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Una dama de negro, los autos, las gaviotas…

A Sarai… su historia

Vestía de negro y tenía los ojos verdes más hermosos que he visto. Me detuve a mirarla. A esa hora de la tarde, mientras el sol se hundía lentamente en el horizonte, anegando el mar de un tibio color dorado, el malecón comenzaba a poblarse de quienes nada tenían que hacer en una ciudad donde nada hay que hacer. Es decir, se llenaba de gente. Y quizás por ello, acostumbrado a mis ya usuales carreras desde la fortaleza de La Punta hasta la altura del Hotel Nacional, en un trote diario sosegado que me permitía entrar en contacto con aquella fauna humana, fue mayor la impresión de verla allí, parada frente al muro, mirando al mar y lanzando a las olas más cercanas, con gestos que me parecieron escandalosamente teatrales, unos papeles garabateados por una letrilla diminuta que logré distinguir desde donde fui a sentarme para poder observarla mejor, intrigado.

“Una hermosa mujer”, me dije, y observé bajo su saya negra el contorno perfecto de las nalgas. Pude ver sus piernas también perfectas. Y aprovechando que a ella sólo le importaba lanzar aquellos papeles hacia el mar, dueña de una mágica precisión que colocó cada hoja arrugada sobre la cresta de las olas, pude detener mis ojos en sus senos regios, como dos pequeñas colinas redondeadas, bajo el oscuro manto de la blusa.

Era joven. Y me empezaba a preguntar qué carajo hacía una muchacha tan bella aplastada bajo tanto luto, cuando vi el grupo de negritos que salía de uno de los solares del otro lado de la avenida, atravesaba a la carrera la doble vía, esquivando los carros con una ligereza evidentemente aprendida día tras día, y llegaba hasta ella. “¡Loca, loca!”, le gritaban, intentando distraer su atención, haciéndole la rueda, empujándola a veces contra el muro, hasta que dio la vuelta y se paró frente a ellos, con una mirada glacial, vacía, absurdamente triste, que me congeló de sólo mirarla.

Fue entonces que vi sus ojos, verdísimos, raros, como de gata en la más negra oscuridad.

También los negritos se congelaron. Dejaron de gritar y rompieron el círculo para verla abandonar el muro y caminar hacia la avenida, en silencio, enigmática, y quedaron como yo, aturdidos, cuando dijo, acariciando al paso la cabeza del más sucio de todos ellos, “¡qué Dios los bendiga!”, bajo, triste.

Pasé todo el día pensando en la mujer. Me seguían sus ojos. La soledad de mi cuarto se me antojó enorme y me impedía concentrarme, como otros días de mi rutina ya gastada, en la lectura del último libro que me traje desde España, o en la fabricación de nuevos matices con las tintas que mi amigo Noa, también pintor, me trajera de Suiza en su viaje más reciente. Mucho menos logré cocinar algo que valiera la pena y tuve que conformarme con freír un par de huevos y echar mano al pan viejo de tres días que dormía su siesta, ya ácido y esponjoso, en una jaba de nylon sobre la nevera.

“Ponte a pintar, Don Juan”, me dije, y repetí en voz alta: “a pintar, Alonso”, y me hundí otra vez en aquel cuadro donde quise pintar un ánima sola flotando sobre el mar. Quería escaparme. De algo necesitaba escapar, mas no sabía, y comencé a regar la pintura sobre el cuadro, allí, donde el mar quieto lamía como una bestia milenaria la arena de la orilla. Se fue armando la mujer, vestida de negro, y las gaviotas, y al fondo unos autos perdidos que pasaban hacia algún sitio desconocido.

Descubrí su rostro entre la niebla. Lo fui sacando a la luz, pincelada a pincelada, y volví a congelarme con la imagen que obtuve: allí estaba su busto sensual, sus caderas de guitarra moldeando el vestido negro, sus pies diminutos, descalzos, mojados por una ola que detuve sobre sus dedos; allí estaba la mujer, los pómulos blancos, la frente altiva, el cabello negrísimo flotando sobre el lienzo, batido por esa brisa invisible que también rizaba las olas del mar y alisaba, en el cielo y sobre las aguas, las plumas de las pequeñas gaviotas. Y sus ojos, vacíos. Las cuencas de sus ojos vacías, como una calavera.

No lograba pintarla. Estuve un par de horas mirando aquel rostro y sentí que algo faltaba, que esta vez mi pericia de fisonomista, mi entrenada percepción que me permitía recordar cualquier cara, “émulo de un Da Vinci”, me jactaba ante mis amigos, por alguna razón desconocida me estaba jugando una mala pasada. “¿Qué coño te pasa, Alonso?”, me pregunté, en alta voz. “Píntale unos ojos y no jodas más”, respondí. Pero no pude. Una voz me susurraba desde la sangre que pintarle otros ojos, no los suyos, los que Dios había amasado para ella, sería el más grande sacrilegio.

Sobre las dos de la madrugada, cansado de hurgar en el recuerdo buscando la perfección verdísima de aquellos ojos, solté el pincel y me fui a dormir.

Volví a verla un mes después, cuando pensaba que tendría que tirar el cuadro a un rincón: las cuencas vacías de la mujer sobre el óleo le transmitían al resto de las imágenes capturadas en la tela una tonalidad más que mustia, mortuoria. Y por eso casi salto, como un niño que encuentra un juguete perdido tiempo atrás, cuando el trote me llevó, siempre siguiendo la ruta sinuosa del malecón, a la altura del Hotel Nacional, y allí estaba, otra vez parada frente al mar rabiosamente azul, otra vez lanzando sobre las olas unos papeles manuscritos.

Estuve semanas buscándola. Invariablemente, mientras me ponía el mono deportivo y seleccionaba entre los cassettes las grabaciones de Enya, que tanto me gustaban para acompañar aquel ejercicio diario, estuve diciéndome, tarde tras tarde, “hoy voy a encontrarla”, pero sobre el muro, o abajo, en los arrecifes, me topaba sólo con esas especies ya conocidas por mí, que seguro me miraban como yo a ellos, igual que se contempla, indolente, despreocupado, una especie distinta, nada peligrosa: negros jineteros que se pavoneaban con sus putas ante los turistas que observaban, boquiabiertos, la destrucción de la ciudad; vendedores ambulantes “vaya, maní”, “su rosita de maíz aquí”, “compra el caramelo a tu niño, papá”, “abanicos de cartón, su airecito rico”; músicos frustrados que graznaban ante el mar, guitarra destartalada en mano, melodías nostálgicas de cuando La Habana era la ciudad de los mafiosos yanquis, las putas y el bolero; niños que se tiraban de cabeza hacia las aguas profundas de la costa, compitiendo en el clavado más perfecto, siempre gritones, despreocupados; parejas que iban a besarse, casi sentados unos sobre otros, con el desparpajo natural de la juventud; borrachos que consumían un ron malo que se olía desde lejos y me miraban con sus ojos cargados de sangre y alcohol, como bestias drogadas.

—Viene siempre el 23 —me dijo una mujer, ya vieja, tan pelada que parecía calva, cuando me vio detener el trote y sentarme sobre el muro, la mirada fija en la vestida de negro.

—¿El 23? —dejé escapar.

—El 23 de cada mes, niño —le oí decir, también mirando a la muchacha, que terminó de tirar sus papeles y quedó unos segundos hablándole al horizonte—. Ya me he acostumbrado a verla. Viene, suelta al mar sus papeles y luego se va.

—¿Por qué lo hace? —dije, aunque lo que tenía en mente era preguntar: ¿por qué viste de negro?, ¿es luto?

—Sólo Dios sabe, niño —me respondió, sacó un pomito de medicina y se dio un trago. Supe que era ron: el vaho del alcohol casi me golpeó el rostro, apestoso, fuerte.

El solar estaba en lo que años atrás debió ser la mansión de alguna familia rica de la high habanera. Seguía siendo hermosa, imponente, y a pesar de la suciedad de sus paredes frontales y balcones, de las grietas visibles en las columnas laterales del edificio, y de las montañas de escombros que se acumulaban a un costado del enorme portalón de madera de la entrada, sentí que destilaba hacia mí el aura de una antiquísima alcurnia, que parecía sobrevivir, flotando, incólume, sobre aquella carcasa en cuyo interior descubrí una imagen dantesca: cuartuchos alineados en dos plantas en torno a lo que obviamente fue un jardín central y ya era sólo un fanguizal donde jugaban, sucios pero felices, algunos niños que escandalizaban bajo el aguacero; un oscuro baño colectivo justo a la entrada, que lanzaba a todos, como dardos, desde su solitaria letrina, manchada de sarro y rajada en la base, un hedor rancio a mierda y orín; en un espacio libre al fondo, un cuadrado de viejas tablas de madera y cabillas de acero, unidas con alambre, encerraban un enorme cerdo que parecía ser lo único limpio en aquel lugar: blanca su piel, como lustrada, gruñía feliz.

—Vive al lado del puerco, al fondo —me dijo un negro viejo, apenas sin despegar los labios, ni mover un músculo del asiento improvisado en la escalera de mármol de la entrada, que conducía a la segunda planta.

Uno de los negritos que había visto la primera vez burlándose de la muchacha, me dijo que él sabía dónde vivía.

—Es un solar que se llama Villa Hermosa, ahí en la calle Industria —y bajó los ojos al dólar que puse en sus manos por la información.

Y todavía parado frente a la puerta del cuartucho de la muchacha, sin saber cómo carajo decirle que estaba allí para verle sus ojos, me preguntaba qué cerebro sádico le había puesto Villa Hermosa a esa cuartería indigente.

Toqué, dudoso, con suavidad, y luego de unos pasos que sentí acercarse a la puerta, pude ver el rostro perfecto de la muchacha.

—¿Qué se le ofrece? —dijo.

—Vine a ver sus ojos —solté, porque fue lo único que me vino a la mente.

Entonces sonrió.

Tampoco esa noche logré pintar sus ojos. Miraba el cuadro y no entendía cómo cuadraba esa sonrisa que permanecía anclada, como un pendón de victoria, en mi cerebro, con la profunda desolación que encontré en sus ojos verdes. Me jodía no entenderlo. Y una y otra vez me hundí en las imágenes del cuadro: la muchacha, las gaviotas, los autos, los escasos pinos de la playa, la arena, el agua azulísima del mar, el cielo… bien lejanos todos de tamaña tristeza.

—¿Cómo se llama el cuadro? —preguntó.

—Una dama de negro, los autos, las gaviotas —dije, y pareció gustarle.

—Ah, siempre el mar —murmuró.

El mar en Cuba es distinto a otras partes, quizás único. Siempre lo he pensado. Nada tiene que ver con las aguas frías de los mares del Norte, por ejemplo, en esa Gijón apacible y nórdica que cada año visito; ni tampoco se parece a la acuosa planicie domesticada del Mediterráneo, como en esas otras aguas que he visto en Barcelona; y mucho menos puede comparársele con la manta asfixiante y oscura que forma el océano en aquella muralla de agua que vi alzarse frente a Viña del Mar, en Chile. Acá es un regalo de Dios, aunque algunos excéntricos, como Virgilio Piñera, se la hayan pasado asfixiados, así decían, por la maldita circunstancia del agua por todas partes. Yo amo ese mar. Y me lleno de él cada día, mientras corro por el malecón donde conocí a esta muchacha que, sus ojos clavados en mí, casi susurra.

—Yo odio el mar, ¿sabe? —y se hundió en el silencio.

Respeté su silencio. Observé su pelo negrísimo, suelto, cubriéndole parte del rostro. Y otra vez me dije que no la poseía la tristeza; ella era la tristeza.

—Mi padre adoraba el mar —dijo.

Y ella lo veía salir en su yate, allá, en la bahía de Cienfuegos, y regresar en las tardes. “Un día no volvió”. Y su voz se hizo un hilo, un sonido apenas perceptible con la gritería de los niños, jugando afuera.

—Esos papeles… —me atreví a decir—. Los que tiras al mar…

—¿Te has preguntado por qué para los cubanos el mar es cárcel y libertad a un mismo tiempo? —fue la respuesta.

Jamás lo había pensado. Un día descubrí que mi manera de ir a sentarme al malecón era distinta. Sobre el muro pensaba. Miraba al infinito azul y pensaba en Puerto Rico, España, México y desviaba la vista hacia el rumbo por donde sabía se encontraban esos sitios. El mar era eso: un río pequeñísimo que podía saltarse y que yo saltaba cada año dos o tres veces. Más allá del mar había un mundo lleno de tantas mierdas y tantas luces como las mierdas y las luces que pululaban en esta islita.

—No es como abuelita dice, Claudia —le oí decir un día a un hombre que paseaba con una niña rubia, de unos cinco años—. El paraíso no está en el cielo… mira —y señaló al horizonte—, el paraíso está allá.

Recordé ese día y asentí. La vi sostenerme la mirada y luego bajar los ojos a mirarse las manos, finas, blanquísimas, con las uñas pintadas de negro, como sus ropas. Sólo entonces noté que en una esquina, empotrado en la pared, un closet sin puertas permitía ver varios vestidos, todos negros.

—Escapar de la cárcel —dijo entonces, como hablándose a sí misma—. Mi esposo quería escapar.

Ya lo había notado. Sobre la mesita de centro, frente a las dos únicas butacas, donde estábamos sentados, una fotografía encerrada en un marco de madera pulida, enseñaba la sonrisa de la muchacha, abrazada a alguien, que también sonreía a la cámara mientras le halaba, con suavidad paternal, la oreja a un niño de tres años.

—Se fueron en el noventa y cuatro —dijo—. En una balsa que él mismo armó ahí, en los arrecifes, frente al Hotel Nacional.

Un hermano que vivía en Miami lo iba a recoger en su lancha, cuando estuvieran mar afuera, “por eso lo dejé irse con el niño”, y ella los vio alejarse y se quedó sobre el muro hasta que se convirtieron en un punto y luego desaparecieron. El mar era una nata azul, tranquila, seductora.

—Mi madre estaba ingresada, con cáncer —siguió diciendo, cada vez menos audible—. Por eso le dije que me iría luego, cuando él volviera a buscarme.

Su madre murió un mes después.

—Desde esa vez, lo espera —me contó la mujer—. La pobre… está loca.

Y entonces comprendí tal irrupción: “Sarai, Celeste quiere verte”, había dicho la gorda, al descubrir mi presencia, y quedó parada en la puerta hasta que la muchacha salió al pasillo y caminó hacia un cuarto cercano.

—Tratamos de que no hable de esa tragedia —dijo—. La tenemos siempre entretenida y lo único que no hemos podido quitarle es eso —y señaló hacia el cuadro, sobre la mesita.

Intenté pintar y no pude. Otra vez quedé frente al lienzo, con las palabras de la gorda nublándolo todo: “cada 23 se va al malecón y le tira esos papeles”. Me tiré en el piso y volví a mirar las imágenes: la silueta caprichosa de la costa, la arena y sus matices de humedad, los pinos y las yerbas cercanas, los autos detenidos en la temporalidad del lienzo, las gaviotas, la muchacha, de negro, sus cuencas vacías, como de calavera.

—Son cartas que le escribe —explicó la gorda.

“Y él las recibe, según ella”, me dijo, y hasta les aseguraba a todos que algún día él vendría a buscarla, la esperaría en el yate, mar afuera, “y escaparían a la libertad, juntos, ella, su marido y el niño”.

Cuando salí del solar, en lo más alto, donde habían grabado muchos años atrás el frontispicio, rescatando las letras de entre la mugre y el hollín, pude leer “Villa Hermosa”. Y sonreí.

Mi hermana Nora vino a limpiar la casa, como todos los sábados. Trajo el pan para el desayuno y me despertó: “tengo un chisme”, dijo, y aseguró que “después los escritores dicen que la vida no es una novela”. Intenté concentrarme. Había estado despierto casi hasta las cinco, la madrugada entera, intentando pintar aquellos ojos. Sin remedio.

Jamás volví a encontrarla. Un viaje a España y los trajines de la próxima exposición personal me alejaron de los trotes diarios en el malecón. El cuadro esperaba. De tiempo en tiempo lo sacaba del rincón donde guardaba otros proyectos y trataba de buscar una solución para aquellos vacíos. No quería ni mirar: las cuencas de los ojos de alguien tan hermoso como aquella dama de negro sobre el lienzo me transmitían ese mismo vacío, y con el paso de los meses fui resistiéndome a retomar el lienzo, intentando resignarme a la idea de que sería otro más de esos muchos proyectos que se quedaban inconclusos por razones siempre incomprensibles.

—Apareció una muchacha flotando en la bahía —dijo Nora.

Y un hinconazo terminó de despertarme. Me paré de la cama y caminé resuelto hasta la cocina, donde mi hermana preparaba el desayuno, en esa costumbre maternal de todos los sábados: “para crear hay que alimentarse, Alonso”, repetía siempre, incluso con las palabras y la voz de mi madre.

—¿Una muchacha? —quise saber.

—Me lo contó Elizet, la del Instituto del Libro, que vive por esa zona —me dijo.

Y que se trataba de alguien muy conocida en el malecón, “una loca de esas tantas que hay por La Habana”. Vestía siempre de negro, “y le dijo a unos niños que el marido la mandó a buscar, se tiró en el agua y empezó a nadar mar adentro”.

Desde donde estaba, pude ver el cuadro. No sería exagerado decir que sentí que el cuadro me miraba.

—Sírveme el desayuno —dije—. Me siento enseguida.

Abrí el caballete y lo colgué. Volví a mirar el lienzo: la muchacha, las gaviotas, los autos, los escasos pinos de la playa, la arena, el agua azulísima del mar, el cielo… todo luminoso de pronto, sin tristeza. Y comencé a pintar, muy lentamente. Y el pincel se escapaba, delineaba, dueño de una rarísima agilidad, poseído, y alumbraba las zonas oscuras de aquella escena: las crestas de las olas, blanquísimas, puras; las agujas de los pinos, tersas, refulgentes; la pintura de los autos, lustrosa, como encerada; las alas de las gaviotas, centelleantes, cegadoras… y los ojos. Logré ver los ojos. Verdísimos, raros, como de gata en la más negra oscuridad. Y pinté. Sonriendo.

—Ya eres libre, Sarai —dije.

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