El guía se acercó, lo tomó por el codo y le habló al oído con su ofensivo aliento nicotínico. «Señor, ponga su mano en mi hombro para que no tropiece». Álvaro hizo como le pidió y avanzaron unos pasos hacia el interior de la capilla San Severo. Era un hombre de mediana estatura, cabeza alargada de mandíbula saliente y nariz convexa. Vestía un polo de mangas cortas, vaqueros y zapatillas de marca, y cargaba una bolsa de cuero en banderola. Le cubría el escaso cabello una vistosa gorra con la imagen de un toro en el panel delantero. El bastón y las gafas de sol delataban su invidencia.
—Esta capilla tiene dos historias. Se las cuento y ustedes deciden cuál les gusta más —comentó el guía.
Se había presentado como Emidio Bataglia cuando subieron al ómnibus en Roma. Después empleó un cuarto de hora en informarles del itinerario antes de acomodarse en uno de los asientos delanteros y quedarse dormido. Tres filas detrás, Álvaro escuchó sus ronquidos con fastidiosa regularidad.
Retiró la mano del guía de su hombro y permitió que su olfato escudriñara el ambiente. Unos meses antes de morir, su abuela materna le había hablado del olor de santidad. «Es un olor de flores que tienen los cuerpos de los santos». Ella procuraba enmascarar sus nefastos olores corporales con perfumes baratos y Álvaro guardaba una distancia prudencial cuando la visitaba. Se le ocurrió que si los santos olían a flores, su abuela estaba muy alejada de la santidad.
—Dicen que un ladrón huía con su botín por esta calle y en ese momento la fachada del edificio se derrumbó y sepultó al infeliz, dejando al descubierto el mural de una Piedad. ¡Un milagro! No para el ladrón, claro. Por eso llamaron al templo Santa María de la Piedad. La otra historia es más simpática —expuso Bataglia.
Alguien dijo que la pared no tuvo piedad con el ladrón. Álvaro escuchó risas y cuchicheos ininteligibles y su palma acarició la pulida empuñadura del bastón.
El guía se impuso al murmullo con su voz ronca.
—La segunda historia es más simpática —repitió—. Un compositor famoso encontró a su esposa y al amante en pleno acto, los apuñaló y tiró los cuerpos a la calle. Esa noche, las ratas y los perros callejeros se dieron un festín con los cadáveres. Cuando amaneció, el espectáculo escandalizó a los vecinos y la madre de Fabrizio, que así se llamaba el amante asesinado, hizo edificar esta capilla para interceder por la salvación del alma de su hijo. La dedicó a la Virgen de la Piedad. La signora estaba casada con el príncipe de Sansevero.
—Querida, ¿ves lo que puede pasarte si te encuentro con otro en la cama? No habrá virgen ni piedad que te salve. A menos que me haya quedado ciego y lo hagan en silencio —bromeó uno de los excursionistas.
Álvaro reconoció la voz grave que había escuchado con frecuencia durante el recorrido. La gente seguía utilizando la discapacidad de otros como un mecanismo para la burla y el humor. Álvaro había aprendido a encontrar cierto humor en su discapacidad, una especie de alegría por no tomarse la vida tan en serio.
—Si van a construir una capilla por cada adúltero, no va a quedar donde sembrar en este mundo —terció una mujer.
Cuando se calmaron las risas, Bataglia pasó a describir los símbolos masónicos de la capilla y Álvaro continuó olfateando el ambiente. Desde la persona de su izquierda le agredió un olor ácido y conocido. Era la mujer que ocupaba el asiento a su lado en esas dos horas y media del viaje desde Roma. A cada momento le rozaba con su cuerpo voluminoso y su piel era húmeda y pegajosa. Le hizo un interrogatorio que Álvaro contestó con monosílabos. Quería saber cómo perdió la vista o si era ciego de nacimiento, si soñaba en colores o en blanco y negro, si se había caído muchas veces. Advirtió una intención morbosa cuando le preguntó, sin mucho recato, si la ceguera era un obstáculo para su vida amorosa. Como si los ciegos no pudiesen follar. «Señora, ¿por qué no le pregunta a Verónica Berti, la mujer de Andrea Bocelli? Él le lleva veintiséis años y, por lo que he escuchado, se les ve muy felices». Eso la enmudeció por el resto del viaje.
La muy tonta olvidó preguntarme cómo hago para no orinar fuera de la taza, pensó ahora. Le hubiera dicho que siempre hay alguien a mano que me la saca, apunta bien el chorro y después me la sacude. La idea le hizo sonreír.
El guía se detuvo en el centro de la capilla.
—Señoras y señores, descúbranse ante el Cristo velado —reclamó con voz solemne—. Descúbranse ante esta maravilla esculpida en un solo bloque de mármol por Giuseppe Sanmartino, uno de los grandes del settecento. Admiren ese finísimo sudario que cubre el cuerpo y díganme si no les parece un velo y no una obra en mármol.
Le hicieron eco con exclamaciones de admiración. Álvaro asintió con su cabeza. Maravillarse ante semejante maravilla era lo indicado. Entonces Bataglia los invitó a caminar en torno a la escultura. Álvaro fue de los últimos, guiándose por el sonido de los pasos en el suelo de terracota. Cuando llegó a la altura de la cabeza, cambió el bastón a la izquierda, trastabilló y se apoyó en la cabeza del Cristo velado para no caer. Pareció un torpe accidente, pero Álvaro lo había planeado desde que escuchó la descripción de la escultura de boca de María del Pilar.
Un empleado del museo le gritó:
—Signore, attento, cosa sta’ facendo!1
Se enderezó y se excusó con voz tímida. Era cierto lo que le había escuchado a su amiga sobre la escultura. Bajo el fino manto translúcido, sus dedos habían rozado los rasgos de un rostro moribundo que tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Se alejó y devolvió el bastón a la mano que tocó la escultura.
—Le dije que se apoyara en mi hombro —le reprochó Bataglia.
—Lo siento, no volverá a ocurrir —farfulló.
La siguiente parada fue en la basílica de Santo Domingo.
—Isabel de Aragón, que fue duquesa de Milán, está enterrada en la sacristía. La señora padeció de sífilis, una enfermedad común en todas las clases sociales en esa época. A los que contraían la sífilis les aparecían unas erupciones muy feas en la piel, tenían fiebre con frecuencia y podían quedar ciegos…
El guía hizo una pausa y Álvaro supo que los demás lo miraban. Había momentos en que creía sentir el peso de las miradas en su rostro.
—También perdían la razón. Isabel murió envenenada por el mercurio que tomó para curarse. Rimedi che uccidono. Remedios que matan —tradujo Bataglia.
Álvaro se separó del grupo y avanzó hacia el ábside por una nave lateral. Escuchó a Bataglia describir la almohada de seda y plata de Ferdinando I, otro de los nobles aragoneses sepultados en la basílica. Señaló que el soberano había procreado a dieciocho hijos con sus dos esposas y tres concubinas, entre legítimos e ilegítimos.
Álvaro se sacó la gorra y con la misma mano se rascó la cabeza. «Yo soy un hijo no matrimonial», murmuró. Treinta años atrás, España había abandonado la clasificación de hijos legítimos e ilegítimos. Ahora diferenciaba a hijos matrimoniales de los no matrimoniales. Cada vez eran más los niños españoles que nacían fuera del matrimonio y le agradaba ser parte de una categoría social que prosperaba. Sonriente, siguió su marcha hacia el atrio y apreció el olor penetrante a incienso.
En algún momento dejó de escuchar la voz del guía. Le embargó un sentimiento momentáneo de pánico, pero decidió seguir el recorrido por su cuenta. Bataglia les había advertido que podían dispersarse y escoger su propio recogido, pero que no faltaran a la cita en la Plaza del Plebiscito. En esa plaza volverían a reunirse a las tres de la tarde. Sospechó que al guía y a los otros les alegraría deshacerse del “estorbo” del grupo.
Se acomodó en uno de los bancos delanteros y colocó la gorra sobre sus muslos. Un chico que visitaba la iglesia de la mano de su madre miró a Álvaro y exclamó:
—Mamma, guarda, sul cappello di quel signore c’è un toro!
Álvaro supo que se refería a su gorra cuando distinguió la palabra “toro”. La gorra era una prolongación de su cuerpo. La usaba todo el tiempo, excepto bajo la ducha o en la cama. A ratos la acercaba a su nariz para reconocer los olores de su cabello, una mezcla particular de sudor y champú de manzana. Había comprado una docena, todas con el mismo distintivo taurino, porque había nacido a finales de abril.
Los pasos se alejaron y los acordes de la tocata y fuga en D menor de Bach irrumpieron en el silencio del templo. Siempre que escuchaba la partitura, relacionaba los acordes del órgano con un deambular a trompicones por un laberinto, desprovisto de su bastón, acariciando objetos que se cruzaban al azar en su camino. Contactos breves o prolongados que generaban descripciones y emociones precisas en su mente: duro, suave, cóncavo, convexo, liso, irregular, plano, cortante. Lamentaba no poder imaginar los colores, una experiencia puramente visual.
Cuando terminó la música, devolvió la gorra a su cabeza y se incorporó. Desanduvo sus pasos, salió del templo y percibió la radiante claridad de la media mañana. No podía ver colores, formas o personas, pero sí distinguir la diferencia entre la luz y la oscuridad.
Había memorizado los sitios a visitar antes del almuerzo: la basílica de San Pablo y la de San Lorenzo. Después almorzarían una auténtica pizza napolitana y beberían el mejor cappuccino de la ciudad en un restaurante en la vía del Tribunal. Y Bataglia recibiría una comisión por llevar turistas incautos a ese sitio.
Decidió saltarse los templos y caminó en dirección opuesta, hacia el puerto de cruceros. María del Pilar le había advertido que Nápoles no era una ciudad segura para los peatones. «Álvaro, los motoristas corren por esas calles estrechas del casco antiguo como si fuera una pista de fórmula uno. No les importa que estén llenas de gente, a veces adelantan por las aceras, se meten en las zonas peatonales y no paran en las esquinas. Te aseguro que nunca sentí tanto miedo de ser atropellada. Caminar por esa ciudad es estresante y aterrador. Pero es una ciudad con mucho encanto. Dicen que cuando has visto Nápoles, ya puedes morirte». Él sabía cuidarse. Podía localizar el origen de los sonidos con gran precisión.
Escuchó las bocinas de los automóviles y el sonido de un martillo neumático taladrando el pavimento. Y voces. Algunas le parecieron acaloradas.
En la siguiente intersección dobló a la izquierda y se adentró en una plazoleta. Las bocinas de los autos y el rugido característico de las Vespas eran más distantes ahora. Caminó golpeando el adoquinado con el bastón a intervalos regulares. Le llegaron olores familiares de frutas y flores, de cigarrillos y de gases malolientes que se filtraban a la atmósfera desde las alcantarillas.
Cien metros adelante, el aroma de pizzas al horno de carbón lo detuvo en seco. Un camarero advirtió su presencia y se acercó con la carta del menú. Entonces se percató de que Álvaro era invidente y abandonó la carta sobre la mesa más próxima.
—Signore, venite prego. Abbiamo la migliore pizza di Napoli.2
Álvaro asintió. No tenía intención de comer la célebre pizza napolitana. María del Pilar las describió como “trozos de pan duros y requemados con poco queso”.
—Preferisce mangiare all’interno con l’aria condizionata, o sulla terrazza?3
—En la terraza.
El camarero lo guió. Álvaro colocó el bastón sobre la silla a su derecha y la gorra sobre la mesa. No pidió que le leyera el menú. Sabía qué iba a ordenar, por recomendación de María del Pilar. Buscó el móvil en la bolsa y pulsó la tecla de mensajes de voz. Lo escuchó dos veces, hasta memorizarlo. No tuvo que repetirlo, porque el mesero escuchó la grabación.
—Antipasto di mozzarella in crosta con pomodoro e basilico. Per secondo, spiedino di calamari e gamberoni. Cosa vuole bere?4
—Birra, Peroni —respondió.
Al mesero le pareció que el toro de la gorra iba a saltar y embestirlo. Reprimió un absurdo deseo de tirarla de la mesa de un manotazo. Creía que la gente que usaba gorras beisboleras eran holgazanes y groseros, y que no se lavaban el cabello con frecuencia. Y la presencia de una gorra sobre la mesa le ofendía en extremo. Cuando le llevó el aperitivo, desplazó la gorra hacia un extremo de la mesa. Quince minutos después, cuando le retiró el primer plato, aprovechó para empujarla y que cayera sobre una silla.
A Álvaro le costó masticar los duros calamares, pero las gambas resultaron blandas y jugosas. Le agradó el gustillo ligeramente amargo de la cerveza y se bebió dos. Solo cuando el mesero le preguntó si tomaría algún postre, recordó que había olvidado averiguar los precios. María del Pilar le había advertido. «Ojo, querido, en algunos restaurantes añaden cosas a la factura que no pediste, ni recibiste. Me pasó tantas veces, que no puedo creer que fueran simples errores».
Descartó el postre y ordenó un espresso. Las mesas de la terraza se habían llenado de comensales. Escuchó conversaciones en inglés, en francés y en un idioma que le pareció ruso. Y en el italiano local. Ni una palabra en español.
Saboreó el café y cuando el mesero llegó a retirar la taza, se atrevió con una de las frases que había memorizado antes del viaje.
—Signore, il conto, per favore.
Fue otro error. Debió pedirle que le leyera el cheque. El mesero no dudó un instante.
—Cinquanta euro. Fifty euros.
Sospechó que le estaba cobrando de más, pero no tenía escapatoria. Extrajo un billete de la bolsa y lo palpó. Reconocía el valor de cada billete por su tamaño. Entonces buscó la gorra sobre la mesa, no la encontró y sintió una profunda zozobra. Tanteó el piso alrededor de la mesa con el bastón.
—Señor, mesero, ¿ha visto mi gorra? —exclamó.
Uno de los comensales interpretó su inquietud. Se allegó a la mesa, recogió la gorra de la silla y se la entregó.
—Voici votre casquette, monsieur.
Álvaro alcanzó a musitar un tímido merci antes de encasquetársela. Por primera vez se preguntó qué diablos hacía en Nápoles. Había sido un capricho, o mejor, una apuesta. Quería demostrarle a María del Pilar que podía hacerlo sin otra compañía que sus sentidos aguzados. Quizás a su regreso, cuando le contara sus pequeñas aventuras y sinsabores, ella se mostraría menos renuente a sus avances amorosos.
Recuperó el móvil y fue tocando la pantalla táctil hasta que encontró la función que deseaba. Una voz le indicó cómo llegar a la Plaza del Plesbicito. «Es un recorrido de un kilómetro y setecientos metros. Le tomará alrededor de veintidós minutos de marcha. Diríjase al suroeste por Piazzetta Nilo hacia Vico Donnaromita. Son cincuenta y cuatro metros…»
Interrumpió la grabación y se puso en movimiento. El móvil le indicaría en cada intersección a dónde dirigir sus pasos.
En la Piaza Gesù Nuovo pisó algo blando y pegajoso. Supo enseguida que era mierda de perro y maldijo en alta voz. Frotó varias veces la suela de su zapatilla contra el pavimento y escuchó las risas burlonas de unos jóvenes. «Cabrones», gruñó.
Frente al Palacio Carafa di Maddaloni, alguien le arrancó la gorra y se alejó antes de que pudiera reaccionar.
—¡Me cago en la leche de la madre que te parió! —gritó, blandiendo el bastón, sin saber a quién ni en qué dirección dirigir su insulto.
Se acarició el cabello con la mano libre y se sintió desamparado.
No por mucho tiempo.
Cincuenta metros adelante, cuando cruzaba la vía Maddaloni, una Vespa lo embistió. En lugar de detenerse, el motorista aceleró sin mirar atrás.
Álvaro advirtió que giraba con violencia y, en pleno trance de caer, recordó la frase de María del Pilar: ver Nápoles y después morir. Sus lentes salieron disparados, descubriendo sus ojos nublados. Algo parecido a una sonrisa se dibujó en sus labios. «No he visto Nápoles», murmuró.
Tuvo la mala suerte de pegar con la nuca contra el borde de la acera. Un golpe mortal.
NOTAS
2. Señor, ¡atención, qué está haciendo!
3. Señor, venga, por favor. Tenemos la mejor pizza de Nápoles.
4. ¿Prefiere comer en el interior con aire acondicionado, o en la terraza?5. Aperitivo de mozzarella crujiente con tomate y albahaca y brocheta de calamar y gambas como plato fuerte. ¿Qué desea tomar?