Un otoño innombrable
PRÓLOGO
Los hay que sostienen que enamorarse es la panacea. El gran chollo de tu vida. Defienden con vehemencia que la conquista del ser amado es un camino amable con adoquines de chicle rosa y un continuo jajaja. Pero para nada es así.
Nadie nos advierte y nadie nos prepara para afrontar semejante abismo.
Porque enamorarse perdidamente de alguien es una auténtica maldición. Es una bomba atómica que te desintegra, te deshace, te zarandea a su antojo y te carboniza como a un ninot en Fallas.
Enamorarse es atravesar un trozo de desierto incandescente y despiadado. Una extensión imperativa de tu persona que te constriñe a vivir en el cuerpo de quien amas. Si la persona amada respira, tú respiras. Si ríe, tú ríes jubiloso al unísono. Si está triste, tú lo estás más. Si te quiere, eres feliz como un cachorro. Si deja de hacerlo, te sumes en la desesperación. Te conviertes en un satélite de un planeta mucho más grande que tú. Y giras en torno a su órbita y te iluminas solamente con el reflejo de la luz que emana. Un caos gravitacional completo.
Sobre todo, si se ama sin medida, sin freno ni cordura. Como nuestro protagonista, Andrés, que se fue a trabajar un día cualquiera sin mayor afán ni expectativa y regresó a casa consciente de haber conocido a la mujer de su vida: Mireia. Así, de repente.
Dejó de ser un planeta para convertirse en un trozo de estrella vagante. Dejó de tener una novia para empezar a tener un estorbo. Pasó de respirar por sí mismo a necesitar la respiración asistida de su amada. Dejó de reír si ella no lo hacía, de estar contento si ella no le prestaba atención, de comer si ella no lo miraba, de dormir si ella no respondía a sus mensajes. Dejó de ser Andrés para convertirse en un hombre enfermizamente enamorado. Un hombre que ya solo tenía sentidos para su musa, pero un enfermo, al fin y al cabo.
Aquel 4 de noviembre dio inicio esta historia que ocurrió realmente en algún lugar durante aquel otoño obstinado.
1
Miércoles, 4 de noviembre de 2015
El primer día en un nuevo trabajo. Un día extraño donde los haya. Nos lanza irremediablemente hacia atrás en el tiempo. Volvemos de golpe a nuestro primer día de colegio. Nos sentimos escolares otra vez, con los mismos nervios, inquietudes y preguntas. Nos falta tan solo aquel olor a libros nuevos, estuches acolchados y dónuts pringosos envueltos en papel vegetal.
Así se sentía Mireia aquella mañana de otoño. Como una niña ante el espejo el primer día de curso, con una mezcla de pereza e inquietud. Sobre la cama tres posibles looks, era todo lo que había podido rescatar de la montaña de cajas de mudanza que invadían la habitación. No encontraba nada de lo quería. Ni sus mejores botas, ni su falda preferida, ni su chaqueta de la suerte. Resopló con visible irritación y nervosismo.
—¿Qué te pasa, gorda?
—Pues que no encuentro nada, Joserra. Nada de lo que pensaba ponerme. Y lo que aparece no me gusta.
—Jolín, pues búscalo, ¿no? Por aquí andará en alguna de tus cajas.
—Eso ya lo sé. Ya sé que por aquí andará. El problema es dónde. No me da tiempo de abrir caja por caja. Ya son las ocho… ¡Joder!
—Es que eres un desastre, Mire —azuzó el rubio abogado mientras se anudaba la corbata frente al espejo—. El domingo estuviste todo el día sin hacer nada y podías haber puesto en orden tu armario y tu ropa.
—Gracias, eres muy majo. Yo también te quiero.
—Anda, anda… —le dijo mientras le besaba la mejilla—. Desastre…
—Joserra, por tu salud es mejor que circules. Estoy a punto de matar a un abogado…
Joserra rio. Agarró su abrigo, su maletín de trabajo y salió del dormitorio.
—No sé si llegaré para cenar —dijo él desde el pasillo—. Igual paso por casa de mi madre.
La puerta de la entrada anunció su marcha y Mireia suspiró aliviada. Estaba agitada. Solo le faltaba tener a su novio merodeando por la habitación y criticando su aspecto, como siempre.
Miró las prendas que había sobre la cama. Al final se decantó por una falda tableada de color gris (clásica pero efectiva), unas botas negras con hebillas laterales (algo agresivas), y una camisa ceñida de color burdeos (un poco sosa). No era lo más lucido de su vestuario, pero era la mejor combinación posible en aquel momento de emergencia. Agitó la cabeza hacia delante varias veces para poner en orden su pelo de trigo. Lo untó con un poco de aceite de argán y se puso unas gotas de perfume. Apenas se maquilló. Tan solo perfiló sus enormes ojos verdes y dio un poco de brillo a sus labios dormidos.
¿Desayunar? Nada. No le entraba. Los puñeteros nervios le habían cerrado el estómago. De todas formas, abrió la nevera. El panorama era desolador. Dos latas de refresco, un paquete de aceitunas y quesitos en porciones. Patético escenario. Se habían mudado el sábado y no habían tenido tiempo ni ganas de hacer la compra. Así que tomaría un café y alguna triste galleta al llegar a la nueva agencia.
Cómo detestaba aquella sensación… La cocina en guerra, las cínicas cajas por el pasillo, la ropa escondida en alguna parte, los zapatos desaparecidos, y, sobre todo, sentirse una extraña en esa casa nueva. Tuvo que reprimir las ganas de salir corriendo y regresar a casa de sus padres.
Andrés no sabía que aquel 4 de noviembre su vida cambiaría para siempre. No tenía ni la menor idea de que, cuando regresase a casa esa tarde, ya nunca sería el mismo. Porque aquel miércoles iba a conocer a Mireia y ya nada sería igual para aquel malagueño de casi cuarenta años.
Hay veces en la vida en las que, sin saberlo, subimos al tren de la catarsis. Y es un tren solo de ida. No hay vuelta atrás. No hay paradas intermedias ni ninguna locomotora que haga el viaje de retorno. Para mal o para bien, su traqueteo nos empuja hacia un escenario imprevisible e irremediable. Andrés estaba a punto de subir a ese tren. Y ya no se bajaría.
Era un hombre peculiar. Un bohemio «de andar por casa». Barba estudiadamente dejada, pocas manías pero muy frikis (como dormirse con grabaciones de lluvia y viento o grabar videos caseros de canciones suyas), amante de la soledad, de las motos, del flamenco, y de las comedias italianas en blanco y negro.
Vivía en un curioso desorden ordenado. Todo a su alrededor parecía estar puesto de cualquier manera, pero en realidad en su cabeza todo estaba en el lugar correcto. Por eso le extrañó no encontrar la vieja chaqueta motera en «su sitio», en las fauces de su parte del armario.
—No encuentro la chaqueta de moto, esa… —dijo Andrés pensando en voz alta.
—¿Cuál de ellas? Tienes tres mil… —interrumpió Carmen desde el baño de la habitación mientras terminaba de maquillarse.
—La vieja gris. Esa con protecciones rígidas. ¿Te acuerdas?
—Ah, sí… Pues ni idea, chico. Me voy, que llego tarde.
Sus labios se tocaron fugazmente y la hermosa profesora de Granada bajó con prisas las escaleras del chalé de alquiler que habían buscado y encontrado juntos. La casa que habría debido darles la felicidad y la tranquilidad como pareja. Pero Carmen y Andrés ya sabían que algo se había torcido. Aquellas primeras semanas de pasión, sexo desenfrenado y complicidad habían dado paso a discusiones banales, desencuentros y mentiras. Cada uno las decía a su modo, pero ambos mentían. Lo hacía Andrés cuando decía que iba a acabar muy tarde en el trabajo, cuando en realidad se refugiaba en la barra de la atractiva Ylenia. No hacía nada malo. Bebía cerveza y se desahogaba hablando de mil sandeces. Pero mentía. Y también mentía Carmen cuando decía que pasaba tardes enteras en el picadero. Después de unos meses, había dejado de montar tan solo a su potro color castaña para empezar a montar también a otro tipo de semental de una casa cuartel.
Y esa mentira se mudó a aquel chalé. Y la mentira, negra y terca enredadera, se agarró con fiereza a las paredes de la casa, a la barandilla, a la ventana del dormitorio, carcomiendo todo lo bello que habían tenido, contaminando certezas, abriendo rendijas a terceras personas y aniquilando toda perspectiva de felicidad compartida.
Y por eso, esa mañana, Carmen solo había rozado sus labios. Ya no tenía ganas de más. Hasta hacía no mucho, un beso al despedirse por la mañana, hacía nacer otro beso. Y otro más. Y después un mordisco. Y luego sus dos lenguas se abrazaban con lascivia. Y tras ello se arrancaban la ropa recién puesta, se amaban, se mordían, se gozaban y llegaban sistemáticamente tarde al trabajo. Pero la negra enredadera lo había devorado todo.
Carmen se perdió por las escaleras que conducían al garaje, subió a su todoterreno y se marchó al instituto, el único lugar donde se sentía especial y, sobre todo, a salvo de aquella siniestra enredadera.
Andrés terminó su acostumbrado té verde. Abrió los ventanales del salón que daban al jardín y dejó salir a su perra. Era una estupenda bóxer albina llamada Koba, tan buena como frágil.
—Anda, choriza… Pórtate bien —dijo acariciándole la cabeza al noble animal.
Poco después, Andrés hizo rugir el motor de su moto y se disolvió en el tráfico camino de la agencia de publicidad. Ya había comenzado, sin saberlo, aquel viaje sin retorno.
Mireia amaba oír música en su iPod a todo volumen. Era su modo de ausentarse, aunque en el Cercanías estuviera rodeada de abrigos, bolsos restregados por la cara y gente maleducada. Las canciones de sus amados King of Lions la llevaban en brazos a otras realidades, a otros lugares. Abrazada a sus notas musicales, viajaba por los campos, por bosques de colores imposibles y lagos lejanos. De esa manera, los viajes en el transporte público se hacían soportables. Porque, durante mucho tiempo, Mireia no había conseguido subirse a un tren o un autobús atestado de gente. La ansiedad se apoderaba de ella, el sudor frío inundaba su frente y el aire abandonaba sus pulmones. Todo empezó cuando murió su amigo Xabi. Un trauma para la joven donostiarra, un mazazo. Comenzó a sufrir frecuentes episodios de ansiedad, claustrofobia y, finalmente, una severa depresión. Dejó de hablar durante meses. Dejó de trabajar. Dejó de subir al autobús. Dejó de ser Mireia. Y fue entonces cuando Joserra la salvó. Se pegó a ella como un sello de Correos. No la dejó precipitar. No le permitió caer. Armado de santa paciencia y amor profundo, la sostuvo hasta que ella remontó aquella funesta montaña. Cómo agradecer a alguien que te salve de la locura, que te agarre cuando estás cayendo sin remedio en el abismo… Ella intentaba agradecérselo cada día estando a su lado, hipotecando incluso su existencia. Porque Mireia estaba inmensamente agradecida, pero, por desgracia, nunca había estado enamorada de Joserra. Era el precio que debía pagar por estar viva.
—¡Hey, cuidado! —gritó un hombre sobre una enorme moto alemana.
El frenazo provocó que la joven gritara mientras daba un instintivo salto hacia atrás. Sin darse cuenta, prisionera de sus pensamientos, había bajado del Cercanías, caminado trescientos metros y llegado a la puerta de la nueva agencia. Cautiva de sus elucubraciones, la motocicleta no le había pasado por encima por escasos centímetros.
—Oye, chaval, cuidadito con la moto, hostias, que casi me pillas… —dijo Mireia agitada quitándose los auriculares.
El motorista la miró sorprendido desde el interior de su casco. Levantó la visera tintada y le respondió.
—Oye, «chavala»… Menos musiquita y más mirar por dónde andamos.
La enorme máquina azul arrancó dejando a Mireia con la respuesta perfecta en la punta de la lengua.
Los tremendos pechos de Montse la precedieron al entrar en la sala de reuniones. La valenciana parecía haberse escapado de una serie americana. Histriónica, compulsiva, dulce, ácida, divertida, antipática, maniática y trabajadora. Todo a la vez. Y todo ello acompañado de una voz aguda y chillona, pelo amarillo «de bote», ojos pequeños, gafillas anacrónicas y escote desproporcionado. Era la directora de Creativo, la jefa directa de Andrés.
Tras la inestable Montse, apareció Federico Boccanera, el poderoso director de Cuentas. Era un apuesto treintañero, nacido en Buenos Aires, de rígido flequillo, tez oscura, dientes blancos de anuncio (quizá demasiado), traje de Emidio Tucci y escasos escrúpulos. Uno de los mandamases de aquella agencia de publicidad, la prestigiosa Kubo Libre. El típico jefe al que es mejor tener a tu lado que enfrente. Un peligroso tiburón de los meandros publicitarios de Madrid. Apoyó sobre la mesa su tableta, abrió su espectacular batería de dientes nucleares y les habló.
—Buenos días. Hoy tengo el gusto de presentarles a la nueva adquisición de Kubo Libre.
Todos se giraron hacia la nueva compañera.
—Se llama Mireia —continuó el director argentino—, es de San Sebastián, ¿me equivoco? Sí, de San Sebastián o Donosti, como decís allá —dijo sonriendo pícaramente a su nueva subordinada—. Tiene un currículum simplemente espectacular. Ha trabajado en Suiza en campañas publicitarias para la UEFA, en España ha colaborado con la Federación Española de Fútbol y también ha trabajado en comunicación para la Unión Europea en Bruselas. No revelo la edad para no daros envidia, pero ya os digo que a sus años la mayoría de vosotros estaba aún haciendo un máster como mucho.
Algunos rieron la gracieta del jefe. Pocos. Eran sus esbirros, los cuatro jóvenes ejecutivos de Cuentas que pasaban los días en la agencia como servidores del omnipotente Boccanera, aplaudiendo sus ocurrencias y complaciendo sus peticiones. Cuatro insulsos trepas que en la agencia eran conocidos como Los Clones.
Federico Boccanera prosiguió.
—Mireia ha venido para reforzar el departamento de Cuentas. Será mi subdirectora, y, a partir de ahora, el enlace entre Creativo y Cuentas.
Todos volvieron a mirar a Mireia. Los Clones se relamieron. Carne fresca para sus chascarrillos sexistas, miradas lascivas y chistes manidos. Montse la miró con envidia. Cómo habría querido tener ese cuerpo, ese pelo de trigo y esos ojos sobrenaturales. El director se la comió con los ojos. Él mismo la había elegido. La había conocido en un evento de la Federación Española de Fútbol. Fue allí, en el ágape posterior, cuando empezó a desearla. Entre vinos y canapés codició su pelo, su cuerpo y su boca, y, sin pudor, le pidió el currículum. Fue entonces cuando proyectó que, algún día, aquella deliciosa muñequita con cerebro expandido sería suya.
Y por supuesto, Andrés también la miró.
La miró extrañado. Aquella era la joven del aparcamiento. Aquella despistada a la que casi había atropellado con la moto esa mañana al llegar a la agencia. Esa bella descarada que le había respondido enfadada con acento vasco. Sintió un poco de desazón por aquella desgarbada respuesta que él también le había soltado.
La reunión dio paso después a asuntos meramente técnicos y publicitarios. Y así, durante otros cuarenta minutos, Andrés la miró furtivamente. Y se dio cuenta de que no podía evitar mirarla. Simplemente, no podía remediar que sus ojos se estampasen una y otra vez en la nueva y magnética subdirectora de Cuentas. Intentó no hacerlo, concentrarse en los folios que tenía delante y en la retahíla de palabras de la chillona Montse y el pedante argentino. Sin embargo, sus pupilas terminaban de nuevo sobre ella. Se empapó de sus ojos de hierba, navegó por su pelo de cobre y se bañó en su boca inventada. Y no se enteró absolutamente de nada de lo que esa mañana se dijo en aquella sala. De nada.
Al finalizar el encuentro, se levantó como un muerto viviente, aún en trance.
—Andrés, ven que te presento… —le pidió Montse tras su tremendo escote.
—Andrés, ella es Mireia.
Y entonces a Andrés le ocurrió algo inaudito. Se ruborizó. Como no recordaba haberlo hecho en su vida. Como un niño pequeño al que la profe pilla copiando la primera vez. Como un torpe adolescente. Y Mireia, claro está, no desaprovechó la ocasión.
—¿Andrés? Encantada. ¿Tú eres el que va a tropellando a compañeras por las mañanas?
Montse la miró divertida. Andrés sucumbió al calor, que le abrasó las mejillas sin compasión.
—Andrés, ¿ahora te ha dado por atropellar a compañeros? —intervino con sorna la valenciana del pelo amarillo.
—Que va, que va… Aún no. Pero es que hay gente que va un poco empanada por las mañanas y no sabe por dónde anda… —replicó el malagueño con la última dosis de ironía que la vergüenza le concedía.
—Ya, ya, empanada, dice… Vaya peligro que tienes con la moto, chaval. Tendré que venir a trabajar en un tanque…
Rieron. Y la risa de Mireia le pareció simplemente… perfecta.
Eme no se llamaba Eme. En realidad, se llamaba María Jesús. Un primo suyo empezó a llamarla «Eme» porque su nombre no le gustaba. Y durante un verano entero en Asturias, la pequeña María Jesús no escuchó otra cosa que «Eme» por aquí y «Eme» por allá. Hasta que toda la familia sucumbió al pequeño monstruo y lo secundaron. Desde entonces para todos fue para siempre Eme.
Era una copy writer de gran talento y manejaba los programas informáticos como nadie. Conocía a Andrés desde hacía unos años. Habían coincidido en algunas campañas publicitarias y entre ellos había nacido una bonita y sólida amistad. Era una mujer pura. Una persona de la que poderse fiar, alguien difícilmente sustituible.
Se escondía eternamente tras sus gafas azules. Se escondía de todo. Quizá porque la vida le había arrebatado el sueño de ser madre. Una feroz endometriosis se había llevado por delante sus deseos de tener un hijo con el hombre al que amaba con desmesura. Habían pasado ya varios años de aquello, pero la pena seguía mordiéndole el estómago y sumiéndola en la tristeza.
Eme se ordenó los hermosos bucles rubios y lo miró al verlo llegar.
—¿Qué tal la reunión, Andrew?
—Bien, ya sabes. Lo de siempre. Se ha hablado fundamentalmente de la campaña de Yolac. Hay que darle caña porque en breve hay que presentársela al cliente.
Yolac. Una conocida marca de yogur en horas bajas que buscaba un milagro publicitario para relanzar sus ventas y evitar la quiebra.
—¿Y la nueva? ¿Qué tal es? ¿Maja?
—¿La nueva? Ah, sí… La nueva. Ah, no sé —respondió Andrés mintiendo como un miserable—. No he hablado mucho con ella. Federico ha contado todas las maravillas de su currículum y nos ha dicho que a su lado somos una mierdecilla, más o menos. Tiene toda la pinta de ser hija de algún gerifalte. Una niña pija con mil másteres y cincuenta idiomas.
Eme carcajeó.
—Pues me han dicho que va a ser la subdirectora de Cuentas, chavalote…
—Sí. Eso han dicho. Lo que nos faltaba. Otro personaje más en Cuentas. Como si no tuviéramos ya suficientes…
Y, en ese momento, para cerrarle su enorme bocaza, la chica con los ojos de hierba y la boca inventada entró en la enorme oficina de cristal, posó sus ojos en él y le sonrió. Un puñetazo de rubor volvió a sacudirle el cuerpo y le achicharró la cara.
Durante la tarde volvieron a coincidir en otra reunión. Esta vez los convocados fueron pocos, solo los responsables de la campaña de Yolac. Eme, Andrés, Montse, dos de los Clones de Boccanera, llamados César y Rodrigo, y Mireia se sentaron en la infinita mesa de reuniones. Boccanera no asistió. Había delegado en la flamante subdirectora.
Andrés volvió a tener que hacer esfuerzos sobrehumanos para seguir el hilo de las conversaciones y no caer en el ridículo. Se amonestó a sí mismo. No era posible que por una cara enigmática y unos ojos arrebatadores perdiera el norte de aquella manera durante un día entero. Sería, como otras muchas chicas monas que había conocido, una pija enchufada de universidad privada y padre influyente. De esas a las que la vida les pone a sus pies la alfombra roja y todo a su alcance. No como él, hijo de una familia numerosa, de jerséis heredados y muchas alubias, que había llegado hasta la cima de la publicidad gracias a su talento y a su trabajo. Así que debía dejarse de pamplinas, concentrarse en la campaña y olvidar la llegada de aquella flor apetitosa llamada Mireia. Se lo repitió una y otra vez, como un mantra. Pero la verdad es que aquel mantra se esfumaba cada vez que la chica se mordía nerviosamente los labios o se tocaba delicadamente los cabellos de trigo. Volvió a navegar por su cuello, por su pelo, por su boca y terminó aterrizando de nuevo en sus ojos, como un ladrón de miradas.
Aquella desazón que sentía ante la misteriosa joven empezaba a irritarlo.
Sobre las siete y media de la tarde, bajo un aguacero copioso y testarudo, la flamante Bmw lo sacó del parking subterráneo de Kubo Libre. Al emerger a la superficie observó a varios compañeros de la agencia guarecidos bajo paraguas compartidos camino de la estación del Cercanías. Bajo uno de ellos, se cobijaba la dueña del trigo y la hierba que lo tenía fascinado desde aquella mañana. Caminaba junto a uno de los chacales de Boccanera, el larguirucho Rodrigo.
No pudo evitar mirarla, amparado por el fugaz anonimato que le daba su casco. Pasó despacio cerca de los caminantes. Le habría gustado ver si ella también le dedicaba una mirada, pero al comprobar que estaba enfrascada en una animada conversación con el clon Rodrigo, aceleró su marcha y se perdió en el agobiante tráfico de la autovía. Cuando se alejaba, Mireia reconoció la moto incriminada en el susto de aquella mañana. Por un instante, mientras andaba bajo la lluvia, pensó que aquel nuevo compañero era un personaje de lo más peculiar.
Alberto Segundo Esteban. España
Licenciado en Ciencias de la Información. Diploma en Publicidad y Marketing. Inicia su experiencia profesional en 1988 como locutor de 40 Principales Jerez de la Frontera y más tarde en Canal Sur Radio Cádiz. Comienza en la televisión en 1997 como presentador de los informativos de Onda Jerez Tv, cuyo trabajo recibe el premio al Mejor Espacio informativo local del año en 1998. Ha formado parte como redactor, reportero, guionista, redactor jefe o coordinador de producción para programas de televisión de todo tipo de contenidos en España (Tve, Telecinco, Antena 3, laSexta, Eitb) e Italia (Rai Uno, Rai Due y La7). Actualmente produce espacios políticos para la televisión italiana La7 (Roma). Escribe habitualmente en su blog literario Elbestiariohumano.wordpress.com. A parte de su experiencia en canales italianos ha sido profesor de Lengua Española en colegios públicos de Roma y alrededores. También ha sido el adaptador a la lengua española de las letras de los cantantes italianos Al Bano Carrisi y Biagio Antonacci.