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Té con Emerio junto a la Villena

Siempre que entro a la casona de la UNEAC —Unión de Escritores y Artistas de Cuba, ubicada en 17 y H, en el Vedado habanero— me asalta una imagen recurrente: Yo iba a la presentación de un libro o sabe Dios a qué otra cosa y, sin pensarlo dos veces, traspuse el portón y torcí a la izquierda, en dirección al bar Hurón Azul, alrededor de cuyas mesas bebía y conversaba una abigarrada representación de la más rancia intelectualidad criolla de las últimas décadas. “El bar es solo para miembros”, me interceptó el custodio. Ni corto ni perezoso argüí: “lo soy” y proseguí avanzando, sin darle tiempo a reaccionar y solicitar mi carné de asociado o lo que sea que te acredite como integrante de aquella organización ecuménica.

Después de aquel día he continuado asistiendo de modo intermitente a las presentaciones, a los coloquios literarios, a la inauguración de alguna que otra muestra de fotografía o de pintura; pero jamás he vuelto a equivocar el rumbo y a asomar indebidamente el pelo por el lateral reservado a las libaciones etílicas de nuestros pensadores más notables.

La tarde del 3 de mayo de 2011 penetré sin novedad —hacia la derecha todo el tiempo— procurando divisar algún rostro conocido entre las escasas personas que se daban cita frente a la sala Villena, donde en cuestión de minutos Emerio Medina Peña presentaría su Café bajo sombrillas junto al Sena (Premio Luis Felipe Rodríguez 2009 de la UNEAC) y leería tal vez algunos cuentos. Entre los ocupantes de los bancos cercanos no identifiqué a nadie.

En el interior de la Villena la iluminación era escasa. Calculé como pude los parámetros de exposición y, con el ISO en 800, ajusté diafragma y velocidad de obturación a mi Nikon D40X, resuelto a obtener un par de imágenes decentes que sirvieran para ilustrar esta crónica. En algún momento Emerio apareció entre la vegetación abundante que rodea la terraza exterior y, desde lejos, me saludó con la mano.

“Con diez personas empiezo”, me dijo con su habitual campechanía, “¿quién ha dicho que la literatura es un fenómeno de multitudes?”. Tal vez tenía razón. Pero aunque no se lo dije, yo esperaba cuando menos unos treinta o cuarenta asistentes, habida cuenta del interés suscitado por el libro en círculos de los que tengo referencia. A ello habría que añadir la circunstancia de que, todavía fresco, Emerio Medina mereció en enero el Premio Casa de las Américas 2011 por su volumen de cuentos La bota sobre el toro muerto. Un representante de Ediciones Unión, un funcionario de la UNEAC —se me ocurre— debió acudir e introducir el encuentro, ¿no es común que suceda?

Francisco López Sacha llenó como pudo el vacío y dijo unas palabras para presentar a Emerio, dados los visos de informalidad del acto. Laidi Fernández de Juan y él eran los únicos escritores reconocibles en el auditorio. A Emerio no pareció importarle tanta ausencia. En mi interior, sin embargo, tomaba cuerpo cierta idea que de un tiempo a acá he venido amasando: la de que los escritores cubanos padecen una soledad deplorable. La creación literaria es un hecho por naturaleza insociable; pero el sentido gremial que debía conducirles al corro solidario, continúa siendo entre ellos una asignatura pendiente.

Emerio Medina se ajustó las gafas y leyó un relato de su Café bajo sombrillas junto al Sena. Después extrajo unas cuartillas dobladas —no puedo precisar de dónde— y se animó a brindar un anticipo de La bota sobre el toro muerto. Solo un fragmento. El cuento hablaba de un ejecutivo español que viene a Cuba con la misión de contratar fuerza de trabajo entre los moradores de la Isla y cubrir el déficit ocupacional en la península. (Humor negro para los acampados de Puerta del Sol en Madrid). No llegamos a escuchar cómo acaba. Habrá que esperar por la edición que a inicios del año próximo (2012) el Fondo Editorial Casa de las Américas deberá poner a disposición de los lectores.

Por ahora Café bajo sombrillas junto al Sena (Ediciones Unión, 2010) acapara mi atención. Es —en mi opinión— la segunda gran colección de cuentos que consigue armar Emerio. Antes lo fue El puente y el templo (Editorial Oriente, 2009), sin menoscabo de las modestas pero dignas entregas de Ediciones Holguín, con Plano secundario (2005) y Rendez-vous nocturno para espacios abiertos (Premio de la Ciudad de Holguín 2006). Precisamente en estos dos volúmenes primigenios puede rastrearse el origen de ciertas coordenadas que confluyen en los libros posteriores.

Café bajo sombrillas junto al Sena agrupa catorce relatos que a primera vista parecieran reunidos al azar. A salvo de la simple ordenación cronológica, y ajenos a cualquier atisbo de proximidad temática, los cuentos de Café… no eluden —por ello y a pesar de ello— una clara noción estilística que recorre sus páginas y que de algún modo emparenta las historias disímiles que cuenta.

Emerio leyó “La salida”, odisea impresionante de una pareja joven que cruza la manigua cubana para ganar la costa: el lugar adonde llegan las lanchas. El dilema entre el quedar y el irse. La espera, la espera indescifrable. Pudo quizá leer “Los tikrits”, otro de mis favoritos (como en la primera oportunidad le dije), metáfora alucinante de una sociedad que intenta renacer de las cenizas de un pasado utópico y a la vez terrible. O leer “Una cita en Estambul”, sin pizca de exótico; o “El muro”, de reminiscencias kafkianas; o “Solo nosotros” o “La boda” o “Segunda cama abajo”, pero…

Alguien le preguntó por su vida y por su formación. Emerio recordó la infancia guajira, el bohío, la escuelita del barrio, sus planes de estudiar una carrera de letras, sus lecturas de juventud, las circunstancias que lo condujeron a optar por la ingeniería, la huella profunda de su estancia en la ciudad de Tashkent, capital de Uzbekistán —entonces república socialista soviética— y el regreso final a Cuba, para experimentar con las ocupaciones más diversas.

La luz en retirada me permitió todavía obturar un par de veces.

Junto a la puerta de salida, una joven de traje negriblanco me ofreció un vaso de té aderezado con jugo de limón, muy frío. Le agradecí. Emerio bebió su propio vaso y nos separamos con la promesa de almorzar al día siguiente en la casa de visita de la UNEAC, donde se hospeda cuando viene a la capital. “Es bueno el potaje”, me informó con una sonrisa. Hablaríamos sobre literatura y tal vez yo consiguiera preparar una entrevista publicable en algún sitio web más importante que Isliada. Ya lo veríamos.

El almuerzo no ocurrió nunca. Ya era miércoles. A mi entrevista no le quedaría más remedio que seguir esperando.

Para el viernes, sin embargo, la situación cambió radicalmente: encontré a Emerio Medina en pleno boulevard de San Rafael, sobre las diez de la mañana y bajo un sol ardiente. Volaba esa noche, mas no regresaría al Mayarí natal sin una pelota de fútbol para su hijo de siete años. Un compromiso mayor que el contraído con cualquier institución literaria.

Otra vez cobró vigor la idea de la entrevista… pero esa es otra historia.

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