Testigo
“Esto huele a perro muerto en la carretera” ha llegado a ser la expresión que con más frecuencia tienes a punta de colmillo para referirte a una situación embarazosa, pero no es la única.
Confiesas al Mota que la expresaste por primera vez cuando Napoleón abrió la puerta de su casa y la luz muy tenue de la luna reveló lo que tu olfato ya aseveraba: había un humano sentado frente al televisor. Era el vendedor de peces.
Le cuentas al Mota que mientras Napoleón y el joven se proferían palabras de toda índole, tú atinaste a meterte debajo del sofá. El largo de la soga esa vez no tuvo inconveniente para dejarte operar con cierta libertad. Y tú no tenías la más mínima disposición de intervenir en defensa de tu mentor. Te explicas, y el Mota te comprende: No habías probado un bocado en toda la tarde. Napoleón no hizo más que beber y hablar, y hablarte, como si con palabras y ron se pudiera vivir en esa vida de perro que has decidido llevar.
Le detallas que descubriste sobre la meseta de la cocina-dormitorio un cartón de huevos. Pero, como casi siempre, más bien la mayoría de las veces, la soga amarrada a la trabilla del ajado pantalón de aquel hombre regordete no te permitió llegar hasta allí. De modo que no tuviste otra opción que resignarte a esperar que esos dos terminaran con sus asuntos, y que Napoleón se decidiera a preparar algo, si estaba de ánimos.
Como iban las cosas de acaloradas, comenzaste a dudar que esa noche comerías. Lo dices, y el Mota te mira con ojos de “perro degollao”. El joven, prosigues, empujó a Napoleón sobre la cama. Qué difícil le podría resultar, si en el estado que se encontraba el regordete no podía sostenerse mucho tiempo en pie. Al salir, el vendedor de peces dio un tirón a la puerta, estremeciendo a un indefenso ejército de comejenes que, para fortuna de Púder, fue a parar frente a su hocico. Te imaginas, Mota (le preguntas en busca de complicidad), solo así pude dormir un rato al menos, con el sabor en la lengua de aquellos gusanos que habían perdido sus alas al caer del techo.
El joven había gritado desde afuera: “Yo te mato, hijo de puta, te mato como a un perro”. Y aquellas palabras te estremecieron, por eso a las tres de la mañana te invadió una terrible pesadilla y te resultaron más fuertes las exigencias de tu estómago. Del sabor a comején, Mota, ni el espíritu.
Una hora después, observabas con resignado detenimiento cómo Napoleón se levanta murmurando de un modo casi ininteligible: “Estoy más enamorado que un perro”. Evalúas en silencio las connotaciones de lo insólito en esas palabras de tu dueño y te dijiste: No cabe dudas, el mundo de los hombres es el mismísimo Infierno.
Interrumpes tu meditar cuando Napoleón te arrastra hacia el baño. De haber estado prevenido habrías intentado tumbar el cartón de huevos. Si pudiera comerme al menos uno. ¿Cómo no intuí que Napoleón iba hacia allí? Te lamentas. Veamos si de regreso corro mejor suerte. Te alientas. Eso, Napoleón se dirige al refrigerador. Cuando te dispones para el asalto, Napoleón se vira, toma el cartón de huevos, pretende introducirlo en la única parrilla del equipo.
De inmediato, se te ocurre que lo más acertado era tirar de Napoleón y funciona, el cartón fue a dar completo al piso. Devoraste desesperado clara y yema de veinticuatro huevos. No tardaste un minuto. Ahora sí podrías dormir a pata suelta, no importa cuán fuerte roncara Napoleón, con el estómago lleno se alejan las pesadillas; pero surgió un inconveniente: Napoleón había caído también, y para tu sorpresa, el tubo sobresaliente de la cama, antes una litera de beca, había penetrado su sien. Los ojos del hombre no se encontraban en su lugar. Napoleón estaba más feo que un pescado en nevera. Esto si que huele a perro muerto en la carretera, le dices al Mota que te dijiste por segunda vez.
No tienes idea de los días que estuviste ahí, tentado por las ganas de morder su carne, chupar cada hueso del hombre que tanta hambre te hizo pasar. Pero tu conciencia pesaba más que su cuerpo, y te aterraban esos aletazos persistentes sobre las ventanas y la puerta. Le cuentas al Mota que, siendo un niño, la seño Laura del orfanato que habías abandonado para llevar esta vida de perro que ahora ustedes llevan, le dio por dormirlos leyéndoles, noche tras noche, un libro de mitos y leyendas de la antigua Grecia.
De ese mundo fantástico creado por hombres que tú consideras insuperables por los de hoy; de todos esos seres a los que dieron vida en su imaginación, uno siempre te llamó la atención, resultándote incluso más atractiva que todas las hazañas de Hércules y Aquiles, se trataba de la Ker.
Laura te explicó, como ahora tú haces con el Mota, que los griegos creían en ese genio del Destino que se lleva a los héroes en el momento de su muerte. Y si Napoleón no ha cometido hazaña alguna, todo lo contrario, te dijiste, sus acciones son las más espeluznantes que un hombre en vida pueda cometer, ¿por qué insisten tanto en su cuerpo? ¿Cómo es posible que se hayan juntado tantas? Aún dudas. Por los aletazos, sacas la cuenta de miles, las escuchaste recorrer con sus patas el techo, y los comejenes bajaban aterrados, internándose con destreza en el piso de cemento, royéndolo. El Mota te mira incrédulo, pero le gusta que exageres, y tú, Púder, sabes muy bien cómo exagerar para llamar su atención.
Laura también te explicó (te preguntas si el Mota te creerá ahora todo este cuento) que las Keres desgarraban los cadáveres y bebían la sangre de los muertos con afiladas uñas y largos dientes blancos, pero van a encontrar muy poco de Napoleón, de la carne se han encargado los gusanos, y tú, de las moscas. Has bebido su sangre para sostenerte y ahora no puedes contener las arqueadas. Vomitas, y vomitas sobre el vómito del día anterior. Estás a punto de morirte, si no de hambre, vas a morir de terror. Intentaste hacer que recurriera a tu mente algo que te sacara de situación, pero las circunstancias se imponen y solo puedes dedicarte a maldecir entre dientes a esas Hijas de la Noche que no te dejan conciliar el sueño, ni concentrarte ahora en tu afán de roedor con la soga atada al pantalón maloliente de tu dueño.
El silencio que se impuso afuera te llenó de preocupación. Los golpes a la puerta no parecen ser propinados por alas. Cuentas al Mota que la echaron abajo unos hombres uniformados. Entraron con pañuelos en el rostro. Uno te sacó cortando con agilidad la soga, después de empujar al que se enfrascaba con un cortaúñas.
No dejan de llegar autos con sirenas. No podías imaginarte que afuera se suscitara este tipo de alboroto y piensas que tal vez estabas equivocado. Rectificas: A lo mejor Napoleón sí era un héroe, uno más de tantos veteranos de la guerra que nadie valora. Al menos, estando junto a ti eso nunca ocurrió.
Ya en la estación de policía te internan en un baño que no han terminado de construir. Percibes aburrimiento en los ojos del Mota y prefieres contarle que al bajar del auto patrullero dos perros pastores te olfatean el trasero. Suerte que se apareció el policía que más tarde llegó con unos huesitos de pollo, sonriéndote. Los engulliste casi sin masticar y él te dijo, todo el tiempo sonriendo:
—Vaya, sí que tenías hambre. Aliméntate bien, perrito, ya verás lo útil que le vas a resultar al teniente Frómeta.
Y tú no supiste ser útil. Te pararon frente a tres hombres que el teniente llamaba “sospechosos”. Frómeta te solicitó con extenuada sonrisa que ladraras, o que, al menos, olfatearas a uno. Pero tú no sabías por qué hacerlo. No encontraste la razón que justificara el tener que oler a quien no deseas, y no ladras porque desde un principio te has propuesto no emitir ni un ladrido en tu perra vida. No hueles ni ladras, aunque reconoces en uno de esos hombres al vendedor de peces, al hombre que gritó: “Yo te mato, hijo de puta, te mato como a un perro” y te dices por tercera vez que esto huele a perro muerto en la carretera, al percatarte del modo en que el teniente mira al joven que Napoleón atosigaba con multas.
Entre las cuatro paredes del baño de la unidad, mal repelladas y sin pintar, experimentaste a un mismo tiempo hastío, desesperación, rabia y dolor; pasaste hambre por no oler ni ladrar como la sonrisa obstinada de Frómeta te exigía. Y con esa misma sonrisa te dejó nuevamente encerrado, para que conocieras de una vez y por todas lo que es el sentido de la utilidad, forjándose en ti, ese espíritu callejero que solo la muerte podrá tronchar.
Dices esto, y el Mota te mira con admiración. Y tú ya comienzas a aborrecer tanta fidelidad de su parte.
El perro que las circunstancias hicieron de ti, le dices para rematar, salió un día de ahí, sin que faltara el repetido chasquido de la lengua. Entonces tomas la decisión de no procurar nunca más un dueño porque, sin dudas, Mota: el mundo de los hombres es el mismísimo Infierno.
Ian Rodríguez Pérez. Las Tunas, 1973. Poeta, narrador y crítico literario
Miembro de la UNEAC. Graduado del VIII Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, es miembro del Consejo de Redacción de la revista cultural Ariel y del Consejo Editorial de Ediciones Mecenas. Ha publicado los cuadernos de poesía Velas en torno al corazón demente, 1997; Agudos del silencio, 2000; Cambiar las formas del sueño, 2003; Nocturnidades, 2007 y Esta costumbre de soñar lo mismo, en el 2009. Textos suyos aparecen en varias antologías: Mágica Isla II, Donde el horizonte prohíbe lejanías, Arenas movedizas, Sueños deformados, Liminar, Cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, Los parques, Silvio: te debo una canción, Como el aire en las orejas, El libro de los aforismos y en publicaciones periódicas, entre las que se destacan: El Caimán Barbudo, Ariel, El Árabe, Calle B, La Letra del Escriba, Umbral, Educación, Matanzas y Videncia. Actualmente es Director del Centro de Promoción Literaria Florentino Morales en Cienfuegos.