PRECAUCIONES
Lupe no se casó con Eduardo. Ante el asombro de las amigas, explicó que le había notado ciertas carnes blandas, claro indicio de obesidad futura. Ella no se imaginaba, dentro de diez años, con un marido y tres hijos gordos. Él mostraba, además, una peligrosa fidelidad hacia sus amigos, se reunía con ellos domingo por domingo en implacables sesiones de béisbol televisado. Ella jamás se acostumbraría a tal abandono. Sus razones eran de peso.
Con Carlos tampoco dio el paso. Delgado y de pocos amigos, tenía tres defectos imperdonables: mes tras mes depositaba los ahorros en el banco, idolatraba a su madre, y era un lector voraz, compulsivo. Lupe no pudo con el terrible pronóstico de una vida sin los lujos necesarios, pendiente de tarjetas de banco y precios económicos. Le dolía el estómago si se representaba las visitas obligadas a la suegra, o una casa repleta de libros; en su opinión, los mejores aliados del polvo.
Peor fue constatar que Emilio tampoco era el indicado. Le hedían los pies, roncaba y sufría de aerofobia. Cómo sería una existencia de sacar zapatos de la habitación para dormir sin olores sospechosos, soportar con estoicismo los ruidos espeluznantes salidos de la garganta del marido, ¡y no conocer el extranjero! porque Emilio se desmayaba de miedo nada más imaginarse sobre un avión.
Aunque la habían amado mucho, en cuestiones de matrimonio —disertaba Lupe— todas las precauciones son siempre pocas: un mal paso y la felicidad se esfuma.
A Ernesto le dijo que sí. Luego de meses de escudriñarlo no pudo hallarle puntos en contra: ni rastro de suciedad bajo las uñas, el tono de voz adecuado, estricta disciplina digestiva, ni muchas ni pocas demandas sexuales, ni blandengue ni déspota, y mantenía la norma de concederle un capricho semanal: chocolate, ballet, collares, bolsos de piel, sexo oral.
Hoy, por eso, Lupe no puede creerlo. No habla, un hilo de saliva le corre comisura abajo y aunque aún lleva ropa de dormir no se cubre, permanece inmóvil, solo puede mirar las bolsas negras que salen de su sótano, y trata de imaginar las caras de esas mujeres que durante quince años de matrimonio Ernesto descuartizó bajo la sala, ahora repleta de policías.
LA CARTA
Tengo comprimido el estómago y se me nublan los ojos. Conozco poco a este hombre; una vez al mes cobra la suscripción del periódico y la cuenta del teléfono, el resto de los días lanza el diario desde su bicicleta. Cuando estoy en casa, escucho el golpe contra la puerta de vidrio. Hoy mira mi rostro por primera vez, sonríe, las palabras se le atropellan mientras cuenta lo arduo de andar en pedales bajo el sol y de mojarse algunas veces por la lluvia inesperada. Siento la sangre espesa. No le respondo. No entiendo por qué no cumple de una vez con su tarea. Se sabe animal en extinción y alarga este momento. No había notado antes las arrugas de su cara, una cara antigua, que no pega con el cuerpo ágil. No me molesta lo de “periodiquero”, que le digan a uno cartero cuando solo reparte la prensa y algunos giros casi suena a burla, dice. Quiero gritarle, ser grosera, me quedo callada. No tengo más fuerzas que las que utilizo en mirar entre sus manos. Me empiezan a doler las piernas y él sigue el monólogo, tan animado que dudo: tal vez le esté respondiendo sin percatarme. No. Callo, estoy segura. Él vacila un poco más, mira el sobre, lo palpa, lo huele. Ya nadie las recibe, es como ir al pasado, ¿no le parece, señora? Estúpido, pienso, y no se la arrebato. Espero a que me la dé. Tiendo los dedos rígidos. Toco el papel y me dan unas ganas tristes de llorar. El cartero habla todavía, aunque ya va en retirada con su cajón repleto de periódicos. No me dejes sola, quiero suplicarle. Se aleja encorvado sobre el manubrio. Quedo aquí, en el portal, con la puerta entreabierta. Si entro tendré que rasgar el sobre, leer, enterarme.