Esta vez sí tenía escrito un cuento que me parecía bueno.
Fíjense: es la historia no de un triángulo sino de un cuadrilátero amoroso. En el vértice protagónico coloqué a “Karla”, muchacha que se empareja, sucesivamente, con los ocupantes de los otros vértices: tres hermanos que llevan todos el “Carlos” y un segundo nombre.
Cierto que el conflicto central se da raramente dentro de los marcos de la vida real pero cabe, de cualquier manera, dentro de lo posible.
O sea: es “verosímil”, justo y solamente lo que debe exigirse a la mejor literatura.
(Y cualquier escritor sabe que sin algo de excepcionalidad no se obtienen buenos personajes y que de lo muy común no salen cuentos atractivos).
Por demás, un tema hondamente humano y de alcance universal: el contacto y fricción entre lo masculino y lo femenino. Amor y Sexo.
Encima, entré en frecuencia con quienes piensan que el demasiado coito ya aburre, y por eso evité mediante elipsis la narración explícita de trances eróticos.
También empleé la parábola, con el trazo de una analogía entre la actitud de humanos y chimpancés ante el trámite carnal.
En lo que me pareció una prueba irrebatible de mi ingenio como literato, hice que uno de los hermanos fuese biólogo evolutivo; el otro, pensador escéptico; y el tercero, aprendiz de escritor y devoto de Onetti.
Lo que me facilitaba discurrir con holgura sobre ciencia, filosofía y literatura. Profundos asuntos.
Mientras que la realidad nacional, insistente y erróneamente colocada por delante en la literatura del patio, logré encauzarla al rol de puro contexto. De la figura hacia el fondo, como diría el pintor.
Incluso me aparté del tono desolador, francamente patético en muchos casos, que caracterizó la literatura de los 90 (comprensible, no era para menos, tan mala se puso la cosa) para incorporar, en cambio, el dejo zumbón de los creadores de la última hornada. Ese choteo, sarcasmo y hasta cinismo, con el que le cogen la vuelta a las malditas circunstancias.
De modo que, en lugar del Shakespeare trágico, me monté en la cuerda de las comedias de enredos.
Y por supuesto, entregué la batuta al Carlos literato para que el empleo de un narrador en primera persona quedase bien justificado.
Suficientemente calzado el relato con la suma de todos esos aderezos, y viendo que llegaba hasta las 17 cuartillas —nada breve (o leve) y todavía tres por debajo del límite máximo pedido en las bases—, creí justificado el envío a la convocatoria del Premio Julio Cortázar.
Y me puse a esperar, esperanzado, el veredicto del Compañero Jurado.
Cuando llegó el anuncio… Nada, nadita, ni una mencioncita.
Quise leer los cuentos elegidos para saber en qué había fallado el mío.
Al final saqué mi propia conclusión: “Mi cuento, tal vez, no sea exactamente malo. Pero es obvio que tomé un rumbo equivocado. Si aspiro a cambiar la suerte en el año próximo, hay que emplear otra fórmula.”
Agarré del librero a unos cuantos escritores de renombre y los libros a mano de los autores jóvenes del momento. Subrayé unas frases y las transcribí sobre la hoja de Word en blanco.
¡Al carajo el meterse semanas ideando la historia en la cabeza! Empezaría con esas citas nada más sobre la página y me entregaría al puro instinto. ¡Me encomendaría a la escritura automática!
Lo que nació de ahí es el relato que pego a continuación.
Quisiera que lo leyesen con la perspectiva de ofrecerme consejo.
Tomaré por tal la votación de ustedes al final de esta página.
Si me dan hasta 10 votos de cinco estrellas, con este mismo cuentecito me la juego el año que viene.
VODKA BARATO Y LA OBRA MAESTRA
Toda clase de ficciones extrañas están a punto de romper, me había dicho Jorge L., o lo leí en un libro de Jorge L. La realidad se está poniendo rara, me había dicho Francisco U., o lo leí en un libro de Francisco U.
Rodolfo W, en cambio, está diciéndome ahora: “La realidad es un cristal. Puedo mirar a través de ella y ver la verdad. La vida es acción y la escritura es reacción. La literatura es un acto reflejo”.
Yo presiento que de un momento a otro empezará a hablarme de política y dejo de prestarle atención. Me doy un buche largo de vodka.
El vodka que bebo es barato y sabe rico. No tengo idea de cuál será el sabor de un vodka caro.
Busco refugio en Isabel A. Pero la cabeza de Isabel A. está en actitud de ventilador y con la quijada caída. Gira de izquierda a derecha, de derecha a izquierda; ora escucha a Arturo B, ora sorbe las palabras de Horacio O. Le extiendo un vaso lleno de vodka y ni se entera.
Antes, mis amigos se llevaban muy bien. Antes de que ambos fueran llamados a formar parte del jurado de un concurso de cuentos. Antes de que Arturo B decidiera que su voto sería para el cuaderno de Roberto B. y Horacio O. tomara partido por el libro de Julio C.
Me tomo el vodka servido para Isabel A. y pongo oídos. Ellos están enfrascados en una discusión horrible:
—Nuestra verdad posible tiene que ser invención. Todo es escritura, es decir fábula —replica Horacio O.
—La escritura suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada —replica Arturo B.
—Hay ríos metafísicos. Te vas a ahogar en uno de esos ríos. Los ríos metafísicos pasan por cualquier lado…—replica Horacio O.
—Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores. ¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla —replica Arturo B.
Y así sucesivamente…
A mí me asalta este pensamiento conciliador: “Lo Cortázar no quita lo Bolaño”. Aunque ni loco lo pronunciaría en alta voz. Y apuro otro vaso de vodka.
Horacio O. y Arturo B. hacen un alto. Evidentemente tienen las gargantas secas. Pero el vodka se acabó y ellos me recriminan y yo contesto que no tengo más dinero.
Se hurgan en los bolsillos y parece que ellos tampoco tienen más dinero. Me estoy sintiendo aliviado; sin embargo, logran acumular finalmente unas monedas y alcanza para otra botella de vodka barato.
A dúo dictan:
—Tú eres el culpable.
Me toca salir a buscar la botella.
—Faltan sólo cinco minutos para que empiece el toque de queda —advierto.
—No me importa —replica Horacio O.
—No me importa —replica Arturo B.
“Afuera me van a matar”, pienso. Aunque ni loco lo pronunciaría en alta voz. Y la verdad, o la realidad, es que empiezo a sentirme feliz.
Cierro tras de mi la puerta, o la vida, profesando que Horacio O y Arturo B, mis amigos, han vuelto a congeniar, como era antes.