar. Boris da un paso y sobre la nieve se imprime la huella de su bota. Los abedules aparecen de pronto movidos por el viento, ramas de plata, los niños vestidos con abrigos negros juegan a arrojarse trozos del invierno. Oseznos que dormirán dentro de poco para volcarse a las calles años después, gritando como fieras que se despiertan de un viejo sueño y tienen hambre.
Irina, flor del campo ruso, lunar junto a los labios, ojos grises como el Báltico, índice jugando con un mechón de pelo rojo.
—Yo solo quiero amar, yo solo quiero un país donde pueda amar. Y tú, ¿qué quieres?
La realidad es una guagua azul y blanca, viaja a cincuenta quilómetros por hora atestada de personas que sudan y envejecen en el calor tropical. Adolescentes uniformados que cantan. Una ciudad por las ventanillas. Edificios, viejos que venden maní en las esquinas, bici taxis multicolores impulsados por las piernas de pedalistas insomnes. Gentes que pasan de pronto, fugaces, cuerpos rocosos que entran en la atmosfera sobre el desierto y arden.
La realidad es un tipo gordo con camisa a cuadros y gafas plásticas, de esas que venden en las ferias, que te mira fijamente. En las gafas está el rostro de Boris.
—¿Le pasa algo, camarada?
—Creo que me siento un poco mal, mi amigo.
—Tome este asiento, camarada.
El tipo de las gafas plásticas de la camisa a cuadros del puesto en el ministerio agrícola, se levanta.
Se declara independiente la Republica Socialista Soviética de Moldavia.
Tres muchachas altas en el pasillo, una lleva vestido florido y el pelo cortado sobre los hombros, hablan en un idioma que parece el trinar de un ave.
Ella lo mira. Es estudiante de historia. Él estudia marxismo. Ella tiene un lunar junto a los labios y cuando habla cierra los ojos como las personas muy tímidas, o mira al suelo. Las baldosas del piso son azules. Los ojos de ella son grises como el Báltico sobre las costas en invierno.
—Me llamo Boris, soy cubano.
—Hola Boris, yo soy Irina, soy rusa.
Los abedules frenan el aire, ramas de plata, la nieve es como la arena de las playas tropicales si esta última fuera comestible.
—Dicen que en un desierto de América es donde mejor se pueden ver las estrellas.
Natacha no ha nacido aún.
Una guagua viaja desde el reparto Camilo Cienfuegos hasta las afueras de la ciudad. Un hombre viaja en la guagua para rencontrarse con la mujer que fue el amor de su vida. Historia sencilla. La mujer es rusa y vino a vivir a cuba cuando colapsó el bloque socialista soviético. El hombre es cubano y vive en la ciudad que acogió a la mujer rusa cuando ocurrió la desgracia. La mujer se casó tuvo hijos, y nunca más vio a su primer amor que casualmente vivía en la misma ciudad. Él si la vio, la vio de lejos una vez, tomada del brazo de un hombre mulato, lucia feliz y bella.
Él también se casó y tuvo hijos, y también fue feliz. Piensa que fue feliz.
Irina es solo un capricho de viejo. Porque Boris descubrió al despertarse que ya es un viejo. Que habían pasado cuarenta años desde que una mañana en Moscú, caminando por un pasillo de baldosas azules y oyendo el viento chocar contra los abedules, ramas de plata, conoció a aquella muchacha tímida que cerraba los ojos cuando hablaba, que veía un animal en el cuerpo del marxismo y que solo quería un país donde pudiera amar.
El hombre de rostro indefinible en cuanto a filiación política es un carterista. El pitbull de la camisa a cuadros con un puesto en el ministerio agrícola y gafas plásticas, no se da cuenta. En el desierto de Atacama no existe contaminación lumínica, la Vía Láctea tiembla ante los ojos extasiados del espectador. Anna ya no está para jugar con muñecas de trapo, ahora trabaja en la embajada rusa en Estados Unidos de Norteamérica. Vladimir Putin ya no usa el uniforme de la KGB.
No existe el destino de los amores contrariados. García Márquez estaba equivocado.
Los hombres se adaptan a querer lo que tienen a mano. Una mujer que te plancha las camisas y te besa en la madrugada después del sexo. Un beso que sabe a frutas con sal. Un hijo que corre en el traspatio.
El tipo de los ojos negros no fue aplastado por las orugas metálicas. Hoy está gordo y juega al póker.
La guagua se detiene.
Boris desciende de la bestia metálica con un pañuelo perfumado en la nariz, la bestia sigue llena, como si el único fin de los soberbios seres que la habitan fuera este: entorpecer el camino de los viejos arrepentidos
Mientras camina por el arrabal los muchachos juegan sin camisa, gritan consignas juveniles, son más reales que un ejército de vehículos blindados, que una guerra civil en Ucrania. Las casas se apiñan unas contra otras, con tonos verdes y amarillos maduros como en las estepas recién nacidas de la primavera. Un edificio cansado, que no ha podido cambiarse de traje en veinte años, se yergue frente a él. En el tercer piso vive Irina.
La puerta del apartamento es carmelita. Hay una ventana en el descanso de la escalera, los muchachos corren en la calle de abajo, juegan al taquito, sucedáneo del beisbol. La zona de foult está muy cerca para esos muchachos. Es el lugar donde la pelota malogró su vuelo, un sitio improductivo que no está en el campo sino al margen de lo que debió ser la realidad. En la puerta hay un letrero: Dios es Amor. Si dios es amor, piensa Boris, el marxismo es animal muerto, un perro atropellado. La puerta es carmelita, tiene una mirilla, un letrero católico, un botón con una campanita a relieve sobre él.
Irina estará sola, pensando en abedules u otras cosas menos líricas, como forrar las libretas del nieto que comienza en la escuela o preparar te de hojas de naranja, o hacer la cola para comprar un paquete de muslos de pollos brasileños transgénicos. Irina escuchará el timbre.
El tipo de ojos negros que tenía una bandera tricolor, que esperaba en la plaza roja ser un mártir, ve como las orugas metálicas se vuelven mariposas.
Cuando abra la puerta le diré que este libro también es nuestra historia, piensa Boris. Cuando abra la puerta le diré que la vida es la que no tiene límites, que aunque la realidad parezca una pared sin pintar, un suelo de baldosas azules que hay que fregar todas las mañanas, y las consignas se marchiten como las flores de las estepas cuando llega el otoño, siempre hay tiempo para el amor.
Cuando abra la puerta lo diré.
—Ya estamos en el desierto, vengo para que miremos juntos las estrellas.
Se abre la puerta.
Boris no dice nada, el aire frío le besa el rostro, sus botas dejan impresiones en la nieve mientras camina y contempla la grisura quieta del mar Báltico sobre las costas en invierno.