Un dolmen, un desierto
Ver alzarse la máquina dos veces. Una frente al libro (Óbitos, Bokeh, 2015), y otra más (esta, a priori) ante el peso de cierta historia de junta y manifiesto embotellada en él. Detenerse a pensar en intervenciones quirúrgicas, o más exactamente (para el caso) en trepanaciones de cráneo: cabezas-paisajes construidos a partir de lobotomías.
Pedro Marqués de Armas (La Habana, 1965), su autor, sabe muy bien lo que se trae entre manos. Una suma de volúmenes —cuadernos escritos de Grosseto a Coímbra, y Barcelona—; una selección envidiable de textos sin tesitura disonante: todo un conjunto que puede escucharse, paso a paso, como un gran solo de fagot del xviii.
Y sin embargo Óbitos, la selección, aparenta el no-ser: ¿por qué deben leerse estos poemas como si fueran piezas complementarias, engranes propios de un aparato que en realidad ha sido compuesto a lo largo de una década? La pregunta no es accidental. Sabemos lo complejo de dar amalgama y relación bajo un título cualquiera a una serie indeterminada de textos, casi siempre informes en caso y contenido. Pero el ardid de este libro, digamos, su habilidad textual, es precisamente la distinción que logra en estructura e ideotema, como secciones articuladas de un mismo cráneo: ese aparente no ser una “antología” en términos precisos para revelar su propósito: un repaso al terreno síquico —humano, frágil— de la historia.
Indagación y sondeo. Recuentos de los enterramientos (magníficos) de una época, donde el tiempo parece detenido en el poema, hinchado hasta lo increíble para no dejar escapar eso que podría llamarse su “salud mental”: el reflejo que lo hace sempiterno, su permanencia. Con algo de guion fílmico y ojo de cámara lista para la instantánea en frío, para el encuadramiento de una escena, déjanse ver, en este libro, los costurones de un cadáver recompuesto: aquel de la historia, que, a fuerza de mostrarlo, revela lo que subyace abajo, en su esencia: los afeites de la construcción de un sistema político, las apariencias propias de la modernidad.
Derrumbes interiores de una época, derrumbes cotidianos, como los edificios que se caen, continuamente, a pedazos, en Centro Habana. Enterramientos…
también tú
en el óbito (fíjate qué
palabra) de la Historia
por un velo a-
somado
Pero estos óbitos son un homenaje sin bombo a personajes célebres y personajillos, los héroes de una clase muerta, notables y anónimos espectros del pasado que no vieron ventaja en adherirse al contexto, sino en la supervivencia. Inquilinos minúsculos, para los que “subir con la circunstancia” diciendo a todo que sí “sin sombra de entusiasmo”, era el imperativo: héroes que problematizan hoy la pertinencia de ciertos métodos (y el propio modus operandi) de la historia.
Un homenaje, decía, que pasa de esos seres anónimos al escenario, que es, a fin de cuentas, el resumen de todo. Luego el recuento se vuelve síquico, para mostrar a un tiempo el deterioro y la degeneración de una realidad que no cambia, que no puede, por desagracia, cambiar sus propias circunstancias.
Se asiste por ende a las aceptaciones tácitas de una época, a sujetos marcados por el desastre. Así, en el texto que mejor lo explica —y que podría resumir los tópicos del libro, desde el título mismo del volumen— se ve en escena un cuadro que se repite una y otra vez, allí donde imperan la ruina y el cinismo frente a ella: en el ojo de un espectador impávido, que no pudo hacer nada ante la intromisión de la nueva era, “Nada, salvo asentir como corresponde a un empleado apenas voluntarioso y adscrito sin remedio a la legión de los muertos”.
“Pero eso es el derrumbe —nos dice Marqués de Armas— y podría devenir Metáfora de Todo”, un corolario que también él ha aprendido con el paso infalible del tiempo, y mirando fríamente a la realidad.
Entonces el libro deviene estudio poético (fotográfico) de una época, en la disposición —o mejor, colocación, como quien hace la curaduría de una muestra personal— de escenas de galería, donde observamos el desfile de los célebres y mediocres de la modernidad, el hombre común y el más ilustre, los que vivieron a su pesar el resultado abrupto, inútil, de las cosas: como el constructivista Tatlin, que “no llegó con su torre a ningún lado”, o el espléndido Sanguineti, senador y poeta, “grande de la Utopía”, muerto al final “sin cabal asistencia” en hospital de Génova, y un sinnúmero de seres que entran y salen de estas páginas como de un simulacro de evacuación ante la inminencia de un hundimiento o de un desastre.
Y el desastre son esas cabezas sin destino, o de destino trunco o atrofiado por las mezquindades de la realidad. Y el hundimiento es lo que se describe aquí, como quien prepara intervenciones quirúrgicas: limpiamente, aséptico el lenguaje y sin ambages, hurgando en los incidentes de cada cabeza o paisaje de cabezas. En lo anecdótico. En el apunte sin precisiones cronotópicas pero con referentes que hablan de un tiempo y una época modernos, de un hoy transparentado donde todo es fútil y solo queda registrar, calcular, medir el peso de esos sucesos menores, secundarios, de la historia.
Óbitos captura el espesor del segundo en que ocurre la instantánea en una lobotomía del ser, y enseña los huecos velados del acontecimiento. Al final, quedan solo rostros secos, escenas de una aridez ingente en las que todavía funciona la pregunta por el individuo, por la inmanencia de los hechos, por la propia existencia. Y allí, en el centro —en un autorretratado al sesgo—, muéstrase el poeta a sí mismo, colector real del paisaje.
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Hay algo de elegíaco en estas páginas, un intento de recordar evocando pero sin gimoteos, una concesión a la memoria; y al mismo tiempo, una búsqueda del principio de la causalidad. La dimensión del concepto de ananké (como se titula también uno de los poemas del libro) expresa aquí sus significados en la intención de galería fatal del autor: el hado que instituye los destinos de existencia de los sujetos del texto, que obliga a preguntar su validez, o cuando menos, a ver el escenario de otro modo (a percibirlo con ojos de sondeo).
Así se leen por ejemplo las piezas descritas en “Educación de rigor”, donde el detalle va dirigido a lo que oculta la imagen en cuadros de Isaak Brodsky o Deineka. Así se leen los “Fragmentos de Walker” (Walker Evans): como si la rara banalidad cotidiana de sus imágenes pudiera decir algo todavía hoy; como si en esas fotos estuvieran condensadas todas las impresiones que hay que ver sobre los afanes del hombre.1
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Lo que concierne en cuanto a lenguaje y tekné de la fotografía, ofrece una lectura cabal del texto, una traza esencial: si de lo que se trata es mostrar no las causas de las cosas sino su interrogación; si lo esencial es observar desde adentro el espectáculo de la ruina, el proceso, entonces se encarece y adquiere mayor tasa el esfuerzo por la imagen, no como estrato mental sino visual, no como imago sino como acto, lámina, impresión. Una perspectiva que acusa (revela) la misma realidad. “Pero el paisaje de la devastación sigue siendo un paisaje. En las ruinas hay belleza”, diría Susan Sontag, para lo cual respondería Marqués de Armas que la sutileza de la ruina o la devastación ocurre “sin la menor evidencia y tan delicadamente/ que costaría bajar la cabeza/ y no ver”.
Semejante política textual —que propende a lo fotográfico, a la imagen del paisaje relatado— amerita en su práctica las técnicas de la fotografía: el lenguaje se vierte en moldes de concreción, de tajo, tal y como funciona la inmediatez propuesta por la cámara que mira a la escena. Desentendido del artificio, de lo abstracto, de la catedral barroca cubana,2 articula una lengua pictórica que reniega de lo figurativo para entrar en los planos del verdadero entorno del sujeto, al tiempo en que expone, sin cortapisas, su derrotero mental.
En un texto que se alza como la poética personal del autor, se practica una diferenciación y se ocupa (de paso) un terreno de prudente distancia con los ornamentos del idioma:
No trabajo con símbolos
el cielo está despejado
Qué tienen en común “señales
sin objetos” y lóbulos
en el blanco
de tejidos
Conozco un pensamiento así
con la debida etiqueta
El aura que merodeaba por estos lares
a pedrada limpia
la eché
De la línea rota —cortada, como golpe en seco o latigazo— al sentido expedito de la prosa, Pedro Marqués sistematiza un estilo que compele a la acción y no al solaz verbal, ante el cual parecen colapsar la idea del hórror vacui y la grandilocuente grafomanía del barroco antillano. Versos raspados con cal, libres de bacterias-mugre (esos barrocos, esos neos, esos rococós), donde la modulación del paisaje deviene piedra monda y musgo seco, y exhibe su objetivo: un edificio (la misma historia) en ruinas. El ojo salta del proscenio al estrado y traduce su oficio en una lengua sin exteriores, ajena al decorado que impediría la nitidez viva de la escena.
Y con ese propósito echa mano de casi cualquier cosa que lo afirme en su erosión del texto: castellaniza un verbo (“no imparan”), verbaliza a su vez, un sustantivo (“no discordian”). Pasa por encima de las normas de lo simbólico y prepara el suspense, sin avisarlo: en la mayoría de los textos del libro, la realidad se devela en ciertas frases y giros finales, a manera de síntesis; condensaciones que dicen el sopor y el peso de las circunstancias descritas en el poema. Una práctica que somete lo lírico a la estética de la contención, de la concentración en formas mínimas, a la intemperie frente al salón cargado de lenguaje, mientras desliza un ars poetica al efecto para ser escuchado como instrucción de uso, explicándose:
amárrala
corto
con un yambo de cinco
pies
y arrástrala
a la casa
oscura del no
barroco
(esto si
puedes)
poesía
tiene su
cosa
Su respuesta ya no es la jarra del artesano (cf. Vitier), sino el sonido del recipiente, el vestigio, el ripio de realidad, puesto que también en ripios se nos presenta el hoy impersonal de la historia. Solo que ese hoy debe ser detallado tal cual, para lo que no sirve un tejido de símbolos sordos o vacíos; y el lenguaje será una suerte de retrato, de fotografía, como un ensayo general de recomposición de lo circundante: “Para nosotros, la poesía fue ejercicio./ Para ustedes, tal vez un don./ Nosotros, la hicimos con las piernas/ cuando podíamos haber ido en coche”.
Y en su ejercicio de recomposición al poeta queda solo el recuento, la acumulación expositiva como en un Wunderkammer, los cuartos de maravillas del xviii. Se explica entonces que aparezca en el curso de la lectura el texto-lista, el texto-nómina como sílabo de eventos, situaciones, materias, cosas. “Catálogo”, “Relación de objetos” o “(crónica)”, son inventarios que se leen como protectorados de la memoria, que el autor utiliza en fideicomiso. Acumulaciones como arreglo contra el tiempo y las mezquindades de la historia, de la supervivencia, de lo baldado.
***
Pero ello habla de una soledad en lo real, de una extrañeza: el que acumula —como en el síndrome de Diógenes— tira una amarra al pasado, y guarda para sí un segmento de tiempo envasado en relatos u objetos. Y esa colección de retrocesos implica un malestar, un proyecto de fuga: se oxida un tiempo de uso para detener uno nuevo, para no ver más que aquel otro al que constantemente se regresa.
Joseph Brodsky, en “La condición que llamamos exilio”, afirma que un escritor exiliado es alguien que siempre está volviendo a un tiempo pretérito, que se desplaza en dirección contraria aspirando retrasar el presente, mientras retiene el fragmento de ayer que ha conservado para sí. Alguien que padece una fiebre de búsqueda de significados (humanos, sociales, de gobernabilidad mental, de rentabilidad literaria y aspiraciones) a causa de su inadaptación a la nueva comunidad en la que se halla insertado como injerto. Una comunidad que, por lo demás, lo ve como una prótesis, un cuerpo extraño.
Me permito ahora agregarle un detalle a tales observaciones: un escritor —cualquier escritor, en el exilio o el terruño— no solo es un individuo que se muestra insolente frente al contexto que le ha tocado, sino algo todavía peor: siempre lo será. El placer, el acomodo, no están hechos para un fisgón social que tiene opiniones que decir al presente. Un escritor será un extranjero, incluso en casa, o no será. (Sucede que también en casa su propia comunidad puede verlo como prótesis, como un cuerpo extraño.)
Y cuando las circunstancias cierran cualquier desarrollo a esas opiniones; cuando no hay posibilidades de arriesgar una idea porque nadie la oiga o le interese, o no se puedan decir, el escritor regresa a su terreno conocido de antemano, que es su verdadero exilio. Lo que explica que siempre esté avanzando inexorablemente a su hontanar, hacia el inicio —como el Benjamin Button de David Fincher—, y al que solo resta arreglárselas con el lenguaje, que es, en resumen, su nación real, su bálsamo y asilo.
Pero estas son mis nociones de la escritura ante la vida común del exiliado. Marqués de Armas lo dirá así: “Estas no son palabras de la tribu. La vida que aquí llevamos es otra cosa […] La vida que aquí llevamos es un conato. Como cuando hablamos hasta tarde con los muertos”.
***
Leo estos Óbitos en un suburbio profundo de Santiago, enterrado como otro cualquiera y cuyo nombre, por suerte, no interesa. Un libro que (además) habla de un lugar llamado Cuba, y de un lugar llamado exilio y de la condición de paria de la escritura de su autor, que ha sido escrito en el desierto. Y pienso en que no podrán leerlo —que no lo leerán nunca— los lectores cubanos. Tampoco, creo yo, lo necesita: su lenguaje es neutro (diría Gilles Deleuze), lo que quiere decir eficiente, traducido, universal. Leo este libro, digo, y lo imagino así como una máquina de piedra, un menhir alzado en el desierto de la diáspora. Un menhir, un dolmen solo en el desierto, para ser visto (lo que es decir leído) en cualquier punto muerto del mundo.
NOTAS
1. La cercanía al trabajo del norteamericano no es incidental: Evans recopiló retratos de campesinos pobres estadounidenses que luego conformarían un libro titulado curiosamente Let Us Now Praise Famous Men (“Elogiemos ahora a los hombres célebres”), con el mismo sentido argumental que sustentan los textos de Óbitos: esa idea de los “hombres célebres” que son en realidad entes menores, homúnculos de olvido. Tal si fuese la historia del hombre contada por su propio retrato.
2. Una tesis de estilo que es ya asiento de nombre y huella escritural: el trabajo al modo “Marqués de Armas”, ese procedimiento encontrado allá en su famoso Cabezas (Ediciones Unión, 2002), que ahora se perfecciona en Óbitos. Concepto que, por lo demás, lo adhiere a lo que llamé al inicio como “junta y manifiesto”: el proyecto Diáspora(s) y sus alrededores textuales, al que el autor suma su particularidad versal, su marca normativa.
Javier L. Mora.