Policial

Te deseo

Foto de Monika Kozub en Unsplash

Era un hombre de unos treinta años, de tamaño mediano y un poco robusto, sin llegar a ser obeso. Casado y con una familia preciosa de dos niños. Aparentemente normal, como son todos los asesinos en serie antes de ser descubiertos. Blanco, como resulta también en la mayoría de los casos y, en general, buen ciudadano. Sin las frustraciones que también encuentran los psicólogos a los asesinos mucho después, cuando les endilgan un perfil y encuentran que su madre lo apañaba y que su padre le daba algún que otro golpe de niño.

Sus víctimas eran parejas atrapadas en pleno acto sexual, y acuchilladas sin misericordia una y otra vez. Mucha sangre en las camas y, en un rito que permitió marcar el modus operandi, los clavaba juntos, uno encima del otro, con una lanza amazónica que presentaba plumas de loro en la base. Eso le permitió a la Policía saber que era un hombre, por la fuerza que se necesita para atravesar dos cuerpos con una lanza. Los forenses determinaron que este rito era posterior a la muerte, lo que mostraba cierto fetichismo propio de los asesinos con mente muy enferma, que preparan la escena para que la prensa y los policías se ceben en los detalles.

Los sagaces inspectores no entendían lo de las plumas de loro. Al principio investigaron los ritos de todas las tribus amazónicas, por ser la lanza y el loro dos de sus símbolos más importantes, pero no hallaron nada en los anales del Amazonas sobre sacrificios humanos que se vinculara con los asesinatos. Solo al investigar el tercer caso, después de un sonado escándalo en plena morgue entre los respectivos cónyuges de las víctimas, se dieron cuenta que todas las víctimas eran parejas infieles; se imaginarán el nivel de debate que se generó al filtrarse a los medios. Un asesino, paladín de la familia y las costumbres, al que apodaron Freddy el loro. Los propios policías le pusieron Freddy, recordando un viejo caso. Lo del loro fue cosa de los periodistas, para marcar a un tipo chismoso que se tomaba los problemas maritales ajenos muy, pero que muy a pecho; además de las plumas.

Y aquí esta Freddy, que así lo llamaré de ahora en adelante, a pesar de no ser su nombre verdadero, preparando su próximo ataque. Bien temprano en la mañana, cuando ya todos se fueron a trabajar. Está disfrazado de limpiador de calles y con la lanza disimulada entre palos de escoba, dentro de dos latones con ruedas. Tiene adelantado lo de los guantes y una hoja fría y filosa le quema el costado. No desea hacer esto, pero no le queda otro remedio. Lo ve llegar a pie, seguro después de dejar el auto a tres cuadras, con su portafolio balanceándose desaforadamente por el apuro y mirando a todos lados al llegar a la puerta. Un breve toque en clave y una mano femenina que le abre. Nuestro hombre salta al jardín y se posiciona en la ventana del cuarto. Empieza entonces a olfatear como un animal.

Y eso es lo que nunca sabrán los policías y a la vez la causa probable de su afán de matar. Ellos no le encuentran conexión con las víctimas sencillamente porque no la tiene. La infidelidad no la conoce, la huele y, al olerla, es como si una señal se le activara dentro. Es como los tiburones, que al sentir la sangre acuden presurosos a eliminar la fuente.

Le empezó en la adolescencia. Fue con su primera novia, esa que le abrió los sentidos al sexo con su furia de gatita joven, ávida de nuevas experiencias. No estaba tan buena como imaginaba en sus sueños eróticos, pero se le encimó tan pronto lo vio en aquella fiesta de la escuela, recostado al final, tomando refresco mezclado con alcohol. Ella lo sacó a bailar y al momento fue como si se borrara el resto. Le pegó sus pechos duros y le condujo la mano a sus nalgas. Frotando logró excitarlo y después lo arrastró al baño de mujeres. Lo manoseó y babeó cuanto quiso desde la punta de la nariz hasta el dedo gordo del pie, y si no llegaron a más fue porque una conserje los botó de allí. Ella, feliz con su presa y él rojo como un tomate, pensando que, de golpe, dos mujeres le habían visto los genitales, algo inédito desde que se había desarrollado como hombre. Sintió su intimidad asaltada y al otro día solo pensó en esconderse, sin atreverse a ver a nadie.

Se mantuvo de incógnito todo el día en la escuela, sin hablar y evitando a la conserje, cuando de pronto sintió un frío en la espalda al oír por detrás, muy cerca de su oído, en un susurro, las dos palabras mágicas: te deseo.

Nuevamente fue arrastrado hasta la casa de la gatita y esta vez, salvando el temor de la llegada de los padres, que se esfumó al segundo beso, nadie los interrumpió. Toda su virilidad se le puso a prueba en ese primer encuentro y, al no tener experiencia alguna anterior, no se preguntó por qué aquella niña sabía tanto. Lo volvió loco un mes entero. Hizo que la buscara ansiosamente todo el tiempo y, lentamente, le fue dosificando el sexo, de una vez al día la primera semana, a solo los sábados, cuando sus padres salían. El resto eran besos y calentura.

Tres meses después, un sábado, le sintió un olor extraño en la vulva. Nada desagradable, pero desconocido para él. Junto a aquel olor, sintió el deseo irresistible de ahogarla con sus propias manos. Comenzó a apretarle el cuello fuerte, señal que ella interpretó como parte del juego. Pero al momento lo empujó diciéndole que le hacía daño y que, si seguía, no lo vería más. Al otro día le descubrieron que él no era el único en gozar de los favores felinos de la muchacha sino que había dos más: un profesor de álgebra y su mejor amigo. Entendió el por qué del olor extraño y a partir de ahí no lo olvidó jamás.

Cabe aclarar que solo era el olor de la infidelidad sexual, ya de por sí bastante abundante, lo que sentía nuestro hombre. Si llegan a ser las otras me imagino que terminaríamos todos clavados por aquella lanza amazónica. Así que mi querido lector, respira, porque sé que no estás del todo libre de pecado. Las mujeres que hayan llegado hasta aquí dirán: ese olor yo lo conozco muy bien. Pero lo dudo. No confundir, no eran los efluvios del amante, la colonia masculina, la pasta de afeitar, ni siquiera el olor de la verga del profesor lo que sintió Freddy. Era algo que nacía de aquella niña, interno y propio.

Lo sintió muchas veces en su camino por la vida, sorprendiéndole su abundancia en la naturaleza a la vez que le daba fama de abusador y agresivo en sus relaciones sexuales. Eso le quitó y a la vez le dio oportunidades, sobre todo con las profesoras maduras deseosas de experiencias nuevas a esa terrible altura de los cuarenta. Eran las más capaces de absorber, con mañas, la ira que le brotaba cada vez que sentía las emanaciones terribles de la infidelidad. Les dejaba marcas en todo el cuerpo y dolores infinitos al otro día, al punto que apenas podían sentarse en el tiempo de clase. Pero, en cambio, una satisfacción que las mantenía eufóricas por algún tiempo, suficiente para acrecentar su fama de Casanova perfecto.

Entonces, al fin le llegó alguien, pura y casta como quedan pocas. Al principio le buscó desesperadamente el aroma terrible y, al no encontrarlo, empezó a tranquilizar su espíritu. Finalmente se comprometió y fundó la familia maravillosa de la que les hablé en el perfil.

***

Saltó dentro de la habitación silenciosamente. No era un coto fácil aquel salón, repleto de espejos e iluminado profusamente. Podía esconderse en el armario, adonde se dirigió rápidamente mientras escuchaba las risas de la pareja que se acercaban al lecho. Una pareja como todas, a no ser por el olor desesperante que emanaban. Soportó estoicamente el ruido de la pasión desaforada de ambos, hasta que la concentración extrema de aquel aroma le llegó al último punto de su sistema nervioso. Se lanzó entonces y los acuchilló sin que apenas pudieran verlo. Me imagino que en sus últimos estertores ambos pensarían en el marido ultrajado. Dejó que manara bastante sangre y los colocó en la posición de siempre. Después saltó por la ventana a recoger la lanza y los clavó en la cama. Se sentó un rato para reposar del esfuerzo y aspiró profundamente la atmósfera, limpia ya de las suciedades que empañan al ser humano.

Aquí debo hacer un alto para explicarte que, en mi afán de contar lo que pasa, incluyo algunos criterios del señor Freddy. No vayan a pensar que yo estoy de acuerdo o que se trata de una confesión autobiográfica, siendo yo el asesino. Esa es una técnica ya bastante usada desde el Roger de Miss Agatha hasta quién sabe, y aquí se trata de ser original en algo.

El cuarto asesinato lo revolvió todo. Se convirtió en un problema de estado con la renuncia del Ministro del Interior, que balanceaba la fuerza en el gobierno entre los partidos de coalición. También cayeron la Ministra de Educación y la de Seguridad Social quien, no se sabe por qué, estaba implicada en uno de los asesinatos. El nuncio apostólico llamó a exorcizar el Satán que golpeaba a los pecadores y fustigó la moral que daba el caldo de cultivo para tan horribles asesinatos. Los gerentes regresaron temprano a su casa, olvidando a sus secretarias y, a la vez, muchas mujeres decidieron empezar a trabajar para quitarse la tentación con el repartidor de pizzas. Nuestro hombre, en tanto, estaba tranquilo en casa.

***

En un momento determinado, comenzó a sentir el olor en el ambiente. Lo identificaba en cualquier lugar al que iba y se lanzaba sobre su mujer pensando que venía de ella. Esa obsesión los iba separando, ya que nadie soporta, por muy marido que sea, a alguien olisqueándolo a uno a toda hora. En la tienda, en las reuniones, en los restaurantes donde, además, nuestro Freddy se ponía más impertinente aún. Quizás sería por esa costumbre que tiene la gente de vincular el sexo con la comida y que lleva a invitar a las damas a comer en algún reservado discreto para concretar el affaire. No quería nada con psicólogos o psiquiatras, y la pobre mujer creó también la obsesión de bañarse a toda hora.

Al descubrir que su familia no era la fuente, Freddy empezó a buscar en los alrededores. Y los encontró a pocas cuadras de su casa. Inmediatamente los culpó de la degradación de su matrimonio y se decidió a matarlos. Ella, mujer joven, casada, con un marido mucho mayor que la dotaba de todo menos de lo que necesitaba su fisiología femenina. Él, un apuesto chofer que obligaron a casarse con la hija de su vecina al dejarla embarazada. Ambos se conocieron como pueden conocerse un chofer de taxi y una mujer casada con un hombre rico. Querida, voy a llamarte un taxi para que regreses a casa que tengo asuntos de negocios que tratar. No me esperes despierta. De solo verse comenzaron a emanar el aroma del que trata esta historia y no dejaron de emanarlo hasta que acuchillados, desnudos y clavados, pagaron la osadía de afectar la tranquilidad de nuestro Freddy.

Pero bueno, si la Policía, los psicólogos, los ministros y los periodistas no descubren al asesino, ¿cómo acabará esto? Oye, que ya va por… a ver, cinco por dos, diez muertos, dirás impaciente. Pero cálmate, que estamos terminando.

A poco de su quinto homicidio, se mudó frente a su casa una preciosa mujer. Freddy aguzó el olfato. Sin dudas ese cuerpo debe ser infiel, se dijo, y empezó a respirar fuerte. Lo percibió, aunque en principio era muy tenue.

Vino a casa a presentarse con una blusa semitransparente, sin sostenes, como debe ser hoy día, y muy abierto el escote, lo que le permitió a Freddy ver su par de senos increíbles, al tropezar con el rodillo de la puerta. Extendió sus manos filosas a nuestro Freddy para agarrarse, arañándole el hombro y prolongando el contacto hasta el infinito. También se relamió los labios al subir la cabeza para verlo y, cuando titubeante, nuestro hombre la invitó a pasar, hizo lo posible por rozarle con sus empinadas nalgas el bulto que asomaba tras su bragueta, al tiempo que le entregaba el dulce de rigor a su esposa. Esa era una buena forma de calibrar bien al nuevo vecino.

El olor en ese momento se le hizo irresistible y Freddy decidió, esa misma noche, ajustar sus avíos de caza. Esa amenaza, a escasos metros de su redil, no la podía permitir, pese a los riesgos que se corrían por la proximidad. Preparó el traje de limpiador, el carrito de basura y los escobillones, y comenzó a fabricar su lanza. Y claro, por eso nuestros ilustres polizontes no pudieron rastrearlo nunca por la lanza en las tiendas de armas del estado. Él mismo se las construía. ¿De dónde sacaba las plumas de loro? Aún hoy no sé. El asunto fue que preparó la mejor lanza de su vida. La punta bien afilada, de acero inoxidable para facilitar las cosas, con un tallado magnífico y un adorno de plumas que seguro envidiaría el brujo más famoso de Manaos. Afiló el cuchillo al extremo y esperó su momento.

Vigiló estrechamente a su vecina desde la ventana de su cuarto. Soportó estoicamente sus insinuaciones durante las visitas protocolares a su casa. Sentía, cuando la tenía bien cerca, que le brotaban los fantasmas de su adolescencia. Recordaba entonces a aquella niña pervertida y a todas las mujeres maduras que se aprovecharon de él. Las que asaltaron su intimidad con ese olor, nada desagradable, pero que lo trastornaba y lo ponía agresivo; el olor de la infidelidad, del pecado, todo eso junto con esas dos palabras mágicas. Te deseo, oyó de los sensuales labios de aquella princesa pegados a su oreja, en un susurro cálido justo en el momento que su mujer iba por pastelitos.

No esperó más. Esa misma noche se puso su traje de limpiador de calles y avanzó hasta la ventana trasera de su vecina. Saltó y se vio en una habitación de fantasía con una diosa en la cama, dormida. ¿Dónde estará él? Se preguntó desconcertado. No cabe la menor duda, yo siento el olor. Esperó escondido en el armario a que llegara el infiel, pero sin poder apartar la mirada de aquella mujer, hasta que ya no pudo más y se abalanzó sobre ella. A pesar de la sorpresa inicial, ella lo aceptó gozosa. La mordió, lamió, poseyó una y otra vez. Sintió el olor muy fuerte, más que nunca, hasta que la concentración extrema de aquel aroma le llegó al último punto de su sistema nervioso. Tomó el cuchillo, la mató y esperó que manara toda la sangre. Buscó su lanza. Se puso a sí mismo en la posición de siempre y con gran esfuerzo se clavó con ella. Así desnudos, acuchillados y clavados los encontraron, para que cayera otro jefe de Policía, otro ministro, y el nuncio pasara a ser Presidente de la República.

Denis Álvarez Betancourt. La Habana, 1968. Narrador

Licenciado en Física por la Universidad de La Habana. Ha sido finalista en los concursos literarios: Arena de Ciencia Ficción y Fantasía 2007; Constantí 2009, Relatos de Familia; III Premio Cryptshow, Festival de Relatos de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción 2010 y Mabuya de Literatura Fantástica 2011. Obtuvo Mención en el Concurso Luis Rogelio Nogueras 2010, con el cuaderno de cuentos Llueven piedras, y ganó el Primer Premio en la categoría de Ciencia Ficción del Concurso Oscar Hurtado 2011, con el relato “Guido Persing quiere una niño”. Participa del Taller Literario Espacio Abierto. En la actualidad trabaja en el Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología.