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Tren para Salinger

A mi abuelo que manejaba trenes y aviones.
Y a Salinger, por supuesto.

SALINGER Y YO, EN EL SEXTO VAGÓN

Le dije a Salinger: “El viaje no será muy largo. Aunque este tren no alcanza gran velocidad, ni es un expreso ni mucho menos, Royal es un maquinista de gran pericia”.

Él hizo apenas una mueca, y ni siquiera se molestó en responderme. Solo bajó la cortina para cubrir la ventanilla. Pensé que tal vez le molestara el paisaje, en tanto este pasaba con excesiva rapidez afuera, y uno podía marearse en especial si no se hallaba acostumbrado a viajar en tren. Pero la cortina estaba un poco rota y el sol de esa hora en que caía la tarde se filtró para teñir de manchas naranjas el interior del coche.

“No tardaremos mucho”, repetí para disimular la situación.

Y él permaneció sin hablar. A lo mejor porque no me creyó, o bien a causa de que resultaba un poco ermitaño. Acaso su molestia radicara en mi presencia allí, dándole semejantes explicaciones sin que apareciese un adulto, alguien responsable, en verdad; como si los adultos fuesen siempre responsables, por otra parte.

Salinger intentó encender la lamparita del coche, pero debí ayudarlo en ello, porque tenía un falso contacto y solo yo sabía cómo hacerla funcionar. Así, me le acerqué a saltitos, ya que aún creía estar un poco cojo de mi pierna izquierda, y lo auxilié, pero él ni se dio por enterado. Luego se sentó y metió la cabeza entre las páginas de un periódico que extrajo de su mochila. Hay gente así, a la que no le gustan los demás.

Royal mismo, tampoco me hace mucho caso. Y aunque le advertí debía ser él quien recibiera al pasajero, prefirió dejarme la tarea. Ni le interesó que se tratase de nuestro primer cliente en mucho tiempo.

No importaba tampoco que este Salinger fuese un escritor de libros infantiles. A la hora justa iba a preferir a uno de su talla y no a un pigmeo de doce años como yo, para obtener cualquier información.

“Soy Manú, de Manuel”, le dije, y solo obtuve por respuesta algo similar a un gruñido.

“Y usted es Salinger. Claro, no el famoso… Quiero decir, ese al cual todo el mundo conoce”, añadí y aunque me di cuenta de que quizá había metido la pata al ofender su ego, era ya muy tarde para optar por un camino distinto. Además al menos ahora había conseguido capturar su atención, ya que hizo a un lado el periódico para mirarme a través de sus enormes espejuelos de arriba a abajo.

—Sin embargo, también es escritor —agregué.

—También soy escritor —repitió entonces y continuó con cierto orgullo, como si buscase convencerme de una verdad, o convencerse—, y de esos con éxito, y un libro por cada año de su vida. Tal es así que voy a una convención de literatura a firmar libros, en tanto me han hecho semejante petición.

Eso me dijo, como si yo no supiera nada de nada… 

O fuera tonto de remate. 

Pero por supuesto me hice el desentendido.

—¿Nunca has leído un libro mío? —indagó.

—No. Ni uno solo. 

Hubo un silencio incómodo y por ello preferí continuar dándole conversación.

—¿Va a un encuentro literario? ¿Y de qué tipo?

—De literatura de monstruos para infantes —susurró con una voz con intenciones de ser tenebrosa, o de misterio, como si a los de mi edad hubiese que hablarles de esa manera, sin embargo a mí se me antojó ridícula y condescendiente—: ¿No le temes a los monstruos?

Sacudí la cabeza, en señal de negación y él pareció decepcionarse.

—Avísame cuando el tren haga su próxima parada. Estoy seguro de que hubo un error. No puedo seguir en este coche. No quiero ofender a nadie pero es un auténtico desastre. Y alguien como yo, Salinger, un escritor, no puede permitirse viajar en semejantes condiciones de insalubridad, menos con cuanto pagué, que no es poco —y señaló el tapizado desteñido y triste del asiento en el cual se encontraba. Luego añadió como para sí:

—También resulta un tanto lúgubre, y por cierta razón, inquietante…

—Salinger. Un escritor… —repetí sin mucho énfasis.

“Y vaya con el remilgado”, me dije. “Al fin soltó su discursito, del vagón terrible, y todo lo demás. El discursito que espero desde su llegada. Y se había tardado. Además de la queja por el gasto”.

—Le avisaré, por supuesto —respondí—. Ahora si quiere puedo ir a buscar su cena.

Hizo un gesto de no importarle con la mano derecha.

—Imagino, cómo ha de ser esa cena. Y está el asunto de los gérmenes también. No te preocupes, hijo, traje reservas en mi bolsa.

A cualquiera le habrían dado ganas de reír: un escritor de terror con remilgos por gérmenes y “miedo a la oscuridad”. Pero me contuve.

—No puedo tener miedo a los monstruos. Si no, no podría vivir aquí —dejé caer, como quien no quiere la cosa.

—¿Vives aquí? —me preguntó, sin concederle importancia a mi aire de dar pánico.

—Vivo con mi padre aquí. 

—¿Y la escuela?¿No vas a la escuela? —añadió. Le agradecí en silencio que no me preguntara por ella: La Maldita.

—No por ahora, no con esto —le señalé mi pierna y mi bastón—. Fue un accidente sin la menor importancia y sin embargo, ya ve…

Pero el miró hacia otra parte. Debía ser un hipo-algo de esos, “dríacos”, que no resisten hablar de enfermedades. 

—¿Qué decías, sobre lo de temerle a los monstruos? —Hundió de nuevo la cabeza en su periódico.

—Ah, sí. Mi padre me tiene prohibido mencionarlo. No de forma explícita, ¿se dice así, verdad? A veces no estoy seguro de determinadas palabras. Porque estudio solo, ¿sabe? Me han dicho que soy un muchacho con inquietudes intelectuales… Como si eso fuese un diagnóstico. Si bien yo lo hago para no quedarme burro por no ir a la escuela ahora mismo. Pero lo importante es que a él, a mi padre no le gusta oírme hablar de sus asuntos. Y aunque yo sea un niño puedo notar si le incomoda algo, a él, o a usted, o a cualquier persona… 

Hice una pausa para ver cómo le caía aquello, y después continué a mucha velocidad:

—Él antes de ser maquinista era científico, pero de los que se encargan de toda clase de cosas raras. No sé si me hago entender, de esas que muchos dicen no existen y hasta la ciencia niega. Y cómo no va a negarlas… Si se supieran, o se publicaran en periódicos como el que usted lee, creo hasta podría acabarse la paz en el mundo, ¿me entiende? —dije de carretilla, hasta casi quedarme sin aire para continuar.

Pero al menos conseguí de nuevo despertar el interés de Salinger. Y esta vez debía hacer lo posible por no perderlo, en particular si quería evitar que él se bajara del tren a la menor oportunidad.

—Ahora mismo, ahora mismo, usted no puede imaginar la carga que transportamos. Los de su convención, con sus disfraces de fiesta, para intentar dar miedo, se quedarían con la boca abierta de seguro, si supieran cuanto llevamos en los vagones restantes. Si no, ¿por qué cree además que nuestro tren presenta semejante deterioro?  ¿O este vagón, en particular? Es difícil mantenerlo todo en funcionamiento con los embates que a menudo debemos enfrentar. Y tampoco damos abasto mi padre y yo.

—Vaya, ya lo veo. Tienes una imaginación privilegiada —sonrió todavía un poco incrédulo, si bien me pareció que su cara expresaba cierta curiosidad.

—Crea lo que quiera —me crucé de brazos y me sentí muy digno, sobre todo por poder contestarle de esa manera a un adulto—. Está en su derecho por supuesto. Y además a un niño de doce años no hace falta hacerle caso, ¿no? Y menos si es capaz de creer todavía cualquier historia que alguien escriba en un libro.

“Touché”, pensé.

Salinger sonrió y se quitó los espejuelos para limpiarlos, como si estuviese incómodo o no le interesara seguir hablándome.

—A ver y según tú, ¿qué hay en el vagón de allá atrás? —dijo con cierto escepticismo.

—Ah. Yo le puedo recomendar que no se atreva a salir de aquí esta noche, pues no sé qué podría pasar si se tropieza con “eso” —y pronuncié “eso” alargando la palabra con toda intención y usé el mismo tono de misterio que él empleara antes: “ojo por ojo”.

—Recuérdelo: usted firmó tras abordar, un documento donde se hacía responsable de su persona y ante cualquier perjuicio que pudiese sufrir en este viaje.

—Es cierto, es cierto —respondió ya bastante intrigado.

Entonces yo dije una palabra en modo ininteligible, el nombre de una especie a la cual él no desearía conocer, y le advertí que viajaba justo muy cerca.

SÉPTIMO VAGÓN: EL STRIGOI

Era un hombre que vivía en el paraíso, y en el paraíso había todo lo bueno que uno se puede imaginar. Pero un día el rey le dijo al hombre: “Tienes permiso para hacer cuanto quieras, menos matar a alguno de mis animales”. Y el hombre, que hasta entonces no había pensado nunca matar a nadie, sintió de pronto unos deseos enormes de tomar una vida, solo por saber qué iría a pasar en lo adelante. Fue así como puso una trampa grande para cazar un ciervo, o a un oso, y pensaba: “después si cae alguno, me sirve para comer cuando tenga hambre”, y se justificaba, “puede que en el futuro haya una hambruna porque la tierra ya no da buen fruto”. 

La trampa era buena y estaba cubierta de tierras y hojas, pero ningún cervatillo cayó en ella. Ni una ardilla tampoco. Y el odio del hombre hacia el rey aumentaba, y se hacía tremendo, “porque si no quiere que yo mate a uno de sus animales, es para impedirme llegar a ser poderoso”, se decía. 

Por eso fue a una feria donde había una subasta. Vio que vendían un arco y una flecha y juntó sus ahorros y los compró. Aunque lo que deseaba en verdad era poseer un rifle, pero no tenía dinero suficiente para adquirirlo. Y pensó, “con el arco y la flecha, ahora si voy a poder cazar hasta un león”. Pero al final, al llegar la hora, no tuvo valor, y debió esperar a que un pajarito se posara en su ventana… Solo se atrevió a torcerle el cuello con las manos. De ese modo, cuando el pajarito dejó de piar, el hombre supo que aquel se encontraba muerto y sintió miedo.

Entonces el rey le dijo: “Vagarás por la Tierra hasta el fin de los tiempos, sin poder descansar nunca, estás maldito”. Y el hombre se dio cuenta de que en verdad estaba maldito, ya que perdió el hambre, y luego tuvo sed, y si bien fue a tomar agua de un arroyo no logró tragarla. Mas, lo peor fue que no pudo ver su reflejo de hombre, ni en el agua del arroyo ni en ningún espejo, y ahí sí se asustó. Porque ya no era hombre, no era nadie. Debería vagar sin rumbo para siempre, pues los hombres llegarían a temerle, e iban también a querer matarlo a palos y piedras, en tanto ahora, a causa de que él había tomado una vida, muchos iban a tener el instinto de matarse unos a otros.

Por ello se marchó a vivir a una cueva, para esconderse hasta el fin de los tiempos. Allí donde no da ni un rayo de sol, y solo viven cucarachas blancas, y las ratas topos ciegas no tienen ningún color, porque no hay color ahí donde la luz no llega. 

Se puso él también blanco como las cucarachas. El pelo le creció largo, enmarañado y albino, mientras las uñas se le volvieron garras carcomidas. Tampoco conseguía dormir. Por eso el cuerpo se le puso blando y baboso. Se quedó flaco, flaquito, y tenía un apetito terrible porque allá abajo no hay nada para comer y, además, él no podía comer nada ni aunque hubiese de todo. 

Cuando unos músicos pasaron de largo y lo invitaron a un festín, no quiso acompañarlos. Y ellos le dejaron una fogata para ver si se calentaba porque daba muchísima pena y era como la sombra de un hombre.

Él pensó que iba a morirse. Pero tampoco lo consiguió. Y creyó no poder más. En eso una muchacha muy linda y muy buena se asomó al agujero donde se hallaba oculto. A ella le dio tanta lástima que lo recogió, hecho un bultico como estaba, para amamantarlo. Y la joven lo amamantó. Él al principio temió no poder beber del suave pecho que se le ofrecía… Después fue malo de nuevo y enterró en aquel seno, hasta hacerlo sangrar, el único colmillo, largo muy largo, que sobresalía de su boca. La muchacha dio un grito horrible, y logró soltarse y huir a duras penas. Sin embargo, a él no le importó. Porque era fuerte otra vez, aunque seguía pálido y feo y maldito. Pero había descubierto cómo hacerse resistente para cobrar venganza del rey que lo había tentado y de esos que lo buscaban con el fin de arrancarle el corazón y quemarlo.

Por esa razón el hombre que ya no era hombre persiguió al príncipe del reino. Quiso convencerlo de asesinar a su soberbio padre y hacerse con el trono. Pero el joven no quiso incurrir en faltas. Y el hombre que ya era monstruo, lo mató con sus propias manos, que ya tampoco parecían manos. 

Entonces sí, con ese nuevo crimen, su destino permaneció ineludible para siempre. Secuestró después a varios cortesanos, para tener a mano una fuente de alimento, de sangre y jugos, cuando sintiera hambre. 

Tuvo además muchos hijos e hijas, pero al ser él la raíz del mal, ellos desaparecen si él lo hace.

Y desde que esa sombra volvió al mundo, reinó el caos y el miedo en todas partes. Sobre todo en los páramos y las noches, pues ahí podía hacerse presente, como un pájaro enorme bajo el amparo de la oscuridad y el silencio, sin que a ninguno le diese tiempo a escapar.

ROYAL CONOCE A SALINGER

Estaba yo todavía contándole todo cuando nos interrumpió Royal. Abrió la puerta corrediza del vagón y aquello sonó casi similar a un grito estridente y metálico. Me pareció notar cómo Salinger se sobresaltaba, y aunque tal vez solo fuese impresión mía, deseaba confiar en que ya conseguía cierto fruto mi aspiración de asustarlo. Pero enseguida recobró su compostura, si acaso llegó a perderla durante un instante, para recibir al igual que por fin había venido a saludarlo.

Mi padre permaneció de pie, muy soberbio en su uniforme, y el escritor se adelantó a hablarle:

—Su hijo… Este muchacho, me recibió muy bien y he de decir a su favor que tiene una gran imaginación y una capacidad asombrosa para narrar historias inusitadas —expresó todavía dubitativo, pues quizá no estaba seguro de que mi padre fuera mi padre. Si bien yo le había anunciado que no había nadie en el tren, además de nosotros tres, y bueno, esos misterios que transportábamos.

—Ah, ¡la imaginación! No es un don del cual un hombre deba vanagloriarse. La realidad es otra cuestión —le contestó muy compuesto Royal y su respuesta me provocó deseos de reír, aún si estaba cargada de cierto criticismo, incluso hacia mi persona. También me causó hilaridad, /sí, estoy seguro de que se dice de tal forma, “hilaridad”), la cara de asombro de Salinger, aunque me contuve para no parecer descortés o en extremo infantil.

Royal añadió condescendiente:

—Un exceso de fantasía puede costar bastante. Sin embargo, comprendo que le conceda usted cierta importancia, en tanto se gana la vida como escritor. Escribe para niños ¿no? —agregó y yo pensé que el otro podría sentirse enjuiciado.

No obstante admiré la capacidad tan particular que tiene Royal para soltar su opinión sin tapujos. Y me dije también que nunca iba a querer separarme de él. Ahora quizás Salinger se ofendería, y las cosas podrían no resultar, ni ayudarme a resolver nuestra situación. Pero todo marchó de un modo bastante favorable pese a las circunstancias, y aquel se contentó con responder no sin cierto dejo amargo:

—Sí, para niños —como si estuviese adaptado a recibir críticas por ello, o no pudiese evitar sentirse inferior al respecto.

—Entonces creo le habrá de resultar grata la compañía del mío… Si bien, no se encuentra obligado a ella, y si le molesta debe decírmelo ahora, para que al menos le pueda evitar semejante incomodidad durante su viaje. Lo entenderé…  Manú, quizá en ocasiones, resulta un poco invasivo.

Y me miró de reojo.

—No. Eso lo puedo tolerar —respondió Salinger con resignación y se cohibió de quejarse. Ni siquiera se atrevió a sugerir su deseo de abandonar el tren a la menor oportunidad que se le concediera.

Por fin Royal se marchó y antes de irse me revolvió el pelo con su mano, como suele hacer, con intención de demostrarme afecto, cuestión que a mí me molesta un poco pues entre nosotros no hacen falta semejantes protocolos.

—Solo eso me faltaba —refunfuñó Salinger al sentarse. Cruzó sus piernas, y comenzó a mover un pie de forma agitada, como si algo lo hubiese puesto nervioso y yo supuse que la razón era la visita de Royal. 

En tal momento percibí que afuera había empezado a llover y por la ventana mal cerrada comenzó a colarse una creciente humedad.

Luego añadió, como si no se percatase de mi presencia, y me ignorase, o no le importara ofenderme.

—No sé porque siempre presuponen que si escribo para niños deben gustarme. Y no piensan otra cosa, no sé, que escribo para contentar al niño que fui, o para aquietar mis demonios, o simplemente porque es un medio digno de obtener sustento.

Extrajo de su bolsa una cajita de jugo con absorbente y se puso a beber de ella con desesperación. Solo de vez en vez dejaba de sorber para continuar su protesta en voz alta. Y así continuó por un buen rato, mientras yo permanecía silencioso en un rincón, pretendiéndome invisible y sin darme por enterado de sus palabras.

—¿Y qué se supone responda uno a semejante sarta de agresiones? —apuró mientras absorbía de un modo ruidoso y yo pensé que la bebida debía estar próxima a su fin. De pronto se escuchó una suerte de lamento o gruñido que habría sido capaz de congelarle el corazón a cualquiera, pero a mí no me causó ningún espanto, pues me encontraba acostumbrado a todo aquello.

Salinger se puso de pie de un salto y vi como me miraba con pánico. E intenté tranquilizarlo pues hasta me dio cierta pena.

—No es Royal —pretendí bromear—. Mi padre ya está un tanto crecidito para semejantes chistes… Pero no se preocupe, tampoco hay ningún peligro de momento.

—Por lo más sagrado —expresó él—. Eso sonó muy cerca. No afuera, sino en uno de los vagones más próximos. Fue muy alto. En demasía alto y antinatural.

—Es de tamaño corriente… —indiqué.

Con ojos desorbitados Salinger me miró, cual si no pudiese dar crédito a lo que él mismo escuchara y se dejó caer de nuevo en su asiento:

—¿Qué clase de carga transportan aquí? He de bajar de este tren a como dé lugar y cuanto antes.

—No se lo recomiendo —le respondí y a la par coloqué una mano sobre su hombro para consolarlo—. Ahora mismo está más seguro donde se encuentra.

QUINTO VAGÓN: EL HOMBRE MÁS BUENO DEL MUNDO

Este era un hombre bueno, muy bueno, y como era bueno muy bueno no hacía nada malo. De cuanto sembraba les repartía a otros y ni siquiera guardaba para sí. La casa se le caía arriba y tenía la ropa maltrecha, pero no ambicionaba mucho y apenas probaba bocado una sola vez a la semana. Un día, uno que dijo ser su hermano descendió la montaña para verlo. Y le dijo:

—Desde hoy voy a mudarme contigo.

Y el hombre bueno no respondió ni sí ni no, pero acabó por aceptar y se fue a vivir al cuarto del fondo… 

El otro, sembró la tierra que era muy productiva y enseguida se hizo rico, y famoso. Muchos periodistas fueron a entrevistarlo cuando construyó una mansión de oro en la cual hacía frío todo el tiempo, al punto que debió instalar una chimenea para calentarse y cubrir los muebles con mantas porque se llenaban durante el día de escarchitas, y estas después se transformaban en diamantes, y si nadie los recogía se iban al cielo como estrellas, volando. 

El rico se casó con una mujer muy linda, pero como sufría miedo de que alguien se la robara, no la dejaba salir a ninguna parte, y la obligaba a cubrirse la cara con un velo. Y cada vez poseía más dinero, e hijos, muchos hijos, si bien le sobraba para mantenerlos en la abundancia. A menudo su foto salía en las revistas.

Pero una mañana empezó a desconfiar del hombre bueno, porque ninguna persona podía ser tan buena toda la vida… Comenzó a odiarlo y ya no insistía, como antes, en decir que era su hermano. Por eso lo invitaba a su palacio para tentarlo, y anhelaba, por encima de todo, verlo fallar. Así le servía comidas deliciosas, pero el otro no comía. Además, le ofrecía regalos, y el bueno se los donaba a los pobres. Después decidió: “Si no puedo hacer caer al inocente, él deberá marcharse para siempre. Cualquier cosa será preferible, menos volver a verlo”. Le daba mala espina que aquel nunca deseara agasajos. 

Un martes ordenó a su mujer descubrirse el rostro para sonsacarlo. Y el viernes la obligó a bailar ante una multitud de invitados, a los cuales ofreció varias bolsas con monedas de plata, en su afán de exhibir su poder. Pero todavía no logró hacer caer al otro en su trampa. 

Al final, el bueno regresó a su campo una noche. Allí, solo y a la luz de la luna se sentó sobre una calabaza grande y en voz alta se dijo:

— No voy a anhelar los bienes ajenos, no robaré, ni codiciaré tampoco la mujer o los hijos de mi hermano. No voy a contar mentiras o hacer lo que crea incorrecto para alcanzar la fama. 

Y en ese mismo instante comenzó a sentir como sus pies crecían de súbito: los dedos se le alargaron hasta volvérsele raíces, y las uñas se le clavaron sin querer en la tierra, su cuerpo se puso áspero como el tronco de un árbol, y las manos le crecieron como si buscaran el cielo, aunque no llegaron a salirle hojas. Se transformó casi en una planta sin dejar de ser un hombre todavía. 

Su hermano no quiso verlo más y, sin preocuparse por ver si se secaba, lo hizo trasplantar a una tierra extraña, en el desierto, y decía en todas partes: 

—Yo tuve la razón, y al final debió ser malo si recibió castigo semejante. 

Es una tristeza ver al hombre árbol. Y da miedo pensar que uno pueda llegar a semejante situación, tras ser tan bueno, quién sabe si por falta de ambición. Aún hoy se le escucha lanzar un lamento en madrugadas de mal tiempo y lluvia, aunque casi no se entienden sus palabras. 

Cada vez pierde más su humanidad, y por ello ahora no te gustaría encontrarlo.

Pero es que el mundo a veces es un lugar desolado.

SALINGER EN LO OSCURO

Me detuve porque de repente hubo algún tipo de fallo y se produjo un apagón, posiblemente en varios vagones. Alrededor reinaba el silencio y solo podía oírse el ruido del tren en su desplazamiento o sea, el traqueteo chillón de las ruedas y la intensidad del aire afuera, además de un silbido para pedir vía, de vez en cuando, o de esos que Royal hace sonar a menudo solo por hábito, lo cual es como decir un tipo de diversión en su caso. Seguía la lluvia y apenas se colaba de manera eventual el resplandor de un relámpago, u otra luz exterior, que venía a dar en ángulos impensables del vagón, pero no permitía ver demasiado. Salinger no decía palabra y yo supuse que debía tener los sentidos bien alerta. En definitiva, la situación no le era favorable en lo absoluto y todo parecía conspirar a mi favor, también esa oscuridad reinante, tan propicia para dar miedo, y hacer más creíbles las historias. Porque era fundamental que me creyera, y se resignara, y no pretendiera escaparse a la menor oportunidad, si no mi plan acabaría por fracasar…

Si bien tampoco ansiaba producirle un mal irremediable, una especie de colapso. A mi parecer, esa debe ser la palabra justa, pues las personas mayores siempre la usan cuando alguien se siente mal. De esa forma empecé a preocuparme porque él no hablase, no reaccionara… Aunque también podía ser que se hubiese dormido. Existen personas así, a las cuales los cuentos de miedo les provocan sueño y buen dormir, y tal vez él fuera de esas.

—Sal, Salinger, ¿puedo llamarle Sal, verdad? —Dije y examiné con mis manos el aire sin recibir respuesta—. Si lo desea voy a buscar a Royal. Él siempre sabe qué hacer en situaciones como esta.

Luego recordé que llevaba cerillas en mis bolsillos, cerillas y varias otras cosas, un peine, la navaja suiza de mi padre, que él daba por perdida desde hacía tiempo, un broche con un retrato en miniatura de La Maldita, y un chicle que he mascado muchas veces, hasta dejarlo sin sabor. 

—En alguna parte debe haber una vela —susurré, pero conseguí mantener encendida la cerilla el tiempo suficiente para ver el rostro de Salinger, y por un momento pensé que quizás yo había llevado ya mi proyecto un poco lejos, pues ahí estaba él, como de cera y con la vista fija en un punto lejano y oscuro.

Dije con pretensión de convencerme: 

—No. Es que duerme sí, aunque con los ojos abiertos. 

Pero hablé sin querer en voz alta y al parecer él me escuchó, porque en eso me respondió, con una voz ronca, como de hombre anciano:

—No, no estoy dormido —e hizo una pausa para luego decir:— Velas, tengo velas en mi mochila. Debo tener —y parecía hallarse confuso, pues añadió después —: No. Velas, no. Llevo una linterna y ciertos utensilios que uno puede necesitar, en especial si se aborda un tren infernal como este.

Así dijo, aunque muy bajito. A mí se me apagó entre los dedos la cuarta cerilla, y casi llegué a quemarme.

Aguardé antes de encender otra, en espera de que él buscase su lámpara, pero como nada pasaba y el tiempo seguía transcurriendo y también la oscuridad, volví a llamarlo por su nombre.

—Sal, Salinger.

—¡Ah! ¡Sí! —reaccionó por fin y una pequeña luz se escurrió por los rincones.

Era la suya una lámpara minúscula, pero suficiente para enfrentar la oscuridad, y supongo eso le permitió algo de valor extra, la lámpara y también la bebida de una pequeña botella que extrajo de su mochila.

A mí me resultó absurdo su modo de ganarse la vida en la pretensión de asustar a otros.

Mas, aunque su rostro continuaba bañado por gotas de sudor, sonrió por primera vez desde el inicio del viaje y me dijo, con cierta curiosidad:

—Vamos en el sexto vagón dormitorio ¿verdad?

A lo cual yo asentí con la cabeza.

—O sea, ya conozco cuanto guardan los más inmediatos, el quinto y el séptimo, ¿cierto?

Yo no entendía a dónde aspiraba a llegar.

—Bien —replicó—. Y son nueve vagones en total, si no se cuenta la locomotora, ¿no, hijo? Y no me va a quedar más alternativa como no sea enterarme del contenido de los restantes, ¿cierto? Es una simple cuestión matemática… 

Pude notar que Salinger había pasado del miedo a una suerte de alegría. Se encontraba un tanto eufórico, y no parecía el mismo. 

—Por lo tanto, te lo pido, sigue, cuanto antes.

A lo mejor toda la situación lo había descontrolado un tanto. Así que me planteé hablarle del modo más objetivo posible, pues de tal forma es como se debe conversar con los locos, y los niños pequeños.

—Cierto —le respondí entonces, en un tono neutro y natural—, son nueve vagones, si no se cuenta la locomotora… Pero el último lo llevamos vacío, pues nunca se sabe cuánto pueda acontecer, o qué se pueda encontrar. Tanto es así que en los tres primeros…

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«Tren para Salinger» de Barbarella D´Acevedo

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