a Pedro
y a Françoise,
a quienes ya no conoce el toro ni la higuera.
Llevaba algunos días con una molestia rara; no hubiera sabido decir exactamente qué. El estrés. Trabajo demasiado, pensó. Llevaba ya varias semanas con la responsabilidad del servicio; además de su trabajo normal, jefe de servicio del departamento de neurocirugía para adultos en el ala B del Hospital Arnau de Vilanova, despachaba todo el papeleo administrativo y se ocupaba de toda la organización: secretarias, enfermeras, auxiliares de limpieza (para lo cual era muy estricto, psicorrígido, decían los demás, un verdadero talibán, y durante las visitas y contravisitas vespertinas dejaba rastrear el dedo por encima de los azulejos para ver si había mugre pegada a éstos), material, carísimo, microscopios para la microcirugía, microinstrumentos, microcámaras para seguir en la pantalla la progresión de la delicada operación llevada con éxito en los recovecos de la materia grisácea del bulbo raquídeo, tema de su tesis de doctorado,1 que tanto se parecía a la de las granadillas que comía para Navidades, en su lejana y perdida tierra de allende el Mediterráneo.
Aún recordaba la no tan remota tarde en que defendió aquel tocho de quinientas páginas que le había costado tirarse noches enteras en el depósito de cadáveres del Hospital General para quitarles el raquis a los muertos y llevárselo a casa, sin que se enterara mucho su mujer y sus hijos pequeños que ya empezaban a caminar y gatear por su despacho. Los colocaba dentro de un tupperware en la nevera con prohibición absoluta de abrirlo y de darle el contenido al perro; ir con mamá, papá debe estudiar lo que ha comprado en la carnicería; no, no son desperdicios, sí, después ya veremos si se los echamos a Askén, aunque los huesos no es lo mejor que se le pueda dar, lo dijo la veterinaria, acordaos, el pienso es suficiente y más sano. Una vez, había protagonizado, sin quererlo, una situación que hubiera podido ser cómica en otras circunstancias; era aún interno de los hospitales. Había muerto la víspera un enfermo, un hombre de unos cincuenta años, de un derrame cerebral masivo. Nada se pudo hacer por él. Permaneció en estado comatoso unos días, y se fue hundiendo poco a poco hasta llegar a un extremo del que no se podía regresar. De haberse salvado, hubiera quedado como una planta verde en un macetón de cerámica china. Se le comunicó a la familia que toda esperanza era, en adelante, vana, y se le pidió la autorización para desconectarlo de toda la parafernalia que lo mantenía artificialmente en vida. Era donante de órganos. La familia había venido a despedirse de él antes de que se lo llevaran a otro servicio donde lo operarían para recuperar riñones, córnea, bloque pulmones-corazón, todo lo recuperable. El jefe del servicio alzó los hombros, impotente. La mujer y los hijos lloraron, gracias doctor, de nada doctor, gracias por todo lo que intentaron, le quedamos agradecidos, mañana la llamo, señora, y conduciremos los restos mortales de su marido a casa, le acompaño en el sentimiento, etcétera, etcétera. Los familiares permanecieron un rato con él, agarrados al calor de su cuerpo, aferrados a unas carnes queridas que pronto serían marmóreas y desaparecerían luego, lo que quedara de ellas, en un túmulo apocalíptico de corrupción y podredumbre silenciosas. Lo dejaron como dormido, incluso el aparato respiratorio producía un ronquido similar al de un ser vivo, con el calor y el nivel de humidificación necesarios, en la habitación, para asegurar la recuperación de los órganos para los trasplantes en las mejores condiciones posibles. Los otros enfermos receptores ya esperaban en los servicios adecuados con los equipos preparados para el zafarrancho.
Recuperó el cadáver a eso de las cuatro de la madrugada. Sabía que de paso le quitaron hígado, bazo, páncreas, vesícula, colón e intestinos; sabía también que lo habían rellenado con vendas escayoladas de las que se utilizan para las roturas de hueso, por lo del peso. Un cadáver demasiado ligero puede ser problemático, no porque los familiares se sorprendieran de su súbita ingravidez, los familiares no suelen tocar el cadáver, salvo algunos, para besarles las manos o la frente, muy pocos, sino porque los empleados de la funeraria en el momento de la colocación en el ataúd podían permitirse algún comentario desagradable para todos en un momento que no lo requería y sí, serenidad, compostura y entereza. El depósito, ni que lo hicieran a propósito, era más tétrico que en una película de terror expresionista. Una bombilla viuda y amarillenta pendía del techo y difundía una luz mortecina, como era de esperar. Las mesas de cemento pulido estaban alineadas, tres mesas, con un grifo de latón en la cabecera, una manguera de caucho negro empalmada en él y un desagüe a los pies. A los lados, unos pequeños conductos acanalados dibujaban una compleja red por donde correrían los humores y los cuajarones de sangre negra que se llevaría luego el agua y el desinfectante. Los ventanales, detrás de unas imponentes rejas y mosquiteras, estaban herméticamente cerrados. En el fondo de la habitación se encontraban los cajones. Me cagüen, farfulló. Y eso que les dije que me lo dejaran preparado. Pero las operaciones se hicieron muy tarde y se ve que los empleados regresaron cuanto antes a su domicilio. Si había protestas, debieron pensar, ya intervendría el sindicato. Fue abriendo cajones hasta dar con él. No fue cosa fácil. Se meten los cadáveres de cabeza, así que el primer espectáculo que tiene uno son los pies, desnudos. En una cámara aparte, un cadáver esperaba, preparado, vestido y maquillado en su camilla metálica de ruedas como un faraón de la tercera dinastía a un arqueólogo inglés de antes de la guerra del 14. Vio pies de mujeres, con las uñas pintadas y el esmalte desconchado, de hombres, algunos con un único calcetín, de recién nacidos con los patucos de lana azul o blanca puestos; por fin dio con él cuando el tanto abrir y cerrar compuertas empezaba a marearlo. Se puso el delantal de hule, los guantes de goma entalcados y con grandes esfuerzos, después de haberlo sacado de su compartimento, lo aupó como pudo, abrazándolo con algún asco y repulsión por el contacto gelatinoso y frío de la piel. Era un pelele, ahora comprendía lo que era la expresión “pesar lo que un muerto”. Intentó ponerlo de pie y tumbarlo en la mesa, pero las rodillas flaquearon y las piernas se doblaron cayendo el cadáver al suelo, entre el polvo y charcos de líquidos indefinidos. Todavía no tenía la rigidez que hace que parecen de palo. La espalda y las nalgas estaban moradas. Al ir enfriándose el cuerpo, la sangre se depone en los vasos inferiores y como suele estar tumbado boca arriba, el rostro, el pecho y la parte delantera quedan blancos como el mármol de Macael mientras va cuajando la sangre en las profundidades. Como el líquido de refrigeración de una nevera cuando se desenchufa. Por fin logró acostarlo. Se había soltado el pañuelo que le habían atado a la cabeza y la mandíbula inferior se desencajó dibujando una risa horrible. Algunos de los algodones que le habían colocado en los orificios, las ventanas de la nariz, el ano, el sexo, se habían desprendido con los forcejeos. Había sido un hombre, un ser vivo, con familia, padres, hermanos, deseos y odios. Ahora era un objeto, una pobre cosa, un pecio arrojado a las costas de la lóbrega muerte. No llegaba a sentir especial emoción; quizá por culpa de una película a la que lo llevó su padre cuando era muy pequeño, tendría unos cinco o seis años, en donde se veían unos buldózeres empujar montones de cadáveres que iban rodando, agarrándose entre sí, desarticulados como títeres. Ya mucho antes de descomponerse eran tierra con forma vagamente humana. Se veían ojos profundamente abiertos en lo más hondo de unas cuencas desmesuradamente inmensas, orejas grandes y finas como las alas de los murciélagos, pies grünewald, con dedos retorcidos como sarmientos. Ya nunca más podría desprenderse de esa imagen fantasmal de la humanidad. Comprendía vagamente cómo se había constituido poco a poco la idea del alma que habitara el cuerpo. No era sino la vida misma, o mejor los recuerdos de la vida de uno que permanecieran en la memoria de los demás. El alma existía mientras existíamos en el pensamiento de otros seres, amigos o enemigos, y desaparecía, se extinguía cuando no quedaba de nosotros ni el recuerdo de nuestra confusa existencia. Este pobre hombre a quien iba a rajar como sumo sacerdote en la piedra de sacrificios del templo de la ciencia, una ruinosa mesa de cemento en un más ruinoso depósito, consagrando su muerte al improbable sol de la sanidad, continuaría su existencia mientras hubiera alguien, quizá yo, que lo recordara aunque no fuera más que bajo la forma con que lo maltrataba esta noche.
Hizo una incisión en la piel del cuello con el mismo cuidado que si hubiera estado vivo. Un corte horizontal limpio a la base del occipucio, otro vertical que seguía el espinazo hasta altura de los omóplatos donde procedió a otro horizontal2. La grasa, de color ámbar, ya con visos grisáceos, exudaba como gotas de rocío, ligeramente transparentes que iban, cuando corrían por la piel, enturbiándose como las palomas de Anís Tenis de Limiñana que se tomaba los domingos en que iba a almorzar a casa de sus padres. Después de otros cortes de músculos y tendones llegó hasta el ansiado raquis que recuperó con la meticulosidad necesaria: atlas, axis, C3, C4, C5, C6 y C7, disecó, como aprendió de sus maestros, los prolongamientos nerviosos de la médula espinal. Y se dispuso a coserlo con burdo hilo azul de nylon. En su precipitación o debido al cansancio (había estado ayudando a operar toda la mañana a su jefe de clínica) no pensó en que sin vértebras cervicales su cadáver iba a encontrarse con la cabeza a altura de los hombros, descansando directamente en las apófisis de D1, y que eso iba a molestarle un montón a la familia por mucho que fuera de buena composición. ¡Damn’d! La verdad es que solía hacerlo con vagabundos o ancianos que morían en el servicio de geriatría y cuyos cadáveres nadie venía a reclamar y el asunto nunca le había preocupado más de lo debido: terminaban incinerados o en el instituto medico-legal para instrucción de los jóvenes estudiantes de medicina. Pero esta vez no iba a ser posible. En buen lío se había metido, ¡y a las seis de la mañana! Dentro de unas horas vendrían a por él para llevarlo a su casa y prepararlo para las exequias. En casos extremos el hombre es un ser mañoso. Vio que andaba rodando por ahí una fregona, que utilizaba el agente de limpieza para el suelo; el mango era de metal, hueco, ligero y medio comido por tanta lejía y por haberlo olvidado tantas veces en la cubeta llena de productos agresivos. Lo partió sin dificultad alguna del tamaño requerido, unos veinte centímetros, uno tiene el pijo del mismo tamaño que el cuello, a cuello corto… se sonrió para sí mismo en la semipenumbra de la habitación. Luego, con un clavo no muy torcido que encontró tirado en el cajón de una mesa, lo traspasó de parte a parte, dejándolo salir de un lado y de otro lo suficientemente como para que pudiera apoyarse la cabeza en esa cruz de mala fortuna que había fabricado. Y así hizo. Hincó la cruz realizada en el orificio de la base craneal que antes descansaba en el atlas, a manera de soporte, con las puntas salientes del clavo bien apoyadas en los esfenoides y colocó el otro cabo del mango en la primera dorsal. Parecía otra cosa, quizá con el cuello un poco más estirado que antes, pero no iba a quejarse por haber crecido unos centímetros después de morir. Como el duque de Guisa, recordó alguna estampa de su infantil libro de historia, más grande muerto que vivo. Con la rigidez cadavérica postrera quedaba todo arreglado. Luego se enteró de que con los meneos de los empleados de la funeraria, su chapuza no aguantó y se metió brutalmente el mango en la cavidad craneal hasta la empuñadura, si se atreviera a decir, provocando en el cuerpo un estremecimiento parecido al que hacen algunos bailarines de ballet moderno, como si se quisieran meter la cabeza dentro de las espaldas, hasta el culo. Los hijos aullaron, y varias personas, entre las cuales la mujer, se derrumbaron hechas un taco al suelo, otras pataleando y mordiéndose los puños; hubo incluso una vecina que cayó de rodillas, con ojos alucinados, comiéndose cinco decenas de las cuentas del rosario, realizadas con huesos de aceituna, y tartamudeando ¡resucitado es, resucitado es, Ave María Purísima! Un empleado de la funeraria salió disparado, cagándose por la piernas abajo y dejando un tufo y un hedor que le achacaron los colegas al muerto; corriendo como un loco, arrancó el coche con flores, coronas y todo, a nuestro querido amigo, los excombatientes de, los socios de, los ajedrecistas de y los compañeros de, que fue perdiendo por las calles y desapareció en el variopinto tumulto de la ciudad navideña. A los cinco días, regresó a la empresa con la promesa expresa de un aumento de sueldo y una semana suplementaria de vacaciones para las próximas fiestas.
Caminaba por el pasillo con alguna preocupación. Ese día no se había ocupado del polvo de los azulejos. La enfermera jefe miró, sorprendida, al tropel de enfermeras, estudiantes, jefes de clínica e internos. Pero no dijo nada. El día no parecía estar para gastar bromas y no sabía cómo podía tomar una reflexión festiva por parte suya. ¿Para cuándo está prevista la operación de don tal? La enfermera jefe se sumió en la lectura de su cuaderno. Mañana, a las nueve. Bien. No podré hacerla. Se volvió hacia su jefe de clínica. No fue menester que preguntara. Sí, señor, yo me encargo de todo. No problemo. Había trabajado un tiempo, haciendo prácticas en el servicio, un cirujano libanés que había estudiado en la Universidad de Estado Danylo Galytsky de Lviv, allá en Ucrania; éste lo apañaba todo, incluso sus errores, con esta muletilla. Desde entonces fue costumbre entre todos remedar su manera de hablar que no su estilo de operar, por suerte para el género humano. El cirujano libanés, doctor Meruaní, había protagonizado alguna buena faena. Una vez, había caído un obrero de la construcción desde lo alto de un andamio de tres pisos. Urgencias lo trajo con todo el pimpón, pimpón y el titatá necesarios. Esa tarde, aquél estaba de guardia y delante de tanta sangre y magulladuras en el cuerpo del obrero, un hierro grueso como el meñique, que tuvieron que recortar los bomberos, le traspasaba el riñón de parte a parte, se azaró y no se le ocurrió otra cosa que coger el berbiquí y efectuar una trepanación en el herido sin afeitarle la cabeza ni desinfectarla ni limpiarla siquiera. El hombre enrolló los brazos, en rotación interna, y se fue al otro mundo sin rechistar. R.I.P. No problemo. Las operaciones del cerebro hay que efectuarlas muy rápidamente. De no ser así, el cerebro empieza a hincharse como la pasta de un bizcocho en el horno. Otro día nuestro cirujano procedió como Dios manda, o como lo exigen por lo menos las artes médicas. Afeitó la cabeza del paciente, desinfectó, abrió la piel del cráneo, y cortó muy cuidadosamente con una sierra eléctrica, parecida a un caballo pero pequeño, la coronilla. Al cabo de media hora seguía con su tubo aspirador chupando células y materia gris, muy nervioso ante las miradas más nerviosas de las instrumentistas y del anestesista que no paraba de mirar la hora en el gran reloj del quirófano. Por fin terminó, pero cuando quiso ponerle la tapa de los sesos al enfermo, su cráneo parecía un cazo de leche hirviente. No problemo. Aspiró todo lo que sobraba hasta que encajó en la bóveda y tan tranquilo se quitó los guantes que arrojó a una palangana que había a los pies de la mesa, llena de cuajarones y gasas ensangrentadas, y muy satisfecho y magnánimo le dijo al ayudante, anda, ahora te toca a ti, para que vayas aprendiendo, te dejo terminarlo. No olvides limpiarle luego la cabeza con mercryl laurilée, concluyó magníficamente. Hubo incidente diplomático, pero esa vez, fue la de más y el director del Hospital lo despidió a cajas destempladas. ¿Cómo puede arreglarse Oriente Medio con gente así? Es de esperar que todos no se le parezcan; pero terminó de profesor en la Facultad de Medicina y jefe del servicio de neurocirugía, sección varones, en el Hospital San Jorge de Beirut. No problemo, Israël tiene un porvenir asegurado y radiante, por mucho que haga el Jezbolá, con aliados objetivos de esta calaña, capaces de cargarse una ciudad de más de medio millón de habitantes como otros hacen hachís. Jesús, amén.
Regresó a su casa. Llenó la bañera. Se hundió en el agua caliente y perfumada permaneciendo así hasta que sus pulmones no pudieran aguantar más tiempo. Oía los ruidos amortiguados, lejanos, de épocas anteriores; se le agolparon recuerdos que creía olvidados para siempre jamás, de cuando nació su hermana pequeña que sólo tenía unos tres años menos que él. Durante la estancia de su madre en la clínica del Palmar, fue su padre quien se ocupó de su hermano mayor y de él, quien les hacía de comer, pésimamente —luego su madre tuvo que tirar al cubo de la basura todas las sartenes y todos los cazos quemados—, y sobre todo quien jugaba con ellos. Se colocaba unas sábanas de la cama matrimonial encima de la cabeza, lo que nunca su madre hubiera permitido, y los perseguía por toda la casa, gritando como alma en pena, con voz profunda y cavernosa, huuuuuuu, huuuuuu, soy el duuuuende de la Almediiiina. Si llegaba a agarrarlos, los mataba a cosquillas hasta que pidieran merced entre risas y llantos. Tendría él dos años y poco. La sábana quedaba que ni la de Turín. Luego se mudaron a otra casa, más espaciosa, se necesitaba una habitación para la niña, pero menos graciosa, con menos misterio. Así son las casas nuevas que no tienen duende por mucho que se disfrace un padre de uno de ellos. Él había visto a uno de éstos en su antigua casa. De eso estaba seguro aunque nadie nunca le creyera. Y eso que sus padres y hasta su hermano estaban con él, en la misma habitación. Su hermano sentado en la cama de los padres, con el flequillo y el remolino de siempre, ya usaba gafas. Era poco después del pulpo. O antes, que para este recuerdo no lo tenía muy claro. Pensó en la suerte que tenía: ya no había pulpos en las bañeras, que de ser así no estaría como estaba ahora jugando al capitán Nemo con el culo pegado al fondo esmaltado de esta, flotando entre aguas jabonosas, espuma de lavanda provenzal y pelos púbicos. Su padre estaba de pie, con una gabardina que había comprado en Sitges cuando conoció a su madre que vivía entonces con su hermana Máxima, una putarra fascista que no tuvo reparos en denunciarlo a la policía franquista, lo que motivó su partida urgente para Orán, en una tartana de pescadores con quienes jugaba al fútbol. Lo que era la vida: su padre había luchado contra los moros de Yagüe y del cabrón de Asencio durante la guerra civil, allá en Badajoz donde naciera, luego más tarde, después de que lo hubieran puesto a construir el transahariano, contra los del FLN a los que nunca llegó a tenerles simpatía por eso. Los moros son gente que no respetan más que la violencia, decía, ¿cómo quieres darles democracia? Pero eso de juntarse con esa gentuza de la OAS, ¡en la vida!, macarras, chulapos, venteros, cabreros que le habían negado un vaso de leche, desgraciados que los habían agobiado tratándolos de sale espagnol, bouffeur de tomates, cuando los propios padres o abuelos de quienes creían insultarlos habían nacido en las barriadas más pobres de Barcelona, de Valencia o en algún pueblacho de mala muerte de Alicante donde morían de hambre.3 Seguía flotando. ¡Muertos de hambre! El agua le acariciaba la piel; de sus poros salían como burbujas que permanecían aglutinadas antes de estallar a la superficie mezclándose con las de jabón. Abrió los ojos debajo del agua cuando sus pulmones iban a reventar y emergió sofocando como cuando, algunas noches, olvidaba respirar. ¿Será esto el respingo de la muerte? Él, que la conocía tan bien, que se codeaba con ella cada día no llegaba a acostumbrarse a ese trance, siempre misterioso. Cuando su padre murió, lejos de la tierra de su infancia, España, que había amado con locura, él no estaba a su lado. Dicen que murió de noche, sin darse cuenta, tranquilo como lo había deseado. Pero él sabía que no podía ser así, que siempre hay un momento, que debe haber un momento… Cuando llegó, después de casi cuatro horas de avión, encontró en el platillo de cristal donde su padre solía poner los medicamentos que tomaba de noche, las tres pastillas que le permitían dormir con alguna tranquilidad a pesar del dolor que le procuraban sus antiguas heridas. Siempre había creído que estaría a su lado en ese momento. Fue una voz, fría, que le anunció, señor, debo comunicarle que ha ocurrido una grande desgracia, su padre ha fallecido esta noche. Eran las cinco de la madrugada. Me despertaron los llantos de su madre, me levanté corriendo, lo siento mucho, yo estimaba mucho a su padre, pero él ya estaba en otra parte, mucho más lejos de un llanto que no le salía y de unas lágrimas que no corrían, jugando con su padre allá tan lejos, tan lejos de esas paredes y de esa lluvia primaveral que limpiaba las hojas de los árboles y cada gravilla del camino, saltando en su pierna buena, arre burriquito vamos a belén, en el sillín trasero de su moto, muy abrazado a él para no caerse, oliendo, respirando con todas sus fuerzas el olor a pintura y a barniz que se desprendía de su chaquetón gris antracita con botones de gálbulos de ciprés, cuando su padre usaba aún boina para proteger del viento y de la lluvia su calva incipiente, canturreando alguna copla de la guerra cuyos versos le llegaban entrecortados, a medias, por estar pegado a su cuerpo pero que percibía como la vibración de un ronroneo gatuno, no me marcho por las chicas, que las chicas guapas son, guapas son, me marcho porque me llevan a picar a un batallón, batallón de pico y pala, batallón de pico y pala, construyendo carreteras y ahora haciendo nuevas pistas para la próxima guerra, y aquí se acaba la historia de este pobre prisionero que tenía más mierda encima que el palo de un gallinero, o alguna copla de una zarzuela que había aprendido de cuando la chacha los llevaba a la función de tarde, a él y a su hermano Perico, siendo niños ellos, al Teatro Cervantes o al Apolo, cuando un hombre se quiere casar si puede ser, ha de mirar la gracia de la mujer, en el amor la belleza es lo primero, mas lo mejor es el garbo y el salero, gentil mujer tu gracia sin rival nos tiene que vencer, ¡ah!, y tantas que él escuchaba con más deleite que las que daban por Radio Nacional de España y su tiiituriito, tiiituriito que anunciaba los programas de música entremezclados con las afónicas y entusiastas voces de Radio Pirenaica que siempre andaban ganando la perdida guerra más de diez años después, agarrado a él, agárrate bien a mí que si te caes la mamá ya no te dejará venir conmigo al chantier, decía ya afrancesado, y no te digo el coscorrón, arre burriquito, arre arre aaarre, que mañana es fiesta y llegamos tarde.
Bien, dime si te duele cuando te aprieto aquí. No iba a dolerle. El muy cabrón le hundía las dos manos cruzadas de punta debajo del costillar despertándole dolores que había olvidado desde que naciera. Si sigue le vomito encima. Bien, muy bien seguía diciendo. Pero le veía la cara de preocupación que ponía. Eran amigos de promoción y se conocían demasiado para engañarse uno a otro. Nada, te mando a radiología y lo vemos. Señorita, llame cuando pueda a, te importa si te mando a ver a Privat, es un hijo de puta pero es el mejor; también puedo mandarte, si quieres, a su jefe de clínica que es mejor persona. Qué le importaba a él uno como otro. Lo que quería era salir huyendo de ahí, respirar hondo el aire afuera, sentir el chasquido cobrizo de los prunus y la soñolienta oscilación de los cipreses columnaris del parque del hospital. Señorita, llame cuando pueda al profesor Privat pidiéndole cita para mi amigo, sí, mañana me parece, ¿te parece mañana?, oír, ver cómo seguía todo igual, impávido, indiferente. La sabiduría suprema. La indiferencia del mundo que nos circunde y en el que no reparamos cuando vivimos atareados, creyendo, románticos, que los vegetales o los animales o las piedras son como nosotros y que viven nuestros problemas o los reflejan cuando somos nosotros quienes proyectamos en ellos algo que no les pertenece ni les importa. Ellos viven con vida propia. Y los pájaros cantan en medio del estruendo de las batallas, y las chicharras chirrían como locas cuando tabletean las ametralladoras con su tacataca, con su tacatacatá, y las hormigas pasean, con la tranquilidad de un monje budista o shaolín, por la mirilla del colimador mientras caen los aviones en barrena y la capacidad de olvido del mar es inmensa. Las cruces de piedra, en los cementerios, son las nuestras, las que llevamos a cuestas, son los mojones de los vivos que señalan los límites de sus propias vidas; no son de esos para quienes el futuro es pereza, disueltos en una densa ausencia de roja arcilla que absorbe su blanca especie.
Un tumor. Un maldito tumor. Los hay que se meten a cura por miedo al más allá, a militar por miedo a la guerra, a maestro de escuela para conjurar la angustia que sintieron cuando eran niños y tenían que ir a aprender el abecé y el uno por uno, uno; una vez llegó a pensar que se había metido a médico por miedo a la enfermedad, que la bata blanca lo protegería a él y a los suyos del sufrimiento y del dolor y de las largas esperas en los pasillos, tumbado en una camilla de ruedas, con una sábana marcada en azul con el nombre del hospital o de la clínica, y del olor a éter, a alcohol, a mercuro cromo, a gasas aseptizadas, a orina, a mierda, a comida barata retestinada o percudida, vomitada o digerida, a suela de zapatos, a calcetín sudado, a sangre, a hierro, a pintura vieja, a noche, a coche, a derroche, a adioses, a luz tenue, a ayes, a madrecitas de mi vida, a biombos, a silencios, a nada.
La anestesista, joven detrás de la mascarilla a medio poner que sujetaba con la mano izquierda, le había dicho, usted ya sabe cómo va la cosa, tranquilo y cuente hasta cinco, ja, eso no valía con él, iba a ver lo que iba a ver esta jovenaza. Hasta cien contaría, hasta que se aburriera, y las tablas de multiplicar, y los quebrados, y la regla de Pitágoras o de quien fuera, y los logaritmos; el viento soplaba en sus oídos, lejano y rumoroso, mientras las olas batían las rocas de Cap Falcón.
No pasa nada, no pasa nada, oía muy lejos, señorita, venga pronto, tiene el despertar muy agitado; sintió manos que lo sujetaban, lo mudaban de postura. ¿Cuánto tiempo había pasado? Le parecía que muy poco; no tenía recuerdos exactos de dónde estaba ni de lo que hacía. Vio a alguien que le pareció ser una enfermera hacer no sabía qué, al lado de un hombre, todos con bata; estaba desubicado como después de una borrachera; poco a poco todo fue encajando cada pieza; estaba en la UCI, lo habían operado esta mañana e iban a conducirlo a su habitación donde estarían probablemente esperando ya su mujer y sus hijos. Luego llegaría el cirujano, sonriente, ¿qué, jabato? y él preguntaría con la mirada para saber qué había dado el análisis anapatológico de lo que le estaban quitando y al que habían procedido durante la operación por si fuera un carcinoma que hubiera necesitado la resección de ganglios y una exploración más consecuente. El proceder habitual.
Estaba acostado encima de las sábanas. Había pasado una noche fatal. La enfermera de guardia le dijo que si quería podía dejarle unas pastillas para el dolor, pero él era un hombre con aguante y dijo que no, señorita, señora le contestó con picardía, señora, aunque a mi marido lo veo poco, la verdad, de camionero por los caminos de Dios, hoy aquí y mañana en Bombay; era joven y agradable y le daba aún más por culo, por eso mismo, tener que confesarle que le dolía una barbaridad el tajo que le habían hecho y que cuando respiraba parecía que le arrancaban las tripas como a San Erasmo y respirando muy poquito a poco, no, nada, usted, tranquila, si no puedo, ya, la llamo, por mí no se preocupe que de todos modos no puedo dormir y todos me llaman para que les lleve la píldora mágica que les conduce directamente al país de los ensueños. Hablaba como si estuviera camelleando a la entrada de un puticlub; además con la bata blanca muy fina se le transparentaban las tangas y el sujetador. No llevaba otra cosa. De dónde sale este ángel custodio, se dijo. Está para la propaganda, no puede ser de otra manera. En su servicio, las enfermeras eran feas y con más años que Matusalén; e iban más arropadas que Paul-Emile Vïctor descubriendo los restos de un campamento ruso en el Antártico un día de fuerte blizzard. Debe ser algún efecto de morphing provocado por la anestesia que transforma la realidad: es fea, vieja pelleja y culo de coneja, y no me propone otra cosa que el termómetro para que me lo meta en el mismísimo culo. Pero no, seguía mirándolo, tentadora y provocante, ¿me llamará si le duele mucho?, con una sonrisita diabólica, Eva tenía que ser así, seguro que hasta llevaba tangas y no nos lo cuenta la Biblia; vale, la llamaré, sí; tu madre, pensó, demasiado le hubiera gustado a ella que el jefe del servicio de neurocirugía la llamara a medianoche como un mocoso, lloriqueando, ay, ay, y ella, no se preocupe señor que ya estoy aquí a su lado, con un vaso en la mano, espere le aguanto la cabecita, déjese, tomése la pildorita, y beba muy despacito, con la medallita de oro bailoteándole entre los pechecitos. Las enfermeras guapas siempre levantan la moral de los enfermos, le había dicho su colega el día anterior, y tras una breve pausa, soltando seguramente por enésima vez un chiste que siempre soltaba con los nuevos pacientes, bueno, la moral y otra cosa también. Pero él, en su quince, abstine, sustine que dijo el latín. Y se abstinuó y se sustinuó toda la noche. A joderse, por tonto y gilipollas. ¡Qué larga se le hizo! Las noches ya son largas de por sí en un hospital, pero cuando uno es el que sufre, más largas aún. Pensó una y otra vez en las frases ridículas que él solía despacharles a sus pacientes cuando se le quejaban o a su padre cuando le pedía que le recetara más diantalvic porque no sabes tú bien lo que me duele hoy la pierna: vamos, usted ya no es tan niño don tal, el dolor no existe, es sólo la idea que te va a doler lo que duele, papá, que estás drogado con tantas cápsulas como tomas, y otras pijadas por el estilo, y de prisa, de prisa se escurría hacia otro enfermo menos locuaz, más sufrido que el anterior o comatoso y de prisa, de prisa se largaba de casa de su padre para no pensar en su propio dolor.
¿Se dio el caso de que nacieran gemelos en tu familia? ¿Por qué me lo preguntas? le contestó, sonriente, ¿me cambiaron sin que me diera cuenta esta noche a la sección de parturientas? ¿Estoy en Arnau de Vilanova, en tu servicio, o me condujeron a Maternidad? Sentía aún el dolor de la cicatriz, una molestia tenue cuando se volvía en la cama, harto de permanecer en una postura que le producía hormigas en las nalgas y en las piernas, pero había desaparecido por completo ese malestar que llevaba sintiendo desde hacía meses. Y le parecía haber rejuvenecido con esa nueva sensación que no conocía desde hacía años; tenía ganas de bromear y reír. Yo que sé, mi abuela paterna hablaba de los mellizos pero nunca pregunté ni me interesé; era niño entonces. Mi padre nunca ha hablado de nada de eso, que yo sepa… pero ¿a qué viene esto ahora? ¿O estás realizando mi árbol genealógico? No, nada de eso, pero sabes mejor que nadie que algunas enfermedades encuentran alguna explicación…, por ejemplo, mira a la sobrina de mi mujer, vomitando cuanto come, anoréxica perdida que sólo pesa cuarenta quilos para el metro setenta que mide, pues el psiquiatra le pidió los ascendientes y descendientes de su familia hasta la cuarta generación. No sé qué habrá hecho luego con esos datos, pero así van las cosas….He recibido el análisis de tu tumor. El servicio de anapat me lo mandó ayer por la tarde; no pude venir antes para comunicártelo. Nada malo, no te preocupes, nada malo, todo está bien y no vamos todavía a hacerte un homenaje póstumo ni darle tu nombre a ninguna aula o a ninguna beca de estudios para ninguno de tus discípulos. Todavía vas a jodernos mucho tiempo y dar guerra, prosiguió, dándole unas palmaditas en el hombro. También te traje esto. Es lo que encontramos dentro de la bolsa tumoral, imagino que te gustará guardarlo.
A los pocos días, cuando salió del Hospital, se encerró en su despacho sin querer hablar con nadie, sin comer ni beber, dormitando apenas, sentado en el sillón. En la mesa del despacho, entre papeles y libros, fotos de familia, la última estilográfica que le había ofrecido su mujer para su cumpleaños y una botella de Jack Daniel’s n°7, en un botecito de cristal se hallaba lo que le extrajeron los cirujanos de detrás del páncreas. Desenfundó la pistola de su padre4, una Astra de reglamento, de 9 mm. larga, que le había acompañado durante toda la guerra constituía la única riqueza que pudo salvar cuando se vio obligado a abandonar su tierra. Sabía a grasa. Este sabor fue el último recuerdo que se llevó.
El tumor analizado correspondía a un magma de tejidos óseos que por la delicadeza (en particular falanges, falanginas y falangetas de los dedos de la mano, muy frágiles, y un diente de leche, incisivo, casi transluciente) eran necesariamente los de un embrión de sexo femenino que nunca pudo desarrollarse completamente; su cuerpo fue fagocitado por el embrión cuyo embarazo llegó a su término. En medio de los fragmentos de hueso también se encontraron unos rizos de cabello muy fino y de color indefinido, reunidos por una cinta de raso marfil, envueltos en un papel de seda muy manoseado, y una medallita de plata y turquesa que representaba a la Virgen de Lourdes con la inscripción siguiente: Ave María, en Vos creo, Virgen Soberana.
NOTAS
- Para lo que había estudiado con ahínco y para lo que sus padres, unos oraneses que habían salido con una mano delante y otra detrás, como decían con ese acento tan particular que tienen, ligeramente nasal, después de aquella guerra que nunca había querido decir su nombre, se habían sacrificado trabajando horas y horas extras mientras los demás se iban a tomar, los fines de semana, una copa de orujo con agua helada para hablar de “allá” entre amigos.
- La transición de la médula espinal hacia el bulbo raquídeo, tema de su tesis, es gradual en su aspecto externo y no existe un límite macroscópico preciso. De todas maneras, se consideraba que el bulbo se continuaba inferiormente con la médula espinal en un punto inmediatamente superior a la salida de las raíces anteriores y posteriores del primer nervio espinal, en las proximidades del nivel de lo que se llamaba, en la jerga latina y casi mística, propia de los iniciados como él, foramen magnum, el gran agujero, el hueco, el vacío inmenso. Observó con alguna dificultad la decusación de las pirámides, donde la mayoría de las fibras corticoespinales cruzaban al lado opuesto para constituir el tracto corticoespinal lateral en el cordón lateral de la médula espinal; una proporción menor de fibras piramidales descendía ipsilateralmente para formar el tracto corticoespinal anterior en el cordón anterior de la médula espinal. Era esta proporción de fibras que seguía cada tracto, donde siempre existía una mayor magnitud de fibras decusadas, pero que variaba de un individuo a otro, lo que le interesaba. Así como el núcleo espinal del nervio trigémino.
- Que le recordaban a los falangistillas de mierda que se paseaban por el bulevar en adelante del Generalísimo, muy valientes cuando llevaban las de ganar, con camisa azul y correaje, y cagarras cuando poco atrás se las veían en apuros.
- Cuando tomaron los regulares la ciudad de Badajoz, y tras una verdadera odisea por tierras controladas por legionarios y moros, llegó a Murcia, salvando Málaga que acababa de caer en manos de los fascistas italianos y de Granada controlada por los falangistas desde julio del 36; allí integró la Academia Militar de Aviación de La Ribera. La pistola Astra era su pistola de reglamento que pudo incluso salvar del saqueo al que lo sometieron, a él y a sus compañeros, los fascistas a fines de marzo del 39, cuando los obligaron a entregar el aeródromo con todos los aparatos. En cambio le robaron su reloj de vuelo.