Palabras halladas como hallazgo arqueológico dentro de una novela de Rodrigo Fresán: “El cut-up como nuevo lenguaje donde todo aparece fragmentado, donde las historias empiezan por donde terminan y no respetan el orden cronológico de los acontecimientos, lo importante es poner todo por escrito, rápido, antes de que desaparezca o se olvide. Someter cada instante al mayor número posible de variaciones, cada una de ellas presentada de un modo que sea interesante y, al mismo tiempo, justificable. Alterar el modo en que se lee, en que se ve una película, en que se piensa. (…) Así, dejar palabras afuera, fechas, sentimientos”.
Palabras proferidas por el espectral fantasma de William Burroughs desde las entrañas de un televisor que transmite día y noche desde un lugar en el cual no existe el día, no existe la noche, Ciudad de los Muertos, también conocida como Ciudad de La Habana, o tal vez me equivoque, ya que Fresán no ha estado en La Habana, y Burroughs tampoco.
Palabras entendidas como el reverso de una moneda de tres caras, en el caso de que existieran monedas de tres caras, triángulo de tres vértices, en el caso de que existieran triángulos de tres vértices, y uno de los vértices sería la literatura nacional, nacionalizada, hallazgo arqueológico en sí mismo; el otro vértice, la literatura como el afuera, ser un marroquí de la propia lengua (Deleuze & Guattari), y el otro vértice, la otra cara de la moneda, la escritura de Gelsys García Lorenzo.
En caso de que una moneda pueda tener tres caras.
En caso de que se pueda hablar de una escritura de Gelsys García Lorenzo.
Más bien (y eso es lo atrayente de esta pequeña camagüeyana que no vive en Camagüey, de esta habanera que no reside en La Habana), debería hablarse de una no–escritura, de un dejar–sin–decir, dónde sólo llega a atisbarse el esqueleto de lo que podría ser una historia, que elige no contarse, como si las historias pudieran tener voluntad propia, o generar libre albedrío. La autora renuncia a falsas autorías, el poder de la pluma sobre el papel deja de ser poder y se convierte en otra cosa que se resiste a tener nombre. Nombre que define a su poseedor, nombre que describe, y a Gelsys la define un nombre que, en traducción fonológica del inglés healthy, viene a significar saludable.
Y saludable parece ser la cuestión de las letras para Gelsys García (la cual, dicho sea de paso, estudia la especialidad de Letras en la Universidad de La Habana). Dos libros publicados (Vesania, editorial Ácana, 2005, y Anábasis, Ácana, 2007) y 20 años de edad. Unos cuantos premios a sus espaldas. Importante esto último en una tierra donde la validación para un joven escritor pasa a ser coleccionar concursos de la misma manera que un deportista colecciona medallas en eventos internacionales.
Desde los años 90 de ese siglo que ya se fue se ha cultivado la minimal writing en el cuban country. Están, por ejemplo, referentes como Lapsus calami de Jorge Ángel Pérez, la Melancolía de los leones de un Pedro Juan Gutiérrez a años–luz de trilogías sucias y animales tropicales, o la delicada concisión de Ernesto Santana en Mariposas nocturnas, tiempo antes de las experiencias sicodélicas de un Premio Carpentier en Ave y Nada. El diáspora Rolando Sánchez Mejías (ahora tan barcelonés como tan extranjero) con sus volúmenes Historias de Olmos y Cuaderno de Feldafing, publicados por la Editorial Siruela. Pero, a diferencia de los de Gelsys García, estos libros han sido publicados (salvo las siruelas diaspóricas de Rolando) como divertimentos, cuadernos sin continuidad en sí mismos. Sólo el cienfueguero Alexis García Somodevilla ha tomado el minimal text como excusa para armar dos volúmenes (El deshonillador, Mecenas, 2000; y Senderos virtuales, Mecenas, 2004) con mayor o menor fortuna. También el joven ganador de Pinos Nuevos en narrativa 2006 Aram Vidal incursiona en el género con el libro La gente sí se da cuenta (Letras Cubanas, 2007), la berlinesa nacionalizada cubana Adriana Normand con su beca Dador Photomatum (publicada en el 2007 por la Editorial Extramuros) y las inéditas Milay Laviña y Elena V. Molina con sus textos en la revista electrónica alternativa 33 y 1 tercio. Así mismo el Centro Onelio Jorge Cardoso lanza año tras año sucesivas antologías destinadas al minicuento, con los premiados, finalistas y menciones del concurso El Dinosaurio que, con sus consecutivas ediciones y premios colaterales ha crecido hasta copar el actual campo de concursos para minicuentos como si de un saurio de verdad se tratara. No pequeño velociraptor, ni lento iguanodonte, sino arrollador ictiosauro que navega a placer por el plácido mar de la narrativa cubana actual.
La concepción estilística de los dos libros de Gelsys García Lorenzo es engañosamente parecida. Textos cortos, situaciones mínimas, minimalistas, cierta pequeña dosis de lirismo bien administrado. Textos que casi podrían ser cuentos, que casi podrían ser poesía. Tierra de nadie, fronteras nunca bien exploradas que tanto hacen por rupturas en una literatura nacional muchas veces centrada en sí misma, donde todo está tan bien delineado que se puede llegar a pensar que la literatura ha dejado de ser ejercicio de entretenimiento, proceso creativo y disfrutable para pasar a ser ejercicio de instrucción, institución, o algo incluso peor.
El placer de narrar trastocado en su caso en el horror a narrar, a llenar páginas y páginas de palabras vacuas y sin sentido. Palabras parcas, describiendo el esqueleto de una situación, narrando historias a rasgos generales. Lo que no vale la pena ser dicho, elige no decirse (Alguien sacó el papel del sobre, pero no pudo leer), y el narrador se oculta, eligiendo salir sólo a ratos de su escondite (La gente golpea el baúl como si tocaran a la puerta. (…) Hastiada salgo del baúl y les grito: No hay nadie. Nada.)
Tal vez, exoesqueleto de narración.
Gelsys, pluma en mano (o tal vez moderno teclado de PC) diseña sueños de los cuales se puede elegir (o no) despertar. Retazos de información recordados. Telas que, al igual de aquella de Penélope, se prestan a destejerse después de ser leídas, proponiendo otras cuantas lecturas. Fragmentación de escrituras, donde los diferentes fragmentos pueden ajustarse como rompecabezas de distintas facturas, acorde con mentalidades y escrituras de nuevo siglo. Tartamudeo y reticencia, donde el fin es el principio es el final, porque…el principio también es el final.
Gelsys inventa su propio escenario, una ciudad propia que para nada tiene que, o debe de, corresponder con esta otra ciudad (diríase ficcionada) en la que vivimos a diario. En palabras de Néstor Perlongher: “Pensar (o tal vez delirar) la ciudad no podrá limitarse a las construcciones físicas que conforman su espacio, ni a una sociología convencional de sus poblaciones; habrá necesariamente que disponerse a captar las tramas sensibles que la urden y escanden, las ‘condensaciones instantáneas’ que entretejen el (corto)circuito emocional. Los climas, las atmósferas, los afectos, los sentimientos”.
Y los climas, las atmósferas, los afectos y los sentimientos atraviesan como cables de tendido eléctrico esta otra ciudad delirante, incompleta que hallamos en las páginas de Vesania y de Anábasis; paredes atravesadas por sombras incorpóreas, golpes de oscuridad, gente que se oculta en baúles o en el interior de habitaciones desnudas, incluso la misma autora elige ocultarse y buscarse a sí misma en este su espacio privado (La escritora daba vueltas en el túnel, se dejaba llenar por la oscuridad. Años después creó otro personaje; la protagonista era ella. Fue en vano: todo lo que existía era la nada.)
Pero, al pasar a las blancas páginas de estos libros, dicho espacio deja de ser privado para ser más público que nunca, razón de más para ocultarse, y asumir las imperfecciones que puedan haber como parte de algo aún más grande, proyecto inconcluso, fragmento o esquirla, algo y nada al mismo tiempo. La misma ciudad que pudo haber soñado Kafka para un Odradek perdido en los laberintos de su castillo, se deconstruye en los pequeños detalles que podrían remitir a la filmografía de un David Lynch exquisitamente perverso (Al despertar, se acercó a las dos camas del medio del pasillo; no pudo levantar las sábanas: un olor putrefacto se desprendía de los cuerpos, de todos los cuerpos, de su cuerpo), y a otro David, esta vez Cronenberg, en su vertiente más grotesca (Dormía en un rincón. La gente le pasaba la mano, le echaban algunas sobras y si ladraba podía obtener un buen premio. Se creía un perro: levantaba la pata para orinar y comía los huesos que encontraba en el cementerio. Una noche lo encontró el sepulturero: había muerto atorado. El viejo estúpido se echo a reír: era el espectáculo más cómico que podía haber visto en toda su vida. Lo llevó al hospital. Bajo la luz del cuarto de autopsias lucía hermoso) y, a la vez, simpatizar con la ternura freak de un Tim Burton sin Johnny Depp alrededor (Durante toda su vida no tuvo otro deseo que morirse dentro de un pomo de vidrio. (…) Lo construyó alrededor de su cuerpo y al final se halló dentro de la maravillosa estructura: era un hombre feliz y se sentó a esperar la muerte), sin olvidar elementos que podrían haber sido prestados por un Woody Allen en su veta más sobria de humor cosmopolita (Las gallinas cruzaron la calle y entablaron amistad con todas las personas. Sin duda eran unos seres muy sociables), pasando por la circularidad narrativa de un Samuel Beckett; la fría aridez de esa Silvia Plath que una vez escribiera La campana de cristal para hacer un póstumo best-seller; otra campana de cristal, esta vez de Anaïs Nin; la soportable levedad de Kundera, para quién la vida está en otra parte; el extrañamiento de Piñera; Franz Kafka, por supuesto, y la sobria crueldad de Dostoievski (Entonces volvió a crear a los niños, de diversos tamaños, de formas variadas, y les dio las muñecas para que las degollaran y se comieran los pedazos) junto al absurdo sin límites de Slawomir Mrozek. Incluso la musicalidad poética de un Dylan, o la de los gemelos siameses John Lennon y Paul McCartney en la brillante y desquiciada unión de Strawberry Fields forever y Penny Lane en el mismo single; hasta ese tono diaspórico que conceden las historias extranjeras y extranjerizantes de Rolando Sánchez Mejías. Líneas de fuga en y por sí mismas.
En palabras de Deleuze, el objetivo último de la literatura estaría en “…poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta”.
¿Escribir lo que falta? ¿La posibilidad? ¿La salud? ¿Escribir sobre la base de una literatura nacional? (¿nacionalista?), popular (¿populista?). Más bien negar esa postura de literatura nacional, popular, comprometida. Negar una base, un pedestal, un compromiso impuesto, una falsa raíz. Transgredir entonces y, mediante este acto, inventarse una nueva literatura. Una que deje de responder a intereses mayores, que tenga otras pretensiones. Una suerte de literatura menor opuesta a este bloque monolítico que a veces logra asfixiarnos y que responde al nombre de LITERATURA NACIONAL. Esta última funcionando muchas veces como remedo de lo que debería ser, yéndose a ese mismo pasado que funciona como falsa recreación. (La idea de una seudo–literatura-nacional no andaría muy lejos).
Una literatura en contra, aunque no a la contra, y viceversa.
No choque frontal, sino golpe tangencial.
Gelsys no hace gala de ese extenso catálogo de técnicas narrativas que caracterizan otras obras, tan precisas en sus ingenierías como bombas atómicas a punto de ser detonadas por mecanismos internos de relojería. Aquí se apela a la sencillez y al dejar de decir para que la imaginación rellene los espacios en blanco. Ficción son las cosas que ocurren, no las cosas que se describen: dinámica, no estática. Usa tu imaginación o alguien la usará por ti (Ronald Suckenick). Los icebergs de Hemingway dejan de ser grandes bloques árticos para transformarse en pequeños cubos de hielo que tintinean cristalinamente contra las paredes de un vaso de agua fría. No interesa insertarse en determinada línea estética, en generación escritural ni etiquetarse de ninguna manera. Lobos esteparios en las praderas, más allá de los novísimos, post-novísimos, trans–novísimos, o cualquier otro tipo de denominación crítica o definición grupal dejada atrás por jóvenes escrituras.
Terminaron el artefacto. Llevaban meses perfeccionándolo. Los voluntarios se empujaban en la puerta hasta que el hombre eligió a una joven. La muchacha entró a un salón oscuro; a lo lejos se veía un bombillo. Después entró todo el pueblo.
Artefactos, máquinas sin nombre ni uso definido que plantean el retorno a aquella máquina ajusticiadora presente en la colonia penitenciaria kafkiana (Al principio eran cuatro pedazos de hierro en diagonal, y después la maquinaria.) El hombre mismo pasa a ser máquina (Un hombre se incrustó huesos en la piel convirtiéndose en su propia obra.) La muchacha que ve la luz del bombillo podría ser la misma Gelsys, que elige callar lo visto a la luz de ese bombillo. En palabras de Adriana Normand: “Decimos que horror; pero, en verdad, que suerte: no fuimos nosotros”. Pero, en verdad, que mala suerte, sí somos nosotros. La miopía no nos deja ver que hay más allá de esa luz que tiembla en la habitación. Y algo que no podría nombrar, una enfermedad de esas que siempre tienen dos nombres para definir su horror, no nos deja adivinar qué es ese artefacto. Es mejor correr, dejar los posibles horrores atrás (Todo se había convertido en una carrera, en una lucha, en subir y bajar los peldaños. Juró que no se dejaría atrapar, y corrió decenios, siglos. Sobrepasó el límite de la vida humana, conquistó la inmortalidad y la carrera se hizo lenta, fatigosa. Se detuvo, vio su cuerpo al final de la escalera: la habían atrapado. Entonces se echó a llorar. (…) Un hombre le indicó el pasillo que conducía hacia la cámara de gas.)
La enfermedad que repugna y asquea, el rasgo perverso en lo angelical de una sonrisa, lo desconocido en lo familiar de una situación extraña. Sonreírle al brazo que cuelga lleno de gusanos. Esperar el maravilloso día de la putrefacción de la carne.
Escritura que hace de sí misma la parodia de lo lírico buscando la reducción del lenguaje, la palabra primigenia, el principio de la indeterminación. No ayuda mucho la escasa tirada de estos libros; menos de quinientos ejemplares por cada uno y, como corresponde a todo autor joven que se respete, cero promoción. Los libros se ponen en librerías para llenar espacios vacíos en los anaqueles, con la reverencia oficiosa que podría caracterizar a un museo en lo que al público respecta. Se mira, pero no se toca. Las manos tras la espalda. (Idéntica actitud adopta el sector crítico, caracterizado por su invisibilidad para con esos mismos autores. Casi podría decirse que no hay crítica en Cuba. O eso, o no hay jóvenes autores. Pequeño olvido que nadie trata de subsanar).
Si una fotografía vale más que mil palabras, entonces los textos de Gelsys son fotografías defectuosas, imágenes inconclusas, sepia desvaído a través de un tiempo neblinoso. Menos de mil palabras para definir acciones pequeñas, cultivar el absurdo como una forma de alcanzar la comunión con una realidad que cada vez más se desliza por el sendero de ese mismo absurdo que a veces se trata de evitar. El sentido de lo lúdico cuando se quiere evitar jueguitos a ver si nos ponemos serios de una vez. Polos opuestos dibujando la cartografía de una posible reconstrucción de términos. La luz vista como disciplina impuesta (En la noche la condena era la luz: no la del techo, ni la de la mesa de noche, ni la del apartamento vecino. En la noche, había una luz inextinguible). Como castigo. La oscuridad, una dádiva milagrosa. Plena inversión de contrarios. Contención de libertades ¿Dónde correr más libremente si no es por los inmensos campos de la imaginación? No obstante, bajo otra mirada, hallamos que estos campos son en verdad gigantescos campos de concentración. El hombre construyó rejas por todas partes: primero en las puertas, luego en las calles, en el cielo. Todo rejas. O, por lo menos, eso es lo que se nos trata de hacernos ver.
Las puertas se suceden unas tras otras, iguales. No sabes cuál abrir. Caminas por el pasillo hacia el final y a tu paso las paredes se estrechan, se acercan más a ti. De súbito una puerta se abre y asoma el resplandor. Bajo la luz ves una ventana; pero no hay una ventana; ves una jaula. Corres. Hay jaulas en todas partes, hasta el final del pasillo.
Campo de experimentos. Zona no declarada de guerra. Las grotescas tuberías estaban en todas partes. Una mujer nació de ellas con un hueco que le llegaba a los huesos. Siempre podemos elegir el camino fácil: el de no ver, el de no sentir, el de no oír. Usar esas máscaras de luchador mexicano que nos vuelven a remitir al Mantra de Fresán, que nos vuelven a remitir a la ciudad de los Muertos, que nos vuelven a remitir (una vez más y tan casualmente que parece hecho a propósito) a esta ciudad tan mía como tuya, tan poco mía como tan poco tuya; La Habana. O Camagüey.
Aficiones por la destrucción de esa misma ciudad que con tanto gusto se ha creado. (Estoy sentada en un bar, esperando que en algún lado del planeta caiga una bomba. El mesero sonríe; mientras, en algún lugar hay una masacre). Sólo entonces nos percatamos que el gusto por la supuesta génesis no ha sido tal, y que se ha creado para destruir mejor. Una sonrisa en el rostro, con la furia perversa de una diosa de la antigüedad, esas con nombres impronunciables y furias vengativas capaces de consumir ciudades completas con tan sólo un golpe de dedos (Se reunían a derrumbar casas, primero los fines de semana y después todas las tardes al salir del trabajo. Muy pronto, no quedó una edificación sobre la superficie, por lo que la gente desató la violencia contra sus semejantes).
Escribir como si no se deseara escribir. Narrar como si no se quisiera narrar. Como a quien le ponen una placa de ionómero en la dentadura. Poner placa de ionómero significa que la lengua se halla incómoda en su cavidad natural. Se crean pequeñas heridas en el interior de la boca que dificultan sobremanera el acto de hablar. No se puede ni tan siquiera comer. La lengua, totalmente desterritorializada, no puede acudir al acto primigenio para el cual fue creada. Pasa a ser máquina, un artefacto en sí misma. Artilugio extranjero, extranjerizante, alienígena …mientras lee una novela como si estuviera escrita en una lengua de otro planeta, B se queda dormido (Roberto Bolaño, Vagabundo en Francia y Bélgica).
Escribir para romper los silencios, pero escribir de tal manera que no se rompan esos silencios. Grafiar como un moje zen dibujaría el horizonte de un solo trazo en la penumbra de un templo. Ideogramas múltiples (Alguien escribió una palabra sobre mi cuerpo. (…) Ahora todos me exigen silencio. En las calles han colgado letreros con la palabra NO en grandes caracteres). Tokonoma en medio de la pared, con vistas a otro mundo. Rizoma subterráneo.
Escribir como quien pone una placa de ionómero sobre la escritura. Despojar a esta literatura de su propio significado, de su gravedad, de sus mayúsculas. Formas de articular que parecen casi negar el idioma. He colapsed and died. Simbología foránea y, a la vez, autóctona. Lo que no está allí, lo que tampoco está aquí. Lo que no se sabe que es lo que se quiere decir, hasta que elige decirse o, más bien, hasta que elige sugerirse.
El arte de graznar (que tanto Piñera, como otros que las instituciones eligen olvidar, cultivaron) para trazar otros derroteros en esta nuestra literatura nacional tan necesitada de transfusiones.
Podría ser una buena transfusión la de Gelsys García Lorenzo.
Sangre nueva.
Siempre saludable.