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Una novela para Dostoievski

—Hoy fusilaron al Nene.

Ese fue el saludo de Nelson, aquella mañana de Noviembre, al llegar a mi casa, después de meses sin vernos.

Había conocido a Nelson cuando presenté mi primera novela. Fue en una Unidad Policial, y me sentía algo frustrada, porque el jefe de esta, al recibirme, lo primero que me espetó fue que no le gustaban las novelas policiales. Las calificó de irreales. Me pareció un reto enfrentarme a todos aquellos especialistas de la Criminalística. No estaba muy segura de qué hablarles, por lo que se me ocurrió preguntarles si alguno escribía. Enseguida escuché el nombre de Nelson, pero no estaba. Ya en la puerta, casi al irme, se me acercó. Venía sudoroso y agitado. Según me diría después, salía del cuarto de interrogatorios. Él, criminalista que intentaba escribir poesía, se interesó en los talleres literarios que en ese entonces yo dirigía en una oscura Casa de Cultura. Intercambiamos los teléfonos, y de ahí comenzaron las visitas.

A mí me fascinaron sus narraciones del mundo sórdido que tan bien conoce, por sus experiencias como oficial investigador. Le amplié su espectro de lecturas. Estas fueron las bases del surgimiento de una extraña relación. Simbiosis particular: mientras lo adentraba en el mundo de la poesía —aún hoy me agradece conocer a Borges—, él me enseñaba la técnica y el lenguaje policial: dentigrama, decas…

Como le pedí llegar a conocer algo más de cerca, consintió en llevarme a un juicio: era el del Nene. Hasta he olvidado su verdadero nombre.

Nelson mintió para colarme en el Tribunal Supremo alegando que era una periodista.

El lugar, austero y solemne, me impresionó. Como niña obediente me senté donde me indicó, sola, sin moverme de allí hasta el final. Ya en la sala había diversas personas, y el Nene, vestido con el uniforme común de mezclilla de los presos, esposado y rodeado de los escoltas. Las facciones de su rostro eran varoniles, una sombra azulada en la barba, y una piel blanca, casi transparente, contrastaba con el negro de sus ojos y cabello.

Sonrió y guiñó un ojo. Volví la cabeza para ver a quién saludaba, pero no había nadie detrás de mí. Sentí el rubor de las quinceañeras unido al frío del abdomen, el mismo que experimento ante las películas de terror. Nunca había asistido a un juicio, y mucho menos de esa envergadura: a puertas cerradas, teniendo solo como asistentes los familiares de las víctimas, los jueces, abogados y policías.

La sala se me hizo más inmensa, con la impresión de estar en una inusual función de teatro.

Semejante a un rompecabezas, de acuerdo a lo que hablaron cada uno de los que testificaron, fui construyendo en mi cabeza la historia que conocía de oídas por Nelson:

Aquella tarde de domingo el Nene llegó a la casa de su ex esposa. Ella y sus dos hijos no estaban, porque se los había llevado para la guardia en su trabajo. No se dijo si él lo sabía o no. La cuestión es que, con un cuchillo, me imagino de los llamados matavacas, comenzó a exterminar a casi toda la familia. En silencio, sin una explicación. Asesinó a dos e hirió de gravedad a cuatro. Sin embargo, a pesar de que la sangre corrió abundante por las baldosas, cuando lo capturaron él solo tenía una pequeña mancha en el hombro de la camisa.

Su suegro declaró con una voz gangosa, de ultratumba, debido a que el enorme tajo en el cuello le dejó afectadas las cuerdas vocales. Fue el único que pudo contar, cómo estando herido, desde el suelo, por sus ojos entrecerrados, observó al Nene con el cuchillo en la mano.

Una de las víctimas mortales fue una cuñada del Nene, con un embarazo de siete meses. Pensé que podría considerarse un crimen doble, pero no lo oí decir.

Cuando el hijo mayor del Nene declaró, se estremecieron los corazones de todos y se le salieron las lágrimas a la jueza, porque desde sus doce años pidió la pena de muerte para su padre y prometió cambiarse el apellido cuando tuviera la edad suficiente. El Nene, desde su asiento, esbozó una ligera sonrisa. Lo supe porque lo miré.

Uno de los últimos testigos refirió que estaba durmiendo cuando otro de los cuñados, también herido, lo despertó para decirle que el Nene estaba matando a toda la familia. Pero cuando salió, ya se había ido en el mayor de los silencios.

La psiquiatra me pareció un tanto teatral. Lo primero que hizo fue pedir un vaso de agua, para mantenernos a todos expectantes mientras bebía. Total, comenzó un pormenorizado análisis de los meses en que el Nene estuvo sometido a las pruebas psiquiátricas, para terminar declarando, en términos científicos, que mostraba resultados coherentes del pensamiento abstracto, que estaba plenamente consciente de sus actos y que presentaba un trastorno de personalidad atípico.

Nelson fue el último en declarar, sin su uniforme con los grados de capitán, vestido con unos jeans y una guayabera, que le he dicho que me da la impresión de un disfraz. Me pareció más alto, con ese hablar suyo que transpira tanta seguridad, capaz de salir airoso en las peores situaciones, un don poco común, según mi criterio. Su declaración tuvo códigos secretos, que solo yo entendí, y con el propósito de que lo admirara más.

Calificó al Nene de simulador, de individuo con una gran frialdad afectiva; y que, sin querer hacer poesía dentro de un charco de sangre, el Nene continuaba tirando puñaladas a la conciencia de esa familia.

Qué incongruente es el alma humana, pienso ahora, con la mirada perspectiva que dan los años.

Por último, le preguntaron al Nene, quien se declaró inocente y hasta habló de maltratos durante los interrogatorios. Pero allí nadie pareció darle importancia a aquello.

Poco pudo hacer el abogado defensor, quien se limitó a explicar lo difícil que resultan estos actos para el entendimiento de la mente humana; y la fiscalía terminó por ratificar la petición de la pena de muerte, solicitada por el Tribunal Provincial.

Por eso vino Nelson a mi casa, aquella fea mañana de noviembre. Días después del juicio, cansada de desencuentros, le había pedido que desapareciera de mi vida.

Le brindé una taza de té, igual que cuando antes nos sentábamos a conversar de crímenes y poesía.

Atrás habían quedado nuestros disgustos, mis reproches por hallarme entre una amante y una esposa a las que se negaba a abandonar; por percatarme de que intervino mi teléfono para escuchar mis conversaciones… Aquella fugaz relación había terminado con una frase que nunca supe si fue un elogio o un reproche:

—Eres una mujer demasiado inteligente.

Ya no tenía sobre el buró la bala de su makarov que guardé mucho tiempo como amuleto. Se la había pedido cuando me contó de sus pesadillas nocturnas, de esos fantasmas con los que anda a cuestas, de su deseo, pocas veces permitido, de ir a darles el tiro de gracia.

—Son seres humanos —le decía.

Entonces, en un intento de convencerme, relataba sus horrendos crímenes, las violaciones a mujeres indefensas, hasta a niñas; ancianos asesinados solo por robarles un equipo electrónico, lo que eran capaces de hacerle a seres débiles…

Me contó que fue a verlo quince minutos antes de que lo ataran, al amanecer, al poste; frente a los grandes reflectores que le impidieron divisar el pelotón de fusilamiento. Le dijo:

—Dime algo, Nene, para tus hijos. Si no para que te perdonen, al menos para que te comprendan.

La respuesta que obtuvo fue el silencio.

—Yo hubiera querido hablar con él —le dije.

— ¿Y crees que contigo se iba a confesar?

—No… —contesté, aunque en el fondo lo creía— pero el peso de la conciencia…

A mí nunca me convenció que el móvil del crimen fuera el no poder sacar sus hijos del país. Algo extraño tiene que existir en este hombre, quien se pasó un año antes, encerrado, leyendo la Biblia y tomando solo jugos por alimento. A pesar de que lo solicité, alegando con el ejemplo de la novela A sangre fría, no me autorizaron a entrevistarlo.

Nadie dudó nunca de que el Nene fuera el asesino, pero las piezas de aquella historia, que armé en mi mente, contenían, a mi juicio, un ligero desenfoque.

—De todas formas —concluí— era un tipo de novela. Si Dostoievski lo hubiera conocido…

Ya en la puerta, su despedida fue:

—Ay, mi’ja, tienes mucha literatura en la cabeza…

Han pasado más de diez años. En esta tarde lluviosa, en que vago por la casa, cuando las palabras bullen en la mente a la vez que son incapaces de alinearse en una hoja en blanco, comprendí que no me acercaré nunca a la verdad de esa mente sinuosa, desviada, enferma, en que la bien ponderada conciencia no lo hizo hablar. Sigo creyendo que era un tipo de novela, de esa que jamás podré escribir.

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