Un habanero en París (relato sinfónico)
ANDANTE ESPRESSIVO
Atraviesa esta ciudad un emblemático río, poblado de puentes semejantes a las cicatrices sobre el rostro de un guerrero africano. Las plazas de idas y venidas neuróticas, las edificaciones distintivas, los parques de verde calma en primavera, de alegría naranja en el verano, de nostalgia sepia en otoño, de gris soledad en el invierno, son los vórtices de las tempestades que recorren la admirada urbe de un extremo a otro. Esta ciudad también es guerrera experimentada; prueba de ello es esa batalla milenaria de la que siempre emerge con nuevos bríos, a pesar de algunos descalabros relativamente efímeros. ¿Buena fortuna? ¿Inspiración divina? Más bien recurso a un efectivo método: como todo buen estratega, acecha el menor signo de debilidad humana para concentrar allí el ataque aniquilador; sin previa advertencia, transforma el sentimentalismo en burla, el dinamismo en agresividad, la gentileza en calculadora ironía; destruye a quien no le opone resistencia pues no sabe distinguir al desvalido. En las cortas madrugadas de los días laborables, absorbe las fuerzas emanadas de una gran fuente de silencio con el fin de emprender otra decisiva escaramuza al amanecer; día tras día renueva su coraza con inéditas capas de un acero especial, obtenido en el crisol de la noche, donde se funden la indiferencia y la desconfianza, la perversión y el goce estético. ¡Cuán atractivo misterio de crueldad refinada! A quienes pueden y desean combatir, la ciudad esclaviza o rechaza; los convierte en siervos adoradores o en insignificantes víctimas, una y otra vez durante jornadas agotadoras. Cada mañana parten dispuestos a la lucha. ¡Tendré que hacerla mía! ¡Le enseñaré a quererme! Por la noche, tan sólo un reducido grupo de los más optimistas o los menos lúcidos (¿no es acaso lo mismo?) regresa a casa con la ilusión de haber triunfado, sin comprender que tan sólo han aprendido a aceptar la sumisión. En los subconscientes ha comenzado a germinar ese familiar sentimiento que un día, bajo la forma del terror al fracaso, ahogará voces en las gargantas. A pesar de los peligros que me acechan a cada paso, un sentimiento más fuerte que la prudencia me expele hacia la calle: el ansia de vivir esta ciudad en carne propia; como García Lorca en Nueva York, pero en mi caso con dos milenios de razones adicionales.
PRESTO UN POCO AGITATO
En los corredores subterráneos de una céntrica estación del tren metropolitano, identificada por un nombre evocador de pasadas revoluciones, me sorprende una melodía inusitada; familiar, mas transformada de manera irremisible. La persigo entre un enjambre de árabes magrebíes y negros del África Ecuatorial, apostados a ambos lados de los pasillos, quienes tienden una poderosa red de miradas oblicuas a través de los párpados entreabiertos, y cuyas voces pregonan con fingido entusiasmo la bisutería y los frutos secos ofrecidos en venta; desconcertante acompañamiento polifónico, represor del motivo musical subyacente. La melodía lucha por abrirse paso en mis oídos a medida que la apretada muchedumbre me acerca al lugar de origen, el cual de repente se descubre ante mis ojos cual huella de sangre sobre un vendaje blanco, tras torcer a la derecha una galería. En esa encrucijada de dudosa iluminación, a salvo quizás de la intemperie invernal, una joven de burdas vestimentas hace gemir al desvencijado acordeón una antigua canción de combate contra los ocupantes nazis; una canción escuchada décadas atrás en cada pequeño rincón de las vastas regiones del país natal con una extraña mezcla de esperanza conciliadora y sed de justicia vindicativa. Esa música, otrora jubiloso instrumento movilizador del coraje y la dignidad humanas, había sufrido una triste metamorfosis en súplica a la compasión de los aliados de antaño. ¡Ay, Katiushka! Observas con desgana el vacío circundante en pugna por absorber los restos conscientes de tu vida interior. Tus dedos ateridos accionan las teclas y botones; tus brazos cansados comprimen y expanden los fuelles a destiempo, con los movimientos de un ingenio mecánico desprovisto de suficiente energía. Trato de imaginar cómo, en algún momento de tu pasado reciente, se tornó vidriosa la transparencia de tu piel, se ensombreció el oro de tus cabellos, se nubló el azul celeste de tus ojos. Trato de adivinar cuándo se entregó tu “chapka” al suelo polvoriento para albergar las ofrendas irreflexivas de seres tan apresurados que no se han detenido ni se detendrán jamás a escuchar músicas callejeras, o tan siquiera el tintinear de las monedas al caer sobre aquellas lanzadas con anterioridad. Politzer, Péri, Moulin y los demás camaradas vierten lágrimas a través de las paredes; los viriles sollozos son arrastrados hacia un oscuro túnel por las ráfagas de aire frío llegadas de la indolente superficie. No deseo escuchar más; se me antoja que el ejercicio de la caridad aumenta mi malestar en lugar de aliviarlo. ¡Basta ya de sentimentalismos! Hoy no puedo apropiarme los problemas del mundo. Mañana ya veremos. Y me dejo engullir por la masa humana.
ADAGIO AFFETTUOSO
El tumulto ciudadano es un laborioso enjambre de pequeñas soledades espirituales en inevitable contacto físico. Algunas emprenden la búsqueda de comunicación; los esfuerzos resultan mayormente inútiles, tras estrellarse contra la más fuerte muralla aisladora de la sociedad contemporánea: el miedo al ridículo. Algunos, al sentirse eufóricos un buen día, quién sabe bajo cuáles excepcionales circunstancias, reflexionan sobre la conveniencia de compartir una sonrisa con el vecino de espera, intercambiar comentarios sobre algún tema banal en apariencia, elogiar al niño pequeño que un adulto lleva de la mano o ponderar en alta voz la inusual belleza de una pasante. Sin embargo, ¿quién se atreve, el primero, a romper esa barrera inhibidora? ¡Si hasta solicitar ayuda para orientarse en la inextricable red de calles de la gran ciudad desconocida, se convierte en una tortura! ¿Cómo reaccionará un eventual interlocutor al percatarse, a causa del inevitable acento, de mi condición de forastero? ¿Mirará con malos ojos al extranjero invasor de SU ciudad? ¿Acaso se refugiará en un humillante “Lo siento, no comprendo”, a pesar de haber captado la significación de las palabras a él dirigidas en su lengua materna con esmerada (o al menos esforzada) pronunciación? El temor a la frialdad colectiva nutre las frialdades individuales, fortalecedoras a su vez de la frialdad colectiva primigenia. ¡Horrible círculo vicioso! Así, al imponer la vida moderna su vertiginosa velocidad de autómatas programados, disminuyen cada día los saludos amistosos, las cordiales despedidas, los piropos elegantes, las manos tendidas a las damas para ayudarlas a descender del autobús y tantos otros detalles que contribuyen a hacer la vida más agradable dentro de una sociedad cada vez menos digna de recibir tal denominación. Mientras tanto, un visitante solitario descubre y cultiva la satisfacción de sorprender gratamente, con galanterías pasadas de moda, a mujeres casi ancianas, quienes con toda seguridad vivieron épocas de mayor calor humano:
— ¿Desea sentarse, señora?
— Si eso no le ocasiona mucha molestia.
— En lo absoluto, señora. Es un placer.
— Muchas gracias, joven.
La anciana suspira sonriente y piensa: ¡Tal vez no se ha perdido todo aún!
ANDANTINO GRAZIOSO
Desciendo del autobús y atravieso la amplia avenida; dejo atrás nobles edificaciones con varios siglos de historia. Encamino mis pasos hacia un también secular símbolo de modernidad (¿quién lo diría de tal amasijo de hierros?). Imagino el pasado. En este mismo parque las parejas de enamorados, las familias de paseo, los solitarios empedernidos, en fin, todos los que anduvieran en busca de distracción, alquilaban sillas plegables y tomaban asiento alrededor de esta glorieta, armoniosa construcción de níveos mármoles, donde con todo el rigor de quienes disfrutan el arte que contribuyen a crear, una banda de música sin mayores pretensiones ofrecía al entorno atento el concierto dominical: marchas militares, valses vieneses, arreglos orquestales de canciones populares, adaptaciones de fragmentos operáticos… Poco importaba. Los temidos críticos sólo sumergían en los tinteros las afiladas plumas con motivo de las ejecuciones llevadas a cabo en teatros elitistas. Los niños recibían algodón de azúcar o manzanas acarameladas junto a la inevitable advertencia de no arruinar con ellos su mejor traje, y los más afortunados, además, un globo de colores, el cual llevaban de la mano como quien conduce algún mágico cachorro alado de la mitología infantil; los adultos se tomaban de la mano y soñaban con un futuro de bonanza material y espiritual o se abandonaban indiferentes a la inacción del pensamiento. La vida adquiría entonces una lentitud restauradora de ilusiones, suficiente para que la mayoría alcanzara incólume el próximo domingo.
En esta mañana de sábado, abrigo la esperanza de percibir algún matiz redivivo de aquel ambiente finisecular del XIX, a esa hora del día durante la cual una atmósfera menos profanada guarda cierta semejanza con la predecesora de hace casi cien años.
La ciudad se recupera aún de los excesos cometidos en la noche del viernes, umbral desenfrenado del fin de semana liberador de convenciones opresivas. No obstante, la frialdad matinal no ha podido desalentar en sus propósitos a unos pocos transeúntes que atraviesan el parque frente a la plazoleta de glorioso pasado. De improviso, el minúsculo grupo humano comienza a crecer y a cambiar de composición bajo el influjo de un hecho insólito. Sorprendidos, algunos aminoran la marcha; otros se detienen con disimulo y observan con el rabillo del ojo; los incrédulos apuran el paso: “¡Bah!, otro caso, entre tantos, de típico exhibicionismo de gran ciudad”. Agitado y sudoroso, un hombre joven, ataviado con ligeras ropas deportivas, canta en alta voz sobre la plataforma de la glorieta. Los ojos permanecen cerrados mientras el cuerpo y las extremidades describen, en el denso espacio de la mañana nebulosa, las líneas trazadas por una moderna y complicada coreografía. Del cinturón pende un pequeño reproductor magnetofónico, con el cual van enlazados los audífonos aisladores de todo sonido exterior.
—¿Y a este qué? ¿Se le aflojó un tornillo?
—Sus ropas son nuevas y están limpias.
—¿Y qué? En Europa, hasta los locos presentan una apariencia respetable.
—No te acerques demasiado; no vaya a ser que se ponga nervioso cuando se percate de que lo miran: estos perturbados pueden tornarse agresivos.
—Entonces, ¿para qué se exhibe?
Tras algunos pasos imprecisos, el presunto demente recobra el estado natural de aburrida inmovilidad; abre los ojos y, jadeante (aspira por la nariz, expira por la boca…), pasa revista con divertida estupefacción a un auditorio tan inesperado como inexpresivo. El candidato a actor de teatro musical desconecta los audífonos del magnetófono portátil, hace una graciosa reverencia y, al compás de la exigente música, reemprende la rutina desde el comienzo mismo. El público agradecido premia al artista con un cerrado aplauso; tras lo cual cada uno continúa su camino y el joven regresa a los ejercicios de control corporal.
ALLEGRO MODERATO MOLTO E MARCATO
Durante varios días el optimismo me acompaña en mis paseos al aire libre, en mis visitas a museos y galerías de arte; un blando optimismo que se desgasta en el roce diario con desconocidos hostiles y se diluye en las sombras ambiguas de ciertas calles mal iluminadas.
Ante la barra de un café, cual grotesca reminiscencia de la Corte española del Siglo XVII eternizada por el pintor español Diego de Silva Velázquez, un enano de facciones deformes y vestimenta estrafalaria, fija en mí una mirada descarada mientras sorbo mi espresso. Con sus dedos atrofiados extrae con dificultad de un bolsillo apenas la punta de un pequeño sobre transparente que contiene un polvo blanco, lo cual me hace voltear la cara mientras finjo no darme por enterado.
Un hombre y una mujer, tomados del brazo, empujan la puerta de entrada; rubios, esbeltos, atractivos, ambos visten con impecable elegancia. Observan a su alrededor las mesas vacías y ocupadas, los cabellos rizados, alguna que otra tez oscura. Dan la vuelta, cambian los brazos enlazados y el hombre susurra al oído de la mujer: “Mejor vamos a otra parte. Aquí apesta a extranjeros”.
Solicito la cuenta. La sonrisa socarrona del joven camarero ante mi modesta propina, se me antoja vinculada al exabrupto de la pareja y al gesto despreciativo del liliputiense monstruoso, quien al mismo tiempo expulsa densas volutas de humo a través de los orificios nasales. Sentado sobre una alta banqueta, no puede evitar el triste balanceo de las diminutas piernas colgantes.
Salgo al aire frío de la calle, desconcertado, incapaz de razonar. ¿Por qué será que la respuesta adecuada a una agresión se presenta en mi mente demasiado tarde? ¿Tendré siempre que contentarme con la atormentadora representación mental de mis “contundentes” réplicas?
ANDANTE CON MOTO
Por esos días, una criatura horripilante ronda mis sueños. En ellos… las auroras de la Bestia se disfrazan a diario de una niebla insana. De madrugada, arde la escamosa piel que cotidianamente muda el Monstruo hacia los flancos; son incineradas las piltrafas de las presas que le han servido de alimento; transpira la Alimaña durante el ligero sopor parte de las toxinas con las que infecta a las víctimas, ponzoña que en ocasiones se torna en su contra e intenta paralizarla: la Fiera se sacude rabiosa; aplasta a un numeroso grupo de siervos, los desgarra, los engulle y al final los regurgita sobre sí.
El inmundo Engendro tuvo alguna vez bellas facciones, hoy cubiertas de viejas cicatrices, pústulas aún frescas, heridas sangrantes, magulladuras purulentas; cuenta, no obstante, con el brillo intacto de los ojos y alguna que otra máscara fabulosa para seducir a los incautos.
Jinetes bárbaros galopan sobre la Bestia; algunos le dan palmadas afectuosas en el cuello mientras hincan las espuelas en los ijares; otros flagelan la cuarteada epidermis a latigazos hasta que saltan las escamas, mientras alaban supuestas virtudes del animal. Todos observan impasibles, si bien algunas expresiones fingen desaprobación o disgusto. El monstruo no se rebela contra los verdugos sino reproduce en los siervos aquellos suplicios sufridos en carne propia. Los vasallos claman piedad mas nadie escucha tales súplicas. Los súbditos lloran sangre mas nadie se conmueve ante tales lágrimas. A los siervos no les queda otro remedio que resistir con la vana esperanza de alcanzar a sobrevivir al furibundo amo.
En los dominios de la Fiera crecen bosques putrefactos, cuyos árboles agonizan debido al exceso de muérdago acumulado sobre las ramas: los súbditos nada pueden hacer para salvarlos pues la eliminación de las bellas plantas parásitas es castigada con severidad. Los únicos pájaros que allí habitan, elocuentes papagayos grises con apariencia de búhos, seducen con su plática incesante a un ejército de lagartos hipnotizados, de los que se alimentan sin piedad ante la menor molestia ocasionada por el hambre. Se cree que en algún lugar dentro del bosque crecen indemnes arboledas de olivos; muchos han partido en su búsqueda pero ninguno ha regresado para confirmar lo que hasta ahora es sólo leyenda; nadie puede afirmar si los exploradores viven felices entre los olivares o si han perecido en el intento. Sólo han podido ser avistados enormes pantanos poblados de garzas negras.
Habitan la triste floresta ninfas voraces y escuálidos sátiros. Incapaces ya estos últimos de atrapar a las dríades, viven condenados por tanto a la ingestión de gratuitos hongos alucinógenos, generadores de fantasías sucedáneas de los verdaderos deseos y necesidades de los silvanos. Las ninfas se alimentan de la carroña lanzada por los jinetes bárbaros desde las monturas, sin detener la carrera; antes han tenido que ofrendar en holocausto las partes más bellas de las gráciles anatomías adolescentes: una, los labios; otra, las manos; esta, la piel; aquella, los ojos…
Querubines con las caras manchadas de hollín y las alas adheridas al cuerpo por gruesas salpicaduras de lodo reseco, cepillan las crines relucientes de las cabalgaduras utilizadas por los jinetes bárbaros, quienes retribuyen el trabajo de los serafines con algún terrón de azúcar, apartado de los que destinan como premio a los corceles. Otros querubines, impolutos mas desagradecidos, curiosean ávidos desde las llamativas jaulas doradas de austeros interiores, en pugna por liberarse del purificador encierro, instituido para sus respectivas preservaciones por un grupo de ángeles adultos, contrariados tras observar a los mugrientos ángeles caídos hacer y deshacer a su antojo en un interminable festival de frenéticos placeres mientras demora aún la llegada del divino castigo a los pecadores y la celestial gratificación eterna a los inmaculados.
Todos esperan ansiosos por alguna esporádica procesión de elefantes blancos. Los siervos verán disminuir en algo los suplicios; los sátiros recibirán por la ocasión dobles raciones de hongos alucinógenos; las ninfas se beneficiarán de una mayor afluencia de jinetes bárbaros, ávidos por celebrar la desaparición de algún paquidermo protagonista de la celebración anterior y ansiosos también por aventurar cuánto tiempo de vida queda aún a los cada vez más decadentes animales participantes en el actual desfile. Los súbditos podrán beber la diluida nepenta de efímero efecto, distribuida por el Monstruo mediante aquellos vasallos que han alcanzado la categoría de nigromantes tras ofrendar al Amo parte de sus corazones y sus cerebros como alimento.
Tras concluir la marcha, los elefantes blancos regresan a los establos dorados de austeros interiores, bajo el cuidado de los ángeles contrariados; los siervos, los sátiros y las ninfas se aprestan a mayores privaciones, compensatorias de la destrucción y los gastos ocasionados por el paso de la comitiva. El Monstruo libera una miríada de enormes tarántulas que regresan al redil sólo tras haber mordido a todos y cada uno de los habitantes oficiales del reino, de tal suerte sumido de nuevo en la melancolía.
Algunos piensan que los elefantes blancos pudieran ser utilizados para higienizar los bosques putrefactos mas nadie se atreve a expresarlo en alta voz pues anteriores atrevidos fueron condenados a ejecutar dicha tarea por su cuenta, en regiones intrincadas donde al poco tiempo murciélagos vampiros les succionaron la sangre día tras día, hasta el momento en que ya sin defensa, los insolentes fueron engullidos por serpientes venenosas.
En ocasiones arriba un impresionante ibis de cabeza y cuello negros que coronan el níveo plumaje del cuerpo grácil, cual enormes azabaches extraterrestres sobre la virginal nieve antártica. Llega el magnífico ibis volando desde allende los mares, aniquila a una multitud de ofidios y pone en fuga a los restantes; pero al final las aves migratorias siempre regresan al lugar de procedencia; más tarde o más temprano, las serpientes, tras reproducirse libremente ante la ausencia de depredadores, vuelven a ocupar los terrenos de donde habían sido desalojadas.
Los súbditos viven en el constante temor de que las humildes chozas sean invadidas un día por los pérfidos reptiles, a pesar de la insistente vigilia ejercida sobre dichas viviendas por robustos linces de reluciente pelambre, que abandonan por turnos sus confortables madrigueras secretas para llevar a cabo esta labor. No interesa a los linces el daño que puedan ocasionar las serpientes venenosas; ellos sólo observan a través de los desnudos tabiques oyentes, con la esperanza de avistar la verdadera naturaleza de las almas serviles, oculta en los cuerpos donde dichas almas se encuentran atrapadas.
Los vasallos duermen con las ventanas cerradas mas no saben que los sedientos murciélagos vampiros se tornan incorpóreos y penetran en las precarias chozas por las rendijas de las improvisadas estructuras de madera. Estas alimañas succionan la sangre hasta que la víctima apenas conserva el hálito vital; la abandonan entonces y pasan a la siguiente, apenas recuperada de anteriores absorciones.
En los feudos del Engendro, los ríos y estanques son opacados con enormes cargas de lodo y desperdicios. Se prohíbe además la existencia de espejos y otros objetos con las superficies bruñidas; así nadie puede observar la verdadera imagen de sí mismo.
Los siervos fabrican ídolos con el barro contaminado de las riberas lacustres, adorados con fruición hasta tanto no se deshacen, lo que ocurre en corto tiempo. Vuelven a moldear otros que nunca llegan a ser iguales a los anteriores, debido a la ingestión anual de la nepenta que ha provocado la pérdida de la capacidad para recordar con exactitud.
Las embarazadas lloran en los alumbramientos por el incierto futuro de los hijos, al tiempo que los padres son desollados para que los vástagos vistan la sangrante piel.
De noche, todos duermen sin soñar mientras una ubicua serpiente de fuego repta por doquier; incluso sobre la Bestia…
LARGO MA NON TANTO
Despierto agitado, tomo una ducha, olvido el terror onírico (¿premonitorio?) y me dirijo a un nuevo encuentro con el fascinante ayer de esta ciudad.
A escasos metros de la maravillosa construcción gótica, los patinadores callejeros asombran con insólitas acrobacias al nutrido grupo de curiosos, atraídos en un principio por una imagen del Medioevo idealizada por los imprescindibles, aunque a ratos casi intolerables, escritores románticos. Escéptico ante el gratuito espectáculo circense, atravieso el atrio portentoso y me sumerjo emocionado en la semipenumbra interior.
Es tarde de concierto en la catedral. El olor a incienso acecha en las altas bóvedas. Los candelabros de las columnas y las lámparas colgantes proyectan luz sobre la muchedumbre que ocupa en silencio las sillas vacías. La luz proviene de bombillas eléctricas semejantes a pequeñas llamas, conectadas a cables hábilmente disimulados. Los cirios sólo arden ante los altares. El invierno penetra por las puertas abiertas al paso de turistas que accionan una y otra vez los irreverentes fogonazos de las cámaras fotográficas, destruyendo en esos instantes la armonía natural de sagrado misticismo.
En una de las filas laterales, una anciana está sentada junto al pasillo central; la silla del extremo opuesto es ocupada por un hombre joven de aspecto un tanto singular.
El coro de niños y adolescentes ingresa en el santo recinto; un sacerdote los presenta al público. La música vocal comienza a invadir espacios, se mezcla con el incienso y penetra en las piedras de multicentenaria colocación. Cuando abandona los muros para buscar refugio en los oídos, arrastra consigo el eco de todos los cantos allí emitidos durante siglos, habitantes intangibles de cada intersticio.
Mientras los oídos de la anciana registran con suma atención cada nota musical, los ojos ligeramente velados analizan en detalle la apariencia exterior del enigmático mozo. El cuerpo relajado, los ojos cerrados, la expresión facial, semejan el reflejo de un éxtasis alcanzado en el pleno disfrute de un placer sin medida; las ropas son algo ligeras para la temporada; un gorro de esquiar tejido en lana cubre la cabeza. Al mirar con detenimiento, se adivina la ausencia total de cabellos. ¡Pobrecillo! Como aquel sobrino suyo muerto de cáncer hace unos años, calvo a consecuencia de la quimioterapia. Ese abandono a la música quizá no sea extático sino desesperanzado.
Se escucha una emotiva melodía; la voz del contratenor evoca pasadas épocas, durante las cuales el afán de lucro familiar no vacilaba en sacrificar la capacidad reproductiva de prodigiosos niños cantores. El joven abre los ojos; aún reclinado, echa un vistazo al reloj de pulsera, alza del piso un viejo maletín medio vacío, e inicia molesto, casi a la carrera, la salida por el corredor contiguo. El tránsito accidentado entre la multitud apartada casi a empellones, logra que no vuelva el rostro una sola vez. Una mirada compasiva lo acompaña durante todo el recorrido hasta que, traspuesto el umbral, regresa a la fuente de sonido.
La canasta de la colecta pasa tintineando de fila en fila, con la esperanza de sufragar parte de los gastos originados por la presentación de los artistas. Poco después el concierto termina; tras los aplausos otorgados por única vez desde el comienzo de la audición, muchos se levantan y emprenden la retirada; también la anciana, en respuesta al peligroso instinto de seguir a la mayoría, mas recuerda que aún no ha escuchado misa y toma de nuevo asiento, consciente de llenar el espacio que había dejado libre aquel desafortunado joven minutos antes. No ha terminado de acomodarse cuando una bocanada de aire cálido sacude brutalmente su intelecto semidormido. La posición de la rústica silla de paja y madera sobre la rejilla herrumbrosa de la calefacción, provoca un vertiginoso trabajo mental… Aire caliente, ropas ligeras, maletín viejo: un vagabundo a salvo del frío invernal. ¿No hubo tal éxtasis ni desesperanza, sólo vulgar somnolencia? Ausencia de cabellos: cabeza rapada… ¡Dios mío!, ¿un neo-nazi?…
La anciana, asustada, mira en derredor con lentitud y adquiere de nuevo la noción conciliadora del lugar donde se encuentra.
Durante la misa, en las oraciones silenciosas, se recrimina con dureza y pide perdón a Dios por haber juzgado al prójimo.
FINALE: VIVACE MA NON TROPPO
De noche, ni siquiera recuerdo que hace apenas unos meses han masacrado sin piedad la más nueva Era y regreso impasible a mi pequeña habitación en las afueras de la ciudad, la única que he podido conseguir a un precio asequible; adquiero antes un potente insecticida para continuar mi combate contra las orgullosas cucarachas que allí moraban antes de mi llegada. Ellas también parecen decir: ¡Márchate, intruso!
Y como de todas formas yo, cuando termine lo que vine a hacer aquí, regreso a MI ciudad, no hago caso a estos insectos parisinos y continúo tan campante, como si no fuese conmigo.
Jorge Fernández Crespo. La Habana, 1959: Narrador.
Graduado de una carrera tecnológica en la Universidad Técnica de Dresde, 1983. Premio Abril 2005 en Narrativa Juvenil por la trilogía: Primero amo (o La Intervención de Sor Juana), El sol sale para todos y Rosas Rojas sobre el Río de la Plata, publicados en conjunto bajo el título De Rosas Rojas (Ediciones Abril, 2007). Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas 2007, en novela, por Demonios en La Habana (o La Historia Oculta tras la Muerte del Obispo Montiel) (Ediciones Matanzas, 2008).