Ensayo

Todas las emes del mundo (fragmento)

He aquí otro Aquiles. Otro guerrero, otro hijo amado el que su madre, como cualquier otra, habría querido que fuera inmortal, o al menos salvarlo de una muerte encaprichada que lo rondaba, en un escenario y en un tiempo distintos y lejanos de los que cuentan la historia del primer Aquiles.

El de Rebeca Murga, Aquiles Rosales, no fue sumergido por su madre en una mítica laguna Estigia, y todo su cuerpo, incluyendo el talón, era vulnerable a los ataques de un mundo malvado. Este Aquiles, tan nuestro, con los pies torcidos, se ganó su nombre de héroe en una rifa; por casualidad, dice Rebeca en este relato que no es parodia de una historia clásica sino la continuación y la metamorfosis del destino de los hombres que, para desgracia de ellos, nacieron para ser guerreros. Solo que la epopeya se deformó en miseria, y en esta transformación el papel del guerrero, siempre trágico, incorporó entre sus enemigos a la pobreza, a la violencia, a la humillación y al olvido en un territorio llamado América Latina.

Hijo sin padre, aunque esto suene imposible, y de una madre con trastornos y marcas imborrables que le dejaron unos verdugos que se multiplican donde abunda la pobreza, víctima también de su hijo, de nuestro Aquiles, para mayor colmo y para dar fe de la perpetuación de la tragedia, y porque el amor filial está siempre marcado por el desasosiego de no poder entender el misterio de ese amor intenso que corre por las venas. Hijo más de las circunstancias que de la carne, criado más por los instintos y sin ángeles de la guarda, enfrentado desde que se recuerda a sí mismo a la maldad natural que lo rodea. Lo sabe él desde niño, “comienza a acostumbrarse a que, tratándose de él, lo malo llegue en ración doble”. Sobreviviente, a lo animal, que sigue los mandatos de la ley de la selva.

Algo más cambió del Aquiles, el de los pies ligeros, a este, el de los pies chuecos. Contrario a los héroes de antes, que podrían llegar a tener tanto de masculino como de femenino, sin temor a amarse entre ellos, nuestro Aquiles no se salva de la equivocada interpretación que los latinoamericanos le hemos dado siempre al significado de ser guerrero tomándolo, simple y ramplonamente, como macho. “¡Si su madre pudiera verlo por un huequito! ¡Mira a tu hijo, es Aquiles el conquistador!”. La desgracia, el abandono, la pobreza no fueron obstáculos para que sobre toda la adversidad Aquiles buscara revalidar su condición de macho, sin tener que incurrir en gastos, en las profundidades de alguna mujer. Era ahí cuando surgían, con soltura y maestría, con la experiencia que le otorgaban sus genes, con la facilidad de quien respira, todas las emes del mundo. “Mi amuleto, mi medalla, ay mami, mamacita, mímame”. Emes que siempre parecen pocas para disfrazar el miedo a no ser consecuente con lo que hay entre las piernas; aunque por muchas emes que suelte nadie sabe que, cuando nadie lo ve, Aquiles llora solo y, cuenta Rebeca, una saliva de nata le cubre los dientes.

Aquiles Rosales, quien reniega de su apellido tal vez por ser alusivo a las rosas, o porque le recuerda que su familia, como tantísimas familias nuestras, está compuesta de mujeres sin hombres; Aquiles, sin un apellido que lo llene de orgullo, engrosa el álbum literario de personajes como él que, en este atropellado continente, buscan sobreponerse a su pasado eliminando a la fuerza cualquier obstáculo para conseguir el poder, así tengan que renegar de su propia madre, así tengan que caminar sobre sus propios muertos. Son los Pedro Páramo, los patriarcas en otoño, los caudillos supremos que, al igual que Aquiles, saben por instinto que “la misión de un jefe de manada es perpetuarse en el poder. Cuidarlo. Amarlo. Sin cambios ni rebeliones. Al mando de toda iniciativa”. Sin embargo, su poder sucumbe al menor pestañeo de la mujer que aman, ante la mínima duda de que el corazón de ellas guarda recuerdos y deseos que no los incluyen.

A partir de emociones contenidas, de situaciones que van y vienen al vaivén de la memoria, y con un lenguaje puro, apenas perfumado por los aires cubanos que respira Rebeca Murga, esta escritora —tendría que escribirlo con mayúscula— logra echar mano de sus emes para seducir a los lectores, y para contarnos que nuestros héroes, tan extraviados como poderosos, tan violentos como inseguros, al igual que Aquiles, el de antes y el de ahora, en secreto buscan una cueva para huir de ellos mismos y del miedo.

Jorge Franco. Medellín, Colombia, 1962. Narrador.

Estudió Literatura en la Universidad Javeriana y Realización de Cine en la London International Film School. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública de Medellín que dirigió Manuel Mejía Vallejo, ganando su primer concurso literario con el libro de cuentos Maldito amor (1996). Ha publicado las novelas Mala noche (1997); Rosario Tijeras (1999), su obra más conocida, traducida a varios idiomas, y Paraíso Travel (2000). Reside en Bogotá.