Recuerdo la mañana del domingo que paseaba tomada del brazo de mi padre, por el hermoso parque de mi pequeño pueblo, cuando por la calle real apareció aquella figura casi celestial. No sé qué llamó más mi atención en ese momento, si la imagen de la briosa y espectacular yegua que encogía grácilmente su cuello, del cual se desgajaba una larga crin que flotaba al aire como seda acariciada por el viento, de fuertes patas, lustrosas ancas y sedosa cola, o el imponente dios hombre que la montaba, quien con toda su gallardía mostraba quizá, si es posible, más brío que el animal que erguido montaba y su hermosa figura de mítico ser convertido en hombre. Cuando medio pude apartar mi mirada de aquella fantástica visión, pude observar que toda la gente a su paso había quedado, al igual que yo, pegados al piso observando con ojos deslumbrados y con mandíbulas desencajadas, aquella gloriosa visión que cabalgaba a lomos de la hermosa potra y desfilaba por todo el centro de la calle real de mi pueblo.
Al ver aquella visión mi corazón comenzó a palpitar desaforadamente, hasta casi provocarme taquicardia, pero cuando la fantástica figura haló las bridas del hermoso corcel frente a nosotros y se apeó brioso y altivo como su animal, haciendo sonar las espuelas cuando posó sus botas en el suelo, y se plantó frente a mi padre con varonil gallardía, extendiendo su mano segura hacía él, mis piernas flaquearon hasta el punto de no ser casi capaces de seguir sosteniendo mi tembloroso cuerpo. No recuerdo o no supe qué hablaron, porque mi consciencia no daba para nada más que observar la atractiva figura del hombre que en esos momentos charlaba seriamente con mi padre, para observar su altiva cabeza coronada por un hermoso sombrero, su atractivo rostro que parecía cincelado por el mismo Miguel Ángel; su fina estampa, sus largas piernas enfundadas en un pantalón vaquero, pero sobre todo su aplomo, su seguridad, demostrando estar acostumbrado a ser el centro de atención en todo lugar donde llegara, demostrando estar acostumbrado a recibir todo tipo de miramientos, acostumbrado a recibir todo el respeto y la admiración de quien se encontrara frente a él o a su alrededor. Solo reaccioné a tiempo de ver cómo haciéndome una venia se alzaba de nuevo sobre su montura y se alejaba como un dios volando sobre su Pegaso, y recuerdo a mi padre apresurarme a regresar a nuestra casa, porque debía impartir instrucciones para preparar la cena con que esa noche se agasajaría la visita del forastero aquel, que se alejaba envuelto en las miradas incrédulas de los pobladores de mi pequeño pueblo, quienes aún no se creían del todo que lo que estaban viendo, si eran seres de carne y hueso, o se trataba de criaturas celestiales.
Aquella noche después de la suculenta cena que se sirvió para el forastero, éste se retiró con mi padre a hablar en la sala, donde permanecieron largas horas en una interminable charla a la que quedó vetada la presencia de nosotras las mujeres. Al día siguiente me enteré por boca de mi madre que el atractivo hombre había venido a nuestro pueblo solo para pedir mi mano en matrimonio, ya que hasta el lugar donde él vivía había llegado mi fama de ser la mujer más hermosa de la región. Y no supimos en ese momento por qué mi padre se la concedió, pero esa misma noche se fijó la fecha de las nupcias, que serían solo una semana después del arribo del hermoso forastero al pueblo, semana en la que se convirtió el centro de todas las miradas, de todas las atenciones. Las mujeres morían por conseguir de él aunque fuese una sola mirada, pero él no demostró ningún interés diferente a realizar la ceremonia religiosa para hacerme su esposa y llevarme consigo. No salía a la calle si no a lo estrictamente necesario para realizar las diligencias para llevar a cabo su propósito.
El domingo siguiente, a las diez de la mañana, salía yo del templo del pueblo del brazo del apuesto hombre que solo había venido a pedir mi mano. Alzándome con toda la fuerza de su brazo, me subió en ancas de la hermosa potra para llevarme al lugar de donde había venido a conseguir esposa, en donde era el único propietario de grandes extensiones de tierras llenas de ganado vacuno y caballar, y en donde poseía una enorme casona en el centro del poblado, como lo había podido comprobar mi padre, en las averiguaciones que hizo en la semana que pasó entre la pedida de mano y el matrimonio. Esa misma tarde entré al pueblo aquel cómo lo que me sentía, como una princesa abrazada al príncipe más hermoso del planeta, y pude ver en las miradas de los pobladores, que por ser día de mercado atestaban las estrechas calles del pequeño pueblo, la envidia de las mujeres por ser yo la poseedora del semental que ellas no pudieron nunca atrapar, y de admiración hacía mí y de odio hacía mi esposo de los hombres al contemplar mi belleza. En la enorme casona que nos acogió se continuó con los festejos que habían dado inicio en mi pueblo.
Cuando llegó la hora de consumar el matrimonio, con no poco temor, me entregué al hombre que amaba ya con todas las fibras de mi alma y, por qué no decirlo también, que deseaba con todas las fibras de mi cuerpo. Y no puedo decir que me decepcionó aquella primera entrega de amor, él aunque no fue tan cariñoso como yo lo hubiese deseado que lo fuera satisfizo todas mis aspiraciones y todas mis expectativas. Cuando estuvimos solos en nuestro cuarto me pidió con su voz potente y firme que me desvistiera y me recostara en el lecho, mientras veía con sus hermosos ojos negros encendidos como dos carbones, cómo mi vestido de novia se iba deslizando hasta caer al suelo, y cómo me iba despojando con mucho pudor de mi ropa interior para dejar mi tersa y blanca piel expuesta por completo a su ardiente mirada. Cuando estuve recostada en el lecho comenzó él a desvestirse, sin apartar los ojos de mi cuerpo, y pude ver como aquél hermoso cuerpo de hombre iba quedando al descubierto al despojarse de su camisa, dejando ver un pecho lampiño pero con los pectorales muy bien definidos y el vientre plano. Mi cuerpo comenzó a sentir un extraño cosquilleo cuando fue soltando el cinturón para luego proceder a desabotonar su pantalón vaquero y empezó a bajárselo para dejar ver sus gruesas y torneadas piernas, hasta quedar en interiores, pero la temperatura de mi piel subió de una manera alarmante al verlo como se baja lentamente sus calzoncillos dejando expuesto algo verdaderamente monstruoso, jamás en la vida llegué ni siquiera a pensar que lo que los hombres llevaban entre las piernas fuera de un tamaño tan enorme, jamás me había fijado en los paquetes de los hombres con los que compartí de alguna u otro manera, y nunca noté que lo que había allí fuese tan grande. Cuando acabó de quitarse la ropa interior aquel trozo de carne había alcanzado proporciones descomunales, lo que me asustó realmente, pero a pesar que el dolor inicial fue muy grande, al poco tiempo comencé a disfrutar como jamás lo había hecho en mi vida de las embestidas a las que él me sometía con su enorme herramienta. Y si esa noche alcancé a disfrutar con su gran miembro, a partir de las noches siguientes lo único que hice fue alcanzar las máximas cumbres del placer cada que él venía a exigir lo que por ley le correspondía.
Él me enseñó que el sexo era la mejor cosa del mundo, que no había nada, pero nada que lo superara o se le comparara, lo que me convirtió en la mujer más dichosa del mundo, me sentía plena, la mujer más afortunada del universo, tenía el esposo más atractivo, más varonil, más gallardo, con la más fina estampa de toda la región, dueño de grandes propiedades llenas de numerosas reses y caballos, que me daba gusto en todo lo que yo deseara, y para completar todo eso me hacía alcanzar las más altas cotas del placer sexual, desde las que me lanzaba a morir de éxtasis cuando los orgasmos se adueñaban de mi cuerpo, me hacía experimentar sensaciones que jamás creí que una mujer pudiera llegar a sentir y que estoy segura muy pocas mujeres conocen, y me hacía derretirme de placer cada que me hacía suya, aunque siempre fuese de una manera muy similar lograba que experimentara sensaciones y emociones insuperables, tanto físicas como mentales. Comenzaba desnudándome de una manera algo brusca, lo que me hacía comenzar a anticipar lo que vendría luego, se desnudaba lentamente ante mí, dejándome observarlo mientras lo hacía, siendo muy consciente que eso me ponía loca de deseos por ese hermoso cuerpo masculino que él exhibía con descaro, luego abría mis piernas bruscamente, sabiendo muy bien que en ese momento ya me encontraba lo suficientemente lubricada como para no sentir dolor al ser penetrada por el enorme miembro que poseía; y comenzaba a penetrarme, suavemente, al principio para ir aumentado de ritmo hasta hacerme casi gritar de placer, más no de dolor, y cuando llegaba ese momento me volteaba y me colocaba apoyada en mis codos con mis nalgas empinadas al aire y en aquella posición me penetraba. En ese momento comenzaba yo a alcanzar los puntos más altos de placer, y cuando sentía que se me encaramaba y me cabalgaba no podía resistir por mucho tiempo más; en ese momento sentía que me derretía por dentro, que todo mi ser se volvía líquido y comenzaba a escurrirse por el agujero que en ese momento estaba lleno por completo por el inmenso miembro, y me dejaba ir, perdiendo la noción del tiempo, del espacio, hasta de mi propio cuerpo y mi ser, y comenzaba a escurrirme en cascadas por entre mis piernas, hasta formar un enorme charco en la sabana limpia hasta hacia muy poco. Por lo general cuando recobraba un poco la consciencia de quién era y de dónde me encontraba él ya se había ido y me encontraba sola.
Pasó más de un año y yo me sentía viviendo en el paraíso, disfrutaba intensamente de mi completa felicidad, pero a pesar de sentirme completamente feliz, de sentirme satisfecha por completo físicamente, de ser consciente que en el pueblo todas las mujeres, desde la más niña hasta la más anciana, me envidiaban porque deseaban a mi esposo, y de ser consciente que era admirada por los hombres del pueblo quienes veían en mi a la mujer más hermosa del lugar, y odiada por las mujeres quienes hubiesen dado lo que fuera por ocupar mi lugar, comencé a sentir que algo me faltaba. Por un lado me hacía mucha falta un hijo, el que a pesar de hacer el amor todas las noches no habíamos logrado engendrar aún, lo que me hacía sentir culpable porque estaba segura que era yo la que no podía quedar embarazada, porque con toda la potencia de él, con toda la pasión que me demostraba y me hacía sentir cada noche no era posible que él fuera el culpable de que aún después de más de un año no fuésemos los felices padres de algún pequeñín, un niño hermoso como nosotros, o quizá mucho más que nosotros porque todo el mundo comentaba siempre que nuestros hijos tendrían que ser los niños más hermosos de toda la comarca, ya que al unir nuestras bellezas el resultado no podría ser otro más que una belleza superior. Por otro lado empecé a pensar que aunque él me hacía alcanzar el cielo con las manos cada que me poseía yo sentía que me hacía falta un poco más de cariño, me dio por pensar que me hubiera gustado que me acariciara un poco antes de penetrarme, aunque cuando introducía su miembro dentro de mí yo ya estaba tan excitada como para estar lo suficientemente lubricada para recibir los embates de esa bestia que él llevaba entre las piernas sin que me lastimara, pero sobre todo empecé a desear que cuando mi ser entero se empezaba a derretir y se escurría por entre mis piernas, y cuando mis muslos comenzaban a temblar quedándome sin fuerzas para sostenerme en aquella posición, lo que provocaba que cayera sobre las sabanas casi desmayada de tanto sentir sensaciones placenteras, él se quedara un rato dentro de mí, sobre mí, acariciándome, besando mi cuello y mi espalda hasta que el animal dormido saliera de mi cueva por sí solo, y no hiciera lo que siempre, cada noche, hacía. Apenas me desgonzaba yo sobre la cama, sacaba él su miembro, se vestía con el pene aún erecto, lo que le dificultaba abrocharse el pantalón, y salía de la habitación.
Una noche, en la que quizá él no logró lo que todas las noches lograba hacerme sentir, a pesar de haber caída desmadejada sobre la cama después de haber alcanzado un gran orgasmo, me recobré más de prisa de lo que acostumbraba a hacerlo, y no sé por qué se me ocurrió la idea de seguirlo, para ver hacía donde se dirigía él todas las noches después de haberme hecho alcanzar las más cumbres del placer, después de haberme hecho sentir la mujer más feliz, más satisfecha, más plena en todo el mundo. Me puse una bata de dormir y me dirigí hacía donde oía todas las noches dirigirse los pasos. Hacía el establo. La puerta de la caballeriza estaba a medio abrir y mi sorpresa no pudo ser mayor al ver la escena que se presentaba ante mis ojos. Mi atractivo esposo, mi varonil esposo, mi gallardo esposo, el hombre más hermoso de la comarca estaba encaramado en una butaca, con los pantalones vaqueros enrollados hasta media pierna, acariciando con placer, con deleite, con cara de estar sintiendo todas las sensaciones más intensas, las más placenteras, las que jamás, en ninguna noche le vi experimentar conmigo mientras me hacía el amor, las lustrosas ancas de la hermosa potranca en que la él siempre andaba cabalgando, la que no dejaba jamás, en la que todo el mundo lo veía recorrer las empedradas calles, los desiertos caminos, sus extensas tierras, la que nunca desamparaba ni a sol ni a sombra, mientras la penetraba con su enorme miembro, el que hacía tan solo unos pocos minutos me había hecho alcanzar los más altos grados de placer, esa inmensa herramienta que taladraba mi cuerpo mientras también iba taladrando todo mi ser, hasta hacer que me derritiera de solo sentirla. La hermosa potra alazana de crines doradas movía suavemente sus ancas como si ella también estuviera disfrutando ser penetrada por mi esposo, como si él también lograra hacer alcanzar con su ardor, con su potencia, con sus embestidas las más altas cumbres del placer a su amante animal. Mi mente se nublo, en mi cerebro no hubo cabida para aceptar aquella escena, pero lo que realmente no pudo soportar mi cerebro fue oír los resoplidos de placer de mi esposo, quien no se había percatado aún de mi presencia, al alcanzar esas mismas cumbres de placer que él me hacía a mi alcanzar con su miembro, ver el rictus de placer mezclado con dolor que se dibujó en su cara, un mueca hermosa y a la vez horrorosa, al derretirse él también dentro de su amante animal; y lo que acabo de hacerme perder la razón fue oír el suave relincho de la potra al sentir el néctar caliente de mi esposo penetrar en sus entrañas y comprender en ese instante el por qué no habíamos engendrado un hijo después de más de un año de tener relaciones sexuales todas las noches. En ese instante comprendí que todo ese tiempo había vivido una completa farsa, que había sido engañada y utilizada, que solo era la pantalla para que él pudiera seguir viviendo libremente su amor con su potra sin ser juzgado por nadie, sin que nadie se enterara, y por más que me poseyera y me hiciera a mi alcanzar el placer más intenso él solo se excitaba pensando en su potra, sabiendo que después de que me doblegara a mí con su enorme sexo tenía el campo libre para correr a obtener el placer que solo podía y quería obtener con ella. La rabia, el dolor, la ira cegaron mis ojos, mi vista se fijó en el hacha que colgaba en un costada de la entrada del establo. La cogí y corrí hacía el animal gritando enloquecida y descargué repetidas veces la herramienta en la cabeza de la maldita potranca. La sinrazón solo me permitió ver como el animal se desplomaba y cómo el miembro aún erecto de mi esposo quedaba en el aire al salir de su vulva, y cómo el grito de placer que hacía poco llenaba su abierta boca ahora era reemplazado por un aullido de dolor; y me alcanzó para ver cómo él doblegado de dolor se inclinaba tanteando a ciegas, por tener la vista fija en el amor de sus amores que yacía muerta en el piso de la caballeriza, para sacar de la funda, que colgaba del cinturón de sus vaqueros, el revolver con el que apuntó a mi cabeza, y descargó toda su munición en mí.