Un pronunciamiento poético de autonomía
Una antigua máxima marcial, común en los practicantes de Kyūdo, nos habla de la diana como símbolo del propio arquero, con lo cual disparar la flecha es un acto de búsqueda individual, una introspección ontológica del yo, definido en relación con aquello de lo cual este participa. El arquero, que es el hombre, lidia con la diana, que es el mundo, para encontrarse a sí mismo. Esta imagen puede introducirnos a La ventaja de no pertenecer (Ediciones El Abra), de Rafael Carballosa Batista, un libro de décimas producido a finales del 2012.
El título es veraz, pues reivindica esa idea relativamente joven de la filosofía occidental que es la autonomía del individuo, el atrevimiento kantiano a actuar, pues el pensamiento también es acción. Su simple enunciado es una protesta contra la inautenticidad típica de nuestra época posmoderna, a la que hemos llegado sin aprender a no regalar impunemente las riendas de la existencia: otra de las elocuentes frustraciones de la Modernidad.
Pero se engaña quien, leyendo este título, espera encontrar una autonomía a modo de repulsión de un individuo absolutamente encerrado en sí mismo y sin ánimo de diálogo. Porque, dada la naturaleza contingente del mundo de los hombres —de limitadas posibilidades—, un rechazo siempre es una elección y viceversa. Por tanto, no pertenecer es pertenecer a algo; y como la búsqueda de ese individuo ha de llevarse a cabo precisamente en medios extrínsecos, a lo que no se desea pertenecer es a la inmovilidad, a la falta de compromiso, al vacío de sentido de los rebaños de seres humanos que, dóciles, marchan a su extinción. Dicho en dos palabras: el autor de este título propone una ética en clave de décima, nuestra estrofa nacional, que reclama el valor de la acción como garante de identidad y supervivencia. Y no es gratuito que tan ardua y ambiciosa empresa se lleve a cabo nada menos que con la familiaridad y limpidez que, como cubanos, nos produce la décima, pues las proposiciones antropológicas esencialistas (ahistóricas, apolíticas, aculturales, etc.) son huecas: Carballosa construye la universalidad de su canto desde su propia particularidad. Un procedimiento legítimo de gran data, a propósito del cual merece citarse la sentencia de Sartre, según la cual toda acción de un ser humano presupone la inclusión en ella de todos los seres humanos.
Complementa el título una ilustración que se prolonga de cubierta a contracubierta, bella apropiación de un cartel del Mayo del 68 que identificamos con la inscripción que originalmente incluye: Retour a la normale. Las ovejas del cartel se sustituyeron por seres humanos, dentro de los cuales aparece el elemento díscolo —el individuo— limitando su propio contorno de líneas discontinuas, acaso para dejar claro que las más grandes realidades —aquí diferencias entre el hombre éticamente libre y los que no lo son—, suelen pasar por inadvertidas. Llama la atención en dicho personaje la ausencia de boca (no porque carezca de expresión, muy al contrario: la palabra es el alma y el suelo nutricio del que germina.
De manera que no es mudo el individuo sino más bien ingente su vocación de testigo, simbolizada en la presencia de los ojos: un testigo que dice lo que ve, que más bien grita. Porque en el contexto del retorno a la normalidad como encauzamiento silente y constrictivo a lo aquí no pasó nada, volvamos a lo nuestro, no pertenecer es gritar.
Pero antes de que el lector se pierda pretendiendo un discurso eminentemente político en este libro —y sin que olvidar que la dimensión política del hombre, según el concepto aristotélico de zoon polítikon, es irreductible— no está de más revelar que ello no corresponde sino a una de las tantas facetas de la existencia. El discurso del libro es multidimensional, vale decir: sociopolítico, cultural, religioso, etc.
No hay verdadera creación humana sin libertad, pues de lo contrario lo que hay es reproducción en virtud de ciertas determinaciones, con lo que el hombre resulta ser un agente paciente limitado por circunstancias preestablecidas. Pero en la creación el hombre es un agente activo, libre de determinaciones y por tanto responsable. Y la libertad puede entenderse como negativa siempre que aluda a un estado de atadura o esclavitud a superar, pero también como positiva, siempre que señale un sentido para esa superación. Y no es que Carballosa ignore o soslaye la libertad negativa, sino que acentúa la positiva, más prolíficamente productiva y prototípica de la creación.
Sin embargo, en este libro, la poesía no sólo es consecuencia de libertad sino la libertad misma, porque es todo el ámbito de realización posible, ya que la palabra al igual que la flecha describe una finalidad específica. Esta es la idea básica del libro.
A modo de prólogo nos dice el poema titulado “Umbral”: Mi atribulado lector,/ te pido tomes el hacha/ para entrar al bosque. Tacha/ todo incompleto verdor./ Si de atrezo el esplendor/ te parece, no demores/ en buscar entre las flores/ un auténtico pistilo. Y continúa: Si en cambio sientes que pasa/ entre los pinos el viento/ del humano sentimiento/ que te refresca o te abraza,/ entonces ya estás en casa.
Se trata de una idea que ha madurado ampliamente en la obra de Carballosa, pues ya en el 2004 nos decía en el poemario La infinita quietud de la tristeza: Dónde estará mi sitio,/ el elemental y mínimo rincón/ donde al fin sentirme propio. Así, saltamos de la propuesta interrogativa de Scheler sobre el puesto del hombre, hasta la fenomenología de la casa, de Bachelard, que en Carballosa no es rhēma (palabra revelada), ni laliá (palabra pronunciada), ni graphé (palabra escrita), sino lógos (palabra que es vehículo de sentido). Y consecuencia del lógos es la constante aclimatación del lenguaje, donde neologismos marginales, citas textuales y préstamos lingüísticos se leen con la misma tipografía redonda que predomina en todo el libro (y no en cursiva como suele hacerse). No hay interpolación sino asimilación del lógos, cualquiera que sea su origen, y con esto se sobrentiende que la palabra es el símbolo por antonomasia y la poesía el summum de ese símbolo.
Las partes que componen el libro, tres en total (acompañadas cada una de su correspondiente ilustración interior), resumen aquella máxima marcial. Los títulos, en orden, son Letanías del ausente, Inscripciones para postales y Algo va a manifestarse. En la primera se articula la idea de la individualidad que, como rechazo, temor, misión y soledad, equivale a empuñar el arma y apuntar. Su ilustración recrea a hombres en el a veces fracasado intento de subir por escaleras inseguras y frágiles. En la segunda el lógos poético, en mortífero vuelo hacia su meta, revela utilidad (no obstante lo cual hay que aclarar que la preposición para no induce a una instrumentación vulgar de la poesía). En ella la ilustración la constituye un hombre crucificado en un bello torso femenino, recordando tal vez aquella frase de Nietzsche: la vida es mujer. La tercera y última se presenta como revelación teleológica, como interrogadora expectativa del ser humano ante su mundo, que es expectativa de uno mismo en forma de tarea a realizar. Aquí la ilustración la constituyen pequeñas islas a modo de parcelas dedicadas al paciente trabajo de la tierra, con hombres encima.
Hay que decir que la idea de pluralidad, presente en las tres ilustraciones, lejos de contradecir la singularidad del ser en su autoafirmación, refleja la múltiple complejidad de circunstancias que definen ese ser. Por otro lado, el desnudo de estos personajes —y de los de cubierta y contracubierta—, denota la naturaleza esencial y no accidental de la pregunta que pone al arquero en el justo medio del curso de su propia flecha. Sería imperdonable no recordar que todas las ilustraciones (de cubierta, contracubierta e interior) son obra de Adrián Osorio Cabrera, joven y talentoso artista de la plástica.
No hay manera de existir sin que se reafirme la individualidad. En el 2003 decía Carballosa en el cuaderno Rimas comunes: Endurece, corazón,/ tus murallas, mas no pierdas/ aquella virtud remota/ de asomarte ante lo hermoso./ Guarda un toque de ternura/ para pactar con el mundo/ una tregua de sosiego. Luego, en La infinita quietud de la tristeza dice: Tal vez seamos todos iguales,/ conozco el canto unánime,/ pero tendrán que aceptar mi egoísmo; y, más adelante: Nadie me arrancará la plenitud/ de ser el que prefiere quedarse al margen.
Ahora nos dice en el canto XIII de “Parpadeos de la nada”: ¡Yo quiero ser, quiero ser!/ No me pidan que me sume/ al rebaño que consume/ su existencia en poseer/ la nada. Siempre tener/ triunfos, dinero, confort/ buscan los otros. Terror/ tengo de que llegue el alba / sin que sepa cómo salva/ y cómo mata el amor. ¿Qué ha transformado aquella fe y aquella advertencia en este juicio incontenible, esta krísis que es ahora individualidad pura? Y, si la crítica es acción, ¿no va contra toda impasibilidad? Nos dice ahora Carballosa, en “Atrezo”, reconociendo haber sobrepasado todo punto de retorno: Me asfixio en este paisaje./ Siempre las mismas esquinas,/ las mismas conversaciones/ dichas por las mismas bocas/ con la cautela de siempre.// (Tener voz es peligroso). Luego sentencia en el canto XII de “Parpadeos de la nada”: No podrás encarcelarme/ en la feroz permanencia./ No más la benevolencia/ con que pretendes castrarme./ Me niego a ser el gendarme/ de tu reino y tu poder./ No me puedes someter;/ en mí clavo la navaja/ y disfruto la ventaja/ que da no pertenecer. Y afirma en “El eco”: ¿Pero quién que haya sido no ha sido un desterrado?/ ¿Qué nostalgia imposible nos convoca al regreso? La lucha, para él como para los antiguos griegos (agōn), es agonía como nos la muestran los personajes de las ilustraciones interiores. De ahí que incluso el temor y la preocupación no sean simples consecuencias sino modos de esa lucha porque no son actitudes pasivas.
“En los acantilados”: que tengo miedo de ser igual,/ tanto miedo de volverme cínico,/ de caer en un estado clínico/ de cáncer o coma espiritual./ Miedo, miedo de que el vendaval/ me arrastre de un modo indiferente,/ de andar lo ya andado simplemente,/ de vivir tan sólo por afuera,/ de no merecer la primavera,/ tengo miedo de no ser valiente.
En un fragmento de “En el túnel”: Detente ya, corazón./ Deja de hacerme preguntas/ tan terribles, cejijuntas,/ y llenas de maldición. Y en “Las eras”: Debe ser duro admitir/ que los días seguirán su marcha/ y en el azogue repujado/ no estarán sus rostros invictos./ Debe ser duro convenir/ en que los hombres serán tistes y felices/ y los ciclos se abrirán una y otra vez/ sobre la misma tierra que pareció/ repetir los ecos de su condición infalible.// Debe ser duro para los dioses. Por otro lado, si ser es no pertenecer y no pertenecer es luchar, esta agonía está en la misma estructura ontológica del hombre.
Puesto que en La ventaja de no pertenecer la poesía es todo ámbito de creación posible, la salvación no ya sólo como redención sino como constitución es materia poética. Dicho en naranjas: el lógos hace la realidad, tal y como desde hace siglos nos susurra un hermoso aserto neotestamentario. Esta misión salvífica tiene un carácter histórico, bien como supeditación a la historia o su interpelación.
Una curiosidad teológica del libro es que ese intento de barruntar lo absoluto en la historia, que simbólicamente lo conduce a Dios, reproduce el grito agónico del ser humano crucificado que pregunta desesperadamente el por qué del desamparo. Un Dios que, como dijo P. Levi años después de su paso por Auschwitz, estaba en las millones de víctimas del Holocausto. Un Dios al que Carballosa, en los poemarios anteriores, invocó casi siempre en minúscula y ahora no. Y ese detalle aparentemente trivial en realidad delata una identificación, la abrace religiosamente o no, con una matriz mística específica de toda la cultura occidental, que es la judeocristiana. Pero lo interesante no es la tradición donde se asienta el absoluto de la historia sino cómo esa tradición, un Dios particular y no genérico, se convierte en planteamiento referencial de interpelaciones éticas. Una religión que se resista a mirar al fondo de sus propios principios y socavarlos en busca de la verdad, no merece ser creída. Al absoluto de la historia hay que enfrentársele como Jacob contra el ángel. Y cito el fragmento final de “En el túnel”: Invocas a un Dios que mata o ve matar sin sonrojos./ Tan sólo números rojos/ somos de un poder que aspira/ a someternos con ira/ o paternal mansedumbre.
Ahora bien, la relación entre pasado y presente se da en que el presente, justo en su sola conceptuación, siendo intangible, se reduce a pasado según ya sabemos desde San Agustín. Luego, la historicidad de La ventaja de no pertenecer se extiende incluso a la inmediatez del presente, y de ahí nos llega la agudeza con que encara la crisis de ideas contemporánea tan bien desenmascarada desde Heidegger hasta hoy, y que se vincula a la vaciedad que producen el exitismo, el hedonismo y el excesivo pragmatismo de la cultura posmoderna.
Dice el canto IX de “Parpadeos de la nada”: Consume rápido y sigue,/ que pensar no tiene swing./ Es lengua muerta el latín./ ¿Otra hamburguesa? Prosigue/ que no hay nada que mitigue/ el hambre del triunfador./ Menos denso es más mejor./ Lágrimas de látex, soda,/ que pensar no está de moda./ Cambia el canal, ¡por favor! La crítica va contra la racionalidad instrumental, pero además contra las concepciones intelectualistas que han minado a Occidente desde Platón, entronizándose desde la Ilustración.
Todo aquello sobre el absoluto en la historia de matriz judeocristiana opone al homo sapiens el homo patiens en una tirante correlación de fuerzas entre racionalidad instrumental y racionalidad práctica de implicaciones no-éticas. Con ello, la poesía deviene método logoterapéutico, guía para encontrarle sentido a la existencia, pero (a distinto a otros, como ya he dejado claro) este método en tanto medio constituye a la vez un fin en sí mismo.
Como la lucha existencial se realiza en el lógos poético, en el héroe lírico de La ventaja de no pertenecer hay una apertura dialógica hacia el enemigo, similar a la mayéutica de Sócrates. Aún en el rechazo hay diálogo. Así, a este libro sólo le queda pendiente su consecución teleológica. Ya está en curso la flecha que Carballosa ha puesto en marcha que sabe, ineludiblemente, herirá su propia alma, pues la existencia entraña altas dosis de entrega, de autoinmolación. Aquí es donde nos damos cuenta de que nunca fue tan importante herir a un enemigo en sí como lanzar la flecha, con lo cual desaparece toda dualidad. ¿Se está contradiciendo Carballosa o simplemente se da cuenta de que la poesía es un perfeccionamiento constante e ilimitado, una perpetua elevación que, para usar palabras de Maeterlinck, dignifica la materia inerte hasta las más altas cotas de realización humana, que es la pura espiritualidad?
Toda palabra es un acto sacrificial, un remover los centros de constitución del ser y derivarlos a una alteridad perpetua, un presuponer al otro como fundamento del yo. Por eso, el autor de este libro, herido de muerte (o lo que es igual, pletórico de entrega de sí mismo) nos ofrece su poesía, que es su propio desangramiento.
Maikel García Pérez. Poeta y escritor.
Licenciado en Educación con especialidad en Inglés. Ha publicado Despedir a Sodoma (Ediciones El Abra) y Deportado al imperio (Editorial Áncoras). Textos suyos han aparecido en diversas publicaciones cubanas.