Narrativa

Súbditos de Lisboa

CAPÍTULO I

El año en que los portugueses invadieron media España, abandoné mi casa con la determinación de embarcarme a las Indias. Recién había cumplido veintiuno y mucho me entristecía tener que resignarme a un porvenir tan oscuro como infeliz. Odiaba la certidumbre de malgastar mis años viendo lo que ya mis ojos estaban hastiados de ver: procesiones, entierros, torbellinos de polvo, rebaños, paisajes de la llanura tan solo alterados por el curso de las estaciones.

Tenía más sueños que pecados ocultos un sacristán. Mis ansias de vivir eran mi enfermedad, una enfermedad sin la cual se me hubiesen hecho insoportables los muros de silencio que en torno a mí se erguían. No di crédito a los peligros referidos por ciertos viajeros, tal vez porque sus pláticas me parecían no más que una emboscada de intimidación para los osados. Las habladurías de taberna no hacían más que divertirme al ver los rostros de quienes las escuchaban crédulos. Yo estaba tan seguro de un destino extravagante como Cristóforo Colombo lo estuvo de las maravillas que le aguardaban al otro lado del mundo.

No me importó que otros pusiesen mi cordura en tela de juicio; decidí cambiar a tiempo los andrajos de lo seguro por la seda de lo soñado. Las dichas me supieron a gloria y los descala bros también. A partir de entonces mi vida fue deliciosamente mía. No pedí consejo ni sometí mis planes a consideración de otros. No me hicieron desfallecer en mi propósito las lágrimas de mi madre ni las súplicas de mis hermanas Rebeca y Guiomar. Sabía que sus personas estarían a buen resguardo con mi cuñado Lupercio de Mendiola, hombre prudente y laborioso que bien sabría administrar los viñedos plantados por mi padre. Pasados los años, llegaría a añorar aquellos parajes, pero quien parte con certeza no repara en los quebrantos del regreso.

Afianzada la primavera, me hice de los pliegos que certificaban mis orígenes de cristiano viejo, así como de una larga ejecutoria de servicios prestados por mis ancestros a la Corona de Castilla desde tiempos de los Reyes Católicos. Aproveché la marcha de una compañía de actores que iba de Esquivias a Sevilla en busca de mejor suerte, lejos de los pueblos diezmados por el hambre. En las alforjas llevaba algo de ropa y media docena de libros que me servirían para que no se desdorasen en mí las cualidades de aspirante a letrado que ennoblecían mi espíritu. Bien guarnecidos en mi faltriquera iban trescientos ducados, y otros treinta en una alforjilla de lienzo crudo. Según se decía en las murmuraciones del camino, cien tenía por costo la merced de embarcarse a las Indias. Debía dar con la famosa y, a la vez, secreta Cofradía del Real Auxilio, la única vía por la cual se iba al Nuevo Mundo sin levantar sospechas de los comisarios de puerto. El séquito al que me había unido apenas me daba tiempo para la melancolía y la lamentación. Eran todos pícaros y gente de baja ralea, pero con ellos me entendía mejor que con clérigos y bachilleres, siempre dispuestos a engaño.

Tras ocho días de camino, pasando por Toledo, Ciudad Real, Córdoba y Écija, llegamos por fin a Sevilla. En las cercanías de la cárcel, hallé una posada que muchos recomendaban por estar libre de pulgas y otros bichejos que impiden el luengo descanso. No tardé en hacer buenas migas con el posadero, un hombre cuyas trazas y maneras me recordaron las del bueno Lupercio de Mendiola.

Sin precipitarme aún a vender la mula sobre cuyos lomos había hecho la travesía, la dejé al cuidado de un palafrenero que cerca de allí tenía un pesebre. Todo era ante mis ojos enorme y confuso, una procesión caótica de dignidades y andrajos capaz de entorpecer el entendimiento al más avezado en tumultos y urbes populosas. Allí, como en ninguna otra ciudad de Andalucía, se respiraba el ambiente de control que habían impuesto los invasores lusos.

En menos de dos años, el mundo había dado un giro demasiado abrupto. El rey don Felipe II había sufrido una apoplejía grave a razón del desastre de la Armada contra Inglaterra, concertando así su gabinete la argucia de que alguien idéntico a él apareciese en público, firmase documentos y atendiese asuntos de Estado como si fuese el propio rey; pero esta inteligencia de sus allegados no tardó en convertirse en rumor y más tarde en una cabal certeza para sus enemigos.

En medio de semejante desbarajuste, don Sebastián de Portugal, a quien todos creían muerto, luego de una ausencia de diez años, y de probar a las cortes reunidas en Lisboa que era justamente él y no un impostor, logró que el joven príncipe don Felipe III le devolviese la Corona de dicha nación y depositase en él confianzas fatales para España. Convenciendo a buena parte de los comandantes y gobernadores de provincias con ayuda del duque de Denia de que solo él podría conducir por buen sendero los destinos del imperio y, a ello sumando el apoyo del papa, organizó una conspiración que terminó con el exilio del príncipe a las Indias de conjunto con su protector, el duque de Medina Sidonia, y el resto de la Casa de Austria, que se mantuvo leal a los fueros de la monarquía.

Se decía que la familia real organizaba la reconquista desde Tierra Firme o alguna de las provincias leales, pero hasta sus más fieros adeptos reconocían que se trataba de una incursión imposible. Mientras unos, como yo, marchaban en secreto a servir al monarca postrado allende el mar tenebroso, otros prestaban juramento al resucitado de Alcazarquivir. De un momento a otro, en España, todos éramos súbditos de Lisboa. Las ciudades próximas a la frontera con Portugal habían sido sometidas, otras se entregaban sin apenas ofrecer resistencia. Solo permanecían irreductibles las Coronas de Cataluña y Aragón apuntaladas con el apoyo de Francia.

Se nos trataba como al pueblo de Dios cautivo en Egipto, pero con la gran diferencia de que se nos había sometido en nuestra propia tierra y con la complicidad de nobles, principales del Ejército y otras gentes de relevancia y poderío. En el Mediterráneo luchaban Alejandro Farnesio, duque de Parma, y el conde de Mansfeld por rescatar la Corona de la Casa de Austria e impedir que Italia sucumbiese ante el avance de la invasión portuguesa, pero esta se hacía fuerte en los Países Bajos con el respaldo de gran parte de los tercios y planeaba apoderarse de los territorios franceses y alemanes a pesar de que estos no eran enemigos fáciles de someter.

Por su parte, doña María de Austria, hermana del baldado don Felipe, se había exiliado en Polonia, bajo la protección absoluta del rey Segismundo III, trabajando en secreto para que algún día le fuese devuelto a su sobrino el trono imperial. Todo esto lo supe en detalle mucho después, cuando la pólvora de los ejércitos se había enfriado y los reyes de Europa servían a un único amo y señor con una conformidad que parecía de hechizo. Mientras estas acciones eran solo leche para cuajar el queso de la ignominia, yo vagaba por Sevilla sin conciencia acentuada del peligro, con el solo fin de embarcarme a las Indias, antes de que los sebastianistas tomaran acciones para evitar que numerosos súbditos escapasen de las garras del nuevo monarca.

En medio de tantos mercaderes, ladrones, mendigos y putas, yo debía encontrar a un tal Bernabé Aranda, pariente lejano de mi madre, que, según decían allegados nuestros, tenía tratos con los mayordomos de la cofradía. Luego de una semana de búsqueda, lo hallé en una taberna del Arenal. Era un hombrecillo entrado en años cuya raquítica estatura iba en menoscabo de cualquier autoridad que pudiera asistirle. Tenía una cicatriz inverosímil que le hacía de ceja izquierda y, por demás, se trataba de un jugador empedernido a quien el naipe le había gastado la yema de los dedos.

Pero en sus vestiduras traslucía que era persona principal, tenida como confiable por los portugueses, entre otras razones, porque hablaba su lengua como solo podía hacerlo un nativo. En principio, fingió no acordarse de mi madre ni de otros parientes que me habían recomendado, pero luego, tal y como correspondía a un hombre de su condición, fue soltando el cordel necesario. Tal vez le avergonzó en alguna medida que yo descubriese el mundo en que se movía: matarifes de la más baja ralea y jovenzuelos que se fingían damas enlutadas para ejercer sin escollo sus oficios nefandos.

—Treinta ducados y os conduzco a la mismísima madriguera de la cofradía, que por no tener residencia fija es preciso comprar varias llaves de lengua para llegar a ella —me dijo alzando una jarra de cerveza de cuyos bordes se derramaba un brocado de espuma.

—Considere vuesa excelencia el parentesco, porque es sobrada la cuantía ante lo escaso que ando de bastimentos —sugerí escrutando la luz turbia de sus pupilas.

—Es justo el parentesco lo que engendra la deferencia, pues bien pudiese ser el doble si tal consideración no jugase cartas en el asunto —me espetó untándose de saliva los cuatro pelos que le arreciaban la cicatriz sobre el ojo izquierdo.

—Proceded según creáis menester —contesté alargándole la alforjilla de lienzo crudo que contenía justo la cantidad exigida.

—Venid dentro de dos días a la hora del poniente, que ya os daré razón de vuestra encomienda —aseveró como si, en vez de monedas, se hubiese guardado en el coleto una reliquia de santo.

—¿Es cierto el rumor de los cien ducados por alma? —pregunté casi en un susurro.

—Tan cierto como doce apóstoles tuvo el Cristo —afirmó alzando otra vez la jarra de cerveza.

Dejándole en aquella gruta donde toda virtud era estorbo y todo vicio salvoconducto, me fui a la ratonera donde tenía mis bártulos.

Yo, que desde hacía algún tiempo soñaba con irme a conocer Sevilla, descubrí entonces que el entusiasmo se me había tornado en desasosiego. Salvo unos escasos paseos por el puerto y algunas calles de renombre, no tuve ánimo para el juego ni las bellaquerías viriles con las que soñé alguna vez en el silencio acerado de mis noches en Esquivias. Me persuadí de la siguiente verdad: la añoranza que hoy es arrojo, llegado el momento se nos trastoca en miedo.

Aquellos dos días de espera figuraron para mí el curso de tres generaciones. Bernabé Aranda apareció por la taberna justo a la hora que habíamos convenido. Esta vez andaba extrañamente re- crecido, pero era obra de unos tacones demasiado audaces que le fabricó un zapatero.

—La cofradía se ha mudado a Málaga —dijo Aranda haciendo con ambas manos un triángulo que le apuntalaba el entrecejo.

—¡Santísimo pezón de la Virgen! —blasfemé.

—No os impacientéis, que desde allí bien podréis embarcar confiado hacia esos dominios. Los portugueses de aquella plaza consienten gustosos las demandas de la cofradía, siempre y cuando el peso del oro les doblegue la diestra —observó en lo que cruzaba los diez dedos bajo el mentón.

—Imagino que entonces se encarezca aún más el pasaje a las Indias —arrojé a medio camino entre el desgano y la amargura.

—Así manda la ocasión —masculló lacónico.

—¿A cuánto asciende el monto en total? —indagué pupila contra pupila.

—A ciento cincuenta ducados por alma —ripostó Aranda entrecerrando los ojos.

—Cincuenta más que la tarifa anterior —añadí avergonzándome en el acto de la obviedad de mi observación.

—Tal es el precio si aspiráis a un destino, tal vez no mejor, pero sí distinto del que podría corresponderos por estos lares —concluyó Bernabé Aranda extendiendo ambas manos sobre la mesa.

—Consiento la demanda —espeté con ínfulas de apostador.

—En Málaga hallaréis a un tal Severo Alemán que fue capitán de los tercios en Barcelona, anunciadle que vais en mi nombre y ya nada más tendréis que ilustrar —dijo como si en el acto tragara una buchada de saliva.

—Mucho agradezco vuestra mediación, excelencia —murmuré con una leve inclinación de cabeza.

—No me llaméis excelencia, pues disto mucho de serlo, y que Dios os guíe en vuestra empresa allí doquiera que vayáis a acometerla —me exhortó con un semblante menos rufianesco del que le vi por primera vez.

No tardaron en rodearle las gentes con quienes solía solazarse, gentes que vivían en las sombras porque justo eso eran: sombras. En el acto, pensé que jamás volvería a verle, pero entre los muchísimos empeños del destino está el de socavar nuestras más firmes certidumbres.

Una vez de vuelta a mi agujero en las cercanías de la cárcel, fui advertido por el posadero respecto a mi viaje a Málaga. Era aconsejable partir por tierra antes que por mar, a razón de que resultaba en extremo riesgoso el control a bordo de las naos. Por simples sospechas de que alguien pretendía embarcarse a las Indias, el castigo era la pena de muerte, ser arrojado con una catapulta sobre doscientas lanzas dispuestas para ese fin y al que todos llamaban el bosque de las picas. El suplicio era el mismo para ladrones, sodomitas y malversadores de las arcas reales.

En las cercanías de la Torre del Oro, indagué los modos posibles de encaminarme. Un mercader veneciano me dio las señas necesarias. Según contactos suyos, dentro de cuatro días un impresor mudaría su taller a esa ciudad, pagando una escolta que lo condujese hasta ella sin los percances habituales. Por el mismo comerciante, supe de su ubicación en el barrio de Santa Cruz y hacia allá hice suelas. Para dicha mía, don Gaspar de Avendaño era un cincuentón de alma noble que aceptó sumarme a la comitiva tan solo a cambio de un modesto aporte. Viendo yo el beneplácito con que fui acogido, me brindé para ayudarle a enfardelar los útiles de la imprenta a razón de hallarse convaleciente su ayudante principal por las heridas de una riña callejera.

En aquellas resmas de papel, veía yo libros futuros, imposibles. Ordené los tipos en sus cajas como quien logra apacentar el rebaño de sus propios pensamientos. Manoseé Biblias, tratados de medicina y música, compendios de leyes, cancioneros y otras obras de tanta belleza para los ojos como utilidad para el espíritu. De regreso a la posada, tuve el feliz presagio de que aquel viaje estaba en manos del Altísimo. Y no se alejaba mi entendimiento de lo que en verdad sería. Al amanecer, me encontré con la comitiva en la salida este de la ciudad. Una carroza tirada por cuatro mulas llevaba en su interior la imprenta que con licencia oficial se trasladaba a tan lejanos dominios. Más tarde supe que el tintineo de las monedas ayudó a la ley a cumplir su parte. Así sucedía por aquellos tiempos en que el portugués pasó de menesteroso a gran señor.

Cuatro mozos escoltaban el cortejo. Algunas nociones escuderiles tenía yo de esgrima, pero bien sabía no pasaban de toscos alardes de aldea. Don Gaspar, junto con su esposa, doña Lucía de Uxena, llevaba las riendas de aquel carromato que crujía tanto como piedra de molino en labor. Garcilaso, Boccaccio y Petrarca aliviaron para nosotros la pesantez de la jornada. Salvo una requisa de los sebastianistas en Ronda, el viaje transcurrió con cierta displicencia pastoril. En los tramos donde sabíamos que no transitaba autoridad alguna, los heraldos hacían lucir sus armas. Supongo que esta providencia enfrió los ánimos de los maleantes ocultos en las arboledas cercanas.

Luego de dos días de descanso en posadas del camino, llegamos al puerto de Málaga. Las confidencias mutuas que nos habíamos hecho desde nuestra salida de Sevilla nos llevaron a franquearnos en cierto punto. Ambos pretendíamos embarcarnos a las Indias, buscábamos la Cofradía del Real Auxilio, que ahora, según rumores, tenía su oficina en un barrio antiguo de la parte alta. Había, sin embargo, una sustancial diferencia: don Gaspar de Avendaño sostenía desde hacía mucho tiempo una probada amistad con Severo Alemán, hermano mayor de la cofradía. Los portugueses de aquella boca de mar eran como en verdad se les describía: aficionados al juego, la mancebía y los tratos desleales para con las leyes de su propio monarca. En apariencia, no hacían otra cosa que velar por el cumplimiento de órdenes superiores, pero, en el fondo, no guardaban más fidelidad que la del oro adocenado en sus bolsas. Cada semana, bajo bandera de Portugal, zarpaban al menos tres galeones rumbo a las provincias leales, Cartagena o Nueva España, fingiendo proa a Lisboa, las Canarias o el Reino del Brasil.

Como era vox populi que el joven rey se hallaba con la corte en Cartagena, supe que hacia esa tierra debía embarcarme. No se podían esperar mercedes donde no tuviere su residencia la casa gobernante: allí donde ondean más estandartes suele ser donde naturalmente se concede mayor cantidad de favores. Con el curso de los días, descubrí que, por regla, para quienes íbamos en puro lance de aventura, Cartagena era el destino previsto. Los que se embarcaban a Nueva España o alguna de las provincias leales, casi en su mayoría lo hacían porque en esas tierras les aguardaba algún pariente cercano, o porque bien la nueva ley impedía la población sobreabundante en reinos demasiado prósperos. En ninguna taberna o posada se dejaba de hablar de las extravagancias de la corte en el Nuevo Mundo. Según las crónicas de pilotos y maestres, se domesticaban jaguares para que el joven rey de doce años cazara a sus anchas, los criados reales vestían con filigranas y hasta las bacinillas eran fabricadas con oro fresco, recién sacado de la garganta de los ríos.

Ya no había que esperar meses enteros a que un cargamento de piedras preciosas desembarcase en Sevilla para engrosar las arcas imperiales, el mundo se encontraba al alcance de la mano, como en una especie de edén donde todo parecía dispuesto para el goce de los fieles cuya recompensa estaba garantizada. Atestiguaban los marinos principales de las naos que, al menos, en Cartagena y Nueva España no se echaba de menos el aire civilizado del Viejo Mundo, sino que en buena medida este era superado con ventaja. Abundaban allí ricas catedrales donde los santos tenían ojos de esmeraldas, caminos adoquinados que comunicaban unas ciudades con otras en cualquier estación del año, acueductos cuyas aguas parecían brotar del aliento mismo de Dios, puentes que soportaban quinientas manadas de elefantes, galeras movidas por mil indios que apenas demoraban una semana entre los puertos más lejanos, torres de vigías y faros más altos que cualquiera de Italia o Flandes, tiendas donde no asombraba a ningún comprador hallar jarrones de China o exóticas armas del Japón. En fin, demasiados arrullos para los oídos de alguien que como yo no tenía en España otro derrotero que padecer miseria y toda clase de privaciones bajo el yugo de la dominación portuguesa.

Un instante no me separé de mi protector en las calles de Málaga. Con paciencia de mendigo, esperé a que diese con el tal       Severo Alemán a tenor de que este ya le conocía de antaño.

Una tarde se propició el encuentro en la casa de un portugués ricohombre, de cuya adhesión al trono imperial ni el más suspicaz de los comisarios se hubiese atrevido a dudar. Era don Severo un hombre enjuto y risueño que en cada gesto desmentía tanto su carrera de armas como la fiereza previa de su nombre. Sonrió malicioso al decirle que me recomendaba Bernabé Aranda. Hizo el tipo de mohín condescendiente del que ha leído completo el libro de los pecados ajenos y, aun así, no está dispuesto a hacer de juez. En el acto, sentí que tan solo era de cuestión de tiempo. Una semana después, mientras afilaba mi daga vizcaína, recibí la licencia de viaje sin la cual no sería admitido en el puerto de destino. Todo me pareció tan dulce que, en vez de luz, veía hilos de melcocha pendiendo entre el sol y las cosas.

Don Gaspar, a quien terminé confiando mis credenciales y dineros, se encargó de recabar los permisos de navegación ante los hermanos de la cofradía tras la orden expresa de don Severo. La verdad es que se observaba un celo extremo con los admitidos, a fin de que no se infiltrasen espías portugueses en aquella empresa, tan digna de elogio como plagada de los más afilados peligros. No me importaba que mi pase de abordar rezase que yo me embarcaba como criado en vez de escribano, lo que importaba era el hecho y no las vías de su consumación.

Pronta ya la zozobra de la víspera a cuajar en certidumbre, aproveché los consejos que un marino viejo le dio a don Gaspar: purgar el estómago de impurezas con miel rosada y agua de jengibre, suspender la ingesta de carne por tres días y enjuagar mis cabellos con vinagre de manzana poco antes de subir a la nave. La mañana en que embodegamos la imprenta en el vientre del Coimbra, que en verdad se llamaba Santa Fe, dos navíos procedentes de Barcelona arribaron con fatales nuevas. Hacía menos de dos semanas, en Porto Vecchio, isla de Cerdeña, se había librado una gran batalla naval donde Farnesio y el conde de Mansfeld habían sufrido una derrota de cabras contra elefantes, frente a una enorme flota compuesta por casi todos los tercios viejos de la Península y las tropas de los Estados Pontificios en viadas por el papa. Se hablaba de una contienda superior a la célebre de Lepanto, donde los restauradores de la Casa de Austria habían quedado aún más maltrechos que los propios turcos en su tiempo. De igual modo se decía que Nápoles había caído en poder de los sebastianistas con ayuda de corsarios berberiscos. Era de temer la fuerza con que amenazaba a Europa el resucitado de Alcazarquivir. Las banderas con el dragón verde de su escudo parecían destinadas a abofetear los aires, desde el bajo Mediterráneo hasta los gélidos mares del norte. Todo apuntaba a que dentro de no mucho tiempo el mundo entero debería la más sumisa obediencia al trono de Lisboa.

La llegada de estas nuevas nefastas, lejos de amedrentar a los viajeros, parecía infundirles mayores ánimos de lanzarse cuanto antes a la aventura. Por esos días no tenían descanso los curas ni los notarios; a toda hora se confesaba y se hacía testamento porque era menester partir a las Indias con la conciencia en calma y las posesiones terrenas con dueños nombrados. Era sorprendente la gama de oficios que entre estas gentes se observaba: carpinteros, cirujanos, pintores, arquitectos, músicos, clérigos, actores, regidores y ciertas «familias» con demasiadas mozas que ya podría adivinarse cuáles serían sus ocupaciones al otro lado del mar tenebroso. Los barrios del puerto estaban llenos de impacientes, de charlatanes que contaban las hazañas de su aventura como si ya estuviesen de vuelta. Los portugueses allí acantonados eran tan prósperos que, según voces de taberna, costaba más de doscientos ducados un puesto de simple soldado en una guarnición. Cierto era aquel refrán que rezaba «pedid en Málaga y se os dará en las Indias».

La ciudad era un burbujeo de trotamundos y pordioseros. Se decía que había casi tantos mendigos y falsos ciegos como en Sevilla, porque donde abunda la limosna se multiplica el andrajo, los chinches y los piojos. Por momentos, llegué a persuadirme de que aquella especie de zona franca no operaba sin el consentimiento de la nueva regencia y que tal vez constituía un ardid para vaciar a España de pedigüeños e inconformes. Concordábamos don Gaspar y yo en dar esta maquinación por cierta. No se trataba ya de tolerancia, sino de desaforado libertinaje, un desorden consentido que tendía, a la larga, a dejar terreno despejado al portugués.

A dos días de haber embarcado nuestros bártulos, se dio el aviso del maestre: la nao estaba lista para zarpar a Cartagena de Indias. Atestado un zurrón de queso, aceitunas, tocino y bizco- cho, me alojé en la nave en compañía de don Gaspar y la siempre malhumorada doña Lucía de Uxena. En un baúl pequeño de cerradura sencilla iban mis libros, algo de ropa, la daga vizcaína y una colección de plumas con sus tinteros de bronce. Era todo cuanto llevaba conmigo a tierras incógnitas.

Desde el castillo de proa vi toda una procesión de gente y ani- males que hacía de aquel barco una nueva versión del arca de Noé. Subían cerdos, cabras, gallinas y patos, los cuadrúpedos uncidos de un cabestro, las aves en jaulas de caña alzadas con sogas desde los botes que rodeaban la embarcación o ingresaban por el propio puente de abordar. Los sirvientes cargaban cajas y fatigosos arcones, los señores cuidaban de que nadie hurtase sus enseres en medio de un vocerío en que se mezclaban flautas y vihuelas de los músicos con el silbido prometedor del viento en la arboladura. A simple vista, podía reconocerse a clérigos, regidores, escribanos, pintores, carpinteros y sastres. Asombraba la cantidad de niños que se embarcaban con sus padres y el crecido número de bellas mozas con sus damas de compañía. Mi corazón se inflamaba al contemplar de lejos sus donaires, gracias femeniles que no pare- cían hechas para semejantes rigores. No vi, sin embargo, en aquel desfile de hermosuras a la que sería en lo adelante mi perdición y el total quebranto de mi recto juicio; tal vez se había embarcado antes que yo, tal vez pasaría inadvertida del mismo modo que en mi pueblo natal. Pasado el mediodía, subió un cura a bendecir la nao. Unos querían besarle el crucifijo, otros la cuerda del hábito, hasta que el maestre dispersó la concurrencia de fervorosos arguyendo que era menester aprovechar el buen viento con que Dios nos obsequiaba.

Así se hizo a la mar el Coimbra, cuyo nombre castellano era Santa Fe, pero que en la más estricta prudencia debía ser guardado. Las banderas de Castilla solo serían izadas en los mástiles cuando nos hallásemos en confirmados dominios españoles. Eso había indicado el veedor de la cofradía, cuya misión consistía en representar a bordo los intereses del rey.

Sobre un colchoncillo de paja, dormí al pie de los bultos de la imprenta que entre mi protector y yo habíamos acomodado en el fondo de la nave. Dormí con el sueño centinela y, a la vez, profundo de un perro ovejero.

Me despertó la algarabía de los animales que tenía demasiado cerca. Los vientos nocturnos habían sido propicios y ya pasábamos frente las costas de Benalmaina. A pesar del hedor a ratas difuntas que emanaba aquella bodega, una vez en cubierta quise escribirle al mar un soneto digno del misterio que a través de él me era revelado. Pero de aquel ábaco prolijo ni una cuenta me fue concedida.

Sin reparar en el hambre con que siempre despertaba, largo rato estuve apoyado en la barandilla cercana a la cámara del maestre, contemplando el arte con que el infinito se las arreglaba para engullir la espuma y luego regurgitarla con furia moderada. En ese instante, me avasallaba la conciencia de mi propia fragilidad.

A mi espalda podía sentir el estilete de las miradas curiosas. No tardé en percatarme de que alguien más contemplaba a su modo el mismo espectáculo que yo. De reojo vi a un hombre de figura enjuta, cuyos cabellos, entre castaños y canos, obedecían al capricho de un viento cuya voz secreta parecía escuchar. Estando ya a punto de regresarme a donde don Gaspar, lanzó aquel hombre una pregunta en tono de quien busca hacerse de amigos:

—¿Tiene vuesa merced parientes en las Indias? —me preguntó con voz de quien teme pecar de pendenciero.

—Los que sea capaz de engendrar —añadí sin voltearme del todo, pero dejando entrever que no me resultaba impertinente el despunte de aquella plática.

—Oportunidades tendréis si vuestro juicio y el favor de Dios os acompañan —dijo luego de una pausa tan prudente como bien suspirada.

Dando un medio giro a razón de cierta simpatía, acerté a intuir que antes había visto yo aquel rostro de nariz aguileña y algo corva, aquellas facciones tan blancas como las mías.

—¿Con cuál oficio se embarca vuesa merced? —inquirí pensando que tal vez me había propasado.

—Contador de galeras reales, al menos para eso me han requerido —dijo con cierta solemnidad.

—¿Cartagena o Nueva España? —pregunté ya mirándole a los ojos.

—Cartagena —respondió como si para él resultase obvia la respuesta.

—¿Y vuesa merced? —solicitó devolviéndome la mirada.

—A vuestro mismo destino —dije en tono ya más cordial y abierto.

—¿Cómo os hacéis llamar? —me interrogó con cierto aire de autoridad paterna.

—Rodrigo, Rodrigo Dueñas —exclamé con cierto titubeo en la voz.

De pronto, vi que aquel hombre era lisiado de la mano izquierda y que había en su mirada tanta tristeza como olas en el mar. Movido por la curiosidad a que me sentía autorizado, alcancé a preguntarle:

—¿Cuál es vuestro nombre, señor?

—Miguel de Cervantes, para servir a Dios y al rey.

—Entonces, ¿vuesa merced no es otro que el autor de la famosa Galatea? —intenté confirmar tan asombrado como risueño y correspondiendo al apretón de su diestra.

—Quiso el cielo que así fuese, joven Rodrigo —alegó con la evidente satisfacción de que alguien reconociese su ingenio a tan considerable distancia de donde este luciese sus galas.

—¿Y si os dijera que tengo tanta estimación por vuestra obra que la misma me acompaña en este viaje? —le observé con un jactancioso candor.

—Os lo creería, porque las bendiciones de Dios no menguan al concluir obra, sino que proliferan como secretas hiedras en los muros del misterio —sentenció parsimonioso.

—Fue de los últimos libros que leyó mi difunto padre y gran ponderación hacía de vuestro estilo —dije con la voz estrangula- da por la mano del regocijo.

—Honor que escasamente merezco… ¿De dónde sois vos? —inquirió con un gesto de bonhomía y condescendencia.

—De Esquivias, don Miguel, y ahora recuerdo que mucho se hablaba de vuestro talento y los lazos que a dicho lugar os unen —respondí atreviéndome a sostener otra vez la fuerza de su mirada.

—Grato recuerdo me trae vuestra tierra, allí nacieron mi cara esposa y mi Galatea, pero si Dios os concedió algún don, habéis hecho bien en abriros al mundo: hay comarcas que envilecen por más renombrados que sean sus orígenes —observó entrecerrando los ojos con una leve inclinación de cabeza.

—Sobrada razón asiste a vuesa merced. Ya sabía, don Miguel, que os recordaba de alguna parte y ahora os veo entrando y saliendo de Esquivias a lomo de mulas —dije sin poder disimular la felicidad que me producía aquel encuentro—. ¿Acaso tenéis alguna obra de reciente escritura o que hayáis dado a la imprenta? —indagué con una curiosidad parvularia.

—La perdí de camino a Málaga, en un burro que unos ladrones se llevaron en un descuido mío —respondió como si no quisiese hablar de ello.

—Algún día la tendréis de vuelta, por obra del destino o de vuestra memoria —dije con la certidumbre de un tonto valeroso.

—Posiblemente sepáis entonces quién es mi señora a pesar de que el recato ha sido desde siempre una de sus más bellas prendas —dijo don Miguel cambiando de tema con toda intención.

—De seguro en alguna misa o procesión le habré visto, mas no recuerdo ahora sus facciones —respondí con gesto del que re- vuelve en los arcones de su propio olvido.

—Teniéndole enfrente, haréis memoria —dijo dándome palmadillas sobre el hombro.

De pronto, una matrona gruesa que debía de pasar de cincuenta interrumpió tan animada plática solicitándole a don Miguel que bajase a bodega en el otro extremo de la nave. Sabiendo que estábamos prestos a vernos, volvió a estrecharme la mano con gran ánimo y certidumbre.

—¿Cómo se hace llamar vuestra señora? —le pregunté casi en puntillas de pies con el ceño fruncido de quien esfuerza la facultad del recuerdo.

—Catalina de Salazar y Palacios —me contestó con una sonrisa mientras caminaba en dirección al palo mayor de la nave. Con el segundo de esos apellidos conocía yo solo a un cura del pueblo. En mi mente repasé una y otra vez rostros de vecinos y conocidos de mis padres, pero no lograba concertar imagen alguna, sobre todo porque, sin darme cuenta, me había figurado a la esposa de don Miguel como una mujer acorde a su edad, posiblemente de los años de mi madre. Tanto los Salazar como los Palacios me sabían a incienso y polvo de criptas abandonadas. Permanecí luengo rato contemplando el escarceo de las gaviotas, las formas impredecibles de la espuma. Y tan intenso fue el vivir de aquel vislumbre que este habitáculo donde hoy escribo se ha perfumado de brisa y madera corroída por el salitre, quedando de aquí tan lejos el mar como lejos estoy yo ahora del donaire de aquellos tiempos.

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«Súbditos de Lisboa» de Evelio Traba

Evelio Traba. Bayamo, Cuba, 1985.

Escritor y editor. Licenciado en Psicología. Vendrás conmigo (Furtivas, Miami, 2021) es su anterior novela. Con Editorial Verbum ha publicado Un traspatio de malos vecinos (Premio Internacional de Poesía Juan Alcaide, 2021) y Toda la gente que conozco (2017). Bajo el sello de esta casa, han visto la luz Dos versiones de Fray Bernardino (Premio Internacional de Novelas Ejemplares Universidad de Castilla La Mancha, 2019), El camino de la desobediencia (2016) y El ritual de las cabezas perpetuas, esta última galardonada con el Premio Iberoamericano Verbum 2016. Ganador del Accésit del Premio Alba Narrativa 2012, con La Concordia (Arte y Literatura, 2013; Ediciones Furtivas, 2021). Actualmente, se desempeña como coordinador de la Revista Mecenas que auspicia Editorial Verbum. Vive en Ourense, España.