Un suizo de Appenzell en la Habana
Mathias Kalkofen no compró su boleto hasta no estar completamente seguro de dominar el idioma de la isla. Le habían platicado de un lugar paradisiaco donde podía tumbarse bajo los cocoteros frente a un mar de aguas transparentes y turquesas, bebiendo agua de coco y comiendo dulce de coco con queso, una especialidad del país. La isla se había puesto de moda en los últimos años; ahora una compañía volaba dos veces a la semana desde Zúrich. «La costa oeste es un paraíso para los buceadores. Los típicos arrecifes de coral y manglares del Caribe ofrecen una gran variedad de vida marina. Vale la pena explorar la isla a pie o en bicicleta. Los viajes de vela y los cruceros son otro popular atractivo».
El folleto también hablaba de visitar fábricas de cigarros y aprender a bailar salsa. Y concluía: «Es la elección ideal para vacaciones en la playa».
Mathias era un hombre de la montaña. Había nacido sesenta y seis años antes en Gonten, un distrito de Appenzell Innerrhoden, el segundo cantón más pequeño en extensión y el de menor población en la Confederación Helvética. Era un hombretón de buen parecer, frisando los seis pies y los cien kilos, con ojos azules de mirada penetrante y desconfiada sobre una nariz esbelta y una mandíbula prominente. Sus antepasados, labriegos y pastores, eran reconocidos por la calidad de su queso, por haber abrazado la Reforma y por su fidelidad a las enseñanzas de Zwingli, incluso después de la victoria católica en la Segunda Guerra de Kappel. Mathias, respetuoso de la tradición, igualmente abrazó la fe protestante y produjo el mismo oloroso Appenzeller con gustillo a nuez.
Tres años antes, Mathias era capaz de coronar el Säntis, la montaña más alta del macizo de Alpstein, y de nadar en las heladas aguas del Fälensee, lago situado en un estrecho valle entre Hundsteingrat y Roslen-Saxer First. Hasta que una mañana de enero, paleando la nieve acumulada en el portal de su chalet, sufrió un ataque cardiaco. Al cabo de dos semanas de hospitalización, le prescribieron un coctel de fármacos que tendría que tomar hasta el final de sus días. Ahora empiece con ejercicios suaves, camine en su casa y al aire libre, y puede reanudar su actividad sexual, le indicó el médico el día que le dieron el alta en el hospital. Mathias le agradeció, tomó el fajo de recetas y se preguntó con quién iba a reanudar su actividad sexual. Se había divorciado seis años atrás y practicaba desde entonces una rigurosa abstinencia, a la espera de encontrar a la mujer que le ayudaría a caminar sin prisa hacia el ocaso de la vida. Cuando venga el invierno, nada de palear nieve, Mathias. Váyase al sur, como los estorninos.
Un amigo le recomendó los servicios de Angélica, una agraciada cubana cincuentona que vivía en San Gallo. Angélica era psicóloga, pero se ganaba la vida como profesora de español. Ella le inició en los vericuetos de la lengua cervantina con su voz educada, ligeramente ronca, y salpicó sus lecciones con anécdotas de la vida en la isla, adonde regresaba cada año para no perder sus raíces y enterarse de los últimos cambios en el idioma.
Angélica le advirtió que los idiomas eran esencias vivas, en permanente renovación, incorporando palabras nuevas para calificar nuevos conceptos o recalificar antiguas nociones. Por ejemplo, la palabra temba, le explicó. No la va a encontrar en el diccionario de la Real Academia. Es nueva, la usan para referirse a una mujer madura, ni siquiera muy mayor. A veces puede ser despectiva. Había viejas palabras que adquirían un segundo, metafórico significado. Por ejemplo, mango. No es solo una fruta, y a usted seguramente le va a encantar. También se usa para calificar a una mujer o a un hombre bien parecido. Allá dicen: ¡Tremendo mango!
Mathias se enamoró de Angélica en aquel largo año en que asistió a sus clases tres veces a la semana, dos horas cada vez, siempre en las tardes, excepto en días feriados o cuando ella se ausentó para su invernal peregrinaje a la isla. Nunca se atrevió a declararle sus sentimientos, porque Angélica parecía muy enamorada de su marido —un distinguido profesor en la Facultad de Economía de San Gallo. Solo al final de su aprendizaje, un mes antes de su viaje a la isla, le regaló un impresionante ramo de flores y le susurró, con voz temblorosa: Angélica, con todo respeto, usted es una temba, ¡pero también un tremendo mango!
El vuelo demoró diez horas y treinta minutos en alcanzar su destino. La tardanza en comprar el boleto le obligó a ocupar el asiento del medio, entre una mujer corpulenta de apariencia sudamericana a su izquierda y un enjuto asiático a su derecha. Mathias decidió que la mujer padecía del síndrome de la inquietud; se levantó no menos de diez veces para ir al sanitario o caminar por el estrecho pasillo, importunando a otros pasajeros con su anatómico volumen. El asiático estornudó con alarmante frecuencia, olvidando cubrirse la nariz. Mathias se alteró después del tercer estornudo y le reclamó, en inglés. El tipo no dio señales de haberlo entendido. Mathias había leído que la gente se resfriaba en los aviones por la mera presencia de trescientas personas confinadas en un espacio pequeño. Los estornudos solo cesaron cuando el tipo se durmió.
Si esto es en invierno, cómo será en verano, se preguntó mientras hacía la fila para los trámites migratorios en el aeropuerto y sudaba bajo su refinada chaqueta de lino. La oficial que le pidió mirar al ojo de la cámara tenía el aspecto de no haber dormido en muchas horas. Los policías de inmigración en todas partes son iguales, alertas, desconfiados y poco amables, se dijo. Esperó cuarenta minutos la aparición de su maleta en la cinta de recogida de equipaje. Habían coincidido varios vuelos y el desorden era casi peor que el calor. Afuera, tuvo que abrirse paso entre una masa compacta de gente con rostros anhelantes. En la terraza exterior el calor se intensificó y se sacó la chaqueta. Un individuo con pantalón oscuro, camisa blanca y estrecha corbata negra le preguntó si necesitaba un taxi. Mathias asintió, pero antes hizo otra fila para cambiar sus francos en la moneda nacional. Nunca le cambie a la gente en la calle, lo pueden estafar. Pertinente advertencia de Angélica.
En el trayecto hasta su hostal en la calle Muralla, el taxista le ofreció productos nacionales a buen precio: Melagenina Plus para el vitiligo; Heberprovac para el cáncer de próstata (usted tiene que cuidarse, señor, ya está en esa etapa, a ver, ¿cuántas veces se levanta a orinar de noche?, le preguntó, volviendo la cabeza y sonriéndole con picardía); algo llamado PPG (es mejor que el Viagra, señor, se lo garantizo); y un medicamento nuevo para la artritis reumatoide (eso le cuesta más, porque tiene que ponerse unas inyecciones, pero yo lo llevo a donde una enfermera que le hace el tratamiento completo, aseveró, guiñándole el ojo derecho). Usted en vez de taxista debería ser farmacéutico, comentó Mathias. El taxista, inmutable, le ofreció su gama de productos no farmacéuticos: Oiga, amigo, si quiere le consigo unas cajas de Cohibas legítimos. No gracias, yo no fumo, respondió Mathias, un tanto amoscado. No fuma, pero sí tiempla, respondió el taxista. Mathias tuvo un momento de vacilación. Rebuscó en su memoria los significados de aquella palabrita. Templar. Algo le había escuchado a Angélica. Es cuando algo se enfría sumergiéndolo en agua o en otra sustancia, como hacemos cuando la leche se calentó demasiado y ponemos el biberón en agua fría. Encontró los equivalentes en su natal Schwyzerdütsch: Temperieren, mildern, stimmen… Pero aún no consiguió entender la frase. ¿Si yo tiempla? ¿Qué quiere decir? El taxista detuvo el auto frente al semáforo de Dragones. Coger, señor, echar un palo, no me diga que no sabe lo que es echar un palo. A ver, ¿cómo le dicen ustedes a singarse a una mujer en su país? Mathías se sentía cada vez más confundido. El chofer estiró el índice de su mano izquierda e hizo el movimiento de introducirlo y sacarlo del cerrado puño derecho. Fuk, dijo el taxista. ¡Ach so! Fucking, confirmó Mathias. Vögeln, ficken. El semáforo cambió a verde y el taxi arrancó como una exhalación en dirección al mar. Conozco a una mulata que se deja templar, fucking, por treinta fulas. Mathias negó con un gesto. No gracias. Era contrario al amor tarifado.
El apagón llegó justo cuando se detuvieron frente al número cuarenta de la calle Muralla. ¡Stromausfall!, murmuró Mathias. Angélica le había hablado de los apagones en la Isla. Pero ahora hay menos, le animó, cuando vio que Mathias arrugaba la frente y la miraba con ojos extraviados. Su idea de un apagón era adentrarse una noche sin luna ni estrellas en los alpinos bosques de hayas y castaños.
El taxista le pidió cinco pesos por el equipaje. Mathias recordó que en su país cobraban dos francos extras por cada bulto. Le pareció exagerado, pero pagó sin rechistar. El taxista le ayudó con la valija hasta la puerta con el número cuarenta. Ya sabe, señor, si le interesa cualquier producto, o esa mulata, me llama a este número. Le entregó su tarjeta comercial y se despidió con una palmada en el brazo de Mathias. A Mathias le molestó la gratuita familiaridad del taxista.
Golpeó la puerta con sus nudillos. Esperó un minuto y repitió los golpes, ahora más fuertes. Los golpes retumbaron por la calle desierta. Había luces inseguras y sombras temblorosas en algunos edificios vecinos. La tercera vez que golpeó, ahora con un creciente sentimiento de impotencia, se abrió la puerta contigua y una joven de aspecto desaliñado asomó la cabeza. Oiga, deje de tocar, ya le van a abrir, dijo, con voz desabrida. Casi al mismo tiempo, la puerta del hostal se abrió y un hombre que no pasaba de veinte apareció bajo el dintel, alumbrándose con una linterna. ¿El señor Matías?, preguntó. Soy yo. Mathias advirtió, detrás del joven, una empinada escalera que parecía no tener fin. No se preocupe, yo le subo la maleta, dijo el joven. Alzó la valija con la mano izquierda, sosteniendo la linterna en la derecha, y soltó un resoplido. De pinga, farfulló. Y luego, dirigiéndose a Mathias: No hay luz, el jodido güinche no funciona.
El joven subió primero, iluminándole el camino. Mathias tuvo la curiosidad de contar los escalones. Cuarenta. Como el número de la casa, una reliquia arquitectónica con más de cien años a cuesta. En el rellano, cuarenta escalones arriba, después de recuperar el aliento, el joven le dio la bienvenida, dijo que esperarían la mañana para llenar los papeles y lo condujo al cuarto que le habían asignado. Habían tenido la ocurrencia de colocar una vela encendida en la mesita junto a la cama. A Mathias la ansiedad y el calor le habían provocado sed. ¡No tome agua de la llave!, le había advertido Angélica. Preguntó si tenían agua embotellada. El joven regresó con una botella de medio litro. Son dos pesos. Pero no me pague ahora, se lo ponemos en la cuenta, dijo.
Mathias se bebió la botella de un tirón. Entonces el cansancio del viaje le cayó encima como un pesado abrigo de piel. Se sacó la ropa, apagó la vela y se tendió en el blando colchón. Le despertó la fuerte luz de la lámpara del techo cuando se restableció el fluido eléctrico. Miró su reloj. Las cinco y treinta. Había olvidado ajustarlo al horario de la isla. Apagó la luz y se quedó un buen rato con los ojos abiertos mirando el oscuro cielo raso.
Le sorprendió la abundancia del desayuno: frutas frescas y zumo de frutas, huevos revueltos con jamón, pan y mantequilla, café y leche. Preguntó si no tenían mangos. Los mangos son de otra temporada, a partir de mayo, le explicó Maruja, la propietaria del hostal. No llegaba a los cincuenta, pero tenía las facciones de una mujer de más edad, el ceño permanentemente fruncido sin razón aparente.
Terminado el desayuno, Mathias se vistió con ropa ligera, descendió los cuarenta escalones y dirigió sus pasos al oeste. Le sorprendió el exceso de ruidos callejeros. Mathias, en la isla es difícil disfrutar del silencio. Los vecinos ponen el radio a todo volumen, hay grupos musicales en todos los restaurantes y ahora la gente anda por la calle con unos equipos que amplifican la música de sus celulares. Hay leyes contra el ruido ambiental, pero no se cumplen. Recordó las palabras de Angélica, perseguido por la estridente monotonía de un reguetón.
A mitad de cuadra, dos jóvenes negros y disparejos obstaculizaban la acera con caras de absoluta indiferencia. Uno era delgado, con los hombros ligeramente hundidos y ojos huidizos en el rostro anguloso. El otro era de mirada desafiante y ancho de hombros, con el físico de un levantador de pesas. Los dos vestían camisetas con nombres de baloncestistas famosos y se protegían del sol con sendas gorras de béisbol. La muchacha que caminaba en sentido contrario a Mathias era de mediana estatura y admirables curvas. No era hermosa, pero su forma de caminar irradiaba una irresistible sensualidad. Cuando te coja te voy a dar tremenda cabilla, dijo el joven de mirada desafiante cuando ella pasó por su lado. Si te coge mi hermano va a limpiar el piso contigo, respondió la muchacha sin volver la cabeza. Esa ha visto más pingas que un baño público, apuntó el de mirada huidiza. Vamos a echarnos un pomo, propuso el levantador de pesas.
Dar cabilla, echarnos un pomo. Las expresiones bailaron juguetonas en la mente de Mathias. Cruzó la calle Mercaderes, pagó un peso y entró en el Museo del Naipe. Mathias era un aficionado del Schieber, popular juego de cartas en su país, y le agradó deambular por la vetusta mansión y curiosear entre dos mil juegos de barajas de todo el mundo. Dos niños de diez o doce años se habían detenido frente a una de los repisas. Mira esta, asere. Ese rey parece que tiene un pepino en la mano, dijo el de cabellos crespos y dientes salientes, apuntando a una baraja española. De pinga, asere, dijo el otro.
Media hora después, abandonó el museo y se adentró en la Plaza Vieja. Qué plaza magnífica, murmuró. Había una veintena de turistas mirando los edificios con cara bobalicona y haciendo funcionar sus cámaras. En el sur de la plaza, se detuvo a admirar la escultura de una mujer desnuda a horcajadas sobre un gallo ciclópeo sosteniendo un tenedor. Una pareja de nativos conversaba junto a la escultura y Mathias escuchó el breve intercambio: Pirulo no dispara un chícharo. Cada vez que lo encuentro me mete tremenda muela, dijo uno. Y si no se la pasa curda, completó el otro.
Se preguntó qué era aquello de no disparar un chícharo, meter una muela y pasársela curda. Con una sonrisa en el rostro entró en El Escorial, un café de moda. Era fanático del café y la lectura del menú le alegró el espíritu: expreso, frappé, capuchino, bombón, licor de café, café daiquiri. Dos hombres y una mujer ocupaban la mesa vecina. Mathias escuchó a uno de los hombres, justo antes de pararse de la mesa: Asere, voy tumbando, hoy sí tengo una pincha de madre. Cuando desapareció, la mujer se inclinó sobre la mesa y le dijo a su acompañante: ¿Viste que Chicho siempre está en la fuácata? El hombre asintió. Y ahora dice que quiere irse pa la yuma. Anoche fue a ver a mi hermano y le pidió que le tirara un cabo, agregó la mujer.
Tengo pincha, fuácata, tirar un cabo. Mathias lamentó no tener a mano dónde escribir. Los idiomas son esencias vivas, en permanente renovación, insistía Angélica. Bebió un bombón y luego un capuchino antes de salir a caminar por Teniente Rey en dirección al mar. Un joven vestido con una camiseta y unos pantalones muy superiores a su talla estaba recostado en la pared junto a la entrada a una cuartería. Cuídate, chupachupa, que estás en la tela, le gritó a una muchacha que caminaba delante de Mathias. Ella no se dio por aludida. Mathias se preguntó qué era aquello de estar en la tela. Quizás se refería a la calidad de su vestuario. La chica vestía una blusa de tirantes y una falda de mezclilla. Nada especial.
En Oficios dobló a la izquierda y se detuvo frente al convento de San Francisco. El calor que rebotaba en los adoquines levantaba imágenes vaporosas delante de sus ojos. Dos hombres con uniforme de alguna empresa estatal conversaban junto a la entrada a la basílica. Ese tipo es tremendo trompeta, dijo el de más edad. A mí hay que tocarme los timbales, comentó el más joven. ¿Timbales? Angélica había dedicado una clase entera a los instrumentos musicales. Si recordaba bien, los timbales eran unos tambores cilíndricos con armadura de metal. Mathias se adentró en el templo. La guía afirmaba que ya no se usaba para servicios religiosos, sino como sala de conciertos. Dos músicos: uno toca la trompeta y otro los tambores, murmuró, satisfecho de haber resuelto el enigma lingüístico.
De salida, se detuvo junto a la estatua de bronce de un individuo con aspecto de caballero hispánico. Un hombre delgado y malcarado se acercó, le mostró un cigarrillo y le interpeló: Asere, ¿tienes pa encender? Mathias negó con la cabeza. No fumo, dijo. El otro se guardó el cigarrillo y volvió a la carga, con el aliento apestando a rones baratos. ¿Gallego? Mathias repitió la negativa. Suizo, de Suiza, dijo. Sentía el sudor en su frente y en el puente de la nariz. Asere, esto está de pinga, le soltó el sujeto. Mathias lo miró sin saber qué decir. Hoy me da lo mismo echarle betún a un puerco que meterle una puñalá a un zapato, continuó el indeseable. Mathias decidió que era suficiente. Le dio la espalda y caminó hacia la fuente en el centro de la plaza. Los pedestales de mármol soportaban a cuatro leones con las cabezas erguidas, de cuyas bocas brotaba un alegre chorro. Dos muchachas a punto de abandonar la adolescencia también contemplaban las marmóreas figuras. Yumi trajo trapo pa vender, dijo la que parecía más joven, con ojos brillantes de ilusión. A Mathias se le antojó que era una de esas personas temerosas del mundo implacable de los adultos. Yumi se pasa la vida inventado, vive del invento, dijo la otra, que tenía un rostro de frente dilatada y ojos ligeramente bizcos.
El sol parecía atrapado en las garras de los leones. Sintiendo la camisa húmeda y pegada a su espalda, Mathias buscó dónde refrescarse. Al otro lado de la plaza, sobre la calle Oficios, el Café del Oriente le dio la bienvenida. El salón de la planta baja tenía una barra bien provista. Se sentó en una banqueta y pidió un daiquirí. El daiquirí es lo mejor para refrescarse, había aconsejado Angélica.
El Curita es un batido de cabilla, dijo el corpulento hombre a su lado a su acompañante, un individuo de cara delgada y barbilla puntiaguda. Y la lija que se da, dijo el otro. En cualquier momento sale por el techo, terció el hombre corpulento. Quedaron en silencio y bebieron sus cervezas. A Mathias, el daiquirí se le antojó el mayor lujo del mundo. La semana pasada le sacaron tremendo sable en la reunión de control y ayuda, dijo el de la barbilla puntiaguda, y se limpió la espuma del fino bigote. Está en llama, remachó el corpulento. Batido de cabilla, darse lija, salir por el techo, sacar un sable, estar en llama. Mathias anotó mentalmente las expresiones y enseguida temió olvidarlas.
El hombre corpulento apuró el resto de su cerveza. Tengo que irme, asere, estoy aterrillao, dijo, y salió al bochorno del mediodía. El de la barbilla puntiaguda asintió y pidió otra cerveza. Cuando el barman se la trajo, volteó la cabeza para mirar a Mathias. Ese gordo es calcañal de indígena, comentó, con una sonrisa que a Mathias le pareció falsa. El gordo te la dejó en la uña, dijo el barman. Calcañal de indígena, te la dejó en la uña, repitió el suizo en su mente. El barman respondió al teléfono y lo vio escuchar en silencio unos minutos. Socio, desmaya esa talla, dijo antes de colgar. Mathias extrajo un bolígrafo de su bolso y le preguntó al barman si tenía algo donde escribir. El barman dudó, miró a su alrededor y terminó entregándole una servilleta de papel. Agradecido, Mathias pidió otro daiquirí y garrapateó unas líneas apelando a su memoria.
Era cerca de la una y treinta cuando Mathias abandonó el Café del Oriente con cinco daiquirís en su favor. Caminó por Oficios en dirección al hostal Valencia, donde podría degustar la mejor paella de la ciudad y probablemente de toda la isla, según la infaltable guía. Sentía que el encuentro entre sus zapatos y el pavimento era menos firme que de costumbre, como si se desplazara en la cubierta de un barco a merced de un vigoroso oleaje.
Los cuarenta escalones los subió al ritmo de un montañés. No estaba seguro de que fuera una tradición en la isla, pero suponía que los locales eran aficionados a la siesta. Y el cuerpo se lo pedía, después de los daiquirís, la paella y una botella de Cabernet Sauvignon de las bodegas de Joan Sardà. ¿Cuál era el dicho que le gustaba tanto a su padre? Lo dijo en alta voz: Wenn alle dir sagen, du seiest betrunken, geh’ schlafen. Si todos te dicen que estás borracho, vete a dormir. Lo que su padre hacía después de beberse una botella del Appenzeller Alpenbitter, un licor amargo favorito de los esquiadores alpinos.
Durmió dos horas y se despertó con el cuerpo dispuesto y de excelente humor. La ducha fría terminó de despejarle. ¿Le gustaría un café?, le ofreció Maruja cuando apareció en la sala, con el pelo todavía húmedo. Mathias aceptó y ella le invitó a ocupar una de las dos butacas recién tapizadas. Un muchacho de doce o trece años estaba sentado en el sofá, jugando con su teléfono móvil. ¡Yiye, deja de darte violín!, le gritó Maruja. Mathias no vio violín alguno en la habitación, pero sí que el muchacho dejó de friccionarse entre los dedos de un pie con el borde del otro. Así que eso era darse violín. Qué ocurrente, balbuceó.
Después del café, preguntó cómo llegar al Capitolio. Son diez o doce cuadras, siempre recto, le orientó el joven que le había recibido la noche anterior. Ahora, a la luz blanca que se colaba por el balcón, la mirada del joven le recordó la de los ciervos rojos que había encontrado ocasionalmente en sus excursiones al valle de Trupchun. De bajada, contó nuevamente los escalones. Ahora resultaron treinta y nueve.
En Dragones y Prado, un anciano desdentado le ofreció un periódico. «Cuando La Habana se inundó de barbas», rezaba el titular con rectas letras negras. Mathias declinó la oferta. Regáleme una monja pa comprarme un pan, dijo el anciano. Mathias pensó que no había escuchado bien. Pasó junto a habaneros dicharacheros que holgazaneaban en los portales de altos puntales y elegantes columnas. No retuvo todas las frases, pero escuchó algunas que despertaron su curiosidad. Tengo una salación encima de tres pares. La China hace días que anda con chiflido. Le echaron cinco años en el tanque. ¡Tremendo cherna es lo que es el Mayito ese! La pura metió tremendo berro por llegar tarde. Había dos guarapitos pidiendo el carné en la esquina. ¿Qué pinga es la que te singa? Ten cuidado con esa negra, que te mete en el caldero.
Cruzó la avenida y se detuvo al borde de la escalinata de acceso al Capitolio. Contó catorce columnas a cada lado y doce en el pórtico central. Remontó la escalinata, contando los peldaños. Cincuenta y cinco, con tres descansos intermedios. Descendió y dirigió sus pasos al norte. Se detuvo a esperar el cambio de luz del semáforo en la intersección de Prado y San José. Cada vez hay más palestinos en esta ciudad, le escuchó a una mujer a su lado, que sufría de un temblor incontrolable en las manos y constantes sacudidas de la cabeza. Mathias asintió, comprensivo. Están en todas partes, le dijo. Ya había medio millón de musulmanes en Suiza, una cifra que Mathias consideraba absolutamente alarmante. Le orgullecía que su cantón diera el apoyo más decidido a la prohibición de construir nuevos minaretes en el referéndum del dos mil nueve. Ahora se extrañó que la guía no mencionara mezquitas en la isla. Tengan cuidado con esa gente, añadió, cuando la figurita verde les autorizó a cruzar la calle. La mujer movió la cabeza repetidas veces. Mathias no supo si en señal de acuerdo o por su penosa enfermedad.
Prado abajo, camino del mar, se cruzó con mujeres pasadas de peso que vestían tallas inferiores a lo que requería su anatomía, y jóvenes acicalados con tallas muy superiores a su físico exhibiendo gruesas cadenas doradas en cuellos enjutos. Al final del paseo, junto a la escultura del poeta Zenea, dos jóvenes con aspecto de estudiantes admiraban un celular. Es de uso, dijo uno. A equino otorgado en dádiva generosa no se le practican exámenes odontológicos, respondió el otro. La frase retumbó con tonos musicales en la mente de Mathias, que estuvo a punto de volver sobre sus pasos para pedirle al estudiante que la repitiera y poder así atesorarla en su lista de modismos incomprensibles. No lo hizo, atraído por el chispeante azul más allá del Malecón.
Esa noche, después de la cena, Mathias fue invitado a participar en una partida de dominó por Nene, el esposo de Maruja. Nene era un tipo notablemente obeso y Mathias se preguntó cómo podía subir la escalera sin sufrir un infarto. Los otros contendientes eran vecinos de la cuadra: Rufo, dueño de un espeso y negro bigote bajo la nariz ganchuda, a quien le presentaron como el guagüero —él maneja las guaguas, aclaró Maruja; y Tachuela, que ejercía el oficio de zapatero. Es zapatero, pero arregla cualquier cosa, puntualizó Maruja. La cara de Tachuela parecía hecha con piezas de rostros diferentes, armadas a la carrera y sin mucha precisión. Sortearon y Mathias quedó de pareja con Tachuela. Se hizo el propósito de concentrarse en las fichas para no evidenciar su desconcierto por el rostro contrahecho de su compañero. Nene le instruyó sobre las reglas básicas.
Nene y Rufo ganaron las dos primeras manos. Con el marcador ochenta y nueve a cero y Tachuela preocupado por un posible culillo, o peor, una pollona, la suerte se dio vuelta y Mathias se pegó. ¡Capicúa!, gritó Tachuela, lo que añadió veinticinco puntos al resultado. Ese fue el inicio de una racha increíble de victorias, todas de Mathias, que fue acusado de botagorda por un Nene cada vez más colérico. Esa noche, embriagado por sus inesperados triunfos, ni siquiera prestó debida atención a otras frases pintorescas: Sin comer no hay quien viva, blanquizal de Jaruco, caja’e muerto, Ocho Mendieta, la que hinca. Sí aprendió que dar agua era remover las fichas sobre la mesa. Hacia las once, después de nueve derrotas al hilo, Nene tiró las fichas, se retrepó con fuerza poniendo a prueba la resistencia de la silla, y exclamó: ¡De pinga, caballeros, yo no juego más!
En otros dos días de periplos habaneros, Mathias escuchó el extraño caso de personas que se caían para arriba, de caballitos uniformados y comecandelas, de cafres y cacafuacas, de individuos que cantaban el manisero y otros que eran filtros, y de un pez curiosamente llamado tilapia de potrero. Entonces se trasladó a Varadero para disfrutar de una semana de ocio y playa en un hotel de cuatro estrellas. En el vuelo de regreso disfrutó de un asiento de pasillo y no había asiáticos en el avión estornudando sin taparse las narices.
De vuelta en Appenzell, ostentando un bronceado que provocó justificada envidia entre sus vecinos, Mathias no demoró en telefonear a Angélica. Cuando lo hizo, tenía a mano una lista de expresiones escuchadas en la isla para las que quería una explicación de la agraciada profesora. ¡Qué sorpresa, Mathias! ¿Cómo le fue en la isla?, preguntó Angélica con su voz educada, ligeramente ronca. Mathias miró rápidamente a su lista. ¡De pinga!, dijo. ¡Oh!, le escuchó decir a Angélica antes de que ella colgara el teléfono.
Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951
Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.