Uno de los murciélagos
“I can tell. You had a bad
day and everything change”
Alan Moore
DOMINGO 14 DE ABRIL DE 2019
Este es un espacio de pesadilla, piensa el anciano conectado al suero. Como yo, piensa, apenas otra versión de la decadencia.
En los rincones del techo, como siempre, decenas de murciélagos parecen montar guardia cabeza abajo.
Cuelgan también trajes. Trajes de diferentes épocas. Trajes de latex, de lycra, de alguna extraña aleación metálica pero flexible. Trajes con tajos, con manchas, cubiertos de polvo. Trajes grises y negros. Con el símbolo en el pecho, como una sombra.
Por todo el salón hay distintas máquinas. Las máquinas están apagadas. El anciano no podría, ni aunque quisiera, y no quiere, recordar para qué servía cada una. Ratones grises de ojos pequeños y rojizos corren veloces por las teclas y las pantallas que un día custodiaron la ciudad. Algunas de esas máquinas dejaron de funcionar hace muchísimo tiempo, reemplazadas por otras que a su vez dejaron de funcionar. Y por otras. Hace años, más de veinte, desde que se apagó la última. Sin embargo el anciano, que no quiere ni puede recordar para qué servía cada una, sigue volviendo a este lugar a buscar entre las sombras de los murciélagos al hombre que alguna vez fue.
Más allá de las máquinas hay tres automóviles, también abandonados, vehículos con los que fantasearon generaciones. Hay pilas de diarios, archiveros, partes de armas.
Y en medio de esa versión de la decadencia, el sillón de pana negra en el cual, más hundido que sentado, está el anciano, el penúltimo momento de un hombre replegado sobre sí mismo, haciendo zapping frente a un smart TV de 47 pulgadas. El anciano parece la sombra que el hombre que fue pudiera proyectar en un atardecer nublado: alargada y vaga. Tiene el escaso cabello quebradizo y de un blanco impuro, como sucio, degradado también por el tiempo. Viste un pijama gris, de seda, y en su brazo izquierdo hay clavada una aguja se prolonga en una manguerita que termina en una bolsa de suero que cuelga de un soporte de acero. Respira pesadamente, el anciano, y fruñe el ceño, ya de por sí arrugado, frente la gigantesca televisión de pantalla plana.
En la pantalla hay un noticiero de CNN. Sobre el sócalo que dice Repercusiones de la detención de Julián Assage, habla una treintañera de modales plásticos y voz estudiada.
… Tras el arresto del fundador de WikiLeaks, quien fue detenido el jueves en Londres, tras permanecer asilado siete años en la embajada de Ecuador, distintos grupos de terroristas informáticos han amenazado con hacer pública información sobre el gobierno y los ciudadanos más poderosos de Gotham City como represalia…
El anciano escupe en el suelo, junto a su pantufla, y clickea el contro remoto. En WENews el sócalo dice Annonymus: Libérenlo o pagaran. La máscara blanca de sonrisa irónica, la voz distorsionada, la previsible –y previsiblemente inofensiva– amenaza:
…cada una de las personas poderosas que hayan firmado esta orden debería estar temblando en sus botas, porque la fuerza de Internet está a punto de ser desatada sobre…
El dedo ahora débil del anciano, ese dedo que alguna vez hizo temblar a la mitad de esta ciudad, encuentra fuerza en el suero que gotea a través de su brazo y vuelve a clickear. Con una furia apenas contenida. El canal es C7N. Uno de los murciélagos cruza el salón y su sombra oscurece por un instante la pantalla en la que el sócalo dice Amenaza del grupo NewNygma. El anciano, la voz quebradiza y cascada, una voz que fue robusta y profunda pero que ahora se apaga poco a poco, dice: Nygma. Otra vez, dice. Siempre él. Ellos. Nygma. En la pantalla aparece un tipo vestido con un overol de trabajo verde fluorescente con el viejo logo del grupo en el pecho y un pasamontañas negro.
…para demostrar que vamos en serio lo primero que haremos es desclasificar los documentos gubernamentales y policiales que muestran, sin lugar a dudas, que el más influyente empresario de ésta ciudad fue durante más de cuatro décadas el enmascarado conocido como…
De la boca reseca del anciano sale un ronquido que se pretende grito. Vuelve a clickear el control remoto para que el tipo del pasamontañas negro desaparezca de delante de sus ojos. Pero el siguiente canal no le da descanso. En imagen, el piso de un noticiero igual a cualquier otro, con un sócalo en rojo y blanco que anuncia en letras mayúsculas IMPACTANTES REVELACIONES DEL GRUPO NEWNYGMA – QUIÉNES SON LOS CYBERACTVISTAS DEL MOMENTO, mientras un periodista de dientes impecables le relata a la cámara, a los televidentes, al anciano:
… por lo que dicen todo se remontaría al año ´39 cuando los padres del hoy nonagenario millonario fueron asesinados en el callejón de…
No hay nadie ahí para verlo. No podemos asegurarlo. Pero por el sonido, por la mano crispada sobre el control remoto, por el televisor que se apaga, creemos que en ese momento el anciano conectado al suero, se pone a llorar.
LUNES 19 DE MAYO DE 1939
En el piso Salón de Directorio del 37 del edificio que da a la 54th Avenue el clima es tan tenso que podría cortarse con las delgadas alas de un animal nocturno. Sobre la mesa de la sala de reuniones se acumulan cuadernos de apuntes, lapiceras y tasas de café. El señor Wayne, presidente y dueño de la corporación, sentado en el extremo de la mesa, vuelve a cuánto preguntar ascienden las pérdidas.
El jefe de los contadores, Bill Finger, es uno de los más antiguos en el directorio. Lleva quince años en la empresa, casi desde los primeros pasos de la misma, y justo por eso sabe bien que hoy su posición es frágil. La pregunta de Thomas Wayne está hecha a todos nosotros pero dirigida a él. Se seca la frente con un pañuleo arrugado en su mano de dedos gordos y cortos. Detrás él, un ventanal con vista panorámica a la zona corporativa de la ciudad: MGM, DC, IBM.
—Bueno, señor, cómo usted sabe, no es sólo nuestro grupo el que entró en una espiral recesiva, después de la caída de las acciones de…
El señor Wayne –alto, ancho de espaldas, con el pelo cortado al rapé, gesto serio y varonil– golpea la mesa con su puño derecho y repite la pregunta. Muerde las palabras al hablar y bajo su bigote prolijo y apenas entrecano se dibuja una mueca cruel.
—¿Cuánto?
Como un fantasma violáceo y burlón, en el ventanal que está detrás de Bill Finger, veo aparecer a un muchacho muy joven, montado en un inestable andamio colgante, apenas un tablón de madera sostenido por dos cuerdas. El muchacho –anguloso y pálido– que viste un mameluco púrpura, tiene una sonrisa larga y feroz en la boca de labios delgados, limpia el gran ventanal que da a la zona corporativa de la ciudad mientras se balancea siguiendo una melodía que sólo él parece oir. Me distraigo un poco mirando la escena –el contador veterano que duda, titubea y suda ante lo inevitable; el muchacho de la sonrisa salvaje que se balancea sobre el andamio– y pienso que la posición de Finger en ese momento no es más no es más segura ni más estable que la del limpiador de ventanas.
—Verá, señor, estamos hablando de…
La cifra que dice provoca de inmediato un murmullo general.
La mueca cruel tras el bigote encanecido del señor Wayne, se acentúa al preguntar, ahora al directorio en su conjunto, cómo vamos a resolverlo.
—Podríamos recortar en la investigación sobre los murciélagos pardos, señor —propongo antes que nadie.
Bob Crane, jefe del área de planificación de proyectos científicos, replica que eso significaría desperdiciar el trabajo hecho, el dinero invertido.
—Esa investigación dará frutos que todavía serán valiosos tanto económica como científicamente incluso en el próximo siglo, Alfred —agrega.
–—Yo creo que antes de descartar la propuesta de Pennyworth debemos pensar otra cosa. ¿Cuál sería la suya, Crane? ¿Prefiere que los recortes empiecen por aquí? —el señor Wayne hace un gesto abarcando la larga mesa— ¿Les parece que recortemos en este Directorio?
Bill Finger ve una posible salida a lo precario de su situación, dibuja a toda velocidad una serie de cuentas y se apura a decir:
—Levantar ese plan paliaría nuestro problema de liquidez en lo inmediato y podríamos retomarlo en un par de años…
—¡Ese par de años puede equivaler a décadas de trabajo desperdiciado! —dice elevando la voz Bob Crane, el presupuesto de cuya área depende casi en exclusiva del proyecto de los murciélagos pardos.
—¿Tienes una propuesta mejor, Bob? —contraataca más seguro ahora Bill Finger.
—Quizá –—interviene la señorita Leslie Thompkins, jefa de suministros y única mujer en el Directorio— deberíamos cerrar la planta de producción de South Side, en distrito 87.
—¡Eso es una locura! —se queja el Dr. Jervis Tetch, jefe del área de neuro–investigación industrial— ¡El trabajo científico ahí realizado, a diferencia de la investigación de los quirópteros, ya está dando resultados! ¡La planta produce a ritmo sostenido desde hace un lustro!
La discusión crece como la marea al atardecer. El directorio de Wayne Enterprises es un hervidero de internas y cada jefe defiende las necesidades de su sector. Así, muy pronto, se forman dos bloques: Tetch–Finger, por un lado; Crane–Thompkins por el otro. Yo, que encendí la mecha, me mantengo, igual que los restantes miembros del Directorio, en un silencio expectante: el manotazo de ahogado de cualquiera de los involucrados puede afectar a mi sector y arrastrarlo. Por otra parte esta reunión no me interesa. Ni esta empresa. Sólo sigo aquí a la espera de la próxima oportunidad en la que el señor Wayne me pida que cuide durante unas horas al pequeño Bruce, bello y frágil, muchachito de mi corazón.
—Cerrar la planta de South Side implica retirar nuestra apuesta más fuerte en el mercado productivo —insiste Tetch.
—¿Pero es o no cierto que hace dos meses que produce a pérdida? –responde Bob Crane.
Todas las miradas se vuelven hacia Bob Finger, quien baja la cabeza. Detrás suyo, tras la ventana, el muchacho sigue balanceándose en el frágil andamio a treinta y siete pisos del suelo, limpiando los cristales de la ventana, la sonrisa como una puñalada en la boca delgada.
Leslie Thompkins aprovecha el silencio para agregar que el cierre de la planta de South Side permitiría, de paso, terminar con el foco infeccioso de los comunistas que ahí anidaron.
—Pero eso significaría dejar seiscientos obreros en la calle –—replica con un hilo de voz Bill Finger.
—Parece que no sólo en la planta de South Side anidan comunistas —dice con un dejo de burla Bob Crane.
Esa frase termina de caldear los ánimos.
—Repite eso, Bob —grita Bill Finger, la irá enrojeciendo su rostro, mientras se para—. Repítelo si te atreves.
Bob Crane, también se levanta, volcando su tasa de café, al igual que Jervis Techt.
—Calma, señores, calma. Compórtense que hay una dama presente —interviene el señor Wayne. Los hombres vuelven a sentarse—. A ver, Leslie, cuéntanos cuál es el plan.
MARTES 6 DE JUNIO DE 1939
—El plan, en resumidas cuentas, camarada Moxon, es cerrar la planta en…
Cuando Oswald Cobblepot, dueño de The Bird’s Umbrella, se acerca a servir él mismo la cerveza, el té y los tres vasos de agua, se hace un silencio.
—Caballeros… —dice al dejar el pedido sobre la mesa y se retira caminando con pasos cortos que balancean su cuerpo de un lado al otro como si llevara las piernas atadas.
Alrededor de la mesa están tres miembros de la Grupo Nygma: un joven delgado y de sonrisa salvaje –Jack Napier–; Joe Chill, un anarquista temerario fogueado en el grupo The Soldarity, de Greg Jover; Harvey Dent, un estudiante de derecho con un ultraizquierdismo fluctuante; y Edward Nasthon, a la sazón líder del grupo. Nygma es una pequeña organización comunista-libertaria de acción directa que tiene su base en los alrededores del puerto y se jacta de no hacer nada antes de consultar con las organizaciones de la clase que pudieran ser afectadas. Y también de, una vez que pasan a la acción, no fallar.
Vamos a llenarle el culo de preguntas al Capital, es su lema.
Lew Moxon, representante sindical de los trabajadores de la planta de South Side, bebe la única cerveza de la mesa y escucha .
—Nuestro muchacho —sigue explicando Edwar Nashton —pudo confirmar que el cierre de la fábrica está preparándose para el fin de semana del viernes 16 de este mes.
–—Perdón ¿Y de qué manera este muchachito consiguió semejante información? Ustedes se darán cuenta que…
—Créame, camarada Moxon, el joven Jack tiene muchos más recursos de los que nadie en esta ciudad puede imaginar.
—Claro, pero para dar por buena esta información y arriesgar a los compañeros a salir enfrentar el escenario que ustedes dicen que se acerca voy a necesitar más que eso.
—Qué lástima, Moxon —interviene Dent—, porque nuestra palabra es todo lo que tiene y todo lo que va a tener. ¿Qué le parece esto? —dice, mientras hace girar una moneda entre sus dedos–—: cara, nos cree; cruz, se levanta, se va y permite que dejen a su gente en la calle.
—Calma, Harvey. —lo tranquiliza Nashton. Y dirigiéndose a Moxon— Nosotros le traemos una información, haga con ella lo que quiera. Y nos ponemos a disposición de ustedes para lo que nos necesiten. Hay cosas que una organización sindical no puede hacer y nosotros, sí. Si nos necesitan, ya sabe dónde encontrarnos.
Lew Moxon termina su cerveza antes de hablar.
–—Gracias, compañeros. En serio. De parte de todos los trabajadores de la planta. Ahora lo consultaré con ellos. Supongo que si lo que ustedes dicen es cierto, y no tengo por qué pensar lo contrario, tendríamos que tomar la planta el lunes 12, el martes a más tardar, para poder resistir el cierre desde adentro.
—Le repito que nos ponemos a su…
—Ya sé, ya sabemos. Estamos en contacto –—cierra la conversación Moxon estrechando la mano de cada uno.
Después los cinco hombres se ponen sus gorras de paño y salen a la calle al mismo tiempo que, tras el mostrador, Oswald Cobblepot escribe algo en un papel, llama a uno de sus empleados y le ordena que se lo lleve urgente al teniente Gordon, de la comisaría del distrito 87th.
LUNES 12 DE JUNIO DE 1939
Hacía mucho que South Side no tenía una madrugada tan teñida de rojo. Faltaba un buen rato para que sonara el silbato de ingreso a la fábrica cuando los obreros de la planta de producción Wayne del distrito 87th llegaron –cargados con sus bolsos y sus carteles, listo para tomar la fábrica y así, desde adentro y con la producción bajo su control, empezar la resistencia al cierre– y encontraron varios camiones de asalto y dos formaciones de infantería policial que los recibieron con golpes y, enseguida, disparos.
—Que no les tiemble el pulso —había dicho a los agentes a su cargo el teniente Gordon–, debemos defender nuestra amada ciudad de la amenaza bolchevique.
Los policías, americanos patriotas, se prepararon para el combate.
Los huelguistas también. Hombres duros, curtidos, muchos de los cuales ya habían vivido en carne propia la Gran Depresión, estaban listos para defender con puños y dientes su fuente de trabajo y la comida de sus familias. Un pequeño grupo –los más comprometidos con la actividad sindical, encabezados por Moxon– llevaba, esperando no tener que usarlas, armas de fuego para la hipótesis de que hubiera represión.
Y hubo.
Así que cuando la policía hizo sonar el primer disparo el enorme playón frente a la fábrica de South Side se transformó en un infierno.
—¡Cuidado, Lew! —le gritó un operario del sector 7G que peleaba a su lado a Lew Moxon, que disparaba al descubierto, y recibió una bala que le atravesó de lado a lado el hombro derecho. Su arma cayó al suelo. Dos uniformados avanzaban –no sabremos nunca si para apresarlo o para rematarlo– cuando un grupo de huelguistas los atacó con todo, dándole el tiempo justo al operario del sector 7G para rescatarlo.
Los enfrentamientos duraron todavía largos minutos antes de que los trabajadores fueran derrotados. Algunos lograron huir, la mayoría fueron detenidos, dos –Marc, del 5C y Ernie, de depósito–, muertos por balas policiales. Para las ocho de la mañana no quedaban en el lugar más que el agente Neil Hamilton, el más nuevo de la comisaría, que pagaba derecho de piso levantando casquillos para Balística; el Teniente Gordo y Thomas Wayne.
—Lo que yo llamo un trabajo limpio, señor Wayne.
—¿Y Moxon? ¿Dónde está?
—Huyó, señor. Pero está herido. Y ahí —el teniente señaló un .32 corto caído a metros de ellos — quedó su arma.
—Creo que usted no me entiende. No quiero un revólver, Gordon, quiero a ese agitador fuera de juego.
—De eso hablo, señor Wayne —respondió James Gordon acercándose al .32 de Moxon —, justo de eso hablamos. –se dio vuelta y mientras levantaba el revólver, gritó– ¡Hamilton! ¡Venga!
Y cuando el joven Hamilton se acercaba corriendo, el teniente Gordon levantó el .32 y le disparó dos veces al pecho. Después, imperturbable, se dirigió a su automovil y desde la radio pasó la orden de captura inmediata de Lew Moxon, peligroso y armado, subrayó, que acababa de asesinar a un policía.
—Atrápenlo. Vivo o muerto —dijo.
Thomas Wayne había prendido un cigarro y fumaba sonriente.
—Muy bien pensado —dijo—, muy bien.
—Gracias, señor Wayne.
—Sólo faltaría arreglar un detalle.
—Usted dirá, señor.
—Quiero que cierren The Bird’s Umbrella. Y cuanto antes mejor.
El teniente Gordon no disimuló su asombro al decir:
—Pero Cobblepot es quien nos puso sobre aviso de esto, señor Wayne .
—Sí, ya sé. Y pudo avisarnos porque su bar es una cueva de subversivos.
—Señor, creo que este no es momento para hacer nuevos enemigos. Y creo que un elemento como Cobblepot puede sernos, a los dos, de mucha utilidad.
Toda sonrisa se borró del rostro duro de Thomas Wayne.
—Usted quiere llegar a comisario, ¿verdad, Gordon? —dijo— Bueno, escuche bien lo que voy a decirle: si quiere llegar a comisario o, por qué no, a Jefe de Policía, si quiere llegar a cualquier maldita cosa en esta ciudad, limítese a hacer los que digo. ¿Fui claro?
—Sí, señor Wayne. Por supuesto, señor.
JUEVES 15 DE JUNIO DE 1939
… fuentes policiales anuncian que ya estaría identificado el paradero del sindicalista Lewis Moxon quien el lunes próximo pasado asesino a sangre fría al promisorio agente de policía Neil Hamilton, de apenas 23 años, con una impecable hoja de servicios, casado y padre de una niña de menos de un años, Lucy, y que es cuestión de horas que se rea…
—Apaguen esa radio, ¿quieren?, que se pone nervioso y no para de moverse —grita entre dientes Harvey Dent mientras cura mi herida.
—No me muevo por la radio —intento una sonrisa— sino porque, ay, esto duele como la mierda. Pero podrían apagar. Ya sabemos todas las cosas, ugh, hermosas que se dicen sobre mí.
Jack Napier deja el puñal con el que estaba jugando sobre una mesa y se acerca a la radio. No la apaga sino que busca en el dial otra estación. Encuentra un programa de música del sur y ahí lo deja.
Suena Me and the Devil Blues, de Robert Johnson.
—¿Será cierto que nos tienen ubicados? —pregunta.
Hay un algo burlón y salvaje en su tono que me hace pensar que le gustaría que nos tuvieran acorralados para poder lanzarse a un combate suicida.
—No tienen idea de dónde estamos —respondo— si supieran ya estarían acá y no anunciándolo en la radio para darme tiempo a escapar.
She say you don’t see why, that I will dog her ’round
It must be that old evil spirit, so deep down in the ground
Durante un instante todos nos quedamos escuchando fascinados, primero la guitarra, una única guitarra que suena como un trío, y luego la voz oscura y profunda que empieza la última estrofa diciendo que tendrían que quemar su cadáver al costado del camino.
—Esto ya está —dice Harvey Dent.
Le agradezco. Muevo un poco el brazo para probarlo y siento una puntada.
—Duele, eh.
El rostro de Jack Napier se contrae en su feroz sonrisa característica, una sonrisa de labios delgados y dientes a la vista, que parece a la vez una burla y una declaración de guerra.
—Sí, –sisea— sí, sí. Duele.
La puerta de la habitación se abre y entran dos hombres que no conozco. Saludan llevándose la mano a la sien. Y después van a apoyarse contra la pared, junto a la bandera del grupo Nygma: metro y medio por metro y medio de tela verde con una estrella negra de cinco puntas en el medio y, dentro de la estrella, un signo de pregunta.
Es Nashton el que toma la palabra.
—Bien, camarada Moxon, la situación, como habrá notado, es crítica. Creemos que usted debería salir del teatro de operaciones durante un tiempo. No podrá ser de ninguna ayuda ni para usted mismo, ni para sus compañeros, ni para el movimiento obrero si es condenado por asesinato.
—No quiero huir —respondo.
—Es su decisión. Sólo le recuerdo que en nuestro Estado hay pena de muerte. Y que sí, como todos sabemos, usted no mató a ese policía, alguien más lo hizo para inculparlo.
Jugando con su moneda entre los dedos, Dent propone jugarlo a cara o cruz.
—Si me permiten —dice entonces uno de los hombres que entró —, no me parece un tema para dejar librado al azar.
El hombre es alto, tiene una gorra de capitán de barco, patillas encanecidas que crecen sobre sus mejillas delgadas y un aro de argolla en la oreja izquierda. Debe tener unos cincuenta años. Su acento es de todos lados y de ninguno. Saca, del bolsillo de su chaqueta azul, un paquete de cigarrillos y enciende uno. Nos hace un gesto con el paquete. Sólo Nashton acepta.
El otro hombre también tiene aspecto de marinero, pero es claro que pertenecen a distintas clases. Lleva un pequeño gorro ladeado y una pipa de maíz. Tiene los brazos gruesos y tatuados y su cara parece una colección de arrugas cerrándose sobre su ojo izquierdo, lo que hace muy difícil calcular su edad.
—Perdón —dice Nashton—, vamos a las presentaciones. Él es, ya saben, Lew Moxon, representante gremial de la fábrica que cerró Wayne y, ahora, prófugo de la Justicia. Ellos, camarada Moxon, son dos amigos que, si usted así lo decide, lo pueden ayudar. Rocky Fieger –señala al hombre de la cara arrugada y la pipa de maiz– y Co…
El hombre alto lo interrumpe.
—Comandante. Llámeme Comandante, ya que soy el comandante de un barco. Con eso será suficiente —hay perplejidad en el grupo Nygma. El hombre alto agrega —. Ya saben, a la Viuda no le gustaría que estemos usando mi nombre.
Todos menos yo ríen del chiste, cualquiera que este sea. Pero no me preocupa no entender. Pocas cosas me interesan menos que el nombre del hombre alto o quién sea la Viuda. Sé desde hace mucho tiempo que Gotham es una ciudad extraña en la que nadie quiere mostrar todas sus cartas.
El hombre que se presentó a sí mismo como Comandante continúa hablando.
—Rocky y yo estamos a punto de partir a Buenos Aires. Vamos a buscar un tesoro que se supone está hundido en el Río de la Plata. Contamos con una embarcación pequeña pero fuerte, el Pandora, y no nos vendría mal otro par de brazos para el trabajo. Puede seguir con nosotros hasta Buenos Aires o podemos dejarlo en el norte de Brasil, en la casa de mi amiga Morgana. Ella conseguirá quien lo traiga de regreso en unos meses, cuando las cosas por acá se hayan calmado.
Ahora sí pido un cigarrillo. Dent me lo alcanza ya encendido. Doy tres largas pitadas que son un huracán de dudas en mi cerebro antes de susurrar: de acuerdo.
—¿En cuánto tiempo estaría listo para partir? —dice sin sacarse la pipa de la boca, apenas comprensible, Rocky Fieger.
—En dos días ya no habrá peligro de infección —responde Dent —aunque como está la herida al principio no les va a servir mucho en el trabajo.
—No hay problema. ¿Usted cocina?
Asiento entre el humo del cigarrillo y el huracán de mis dudas.
—Nosotros —vuelve a hablar Nashton –, entre tanto, pensamos una medida de acción directa con el doble propósito de vindicar a los dos trabajadores muertos y expropiar recursos para los detenidos. Sabemos que el sábado que viene el matrimonio Wayne va a ir al estreno de esa película…
—La Máscara del Zorro —completa el inquietante Jack Napier.
—Eso, El Zorro. Va a ser un estreno de gala para las familias pudientes de la ciudad. Como siempre en estos eventos la señora Wayne llevará su collar de perlas y su anillo de diamantes. Con eso, el Rolex de su marido y lo que éste tenga en la billetera, podemos costear los abogados de los detenidos, pagar fianzas y repartir algo entre las familias.
—De acuerdo —vuelvo a decir.
—Y decidimos, camarada Moxon, ejecutar a Thomas Wayne como represalia por la muerte de los dos trabajadores de la planta. Y con el método Dent de la moneda decidimos que sea nuestro compañero Joe Chill quien se encargue de esa tarea.
Chill hace un movimiento de asentimiento con la cabeza. Hay un breve silencio.
—De acuerdo, de acuerdo –repito, como un autómata —. De acuerdo.
DOMINGO 18 DE JUNIO DE 1939
Leslie Thompkins estira su cuerpo desnudo por sobre el cuerpo desnudo de Martha Wayne hasta el cigarrillo encendido que la mano de Thomas Wayne le acerca. El roce de su piel transpirada parece despertar una vez más a Martha que inicia una caricia que baja, lúbrica, por la espalda.
—Por favor, no empiecen —dice jocoso Thomas—, necesito un descanso.
—Siempre podemos empezar sin tí —responde su esposa.
Leslie da una larga pitada al cigarrillo y, luego de soltar el humo, coincide con Thomas:
—Descansemos un rato, mujer insaciable.
Rien y fuman, los tres, entre las sábanas de la cama del matrimonio Wayne, donde llevan un par de horas.
—¿Y Bruce? —pregunta Leslie.
—Con Alfred —responde Martha.
—¿Pennyworth? —hay sorpresa en la voz de Leslie.
—Ya ves, no eres la única que cumple funciones en el Directorio de la empresa y también en esta casa. —bromea Martha. Leslie le arroja una almohada de plumas con más mimo que queja.
—Sí, es increíble pero a Alfred —agrega Thomas— le encanta cuidar al niño. A veces pienso que tendría que sacarlo del directorio y contratarlo como mayordomo.
Vuelven a reír. Pero después de un instante Martha se pone seria.
—No veo por qué dices que es increíble. Bruce es un niño encantador. Nosotros tendríamos que pasar más tiempo con él. ¡Hace tanto que no lo llevamos a ningún lado!
—El otro día fuimos a lo de mi madre y…
La carcajada de Leslie hace que Thomas se calle y ella aprovecha ese silencio para decir que Martha no se refiere a eso, sino a cosas que el pequeño Bruce pueda disfrutar. El parque. Un circo. Cine.
—¿Ves? —subraya Martha—, es exactamente lo que te digo siempre.
Leslie le guiña un ojo y Thomas niega con la cabeza, mientras sonríe.
—Ahora sí estoy perdido, acorralado por dos mujeres hermosas…
—No creas que con eso… —dice Martha mientras Leslie termina su cigarrillo y lo apaga en el cenicero que está sobre la mesa de luz. Luego la interrumpe con un largo beso en la boca. Martha responde, ávida. Las lenguas de las mujeres se trensan en una danza enloquecida a la que enseguida se suman las manos. Thomas se acerca.
—¡Alto! —dice Leslie —puedes sumarte sólo si nos prometes que este sábado llevarán a Bruce a la gala del estreno de La Máscara del Zorro.
—Pero sólo tenemos dos entradas…
—Yo me ocuparé de conseguir la restante, señor Wayne —dice, impostando el tono de una secretaria eficiente, Leslie.
—Ok. Si la entrada está mañana a primera hora sobre mi escritorio, señorita Thompkins, Bruce puede acompañarnos el sábado.
Las mujeres chocan las manos, en un saludo triunfal. Vuelven a besarse. Thomas Wayne ríe con resignación.
—Chantajistas —dice mientras antes de hundir su cara entre los pechos de su esposa y la amante de ambos.
SÁBADO 24 DE JUNIO DE 1939
El niño que luego será el hombre que regirá esta ciudad y mucho después un anciano conectado a una bolsa de suero sale del cine feliz. Será, quizá, el último momento verdaderamente feliz de su vida. Y está por terminar.
—Detesto las amenazas y la sangre pero deshacernos de la amenaza que se cierne sobre nuestra bella ciudad es una noble causa –repite parte del parlamento de Tyron Fairbanks, el actor que interpretó al Zorro en la película que acaban de ver, mientras agita una ramita por el aire, como si fuera una espada.
Martha Wayne, que camina apenas dos pasos detrás del niño, junto a su marido, sonríe y le pregunta qué parte fue la que más le gustó. El niño detiene su paso, le hace una reverencia con la ramita e, imitando la voz de Tyron Fairbanks, le dice:
—Si fuera posible, señorita, pondría las sierras a sus pies; las salvajes costas de Capistrano le rendirían homenaje –después se da vuelta y desafía riendo a su padre que mira preocupado la hora —¡En guardia! —al no encontrar respuesta, el niño cambia el tema —¿Puedo aprender espadachineo, papá?
—Esgrima, Bruce.
—¿Qué?
—No sé llama espadachineo. Se llama esgrima. Es un deporte caballeresco y difícil.
—Es lo mismo —tercia Martha.
—No. No es. Esgrima.
—Bueno, papá, escrima.
—Esgrima, Bruce. Es–gri–ma.
—Es…grima. —repite el niño con dificultad —Eso quiero decir: esgrima. ¿Puedo?
Thomas Wayne no le contesta. Habla, en cambio, con Martha.
—Es tarde. Vamos a buscar el auto. Este lugar es un peligro. No sé a quién se le ocurre hacer una sala de gala en un barrio como este.
—¿Puedo? —insiste el niño.
—Park Row Street… ¿acá lo dejamos, no?
—Sí, acá –responde Martha malhumorada —. Bruce te está haciendo una pregunta.
—¿Puedo, papa?
En el primer gesto cariñoso en mucho tiempo Thomas Wayne le hace una caricia en la cabeza a su hijo, despeinándolo. Después le cruza el brazo por sobre los hombros.
—Vamos a ver cómo te portas. Si haces tus tareas el mes que viene te llevaré a la Academia De Esgrima de la YMCG.
Cuando doblan en la esquina de Park Row el pequeño Bruce está prometiendo hacer todo lo que le pidan al mismo tiempo que pelea con su ramita contra un enemigo imaginario. El automovil de los Wayne está a un centenar de metros, dentro del oscuro callejón. Martha se adelanta hasta su esposo, lo toma del brazo y susurra una frase de agradecimiento. Detrás de ellos Bruce sigue combatiendo al malvado Capitán Monasterio. Thomas Wayne está sacando las llaves del bolsillo en el momento en que, de la oscuridad de Park Row, aparecen tres hombres. Dos hombres y un muchacho, en realidad. Los dos hombres están armados con revólveres de caño corto. Visten gorras de paño y un pañuelo verde con una estrella negra y un signo de pregunta cubre sus rostros.
—Buenas noches, señor y señora Wayne —dice Edward Nasthon —somos el grupo Nygma y estamos en una tarea de expropiación. ¿Serán tan amables de dejar sus pertenencias en la bolsa que les acerca nuestro compañero?
El joven Jack Napier, el único de los tres sin máscara, se acerca sonriendo a la pareja. Martha Wayne tensa su cuerpo y lo acerca al de su marido para que los atacantes no puedan ver a Bruce que entiende enseguida y se esconde tras su falda. Con mucha rapidez Napier despoja al matrimonio Wayne de joyas, relojes y dinero.
—¿Las llaves del auto? —pregunta Nashton. Las llaves también van a parar a la bolsa.
—Ya está —dice, mordiendo las palabras como siempre que intenta contener la ira, Thomas Wayne —. Ya tienen lo que vinieron a buscar. Ahora déjennos ir.
—Me temo que no será tan sencillo, señor Wayne —responde Nashton.
—No, no, no. No será. —Napier ríe a carcajadas
—¡Por Dios santo! ¿Quién es este espantoso payaso? ¿Por qué no nos dejan ir? –pregunta Martha Wayne. Joe Chill no dice pero aprieta la mano sobre la culata de su revólver. Es Nashton quien pone orden.
—Por favor, Jack, no es momento… Bien, señor Wayne, le decíamos que no será tan fácil, porque no somos una simple banda de rateros. La segunda parte de nuestra tarea de hoy es vengar a los compañeros que murieron en el asalto de la policía a la pacifica huelga de los trabajadores de su planta de South Side.
—¿Qué quieren decir con eso, Thomas? ¿De qué habla esta gente horrible?
—Calma, Martha. Señores creo que esto puede arreglarse…
—No, señor Wayne, no puede. El Grupo Nygma ha decidido ejecutarlo.
—¡No! —grita Martha —¡Ustedes no pued..
No llega a terminar la frase porque Jack Napier saca de entre sus ropas un puñal y, sin dejar de reír, le corta la garganta. Un chorro de sangre salta sobre el traje de Thomas Wayne que amaga con dar un paso. Joe Chill le dispara dos veces. En ese momento el tiempo del pequeño Bruce Wayne parece ralentizarse frente a sus ojos. Ve a su padre caer en cámara lenta mientras una bandada de murciélagos, respondiendo al estruendo del disparo, levanta vuelo. Al pasar frente al unico farol que ilumina esa callejuela llamada Park Row Street pero que todos en Gotham City llaman Crime Alley la sombra de uno de los murciélagos dibuja en la cara del niño, por un breve instante, la máscara que años después llevará el hombre que aterrorizará a la mitad de esta ciudad.
—¿Y ese chico? —pregunta Joe Chill fuera de sí —¿Qué hace un niño aquí?
El pequeño Bruce, inmovilizado por el espanto, no atina siquiera a dar un paso. Joe Chill le apunta con el arma todavía humeante que mató a su padre. Los ojos del niño se llenan de lágrimas pero no los abandonan.
—Debe ser el hijo —responde Nashton —. No se suponía que lo trajeran.
Jack Napier avanza hacia Bruce con el puñal ensangrentado. Nashton le apunta y le ordena que se detenga.
—No podemos dejar testigos —dice Jack Napier.
—tiene razón, no podemos —coincide Chill.
–Yo me encargo –sonríe, los dientes como puñales, Napier.
—Quieto, Jack —repite Nashton —. Nosotros no matamos niños.
—No somos nosotros, Ed, son las circunstancias que nos obligan. No podemos dejar testigos —vuelve a decir Joe Chill.
—Nosotros no matamos niños, Joe.
—Piensa en los camaradas rusos. Recuerda lo que pasó con los Romanov.
—¡Esos son los bolcheviques! ¡Y mira en lo que terminaron! Nosotros somos comunistas libertarios. Y no matamos niños.
—Lo que vayamos a hacer, hagámoslo rápido. Tic–tac, tic–tac, tic–tac. –dice divertido Jack Napier –No va a a tardar en llegar la policía y Harvey nos espera con un automóvil en marcha aquí a la vuelta.
—Lo siento pero no podemos dejar testigos, Ed.
—Tic–tac, tic–tac, tic–tac…
—Nosotros no…
Del pequeño Bruce Wayne sale una voz gutural, una suerte de gruñido, demasiado grave para sus diez añitos que corta la discusión.
—Harían mejor en matarme —dice mientras se arrodillas junto a los cuerpos sin vida de sus padres– porque juro por sus espíritus que voy a vengar su muerte… Les juro que pasaré el resto de mi vida luchando contra todos los delincuentes y…
—Nosotros no somos delincuentes, niño.
—No me importa. Voy a cazar a cada uno de ustedes y a los otros que haya como ustedes, sean lo que sean. Detesto las amenazas y la sangre pero deshacernos de la amenaza que se cierne sobre nuestra bella ciudad es una noble causa
—Tic–tac… Matémoslo ¿no ven el odio en su mirada?
Puede odiarnos, pero no hay nada que pueda hacer. Es sólo un niño. ¿O acaso creen que tiene superpoderes? —ironiza Nashton —vamos, Harvey nos espera.
Mientras se alejan del callejón, del niño llorando sin lágrimas, de los cadáveres del matrimonio más importante de Gotham City, es Joe Chill quien responde, entre dientes:
—No tendríamos que haber dejado testigos. Por supuesto que tiene superpoderes. Nos odia y es rico.
A lo lejos suena una sirena y después otra y otra más. Los tres hombres guardan sus armas y apuran el paso. Atrás queda el niño, delante un oscuro futuro que no pueden imaginar.
—Será Super Plusvalía —dice Napier y ríe de manera helada y brutal.
—El Hombre Capital contra los Rebeldes—se suma Joe Chill a la humorada. Por primera vez en la noche los tres hombres ríen juntos. Suben al auto con el motor en marcha en el que los espera Harvey Dent.
—Cuánto tardaron. Pensé que había pasado algo.
—Perdón, Harvey, nos enfrentamos a Mega Herencia —responde Nasthon.
Sin soltar el volante, Dent arroja su moneda al aire
—Cara, al norte. Seca, al sur. —dice.
Pero antes de que la moneda caiga, pone el automóvil rumbo al oeste, quemando llantas.
Kike Ferrari. Buenos Aires, 1972.
Narrador. Colabora con distintas revistas políticas y culturales. Tiene, también, una columna fija en El Anden, el periódico del sindicato de los trabajadores del subte. Sus libros han sido publicados en diez países, traducidos a media docena de idiomas y premiados en la Semana Negra de Gijón, de España; el Fondo Nacional de las Artes, de Argentina; y la Casa de las Américas y el Festival Fantoches, de Cuba. Su última novela se llama Todos nosotros. Es padre de tres hijos.