Vinieron a buscarlo al tercer día. Una señora del CDR lo había visto entrar y avisó a las autoridades. No lo denunció antes porque primero tenía que resolver unos trámites en la Embajada de España.
Lo atendió el mayor Rodríguez, un tipo alto y achinado con cara de buena gente que lo miró diez largos minutos en mudo reproche.
—Que no seas revolucionario, va y pase —dijo al fin—, pero ¿tú no eres patriota?
—Me considero bastante patriota, sí.
—Entonces explícame por qué hiciste lo que hiciste.
Nicanor suspiró.
—Creo que se explica por sí solo.
—No, no se explica para nada —gruñó el oficial—. Si el por qué robarse una pieza del camión de Fast Delivery que usaron los estudiantes el 13 de marzo del 57 para asaltar el Palacio Presidencial es algo tan obvio y no está en abierta contradicción con el patriotismo, entonces yo debo ser un imbécil. ¿Me estás llamando imbécil?
—No —dijo Nicanor con suavidad.
El mayor hizo una mueca y siguió mirándolo sin hablar. El detenido le sostuvo la mirada hasta que se aburrió. El otro sonrió, satisfecho de su victoria.
—Tengo que admitir que tienes cojones. Ni siquiera te esfuerzas en negarlo.
—¿Y por qué lo negaría? Me vio Georgina, la del CDR. Es una señora seria. La conozco bien, incluso he estado en su casa. El nieto me vendió langosta un par de veces.
Rodríguez tomó nota. Mental.
—¿Y para qué lo hiciste?
—Tengo un Ford del 54. Se me rompió hace dos semanas. Con una pequeña adaptación, el alternador que me robé le sirve.
—O sea, que antepones los intereses personales a la salvaguarda de la honra y la gloria de la nación.
—No sé si hago eso. Pero el carro apenas lo uso para mí. Vaya, en los últimos cinco años sólo lo he usado para llevar a la vieja al médico. Tiene el sistema inmunológico muy bajo y coge infecciones de ná. Como está la gasolina, no puedo permitirme sacar el carro pá otra cosa.
—No sabía lo de tu madre.
—Pues sí, es por la vieja. Muy amiga de Georgina.
Rodríguez desvió la mirada. Creía conocer la ciudad y sabérsela toda. Creía conocer a los seres humanos, delincuentes o no. Pero mentira, siempre encontraba situaciones que lo sorprendían.
Este Nicanor era de poca monta, eso se veía. Un ladrón curtido tendría mejor montado su número. Como Angelito, aquel hijo de puta al que se la tenía jurada y que llevaba años tratando de coger, pero el muy tarrú siempre se escabullía. Angelito era el Lupin local.
—A nivel humano puedo hasta solidarizarme contigo, vaya —confesó—. Por otra parte, soy un mayor de la Policía y tú has robado propiedad estatal que, además, tiene valor añadido por ser parte del patrimonio histórico. Tenías que haber pensado en eso antes de cometer el delito.
—No, si yo lo pensé —dijo Nicanor—, pero no tenía opción. No tenía.
—No me jodas con eso. La gente le adapta partes de Lada a los carros americanos, canibalea vehículos estatales, revende piezas. Aquí mismo en la estación, tenemos… pero bueno, eso no te importa. No me digas que tu carro necesita un alternador tan específico.
—Necesita un alternador muy específico. El único carro que conozco que tenía uno igualito era el camión de los héroes, así que era ese o nada. Y aunque hubiera aparecido por la izquierda, no tengo dinero para comprarlo.
—Claro —bufó el policía—, no hay dinero, y qué rico, a robar.
—Bueno, por eso es precisamente que se roba.
Rodríguez decidió cambiar de táctica.
—Lo que trato de explicarte es que hay toda una gradación de robos posibles, incluyendo algunos frente a los cuales podría hacerme de la vista gorda. También soy un ser humano. Y mi vieja también está jodida.
—¿De la circulación?
—No. Vive en Niquero. Pero es que, coño, tú has ido a lo más grave. Ese camión ya no es un camión, sino un símbolo. Y nos pertenece a todos.
—Bueno, pues yo fui y cogí mi pedacito.
—¡Es que ese alternador no era tuyo, nadie te dijo que te tocaba! Todo el camión es de todos. Representa la rebeldía nacional.
—Y la sigue representando sin alternador. Nadie se va a fijar en eso. Si me hubiera llevado, qué se yo, el chasis, la carrocería, las ruedas, incluso el timón, bueno. Pero sigue teniendo el aspecto de un camión bueno para asaltar Palacios Presidenciales.
—Contigo no se puede discutir —dijo Rodríguez, y salió. En realidad fue al baño, pero no explicó lo que hacía para que el otro se pusiera nervioso. El dominio de sí mismo que mostraba Nicanor resultaba casi obsceno.
Bien mirado, no es autoconfianza, sino resignación, se dijo el mayor mientras orinaba, virilidad en mano, cuidando de no rozar el inodoro. Resignación. La gente como Nicanor delinque hoy día no porque tenga alma criminal, sino porque los hemos llevado a ver el delito como una opción normal, práctica, una estrategia de supervivencia cotidiana. Nadie subsiste en este país sin comprar carne en el mercado negro, sin revender el café, sin cemento robado. Yo mismo azulejeé el baño de Xiomara con lo que me vendió Estrada, el prieto del Barrio Obrero. Me dijo que los azulejos se los dejó en herencia un tío de Nueva Gerona, así que tenían valor sentimental, y me clavó con el precio. Qué hemos hecho, concluyó Rodríguez, sacudiéndose el miembro para escurrir las postreras gotas, y por qué empleo el plural si en definitiva yo no hago más que cumplir órdenes.
Nicanor seguía sentadito en la silla, mirando a la pared.
—Eres periodista.
—Trabajo para un periódico. Soy fotógrafo, aunque he escrito alguna que otra cosita.
—O sea, que eres una persona instruida. Un profesional. Y, por lo que veo, también un profesional del robo. ¿Cómo te las arreglaste para sacarle el alternador al camión, a la vista de todos?
—Me disfracé de fumigador contra el mosquito, y dije que se había detectado un foco dentro del camión.
Un buen truco, admitió Rodríguez para sí. Y volvió a pensar en Angelito. Su archienemigo no tendría ese refinamiento, pero es que en primer lugar no se robaría el alternador del camión. Resultaba mucho más probable que se robara el camión entero para venderlo por piezas, o a algún millonario de afuera, coleccionista y excéntrico.
—¿Qué hago contigo, Nicanor O’Donnell? —se preguntó Rodríguez, histriónico— Mira, devuelve el alternador y vamos a hacer como que no pasó nada. Eres un buen tipo, no tienes antecedentes, y al hombre que se equivoca hay que darle una oportunidad…
—Sí, pero si me hace devolver la pieza, volveré a robármela —advirtió O’Donnell lealmente—. Tengo que garantizar los turnos de la vieja con el médico…
Rodríguez pestañeó con incredulidad, y soltó una risa que parecía un jadeo.
—No seas bruto, coño. Si te meto preso, igual te quitaría el alternador, y ahí sí que no podrías hacer nada por tu señora madre.
—Es que no hay nada que hacer. El único alternador que me sirve es ese, ya le dije. Si me ayuda a encontrar otro en La Habana, le prometo que no vuelvo a tocar el camión de José Antonio Echeverría.
—Pero, ¿tú te piensas que yo no tengo nada mejor que hacer que resolverte un alternador? —rugió el mayor, elevándose ante el detenido como un genio encabronado ante Aladino— ¿Qué carajo tú te piensas que soy yo, chico, un negociante, un merolico, uno que trafica con la propiedad del Estado? Mira, alégrate…
Asomó Bolaños, el sargento de guardia. Cuadrado. Es decir, se cuadró militarmente al entrar.
—Permiso, mayor. Hay información urgente, que…
—Hable.
—Le traigo una noticia buena y una mala —clasificó Bolaños, con cierta satisfacción—, usted me dirá…
—Primero la buena.
—Hemos localizado a Angelito. El agente Montero lo encontró en Arroyo Arenas, en casa de una querida, una tal Xiomara.
Rodríguez palideció. Xiomara. Arroyo Arenas. No podía ser. Esa mulata no podía ser tan singá… Claro, con razón Angelito no aparecía. Es lo jodío de la quintacolumna, viene a ser como un parásito que te come de adentro. No se te puede olvidar proponer a Montero para un ascenso, se dijo.
—Vamos ahora mismo.
—Y ahí cae la mala noticia —continuó el sargento—. El capitán Artiles se llevó todo el parque automotriz de la unidad, para otra operación en gran escala. Órdenes superiores.
Rodríguez soltó un gemido. Era demasiado bueno para ser cierto. Angelito y Xiomara no podían caer junticos, el mismo día. Podía cazarles la pelea, claro, pero lo rico era cogerlos ahora, mansitos, y partirles los cojones. A los dos.
—Yo tengo mi Ford parqueao afuera —dijo Nicanor.