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Una Feria con más luces y libros, y sombras todavía…

Feria Internacional del Libro de La Habana 2017

Frecuenté muy poco este año la Fortaleza de La Cabaña, sede principal de la Feria Internacional del Libro de Cuba en su primera etapa, la capitalina, que se extendió entre el 9 y el 19 de febrero. Lo que percibí, sin embargo, fue más halagüeño que en la pasada edición de 2016.

Menos tenderetes con posters y camisetas de Leo Messi y el F.C. Barcelona y más libros. Menos puestos de venta de pollo frito y cerveza, y más libros. Hasta retomaron la carpa gigante llamada Gran Librería, donde se solía concentrar la oferta de las editoriales nacionales y caracterizada por exhibir siempre una larga fila de presuntos interesados en adquirir las novedades publicadas.

Menos “pan y circo” y más de lo que se supone sea el superobjetivo (satisfacer la demanda cultural) de un evento como este.

Suelen los visitantes extranjeros comparar su experiencia en la isla con la actividad semejante de sus países de origen, y asombrarse ante esta cubana Feria “de pueblo”. Con su río de gente fluyendo por las callejuelas de adoquines e inundando las calurosas y macizas construcciones de piedra y de antiguo uso militar y carcelario. Pero los nativos como yo, acostumbrados a ese show de masividad, no nos dejamos deslumbrar por las superficies y percibimos la turbiedad de las aguas subterráneas.

Por fijarnos en las manchas en el sol y no estar conformes ya con el desfile de personas de todas las edades, etnias y estratos sociales, tomamos nota de las oleadas de jóvenes circulando atentos a sus celulares o a la música vacua y chillona que sale de los altavoces colgados al hombro, transitando con enormes y vistosas mochilas vacías, sin un libro apenas entre los manos.

Observamos a los padres que compran algún juego de mesa o libro infantil bellamente ilustrado, para “satisfacer el antojo” del niño; mientras no adquieren obra alguna para ellos mismos, cual si ignoraran que no hay mejor vía educativa para los hijos que seguir el ejemplo de los adultos.

Razonablemente orgullosos con sus resultados comparativos respecto al año anterior, el Comité Organizador de la 26 Feria divulgó cifras: 1400 nuevos títulos y 4 millones de volúmenes a disposición del público (110 y 500 mil más que en 2016), 301 500 ejemplares vendidos (111 540 más), 415 599 visitantes a los recintos feriales (25 000 más). En 2017 se alcanzó el guarismo récord de 536 representantes de 46 países y tuvieron lugar más de 1 100 acciones literarias. Sobresalió la nutrida delegación de Canadá, el país anfitrión, encabezada por los escritores Margaret Atwood y Graeme Gibson; y la de Irlanda, con su presidente-poeta Michael O’Higgins al frente y notables autores acompañantes como Joseph O’Connor  y Colm Tóibín.

Pero los números, sólo números son, engañosos y fríos. Y es fácil darles la vuelta para ver el lado oscuro de la luna que disimulan. Por ejemplo, si se confronta el índice de visitantes con la cantidad de ejemplares vendidos, salta a la luz que hubo casi 114 100 (aproximadamente 1 y 1/2 de cada 4 personas) que se fueron en blanco en la compra de libros y para los que la Feria del Libro no pasó de ser una oportunidad de esparcimiento y cita social.

Cabe adicionarle a este dígito negativo otro cálculo de preocupante resultado… Si restamos a la cantidad total de ejemplares impresos para la ocasión (¡4 millones!) el número de libros comercializados, obtenemos un sobrante de alrededor de 3 millones 700 mil ejemplares, para cuya realización mercantil no alcanzará ni de lejos el hecho de que la Feria se extienda ahora a lo largo del país y hasta el 16 de abril.

Un elemental contraste entre el número de residentes en la capital y el del resto de la isla, y pudiendo aún traer a colación otras variables importantes, como la mayor capacidad adquisitiva y la concentración de nivel educacional capitalina, arroja que en La Habana se factura ampliamente más de un tercio del resultado comercial de toda la Feria.

Luego, ¿qué pasará después de “la furia de la Feria” con esa descomunal cantidad de ejemplares quedados “huérfanos de lector”, cuando pasen a engrosar los inventarios de las mal atendidas y deslucidas librerías nacionales? Cubrirse de moho y mugre. ¡Qué pena da con todo ese esfuerzo humano y el dinero (bien muy escaso en la isla) invertido en la edición e impresión de esos libros!

Para cierta compensación a aquellos con mayores expectativas y preocupados de veras por el universo de la literatura y el libro, las autoridades pertinentes demuestran tener conciencia del desaguisado. Así, Juan Rodríguez Cabrera, actual presidente del Instituto Cubano del Libro, reconoció en su discurso de clausura que las cifras del orgullo “no deben interpretarse como que hayamos logrado una satisfacción plena de las aspiraciones y necesidades del público lector”.

Pero ellos, loablemente, están asumiendo apenas su parte de la culpa total, al reconocer los déficits aún en la calidad estética y el valor de entretenimiento de la oferta entregada a sus potenciales consumidores.

Hay otros, acaso superiores, males de fondo. Ya no resumibles sólo en los términos del libro como mercancía (así sea cultural). Me refiero al que yace en el retroceso, al parecer indetenible y no sólo cubano sino universal, del enriquecimiento cultural centrado en el libro y la literatura.

Y también en un pecado para el que sí cabe repartir responsabilidades locales y que involucra a numerosos ámbitos: la escuela, la familia, los medios de comunicación… Por supuesto, aludo al descenso cada vez más ostensible de los intereses y curiosidades culturales y educativas de ese cubano “río de gente”, esa masa popular que se fue de Feria… sin importarles mucho que era la del Libro.

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