Narrativa

Suturas

CAPÍTULO 4: DESAPEGOS (NELSON)

—Nos cogió el agua.

—Sí, buen aguacero está cayendo.

—¿Tú crees que nos dejen quedarnos aquí hasta que la lluvia afloje?

—¿Y por qué no?

—Bueno, me trajiste a un lugar de clase. Cuando viene a ver, cobran el exceso de estadía.

—Por lo que cobran, además de traernos una comida de reyes, deberían dejarnos dormir aquí.

—Bueno, ¿pedimos?

—Depende.

—¿De qué hablas?

—Lo que yo quiero, esta gente no lo tienen en el menú.

—Eres un poco directo. Quien te vea, no se lo imagina.

—Desde chiquito aprendí que no se puede desperdiciar mucho el tiempo.

—Me gusta esa filosofía.

—¿Y el filósofo? ¿Ese no te gusta?

—Niño, deja de buscarme la lengua que todavía no hemos ni comido. ¿O tú quieres que no me baje por la garganta lo que ordene?

—Bueno, ¿qué me dices si pedimos algo de vino para que te ayude a bajarlo todo?

—¿Tú estás loco? Mira cuánto cuesta una botella de vino, muchacho.

—Más caro me saldría si no te trato como se debe.

—Estás llevándome recio con tu filosofía de no gastar tiempo. Si sigues así, me tendrás de alumno dentro de poco.

—¿Quién sabe? A lo mejor soy yo quien acaba aprendiendo un par de cosas de ti. Tienes cara de saberte más de un truco.

—Mira, hazme el favor de pedir el vino, anda. Y deja de darle a la lengua viperina esa.

—Primero tú deja de mirarme con esos ojos tuyos.

—Pide el vino, filósofo.

*

Recuerdo que, cuando era niño y pasábamos frente al cementerio, solía tocarle el hombro a mi padre, para pedirle que entráramos un momento. La curiosidad me lo exigía. Mi padre, sonriente, inventaba cualquier excusa con tal de eludir la visita. Ahora, es mío el hombro que tocan y piden un paseo hacia el interior del camposanto. Ahora, comprendo a mi padre. Invento una excusa, prometo venir otro día. Y miro hacia allí, hacia esa ciudad callada, donde son cada vez más las voces familiares que susurran mi nombre.

Voy en el asiento trasero de un taxi. Recién dejamos atrás el Cementerio de Colón. Hoy tenía que venir, es el aniversario de la muerte de mi hermana. Le traje girasoles, sus favoritos. Los coloqué sobre su osario, dejé un beso en el mármol y le conté, por arribita, cómo va todo en este plano. La vieja, finalmente, aceptó la carta de invitación de su hermano y se fue a Francia con él. Escribe casi todos los días y los que no, entonces llama. Dice estar bien, aunque es mucho el frío y esa gente allá no saben lo que es un buen potaje. Aquí, de la familia, quedo solo yo. Luego, me acerqué al osario de mi sobrino. Hay una foto colocada delante. Sonríe, eterno prisionero de sus tres años. Puedo oírlo y miro abajo, donde me sonríe y exige que le suelte la mano, que él ya es grande y puede caminar por la calle solo. Y caminó conmigo mientras me iba del cementerio, pero no pudo salir, quedó allá atrás, con su madre, en ese sitio al que los días me siguen acercando otro poco, centímetro a centímetro. Luego, pedí un taxi por la app de viajes y vino este hombre, en su Lada 2107.

Lo miro por el espejo retrovisor. Está muy bien él. Se le ve corpulento y me encanta ese toque recio que le da su sombra de barba. Otros dos pasajeros se suben en el trayecto hacia mi casa. Nadie habla, el chofer tiene puesta la radio y hablan algo del déficit de combustible. Uno de los pasajeros dice que hasta cuándo es esto, el otro cabecea y el chofer cambia la emisora. Ahora es música, salsa. 

A varios kilómetros de mi parada, el taxista recoge a una muchacha. Rubia y flaca, pero gracias a sus ropas cortas, no luce tan flaca. Así, sentada a mi diestra, se le ven bien los muslos, sobre todo el tatuaje en uno de ellos. No lleva maquillaje ninguno, sabe que no le hace falta, su cara es una preciosura, ojos sensuales. Estas flacas, que parecen a punto de romperse, son una trampa. Allá el imprudente que se confíe demasiado. Yo fui uno de esos y pasé un susto, con su buen rato, claro. Las flacas son un problema, bien exigentes, a veces incluso más que las negras. A esas las adoro, son las primeras en la lista, siempre. Te obligan a ser hombre, tienes que serlo si quieres complacerlas como es debido. Y si lo logras, te lo agradecen, porque gozan, gozan como ninguna. Aunque ya ni me atrevo a trazar límites. Las mujeres son impredecibles, sorprendentes en la intimidad y fuera de ella. Los hombres tampoco escapan, aunque eso sí, a los negros les tengo su respeto. Nunca he estado con uno, no después de aquel moreno del servicio militar, Ramoncito. El diminutivo en su nombre era, claramente, una ironía que vine a descubrir el día que nos tocó hacer juntos la guardia. Me estaba bañando en el cuartel y él llegó, vistiendo solo una toalla alrededor de su cintura. “¿Qué tú harías con esto?”, me dijo y yo miré en su dirección. Ahora la toalla estaba en sus hombros y aquello me miraba desde abajo, fiero y duro, a punto de sacarme un ojo. No iba a metérmelo, qué va. En esa época, había probado un par de cositas, pero sin penetración. Y subirme al ring con un toro de semejante calibre, se me antojó una locura. Pero tampoco dejé a Ramoncito escaparse. Al final, me hizo una pregunta y se la contesté sin usar palabras. Usé la boca, eso sí.

Llegamos a mi parada y me bajo del carro tras pagarle al chofer. De donde estoy a mi casa faltan un par de kilómetros, pero los hago a pie. Llegaré más rápido que si espero la guagua. En el trayecto, me tropiezo a unos cuantos vecinos, varios de ellos antiguos amantes, hombres y mujeres por igual. Otros vecinos, ya más mayores y “sabios”, esos mismos que me vieron nacer, crecer, rieron conmigo y me celebraron ante la vista orgullosa de mis padres, ahora me dan el tratamiento de un desconocido. Conozco los motivos, empezaron a hacerse notar el día que traje a un hombre a dormir conmigo. Después, me vieron de novio con una muchacha de la escuela de enfermería, y de nuevo otro tipo, un mulato precioso que conocí en un bar.

Nunca viví con la opinión ajena, fue un obsequio que vino encajado en mi sangre y por el cual agradezco todos los días. Mis amigos gays me lo celebran siempre. Todos son parecidos a mí, pero a ellos les costó alcanzar la seguridad en sí mismos que los vuelve inmunes al rechazo de otros. Esa vacuna, fabricada tras años de maltratos y lucha contra los miedos propios, llegó conmigo desde el vientre.

Odio lo convencional, lo firme e inviolable. En las reglas veo muchas restricciones. Quizás soy así porque desde pequeño, debí soportar las letanías de mi padre sobre lo correcto y lo incorrecto. Hombre con mujer, mujer con hombre. Cualquier alternativa significaba sacrilegio, pecado capital, una invitación al cadalso moral y cuidado no hasta el físico. Yo tenía once años cuando él murió y a veces, doy gracias de que fuesen los cigarros en exceso y el alcohol también los principales responsables de su infarto. De lo contrario, hubiese llegado el mismo infarto, lo que un poco más tarde y con un culpable distinto. Yo. “Si tu padre te viera ahora”, solía repetir mi pobre madre. 

Me gustaría vivir esa película hermosa, de final feliz, en la cual mi padre, tras años de conflicto, al final comprendiese y me aceptara. Pero sé que jamás habría sido de esa manera. Si él siguiera vivo, yo sería un exiliado de la familia, como mismo lo soy para algunos vecinos, esos mismos que me pasan de lado y, en el mejor de los casos, fingen ceguera ante mi presencia; en el otro, la reconocen con muecas de asqueo ante “el raro del barrio”, el chico “Camacho, porque le da lo mismo hembra que macho”.

Mi hermana sí lo entendía, o tal vez no pero, por lo menos, lo trataba como lo que realmente es: inofensivo. Siempre fui adicto a la belleza. Me excitaba a extremos insoportables. Si veo algo que considero bello, debo tenerlo, necesito tenerlo. Desde pequeño, he sido así. Estos apetitos me llevaron a una precocidad en el sexo y, al contrario de lo que muchos piensan en el barrio, mi primera relación sexual fue con una mujer. Tardé bastante en acostarme con un hombre. Sí coqueteaba con ellos, los admiraba desde la distancia y los deseaba, les hacía objeto de mis masturbaciones. Pero hasta ahí. Jamás lo consideré como algo enfermizo. El único crimen en disfrutar de otra persona, mientras haya interés mutuo, pues es no disfrutarlo, no atreverse, no buscar gozar y hacer gozar. Esa es mi ley y la respeto al pie de la letra.

Muchos se confundían y enervaban ante mi variedad de compañeros sexuales. Un día una mujer, al otro un hombre. Pobre de mi madre, que solo se persignaba y le pedía a Dios que devolviera a su hijo al buen camino. Pero su Dios fue el mismo que inventó a la mujer, al hombre y les dio a ambos el libre albedrío, palabras lindas para resumir una realidad: que hagamos con nuestras partes —que Él también nos dio, por cierto— lo que nos dé la reverenda gana, siempre y cuando no haya daño de por medio.

Me han amado mujeres, hombres. Y yo los he correspondido, pero nunca de igual forma que ellos a mí. Porque amar, con todas las de la ley, lleva implícita la admisión de un miedo que ni yo mismo logro admitir. El pánico apenas soportable que tantas noches me ha mantenido en vela, que va conmigo a todo sitio. 

¿Comprenderán, acaso, el total abandono que conlleva el amar a otra persona? Desprenderse de sí mismo y fundirse con alguien es algo maravilloso, pero también peligroso. Porque si algo la vida parece empeñada en mostrarme, sin importar cuántas veces le repita que ya aprendí la lección, que no es necesario seguir impartiendo tragedias a modo de conferencias y exámenes, es que perder a esa persona a quien te has entregado al nivel de que ya casi eres esa otra persona, pues equivale a morir un poco, perder una parte de ti mismo mientras la otra parte, la que respira, come, caga y duerme, se debe quedar aguantando el paso de los días cuyas horas se alargan más y más, estiradas por las manos de los ausentes.

*

—Ya escampó.

—Sí, ¿pedimos la cuenta o nos tomamos una cerveza antes de irnos?

—La cerveza primero.

—¿Seguro? Ya tomaste vino, a lo mejor la mezcla te lleva a hacer cosas que no quieres.

—Tal vez sea al revés.

—Hasta ahora, nada ni nadie me ha obligado a hacer lo que yo no quiera.

—A mí tampoco.

—Bien, ¿y qué quieres hacer cuando salgamos de aquí? Podemos ir a un bar si te apetece.

—No, la verdad no. Esta noche no estoy para esos ruidos. Me gustaría más seguir en el ambiente en el que estamos, aunque no aquí, porque si seguimos haciendo media, nos sacarán a patadas.

—¿Y cuál ambiente es ese?

—De charla y compartir, sin tanta gente dando vueltas ni música chillando.

—Podemos seguir en mi casa, si quieres.

—En tu casa, ¿no?

—Oye, dije que “si quieres”. Acuérdate que ni tú ni yo hacemos nada obligado.

—Bueno, vamos a terminar con estas cervezas y veremos qué pasa después.

—Bien.

—¿Por qué no me cuentas por qué te volviste enfermero?

—Por mi tía. Ella murió de cáncer de ovarios hace ya muchísimos años.

—Lo siento.

—Gracias. En fin, en cierto punto, los médicos nos dijeron que era inútil seguir con tanto tratamiento, que lo mejor sería llevarla a la casa y que muriera allí, en un sitio familiar, rodeada de su gente. Pero la tía era una mujer fuerte, tardó varios meses. Durante todo ese tiempo, quien la atendió fui yo, porque mi hermana recién había tenido su hijo. Ella daba sus vueltas y ayudaba en todo lo que podía, pero me tocó a mí atender a la tía a tiempo completo. Aprendí mucho sobre cuidar a una persona enferma y luego, cuando todo acabó, decidí estudiar enfermería.

—La tragedia te sirvió para encontrar tu vocación. La gente piensa que ser enfermero y tener que lidiar con los pacientes es cosa fácil, pero quien se fije bien, se dará cuenta que es una tarea de titanes.

—Lo es. Y también, veo algo de equilibrio en ese mundo. En el mundo del enfermo y del moribundo. Ahí, todos son iguales. No importa quien eras antes de llegar al hospital o de enfermarte. A la hora de sufrir, se acaban los colores, las orientaciones sexuales, las clases altas, medias y bajas. Todo se nivela de modo casi instantáneo. Créeme, porque lo viví a diario cuando hacía las prácticas en el hospital y ahora en el asilo: nada te va a recordar más tu humanidad y cuánto necesitas de otra persona que una enfermedad o ver tu vida en peligro.

—Tienes razón, aunque nada es absoluto.

—¿A qué te refieres?

—A mi padre. Así como lo ves, roto y deshecho en esa silla de ruedas, sigue odiándome. Puedes jugarte la vida que prefiere irse a solas con tal de verme desaparecer.

—¿Te odia por quién eres?

—Sí. La ironía es que parte de quien soy, quizás no la mejor parte, se la debo a él.

—Bueno, las partes que me has mostrado no tienen problemas.

—Eso lo dices porque las cervezas se están acabando y quieres que vayamos a tu casa.

—También puede ser.

—¿Sabes una cosa? Sigo sin creerme que estemos aquí, ahora mismo.

—¿Y eso por qué?

—Es que, normalmente, tengo buen ojo para detectar a los hombres. Nada más de mirarlos un momento, de oírlos, ya sé por dónde van. Si son gays, o no. Pero contigo, nunca tuve total certeza. Te veía ahí, en el asilo, y por momentos mi radar saltaba, pero en otros, ni una señal. Eres un bicho raro.

—Uno reconoce al otro.

—Bueno, los bichos raros son los mejores, ¿no te parece?

—Claro que sí.

—Se acabó la cerveza.

—¿Nos vamos entonces?

—Sí.

—¿A mi casa? Ya sabes, para seguir en el mismo ambiente. Hablar y nada más.

—¿Hablar?

—Claro.

—¿Antes o después?

—No, también durante. Me gusta que me hablen, cerca del oído.

—¡Qué malo eres, niño!

*

Me pongo el pantalón y salgo a la terraza del apartamento. Desde aquí, puedo ver la ciudad. Son casi las tres de la mañana, pero todavía hay secciones encendidas. Siempre una parte de la ciudad permanece con luz, siempre hay alguien de pie, sin importar la hora. La ciudad nunca duerme del todo. Nunca. Mi cabeza es la ciudad. Nunca se apaga totalmente. Siempre hay algo ahí, al acecho. Alguien, de pie, siempre. Mi hermana. Mi padre. Mi tía. Mi sobrino. Alguien, siempre. Algo, siempre. A veces se combinan y llegan juntos.

Miro por encima del hombro, hacia el interior del cuarto. Alfredo, desnudo en mi cama, duerme, tan tranquilo. Es un hombre hermoso, un hombre herido. Lo veo en su rostro cada vez que viene a visitar a un padre que lo aborrece. Hay más ahí, no son solo unos ojos asesinos en su belleza y un cuerpo de semidiós. Hay más, las grietas, las heridas infectadas que fortalecen el carácter y embellecen quizás no a la persona, pero sí a la idea que va formándose sobre ella en tu mente. ¿Quién queda, en este mundo, que no esté herido? ¿Qué no ande, sin importar las sonrisas y las negaciones, con esas suturas que no todos logran ver? Es muy pronto para andar mostrándonos el uno al otro nuestras heridas, es riesgoso hacerlo. Yo lo sé y por eso no lo hago con nadie. Nunca me acerco.

Lo evito desde la muerte de mi hermana. Apoyo las manos en el borde del balcón que delimita la terraza. Acaricio el concreto, donde mismo estuvieron sus pies, solo un instante, antes de que ella saltara al vacío. Saltó buscando caer en el mismo sitio al que se fue su hijo, poco antes, culpa de una maldita leucemia. Y mis ojos van al suelo, reconocen los pies diminutos de este sobrino mío que me extiende la mano para que lo lleve a comprarse un dulce en la cafetería de la esquina. Le sonrío y cierro los ojos. Vuelve con tu mamá, le susurro. Vuelvan todos a su sitio, les digo cada vez que vienen a darse una vuelta por mi apartamento, pero son desobedientes. Siempre se queda alguno, al acecho. Siempre está encendida la ciudad. Nunca se apaga completamente.

Regreso al interior del apartamento y tomo asiento en la cama, junto a Alfredo. Le acaricio la mejilla, tibia. Me acuesto a su lado, ahora desnudo. Lo abrazo y cierro los ojos. Por esta noche, él es mío, yo soy suyo. Soy de todos y de ninguno. No logro hacerlo de otra manera. Y sí, lo sé, soy un cobarde. Porque le temo a la admisión implícita en abandonarse a otra persona. En amar. Amar es abrirse, fundirse con alguien, mostrar las heridas y compartir las del otro. Amar es exponerse a perder esa parte de ti mismo que entregas, abrir otro poco más las heridas. 

Y yo no tengo más suturas, ni siquiera para este hombre hermoso que duerme a mi lado.

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).