Se llama Lisandra y es feriado, no por suerte para ella. Prefiere una buena cantidad de veces ir a la escuela, o al infierno. Lo único gratificante es que tiene más tiempo para tocarse y fantasear un poco con los profesores del Preuniversitario. Hay uno que ni siquiera sabe cómo se llama; ese siempre le viene a la mente en esos momentos, tan feo que está. En fin, se entretiene haciéndolo un rato más, no abre los ojos, gime un poco, de una manera que suena lo más espontánea posible. Si todo se redujera a esto, piensa, y no a esa mierda que se extiende tras la puerta del cuarto, donde moran criaturas como su padrastro. Va a tener que lidiar con él todo el día, porque su madre sí trabaja hasta las tres en la clínica, y entre una cosa y otra llega a las cuatro.
Perfecto, es un buen día para quedarse en la cama y volverse un poco loca a sí misma… Nada de eso, sabe que él está allí afuera trasteando cosas como siempre, lo siente ir y venir por el pasillo, seguramente lo hace para joder, para que no pueda concentrarse. Sospecha que él sospecha, porque a veces la mira como diciendo: «A mí no me engañas». Se le ocurren cosas como subirse al techo sin ser vista para dejarle caer una teja en la cabeza, de canto, cuando salga a fumar en el portal. Luego se deslizaría por la parte de atrás y se perdería.
Viven en las afueras, en una casa apartada de toda civilización a unos tres kilómetros, donde su padrastro se dedica a hacer cualquier tipo de trabajo por encargo, carpintería, reparaciones mecánicas, soldaduras… Permutaron cuando él convenció a su madre de que no les sería para nada trabajoso trasladarse todos los días al pueblo en bicicleta mientras él se encargaba de todo en la casa, más su trabajo, ¡qué clase de héroe! La mayoría de los aparatos que repara pasan un buen tiempo con ellos, a prueba, dice él. De manera que ella ha probado cualquier cantidad de las mejores bicicletas del pueblo, y la madre cada semana mete la ropa en una lavadora diferente.
Se está mojando un dedo con saliva cuando escucha los toques en la puerta. Va a preguntar ¿qué pasa ahora?, pero comprende que sonará demasiado prematuro. Ya tendrá tiempo… «¿Qué pasa?», dice simplemente. «Me hace falta que vayas al pueblo», grita el padrastro como quien no tiene ningunas intenciones de repetir la frase. «Me siento mal», dice Lisandra. «Vamos, en cuanto te levantes, te mejoras», insiste él. Ella se pone la bata y va hasta la puerta. No abre. «¿Qué quieres del pueblo? Hoy no hay trabajo, todo está cerrado». Sabe que la objeción lo va a contrariar, y sabe también la manera en que va a reaccionar a continuación. «Lisandra, esto lo hablé con tu madre antes que se fuera. Dale, tienes el desayuno listo».
En cuanto siente que se marcha, coge un poco de ropa del armario y se va al baño. Él se ha esfumado, seguramente da por sentado que ella se portará como la hijastra perfecta que pone el grito en el cielo cuando no la dejan salir de casa. Está sentada un buen rato en el inodoro considerando si es pertinente tocarse un rato mientras se mira desnuda en el espejo, pone los ojos en blanco y se pasa la lengua por los labios. Saber que él está esperando por ella le hace desistir. Está acostumbrada a esa sensación desagradable que se siente cuando uno necesita intimidad y todo conspira en contra. Le pasa por el lado a un pan con mortadella y un vaso de yogurt que entretienen a las moscas sobre la mesa y sale al portal.
Él está examinando cierta pieza de cierto mecanismo. «¿Ya desayunaste?», pregunta antes de mirarla de arriba a abajo. «No, te dije que me sentía mal. ¿Qué quieres del pueblo?», le enfatiza. «Me hace falta que me traigas el periódico». «¿En serio?». «En serio. Hay algo importante de lo que debo enterarme». «Perfecto, no hay problema», lo dice con la certeza de que ese favor va de alguna manera a costarle caro. Tiene que idear algo para que el viaje al pueblo le traiga al padrastro algún problema, con su madre sobre todo. Esta vez va a lamentarlo, ya se le ocurrirá algo. Ese tipo de pensamientos le vienen a la cabeza especialmente desde el día en que él le regaló por su cumpleaños un juego de pegatinas, ¡pegatinas!, y no era su cumpleaños, ¡por dios!
Durante la noche había estado lloviendo, así que el terraplén está hecho un asco. No sabe por qué eso la hace sentir deseos de preguntarle si ese sitio donde viven tiene nombre, y si se trata solo de un período de transición. Es un tipo desgarbado, medio calvo y con una nuez de Adán desproporcionada que le sube y le baja constantemente. Imagina cómo será aquello cuando esté encima de su madre. En ese momento, el padrastro da la espalda y ella ve que del bolsillo trasero del overol sobresale la chocante pareja de un periódico y un destornillador. Puede escuchar que habla en voz baja con el artefacto que tiene en las manos, como en una especie de regaño de tono cariñoso.
Tiene que pasar mucho tiempo, y la vida tiene que cambiar radicalmente de color, para borrar de su mente las muchas escenas ridículas en las que el padrastro funge como protagonista indiscutible, como aquellas en que se caga en la madre de una tuerca que se resiste a aflojarse para luego, cuando ya ha logrado su objetivo, decirle con tono bajo y tierno, como si se tratara de una puta que ha intentado librarse de su chulo: «Te lo dije, te lo dije, conmigo no se juega». Es el tipo de frase que espera siempre de su boca, incluso para dirigirse a ella. Tiene la impresión de que por culpa de él todo transcurrirá más lentamente. Es como el fango que impide que la bicicleta vaya más rápido. La masa de agua y tierra se mete entre los hierros y el neumático y a veces trae gravilla incorporada, que produce un sonido machacón, como el de un pistón bien lubricado pero defectuoso. Se trata de una imagen auditiva que conoce bien, porque está vinculada a la presencia grasienta del padrastro; muy diferente a esa otra imagen menos audible que, figura ella, produce el sexo húmedo de su madre cuando él la penetra. Muy diferente, pero que le causa la misma repugnancia.
La bicicleta avanza. Ella debe pedalear muy duro para que aquello sea posible; no solo con las piernas, se ayuda moviendo el torso hacia adelante; debe afincar con precisión y firmeza las zapatillas sobre los pedales para evitar que se resbalen. Debe, en fin, tener mucha paciencia y fuerza para llevar la vida adelante. Es alarmante, por antinatural, que una muchacha de dieciséis años se sienta siempre de mal humor y cansada de vivir pedaleando cuesta arriba.
Está como de empezar a llover. Una nube parece perseguirla, la sombra se cierne sobre ella desde atrás, como un viento negro que la empuja por la espalda. No sirve de nada pensar que eso es lo que falta para hacer más desagradable la situación, en realidad no importa. Incluso, no es despreciable la idea de llegar a casa chorreando agua y con el periódico totalmente ilegible.
En uno de los costados del terraplén ve una zapatilla, es uno de esos calzados deportivos que usan las colegialas de su edad. Parece en buen estado, y debajo sobresale del fango una media de color indefinido. Se detiene y desmonta. La bicicleta se rehúsa a caer un instante, finalmente no tiene más opción que desplomarse apoyando el manubrio, el asiento y las ruedas sobre la hierba empapada. Lisandra levanta el objeto por uno de los cordones y lo examina. Resulta muy raro que alguien se deshaga de algo tan poco usado. Mira en los alrededores con la intención de buscar la compañera; ni rastro. Caen algunos goterones. Levanta la bicicleta, vuelve a montar y, cuando ya ha avanzado unos metros, deja caer la zapatilla.
Relampaguea a lo lejos y nota un leve temblor en el cuerpo. Pasa la línea del tren y al instante se percata de que lo ha hecho sin mirar a los lados. Llega al mercado y se adentra en las estrechas calles del pueblo. Todo está más desolado que de costumbre; por supuesto, es feriado y llueve. No hay nadie en la cafetería ni en la bodega: los únicos rostros son los de quienes se asoman a las puertas y ventanas para mirar caer la lluvia. ¿Acaso se ha sumado un apagón? Un hombre cruza la calle corriendo con una botella en la mano. Se guarece en un portal, se quita el sombrero y lo sacude, bebe un sorbo. La ve pasar —es un espectáculo inusual en aquel momento—, luego mira a lo lejos, como si buscara algo que solo él puede ver.
Lisandra sabe que debe ir hasta el centro y comprar el periódico a los ancianos que viven en las apiñadas casas frente al correo. Dobla la esquina para tomar la calle que conduce al parque. Llueve con más fuerza; el olor de la tierra mojada comienza a mitigar el resto de los posibles olores del pueblo y la luz se ha opacado un poco. Los árboles del parque se retuercen. Se detiene frente a uno de los portales donde en días corrientes venden pizzas y frituras, siente hambre y sed. Apoya la bicicleta en una de las grandes columnas. No hay peligro, puede dejarla allí mientras consigue el periódico. Una mujer harapienta sale de una de las casas diciendo que no es ella quien está loca, que locos están los demás, porque van todos los días al trabajo a la misma hora para hacer siempre lo mismo. Su madre hace lo mismo todos los días y no parece loca; o quizás sí: Lisandra no está segura después que se ha juntado con su padrastro y mudado a un sitio sin nombre.
Por algún tipo de instintiva precaución, siente que debe esperar que la mujer harapienta se aleje. Se detiene, retrocede un poco hasta que la espalda se apoya en una columna. Espera unos segundos y luego avanza directamente hasta la puerta abierta. «¿Tiene la prensa de hoy?», le pregunta al anciano, que está sentado frente a la pequeña mesa donde se ofertan libretas, almanaques, libros viejos, pegatinas, ¡pegatinas!, juegos de naipes… «Un peso», dice el anciano y gira sobre la silla para tomar el periódico y estirar la mano, ofrecer la mercancía, efectuar el trueque. Es un hombre muy pálido, que una vez tuvo dientes para pronunciar correctamente la frase «un peso», pero en esa época seguramente se dedicaba a otra cosa. Lisandra paga primero y después toma el periódico. Debe esperar a que el hombre compruebe la moneda y la tire en una lata que fue de sardinas. Piensa que el viejo puede muy bien ser el abuelo del profesor feo y sin nombre del Preuniversitario con el que fantasea, tienen su cosa… Va a enrollar el periódico, antes de tirarlo en la cesta de la bicicleta, cuando un titular saca una mano invisible y la agarra por el cuello obligándola a leer la frase que informa sobre otra adolescente hallada sin vida en las afueras del pueblo. Lee la noticia completa, y relee, relee. Se trata de «otra», de la segunda en menos de un mes. Las palabras clave de la noticia son asesino en serie, zonas aledañas y jovencitas. Ella conocía a esa «otra» muchacha, Lucía. Estaba en su misma escuela, aunque en un grado inferior, castaña, delgada y con espejuelos…
No es que la lluvia arrecie y las casas comiencen a girar en derredor suyo; la lluvia sigue invariable y es la cabeza de Lisandra lo que da vueltas a mayor velocidad cada vez. No es que no pueda recoger el periódico que la gravedad ha desprendido de sus manos y ahora corre el peligro de arruinarse con el agua que el viento arremolina a sus pies: Lisandra sospecha que el objeto cuya integridad física antes no le importaba, cobra ahora un valor. Se trata en ese momento de un documento que, de forma súbita, viene a justificar algo. Esa noticia puede traer un cambio en su vida.
De regreso pedalea con furia, con todo el cuerpo, contra la lluvia que ahora da en la cara y enjuga sus lágrimas y las sustituye por otras que son ancestrales, atávicas; pedalea contra una vida que parece detestarla y que ella detesta con igual energía.
Se llama Lisandra y es feriado. Es decir, es un día cualquiera en que se da cuenta de que su mundo ya no es tan pequeño, su mundo comienza a expandirse hacia una madurez que en nada necesita, porque quizás entonces ya no pueda disfrutar estar a solas con su cuerpo, que es precisamente lo que en la vida tiene sentido, y lo que la impulsa hacia adelante.
Sus fuerzas se acrecientan, siente la sangre recorrer sus extremidades, subir al rostro y permanecer allí, caliente. Unos metros antes de llegar, deja la bicicleta, que esta vez no se resiste a caer, allí donde hay un jeep parqueado. ¿Qué hace ese auto en un sitio donde nadie llega nunca en auto? Y corre por el camino de gravilla, lleva el periódico bajo el pulóver, pero seguramente inservible. Todos los vellos del cuerpo están erizados. Lisandra sabe que algo está a punto de suceder, algo como un disparo al corazón, un golpe súbito de fiebre, un sismo. Dos hombres uniformados y uno de civil conversan en la sala con su padrastro. Parece haber algo de tensión. La tensión se la lleva ella cuando sube corriendo las escaleras. Entra en su habitación y cierra la puerta cuidando de no hacer ruido. Tiene la intención de ir a la ventana y no apartarse de ahí mientras no vea que cuatro hombres suben al jeep y se marchan. Tres hombres que serán policías más su padrastro esposado, cuatro. Eso es algo que sin duda va a suceder. En ese momento sería bueno que llegara su madre, aunque se trata de algo poco probable debido al mal tiempo.
No pasa nada, solo la lluvia. Podría muy bien aprovechar el tiempo dándose un poco de placer, entonces su mano va casi instintivamente hacia su entrepierna, pero se detiene en mitad de camino. Los tres hombres se dirigen corriendo hacia el auto, ¡son solo ellos tres! Claro, si hubieran cargado con su padrastro entonces le hubieran avisado. El auto gira y avanza lento por el sendero de gravillas, se pierde allá, increíblemente se pierde allá. Mientras aquí todo es presencia y comienzo rutinario.
Nada va a suceder, ni disparo al corazón ni un golpe súbito de fiebre ni un sismo, un deshielo. Entonces lo ve. A la derecha, entre los arbustos, el rostro de un hombre joven con la mirada fija en ella, muy feo. Permanece allí, agachado, unos instantes; luego se retira para aparecer de nuevo. Solo el rostro, el mismo rostro; y la misma mirada de un hombre joven muy feo, serenísima, acechante. Escucha tres toques fuertes en la puerta seguidos de «¿Me trajiste el periódico?, ¡acaba de dármelo, por Dios!». Entonces se acerca, con toda la lentitud que logran sus pasos, totalmente decepcionada, y dice: «Hay un tipo merodeando allá afuera».