Ciencia Ficción

Terapia de progresión

1

—Mira tus pies… ¿Llevas calzado?

Bajo los párpados los globos oculares se agitan, descienden.

—Botas, altas… y con una especie de ¿grebas?

—Descríbelas.

—Parecen suelas magnetizadas… Sí, las botas me afianzan al suelo…

—¿Cómo es el suelo?

—Sintético… de ferrolinóleo. Así lo llamamos.

Leve distensión de labios, inspiración profunda, gira suavemente la cabeza descubriendo detalles de su estancia mental. El cuerpo laxo, relajado, reporta a los sensoramas ondas eléctricas típicas del trance de progresión a vidas futuras.

—Estoy en una especie de nave exploradora.

—¿Hay alguien más contigo?

Percibe decepción. Otra vez decepción.

—No…Nadie —suspira—. Es mi turno de guardia.

—¿Puedes ver algún nombre o logotipo que identifique la nave?

—Estoy frente a un panel lleno de diagramas. No veo monitores, ni pantallas. Basta que roce con mis dedos las áreas dibujadas y recibo la información. Hay signos de un alfabeto ideográfico en el cabezal del tablero… kanglish, se llaman…

—¿Puedes leerlo?

Un gesto despectivo disuelto en otra sonrisa.

—Claro que puedo leer. Soy Doctor en Ciencias Cuánticas, y el segundo al mando de…

Contracción violenta de los músculos faciales, el aire escapa en un áspero silbido, las manos intentan proteger la cara de una amenaza indefectible.

—¡Mi cara! Algo estalló… ¡Estoy ardiendo! —solloza.

Lo sacuden leves espasmos. Y deja de moverse. Un segundo después declara parsimonioso.

—Estoy muerto… Calcinado. La nave devastada por una eyección de plasma.

—Flota sobre tu cuerpo… —la indicación de siempre. Y la misma pregunta—: ¿cómo te sientes?

—Tranquilo… Sin dolor… Será una bonita nave hasta ese momento.

***

Yo habría renunciado al don de buena gana. A fin de cuentas mi alcance era de apenas dos o tres horas. Con una precisión del 73% no me habrían empleado en otra cosa que no fueran tareas prácticas, acciones militares del tipo “¿cómo evitar ese torpedo que van a disparar dentro de cinco minutos?”. Aburrido. Además, soy pacifista por naturaleza. Habría sido como vivir en un constante dèjá-vu. O un dèjá-verrai. Pero, a todo se adapta uno. Incluso me adapté a que un día nos trataran como superdotados y al otro como trastornos generalizados del desarrollo. Así que algún día… Algún día yo debería adaptarme a estar sin Kate.

Kate siempre fue especial, anticipaba como ninguno de nosotros. Francis tenía, o todavía tiene, un span de casi dos semanas con una efectividad del 55%, lo que significa que era capaz de anticipar poco más de la mitad de accidentes de tránsito, actos terroristas y descubrimientos astronómicos de los quince días siguientes. Yavana, con seis veces ese alcance temporal, acertaba solo en un tercio y algo más. También su coeficiente de perturbación era mayor, pero incluso un índice de efectividad del 35% era muy bueno: la especialidad de Yavana era el clima. Y eran los mejores, hasta que llegó Kate. Un traslado desde el ala izquierda del Instituto, del grupo de los sensoperceptores —o transferidores, como les apodamos con desdén—. Por unos días nos parapetamos en la suspicacia y el hosco rumor promovido por el miedo de sentirnos mentalmente desnudos. Pero Kate nos conquistó a todos con su fraterno anillo único (siempre he creído que a pesar de los exámenes negativos que rindió en el ala izquierda sí tenía el don para la sugestión de masas y la hipnosis colectiva) y terminó por liderar el grupo de anticipadores, que era tal solo porque Kate, con su 88% de eficacia, formaba parte. Formaba parte de la vida de todos. Y un poco más de la mía.

Cuando disolvieron los institutos de enseñanza paranormal, cuando de ser los futuros héroes pasamos a ser la crápula elitista que corroe una sociedad baluarte de equidades, nos dispersamos por el país… y luego fuera del país… y algunos fuera del planeta. Como Yavana, quien pasea exposiciones itinerantes con su poética post-apocalíptica —y su capacidad para anticipar cataclismos perfeccionada en años de entrenamiento personal— por los atolones del Pacífico. O como Francis, trabajando para la NASA en sus conspicuas oficinas lunares, anticipando alteraciones en los cinturones de Van Allen.

Yo solo anticipo muy de cuando en cuando en la bolsa de New York. Para evitar que me haga millonario un 27% de error ha sido suficiente; junto a ese error garrafal, el error del 100% que es mi vida. Por eso renunciaría con gusto a este don, a esta capacidad de anticipar que otros consideran bendición divina, solo por volver a besar a Kate. Porque he buscado ese beso en tantas bocas y ellas llevan siempre al hastío, a la vacuidad, y por dos veces a sonados divorcios que dejaron casi en cero las cuentas bancarias de mis eficaces anticipaciones.

Pero Kate sigue invisible. Quizás oculta bajo un apellido de casada que no logro encontrar, que no he buscado lo suficiente —o que me niego a suponer—; quizás, bajo una existencia anodina autoimpuesta como hicieron muchos para ahogar la diferencia y adaptarse; quizás, Kate no existe. Y es esa ausencia imposible de llenar la que ha trazado por meses los contornos de este plan absurdo.

2

—Niebla… Espesa y pegajosa… El suelo es fangoso; la hierba, morada… Llevo un traje de rastreador algo gastado, filtros de aire, un contador Geiger que grita los riesgos de atreverse sin protecciones por este lugar.

—¿Sabes dónde estás?

Su frente forma arrugas horizontales bajo el esfuerzo del ¿recuerdo?

—Estoy explorando… No, no sé cómo se llama este lugar. Pero hay algo demasiado familiar en él. He estado aquí antes.

—¿Ves alguna persona, otro ser vivo cerca de ti?

—No hay nadie. No hay nadie más en este lugar… —otra vez la decepción—. Hierba morada, tierra oscura y niebla.

—¿Quieres avanzar hacia el final de esta vida?

—Espera… Hay algo detrás de la niebla. Hay una luz. Una luz dorada, las brumas se dispersan. Es… Estoy…

—¿Muerto?

Asiente.

—Ni siquiera sentí cuando llegó, indolora, súbita, supongo que es la mejor de todas las maneras… Además —suspira pesadamente—, no había mucho que ver. Parece que será una vida estéril…

Y calla. Es lo mejor, porque la remembranza del presente lo sacaría del trance.

—¿Quieres descansar o continuar?

—Quiero seguir adelante —insiste tercamente.

***

¿Qué probabilidad hay de encontrar una aguja en un pajar y conseguir después que un camello pase por el ojo de esa misma aguja? Ninguna: lo primero es un improbable, lo segundo un imposible. Poco menos que eso sería el que la terapeuta de progresión más importante del área, a quien he decido acudir para remediar definitivamente el trauma de mi amor emancipado del tiempo, la doctora en neurofisiología comportamental Karen Érmus —cuyo prestigio mundial me hace tentar la cuota de desgarraduras que hará en mi una ciudad a la que hace mucho dejé de pertenecer—, y Kate, mi Kate, fueran la misma persona. Y lo son. Cómo escribía un viejo autor de ciencia ficción que ella adoraba en su adolescencia: que digan que la puta diosa ironía no gobierna el universo.

Tres cosas en menos de hora y media: recuperarme de la sorpresa al ver el 2D en la contraportada de sus dos últimos libros sobre la terapia de progresión, devorarlos de prisa, replantear mi plan de vida. Replantearlo todo en lo que dura mi vuelo desde Boston y el resto del viaje por carretera.

La vida privada de Kate —Karen, desde que en la isla inventariaron a los paranormos en el 28 y les dieron nuevas identidades— apenas se trasluce en los archivos digitales que examino buscando pistas entre montañas de conceptos clínicos. Encuentro una referencia a la elección de este modo terapéutico, heredero del antiguo método de Brian Weiss, “por razones muy personales” que no explica. Pero yo puedo aventurar cuáles: su soberbia capacidad de anticipar y su intuitiva forma de conducir a las personas a los mejores sitios dentro de ellos mismos. ¿Hijos, esposo, pareja, planes inmediatos? Nada.

Así que en cuanto me hospedo en la ciudad, esa ciudad extraña y cercana, saturada de pasado y negada al futuro, marco los dígitos de su móvil. Y las primeras palabras —las de ambos— son torpes, entrecortadas, palabras que no saben qué encubrir y qué expresar. Y nos miramos en las pantallas, reconociendo viejos gestos, cicatrices, lunares… ¿Entonces, viniste?, dice y se me escapa el significado exacto de esa frase que enrarece el aire de toda la ciudad. Pero ella lo vuelve respirable con una andanada de preguntas concretas, convencionales, de fácil respuesta. Hablamos por casi dos horas, tratando de actualizarnos con esas pequeñas privacidades que admiten publicarse entre dos antiguos y cercanos conocidos. Y tu vestido violeta… tenías un vestido y un amor, ¿recuerdas? Y ella: ¿el que cabía en una nuez? Reímos. Y seguimos repasando el añejo pentagrama de nuestros recuerdos. Y saltando por las rutas de amigos de entonces, perdidos en los mapamundis, cartografías galácticas y cartas astrales. ¿Y como es que sigues en este lugar, Kate? Todos nosotros, todos, desperdigados por cualquier lugar donde la bota humana grabó su huella y tú… ¿En la misma ciudad, y con la misma gente?, dice enigmática o burlona. Volvemos a reír. Intercambiamos contactos. Ella me envía 3D de su familia: esposo (la razón del nuevo apellido: Érmus), hijas (la belleza de su madre doblemente replicada), mascota (un spaniel champán que me hace recordar al viejo labrador que dejé al cuidado de un amigo en Boston). Le hago llegar las mías: de muchos viajes, por todo el planeta, por Marte, por el Anillo Orbital Ecuatorial. Una junto a Francis en las instalaciones lunares… Francis está gordo, me dice divertida. Sí, ya sé, ya sé, me apuro en justificar mis 85 kilos. No todos pueden hacer que el tiempo no pase por ellos, Kate; mantener el peso, la voz, la sonrisa exacta de la adolescencia —digo sin interés de lisonjear, sinceramente—. Tal vez la clave era mantenernos en el mismo lugar como lo has hecho tú. ¿Crees que lo hice, o lo hago por eso? —y asumo que se refiere al Inventario de Paranormos, el que no pudo evadir y que limitó su posibilidad de asumir una nueva nacionalidad. Algunos como Yavana, Francis, y yo dejamos el país antes de esa fecha, nunca supimos lo que pasó con los que quedaron aquí. La mayoría. Me entero que los que luego quisieron permiso de salida tardaron diez años en conseguirlo. Pero ella nunca lo intentó, y añade—: Alex, sí estoy envejeciendo como todos, quizás más rápidamente justo porque estoy aquí. Voy a ripostar, pero sus niñas: las alergias o las pesadillas, reclaman su atención. Mejor acordamos una cita —dice, y el corazón me da un vuelco—, en mi consulta, claro… para el jueves —comprueba en una agenda—, a las cuatro. Asiento y le mando un tímido beso digital antes de desconectar.

Kate es la misma, no solo físicamente es casi exacta a como la recordaba; es casi exacta en su contención, en lo correcto y ordenado de su vida. Comprendo que mi plan inicial, el que existe mucho antes de saber que Karen Érmus y Kate, mi Kate, son la misma persona, sigue siendo el único plan posible. Miro a través de mi ventana la ciudad, que no es la misma ni tampoco su gente. Y el tiempo es de látex ultrarresistente, y se estira con indolencia hasta el día del reencuentro.

3

—Esto no es ningún lugar… —tenue sorpresa—. Quiero decir, estoy en un sitio que parece aislado del tiempo.

—Estás en un punto entre dos vidas… Puedes avanzar si lo prefieres, o explorar el lugar.

—Hay tanta paz aquí. Como si realmente supiera. La hierba, el aire, el sonido de las aves… Hay una fuente, una fuente de mármol. Me acerco a ella… El agua es purísima.

—¿Bebes del agua?

Niega suavemente.

—Hay una inscripción labrada en el mármol.

—¿Puedes leerla?

Él sonríe. En los sensoramas que replican cada señal cortical, decodifican y muestran imágenes mentales de la progresión, la fuente ocupa el primer plano. La fuente y la inscripción: “Agua de la Sabiduría solo sed de Amor complacería.”

La terapeuta cierra los ojos. Pero el hombre bajo el trance no la ve temblar. Él acaricia el borde rotulado de la fuente y la deja fluir.

Un minuto después abre los ojos tras la cuenta regresiva que lo devuelve al presente.

***

No es que me sienta físicamente cansado, incluso conservo la ligereza que me ha inducido Kate durante la relajación, pero no estoy satisfecho. En la panopantalla sigo la compilación vertiginosa de mis progresiones. Con sensoramas en la época del instituto los registros de las anticipaciones habrían sido mucho más exactos. Entonces se limitaban a nuestros subjetivos relatos y al registro de las variaciones de ondas thetas y ondas P, activadas durante el trance, usando las viejas tomografías eléctricas cerebrales. Kate graba mis registros a un mnemochip, lo coloca dentro de un sobre y me lo extiende.

—Todas tus progresiones de hoy, para que las repases en casa si lo deseas…

Asiento mientras tomo el sobre, manteniendo mi mano a pocos centímetros de la suya, como si un simple roce pudiera quemarnos. Todavía no creo que el reencuentro fuera ese intercambio protocolar, amable y aséptico; sin un beso, sin un abrazo, sin un apretón de manos. Muy en el fondo, sé que debe ser así. Pero en ese fondo hay muchas otras cosas que se niegan a continuar ahí. Y emergen.

—Varias veces, Kate, aunque recuerdo bien todo lo que vivimos, me he preguntado por qué terminamos…

—Schröedinger— musita ella. Y la miro extrañado.

—¿El gato de Schröedinger?

Ella asiente.

—Existíamos como pareja, hasta que se nos ocurrió observarnos. Entonces dejamos de serlo. Así de simple.

Así de simple. Veinte años perdidos por cuenta de un maldito gato… o del colapso de la función de onda que, para el caso, me consuela lo mismo.

Kate alza la vista y me observa, y por un instante creo que voy a desaparecer, a ser colapsado por el escrutinio de sus ojos.

—Sabía que vendrías.

Ahora yo la miro mientras me embarga la conciencia de mis inútiles precauciones. Cuando franqueé la puerta de su consulta anteponiendo la mezcla exacta de emociones que disimularan estos años de extrañarla, inventarla en otras, llenar el tiempo con toda suerte de complicaciones; cuando hablo ahora, mostrando falsas cicatrices para disfrazar las verdaderas, inventando una distorsión a lo inevitable, Kate ya sabía —con un 88% de eficacia— que vendría a verla.

Ella, como si escuchara mi desconcierto o tal vez justo porque no lo escucha, se apura en añadir.

—Entonces, mientras comíamos pasteles y lanzábamos las migajas a los gorriones del parque, cuando habíamos dejado de ser novios, pero seguíamos pretendiendo ser amigos, no tenía ni idea de por qué estaba anticipando este futuro…  —suspira y clava en mis ojos su mirada febril, ¿ansiosa?, ¿inquisitiva?—. ¿Por qué estás aquí, Alex? ¿Por qué entre los tantos futuros posibles? Veinte años después de aquel día.

¿Veinte años? Casi susurro. ¡Veinte años! En el instituto Kate había realizado anticipaciones de hasta un año y medio, sin afectar su inmarcesible índice de efectividad. Pero yo sabía entonces que podía llegar a tres años desde aquel susurro en la tarde, cuando mi mano buscaba la de ella entre la hierba dúctil, y aferraba sus dedos como si fueran tallos delicados de flores silvestres. Mirábamos el ocaso sobre el cerro en cuyas faldas se alzara el Instituto. “Todo lo que conocemos va a desaparecer, Alex”. Sonreí y con aire pedante intenté acusarla de retórica, pero ella añadió: “En tres años”. Entonces capté el brillo violáceo en sus iris ámbar, que no se debía a los tintes de la tarde, sino al estado de trance de la anticipación. “La escuela, el proyecto, el futuro que auguran para los paranormos… terminará”. Sus labios temblaban cuando precisó categórica: “Resolución 23-405 del 24”. La atraje hacia mí y la besé con fuerza, con furia, quizás con desesperación. La besé para que callara, para que saliera del trance, o tal vez porque éste la hacia más deseable y bella. Cuando descendimos tomados de las manos por el camino hollado a golpe de fugas crepusculares, cargábamos el peso de una sentencia horrible. Sentencia que habíamos acordado, tácitamente, no decir a nadie. Por meses deseé que aquel trance fuera un “falso positivo”, o que Kate hubiera perturbado lo suficiente. Tenía motivos para la esperanza, porque en el Instituto nadie había anticipado una fecha exacta más allá de los nueve meses. Y si ocurría, tal vez no sería en tres años, sino en diez. O no sería exactamente de esa forma. Pero 88% es demasiada probabilidad.

—¿Qué buscas en las progresiones?

Me permito mentir, al sonreírle y al contestarle.

—Busco una continuidad. Una razón que le de un sentido a mi vida ahora, sabiendo que este cuerpo no será el fin, ni ha sido el principio… Algo que alivie mi ansiedad de creación, Kate… Convencerme de que seré útil después

Es ella quien sonríe, irónica, divertida.

—Te leíste mi libro… —y añade—: Eres un cabrón mentiroso.

Me relajo un poco, y creo que ella también. Entonces me autorizo a ser sincero.

—Te busco.

Arquea la ceja izquierda en ese gesto tan propio y me alegra que no lo haya perdido.

—Cuando perdí la esperanza de encontrarte, Kate. Cuando me pareció que ni Vía-Net, ni los escaneos satelitales, ni los caracoles y cocos de los brujos de la Florida me revelarían tu paradero, decidí buscar consuelo en el futuro.

Me mira, los ojos muy abiertos; luego se tornan tristes, o compasivos.

—¿Consuelo en el futuro, Alex?

Pero su conmiseración no me acalla, ahora que se me ha abierto un boquete en el alma y mis entrañas se derraman por él.

—Tal vez en alguno de ellos volvería a encontrarte. Y si hay un solo futuro, una sola posibilidad de volver a encontrarnos en esa otra vida, pondré fin a ésta inmediatamente para atenuar al máximo cualquier perturbación.

Los párpados de Kate aletean como estrellas temblorosas. Se levanta y camina hacia su buró. Mientras ajusta la iluminación y el contraste de una 3D de las niñas recupera su tono profesional, su compostura, su rol de esposa-madre-terapeuta impoluta.

—Seamos sensatos, Alex. No sé que es lo que funciona en esta terapia, si los deseos de las personas que construyen en el subconsciente una escena acorde con sus filias y fobias, o si soy yo quien induce ese estado. Tengo prohibido anticipar y trato de no hacerlo. No solo por cumplir las reglas, sino porque no quiero. Pero también sé que puedo hacer transferencias de estados mentales, lo sé desde que estaba en el Instituto… pero me caían muy mal los transferidores… —me aclara a modo de excusa por no haberme confiado su secreto entonces, pero yo me limito a sonreír satisfecho de comprobar lo que siempre supe. Kate bordea el escritorio y continúa en tono didáctico, en impenetrable pose de conferencista—. Tal vez soy quien está transfiriendo mis propias anticipaciones de sus vidas, que igual pueden estar afectadas por un coeficiente de perturbación de miles de años que…

—La gente se cura, Kate… ¿es tan importante cómo funciona? —intento desarmarla con sus argumentos, los de sus artículos.

—¡Claro que importa, coño! —golpea con furia la madera. Me sorprende la pasión en su voz, de repente ronca—. Por años he tratado de hacerle entender a la gente que el mañana solo puede ser importante cuando se vuelve presente… Trato de que se curen en el presente, que se alimenten de presente, y que dejen de pensar en el maldito, indefectible y escurridizo futuro que solo será importante cuando sea hoy.

—Pero la gente necesita proyectarse hacia el futuro… —he perdido la perspectiva de este diálogo, porque ella lo controla ahora y no sé hacia donde va.

—Cállate, Alex —su voz es más grave y las lágrimas han comenzado a escurrir de sus ojos de estrellas—. Que tenga que explicarte a ti, el daño que hace ver… el daño que produce husmear en el tiempo por venir… Varado en ningún momento… siendo siempre parte del nunca… Siendo solo recuerdos del mañana… — me mira con vehemente decepción y su voz se quiebra al terminar la frase—. ¿Y tú quieres morir para vivir después?

No quiero morir, Kate, quiero vivir contigo… pero si el precio de eso fuera esta vida… pienso y callo. Mis palabras resuenan dentro de mi cabeza como pueriles pataletas de adolescente, insustanciales, estúpidas. Pienso en Nietzsche, que sugería vivir de modo que llegues a desear vivir otra vez, “porque uno revivirá de todas formas”. Y creo que ni él podría justificarme.

Porque Kate sigue llorando frente a mí, un llanto que parece guardado por siglos, y yo no me atrevo a tocar sus manos donde un anillo de compromiso repele como un resguardo; sus manos como tallos de flores silvestres que ella cruza y descruza y lleva hasta su cara para regarlos con las lágrimas que intenta escurrir inútilmente.

—Tú has pasado veinte años intentando borrar el pasado… Yo he pasado veinte malditos años, intentando olvidar el futuro, Alex. Porque cuando anticipé el día en que vendrías, que cruzarías una puerta y volverías de algún modo a mi vida no sabía cuándo exactamente sucedería. No sabía si pasaría en ocho años, en doce… No sabía si era un “falso positivo”, o si había perturbado demasiado. No podía pararme y esperar. Pero así he vivido, Alex, día tras día, detenida en ese instante; sabiendo que tú ibas a cruzar esa puerta y el mundo se pondría de cabeza. Y ahora eres presente… Mi presente. Y no sé que hacer contigo porque resulta que no cabes en él.

Y el llanto de Kate llueve un apocalipsis sobre mi desesperanza, como una fuente de la que mana toda la sabiduría de este instante-infinito. Cuando el mundo se derrumba, se hace polvo ante los ojos en un definitivo holocausto personal, cuando entiendes con cada célula, con cada átomo, que tu sistema de creencias —integradas, sistematizadas, convertidas en axiomas— es pura mierda, lo sabio es dejar que estallen novas, que reviente el universo… Volverá a componerse, de algún modo. Cada cosa buscará sitio, en un nuevo orden —tal vez tampoco sea el correcto, pero se admite el beneficio de la duda—. Al fin de cuentas el tiempo es una rueda inmensurable y nosotros las ardillas que la hacemos girar corriendo adentro.

Me levanto del asiento y camino hacia Kate. Tomo su mano, la mano engarzada en el anillo, y los tallos húmedos se aferran a mis dedos, sacudiendo recuerdos eternos. La miro a los ojos, enrojecidos por el llanto, donde no he visto latir desde hace mucho ningún presagio violeta. Vamos, digo sin pronunciarlo. Ahora.

Cruzando el umbral tomados de las manos, en tácito acuerdo, el dèjá-verrai se desata ante mis ojos. Una efímera chispa violácea que ella no alcanza a ver, pero que me hace vibrar desde el aura hasta los huesos. En minutos, acaso dos o tres horas, hay al menos un 73% de probabilidades de que esté besando los labios de Kate.

Anabel Enríquez. Santa Clara, 1973. Narradora y ensayista

Licenciada en Psicología y Máster en Ciencias de la Comunicación. Ha obtenido los Premios Calendario 2005 de Ciencia Ficción y Juventud Técnica 2005, así como la Beca de Creación Ernesto Che Guevara. Ha publicado el libro Nada que declarar (Cuentos, Casa Editora Abril, 2007). Relatos suyos han sido incluidos en las antologías Secretos del futuro (Editorial Sed de Belleza, 2005); Crónicas del mañana (Editorial Letras Cubana, 2009) y Sinfonía del infinito (en proceso editorial por Letras Cubanas). Sus cuentos, artículos y ensayos han sido publicados en diversos sitios web y ezines nacionales e internacionales. Es fundadora del Grupo de Creación Espiral, desde el que ha promovido y organizado más de diez eventos y festivales dedicados al género fantástico.