Es como una sensación de tristeza, nostalgia, o desolación, que nunca acaba de manifestarse. Como un remolino de agujas afiladas en el corazón. Es insoportable, me dijo, y se puso las manos en la cara.
Yo no sabía cómo aconsejarla. Había sufrido algo, no mucho, pero igual me sentía incapaz de entregar alguna que otra palabra optimista.
Tal vez hubiera podido hablarle de mí. De los años que viví con el cerebro a medias. Sin saber hacia dónde ir o volver. Perdido. Pensando que el amor no acabaría nunca de enterrarme las uñas.
Ella era una víctima de guerra. Tenía los pies y las manos cercenadas. En el pecho le latía una gran herida. De la cabeza saltaban infinitos hilos de sangre. Estaba deshecha. Parecía uno más de los adornos barrocos y oxidados que ¿adornaban? las casas coloniales que estaban a su alrededor. Unas casas desgastadas por el tiempo, roídas hasta los huesos, apuntaladas, pidiendo la eutanasia desde el lenguaje braille de sus tristezas.
Sentí ganas de cargar a esa chica en mis brazos y correr con ella hacia algún lugar. Pero, ¿hacia dónde? ¿Hacia mi casa? ¿Hacia mi cama? Esa no era una solución viable. El dolor penetra más profundo si intentas burlarte de él.
Si los gobiernos tomaran en consideración los padecimientos del alma, instaurarían un lugar especial para los enfermos de desamor. La chica hubiera tenido una habitación para ella, donde pudiera llorar a gusto. Hubiera usado un pijama azul, y una enfermera la visitaría siempre a la misma hora para leerle versos de Neruda.
El desamor es una enfermedad silenciosa. No deberíamos mirarlo con tanta naturalidad.
La pérdida del amor te cambia completamente, cuando es un dolor medular, claro está. Yo mismo ya no recuerdo cómo era realmente antes de sufrir la pérdida más elemental de mi vida. Solo sé cómo soy ahora. Un tipo ahí que camina por las calles de La Habana, que a veces hasta sonríe, pero que está seguro, muy seguro, de que le falta algo, alguna pieza del cuerpo, no puedo decidir cuál.
Recuérdenlo: el desamor es la epidemia más dolorosa que sufre la humanidad.
Yo reconocí la enfermedad de la chica desde el primer instante.
Esta chica sufre, me dije al verla parada en la calle, mirando hacia la ventana de un edificio. Es raro, al menos en esta parte de La Habana, encontrarse a una chica sola, semidesnuda, a mitad de la madrugada.
—No tengo amigos ni amigas, mis padres no me escuchan, todo mi mundo era él, y ahora me dejó, se fue —me dijo ella mucho después, cuando me le acerqué con un pañuelo en la mano.
Es raro, sumamente raro, al menos en esta parte de La Habana, que una muchacha vea cómo un hombre se le acerca en medio de la madrugada con un pañuelo en la mano y no se asuste.
Es verdaderamente inquietante ver a una chica sollozando en las profundidades de la noche.
—No tengo a nadie —me dijo—, a nadie que me escuche, que me consuele, estoy sola.
El dolor, sin duda, era de un rojo vino.
—No puedo moverme de aquí —añadió ella—, ya lo he intentado pero no puedo irme de aquí. Lo único que sé hacer es mirar hacia su ventana.
Tampoco ahora supe qué responderle. Yo era un hombre a medias, caminando por la madrugada porque jamás lograba dormir. Ella era una chica a medias, que al parecer tampoco lograba dormir.
Yo estaba un poco reconstruido, a lo lejos vislumbraba una regeneración total. Ella estaba en carne viva, cinco largas raíces brotaban de sus pies.
—Tengo que mirar otro poco esa ventana, me dijo mordiéndose las uñas, ¿podrías acompañarme?
Yo dejé de mirarla. Contemplé la oscura ventana del edificio.
—Puedo hacer eso, le dije.