Sombras de las cosas que vendrán
En ningún número de la revista Mujeres he descubierto que se haya tratado con rigurosidad científica un tema tan complicado como la visión y el poder de escucha que pudiera tener un feto; muchísimo menos cuando todo el tiempo, tras los hechos, está la verdad que se recuerda.
—Las mujeres son como puertas abiertas —decía mi padre.
Pasados algunos meses vi a mi madre con las piernas muy separadas; la doctora inclinada sobre ella, poderosamente armada, pues iba a aplicarme los fórceps. Me salvó la exclamación de un enfermero: “¡ya viene!”.
El hecho de que una mujer pudiera deformarme por siempre, convirtiéndome en alguien acomplejado y oscuro, estaba en una frase.
Según fui creciendo, me di cuenta de que las mujeres eran infinitamente más inteligentes de lo que aparentaban, un sistema para aprovecharse del estado de nervios resultante y también una lucha que los hombres habían postergado durante siglos. Después surgirían hechos que me obligaron a dejar de eludirlas y entrar como partícipe en la batalla que iba a entablarse y, si es permitida la expresión, dar la nota patriótica. Para entonces me sentía tan cansado que mis ideas se deslizaban hacia otro lugar o un cúmulo de ellas que resultaban muy difíciles de expresar con palabras.
Nunca he sido un buen lector, pero el hecho de que me estuviese preparando para la futura contienda cambiaba las cosas. Me convertí en asiduo de la revista bimensual Mujeres; en ella descubría entre líneas cómo las féminas ganaban terreno, irrumpiendo de diversas maneras en los cotos de caza reservados a los hombres. En contrapunto yo incursionaba a mi vez —con el repudio total de mi padre— en las desagradables labores domésticas que encarnaban sus sentimientos.
No era material de propaganda que ellas estaban cambiando los métodos de lucha, se imponían los disfraces más sofisticados, las inyecciones letales, los virus disparados a distancia con antígenos desconocidos, infartos cardiacos de artificio, armas de exterminio masivo… aunque existía otro grupo, no por ello menos peligrosas, aferradas a las antiguas tácticas de enfrentamiento que causan una muerte más rápida y dolorosa.
Fue una casualidad, por demás desgraciada, que las hostilidades se rompieran precisamente en mi casa, si podía dársele ese nombre a aquel tugurio, una noche en que mamá roció con alcohol los genitales de mi padre, arrojándole acto seguido un mechero encendido.
No quedaba más que el escape y, por casualidad y habilidades propias, pude montarme a un tren en marcha y pasar inadvertido a tres sagaces ferromozas. Horas después, a cientos de kilómetros de la conflagración, pude al fin disponer del tiempo suficiente para pensar en cómo protegerme de las cosas que vendrían.
La sentencia del mundo cambiante la percibí un amanecer sospechosamente igual a cualquier otro: mezcla de irrealidad con cierta dosis de aventuras, creaciones no propias asociadas al convencimiento de que las hembras eran infinitamente superiores y que a diferencia mía habían de perdurar por la fuerza de sus medios vitales. Una trampa.
Conocía a las mujeres tan bien que sus actitudes no deberían producirme ningún efecto; pero reconozco que nunca desapareció la sensación de que iba a ser exterminado sin tregua, acechado en todos los lugares y, lo peor, asaltado en mi propia cama durante el sueño.
Sofocada fue abriéndose paso, adherida al olor que los cuerpos me enviaban al ritmo de la respiración de sus cavidades más íntimas, una idea: “no estar armado”. En eso consistía el verdadero peligro.
Durante años me había mantenido vigilante para no ser sorprendido otra vez. No fue, pues, una casualidad que llegado el instante decisivo —hoy precisamente— yo reconociera el ataque y tomara la iniciativa con una astucia que provenía de una temprana exposición a la política de negocios aprendida con Kinito Maraña.
El hábito de la angustia acechante, propio de las bestias, proporciona una confianza de especie. Dos de las causas más antiguas: el amor y los negocios, siguen siendo formas de lucha.
Dentro de unos minutos o una hora —el tiempo del espíritu es muy complejo— Patas Flacas vendrá por esa puerta y yo abandonaré la oscuridad y el peligro en un acto de legítima defensa.
Confío en Patas como lo haría en una caja narcisista de despecho. La pregunta es: ¿estará armada?
Antes, Patas Flacas no era hembra ni varón. Tuvo muchísimas oportunidades de aniquilarme a través del veneno, pero no lo hizo porque estaba ajena a la lucha y además vivía de la cosa; es decir, que estaba asociada a Joaquín el Gallego, dueño de la paladar administrada por ella y el tape de un negocio de fotos y cortos pornográficos protagonizados por un grupo de aspirantes a estrellas del cine ibérico. Para ganar esta categoría, las muchachas tenían que ser vistas, estudiadas, inspeccionadas y, por último, templadas por Patas Flacas, presidente del jurado de admisión.
La casa paladar era una edificación antigua que había sido modernizada o destruida por la nueva generación. Alguien (Patas, supongo) se había encargado de arrancar cuidadosamente el repello de las paredes, los adornos de la sala y la división entre esta y el comedor. Las sillas eran de troncos recortados que semejaban figuras grotescas y las puertas de aluminio fundido a prueba de robos: en fin, un híbrido que los más jóvenes llamaban moderno, y las personas de más edad una pocilga. En la entrada había colgado un letrero que, un poco en inglés y un poco en francés, se traducía como: “La casa de Patas”.
—No tengo nada para ti —me dijo Patas Flacas al verme— y no vengas tanto, me perjudica.
Tono quebrado. Me pregunté qué razones podrían llevar a Patas a tomar partido; todavía tenía dudas de que existiera un plan, una idea detrás de todo lo aparente y sencillo.
Recordé las palabras de mi padre y acaricié mi pistola. Ya no era un despavorido, ya no era un hombre que vivía con complejo de fuga.
—Oye, Paty, no estoy aquí por un asunto mío.
Cerró los ojos e inclinó hacia adelante el busto, en lo que consideraba una actitud desafiante.
—¡Cógela!
—Estás en un aprieto y lo único que tienes a mano es a mí.
—¿Seguro no buscas a algún maricón suelto delinquiendo por ahí?
Nadie como Patas para localizar a una lesbiana o un gay, no sé de qué arte se valía para ello, debía tener un archivo secreto o algo parecido.
—¿Cuánto pagarías por esa mulatica? —me preguntó.
Un bomboncito oscuro cubierto con un minivestidito rosa que se movía entre los clientes y a la que ni siquiera se le adivinaba entre la ropa un simple cuchillo de mesa.
Cerré los ojos y, dominando todos los sonidos, escuché el ruido que haría al cabalgar a aquella chica; un ruidito muy especial que nadie puede describir, pero que se reconoce siempre. ¡Dios mío, cuánto lo deseaba!, por inoportuno que pudiera ser ese acto o cómo se llamase aquello que se enrollaba alrededor de mí, combándose firme y suavemente, describiendo después una gran curva y luego una gran sonrisa que flotaba llenando todos los espacios.
—Ya lo creo que el asunto es tuyo —y agregó—: ¡Madre mía, mírate el pito!
—Atiéndeme aunque sea una vez en tu vida —dije, pellizcándole la cara bulbosa—, una de tus muchachas se fue de lengua.
En el silencio que siguió a mis palabras me di cuenta que algo en el aire se transformaba. Pensé que iba a preguntarme: ¿quién?
—¿Qué posibilidades tenemos?
—Ninguna, y lo peor es que me dieron el caso. Actúo o me voy del aire.
Me miró como si yo acabase de surgir de las cenizas de su cigarro.
—¿Quién coño crees que eres para venir a decírmelo a esta hora? ¿Tú te imaginas lo que hay invertido en este negocio?
—¡Estoy hablando de tus nalgas, carajo! ¡Olvídate de los negocios!
La risa de Patas flotó desde la silla, pegó en mi pecho y continuó subiendo hasta chocar con la araña de luz.
—¿Qué puedes hacer?
—Lo único que se me ocurre es que colabores. Te toca una multa o una condena menor.
—Me toca tiempo, es lo que necesito.
—Y dale con eso. No te imaginas el riesgo que estoy corriendo ahora.
—Ni me importa. Mira a ver cómo arreglas este potaje —ripostó.
Hubo una pausa. Reflejo metálico de alerta que en otras circunstancias podía haber pasado inadvertido.
—¿De qué hablas?
—Entiendes bien. ¡Lárgate ya!
Iba saliendo de la paladar cuando escuché que me llamaba. Se había sentado a horcajadas en la silla y encendía otro cigarro.
—Con tres días tengo —dijo.
—No puedo.
La voz sonaba como la de una mujer insoportablemente armada con un hacha corta, pero yo no tenía miedo:
—¿Recuerdas cuándo estabas con Kinito?
Esta era precisamente una de las preguntas que los años no habían contribuido a aclarar. En realidad no necesitaba respuesta.
Cuando conocí a Patas yo tenía quince años y era el protegido del Kinito Maraña, un hampón del barrio de América Latina. Patas Flacas, con ayuda de una mujer, tenía montado un negocio fructífero de prostitución a domicilio.
Como no dije, Patas y su amiga le pagaban protección a Maraña. Mas considerando el precio excesivo, se dieron en protestar; aunque quizás lo hicieran en el lugar equivocado, pues llegó a oídos de Kinito, quien vio en aquello una afrenta a su prestigio personal.
Días después se presentó conmigo en casa de Patas y le pidió para mí un favor especial.
—Le voy a mandar a una de las muchachas, por la casa —dijo.
Kinito se echó a reír, reclinándose en el respaldo de la silla.
—El muchacho está encaprichado contigo. Quiere que seas tú y no una de las muchachas.
En aquel lugar parecía no haber nadie más que ellos dos, como si fuesen los únicos que tuvieran el derecho de permanecer allí.
—¿Cuándo?
Yo tenía los ojos fijos en Patas, absorto en la contemplación de su asco y por un segundo me sostuvo la mirada.
—Ahora mismo —dijo Kinito.
Patas Flacas se puso de pie y echó a andar hacia uno de los cuartos, yo también lo hice.
Caminaba y me sentía miserable y conmovido al observar su espalda encorvada, la cabeza caída.
Empezó a quitarse la ropa, primero la blusa y el sostén —los senos eran grandes y redondos, como toronjas—, luego el pantalón y el blúmer.
Se tiró en la cama, abriéndose, dejando al descubierto el sexo rosado y grandísimo.
—Acabemos ya —dijo.
Me acerqué.
—No voy a tocarte.
Se sentó en la cama.
No hay nada más doloroso que el rechazo. Nada más terrible para una lesbiana desnuda que la decisión de un hombre de no rozarla siquiera.
—La cosa es seria —dijo—, pobrecito…
—Ven aquí —me pidió, abriendo lentamente las piernas para descubrir de nuevo la carne prohibida, rosada y negra.
Yo era un niño. Jamás debí lanzarme sobre Patas tomando con mis labios sus pezones ni estimular con la lengua su clítoris. No tenía que permitir que me masturbase con los ojos cerrados. No estaba obligado a ver su cuerpo desarticularse —mientras sus quejidos añadían obscenidad a la escena— ni aquellas manos moviéndose sabias en una lucha alegre y feroz.
Poco después, cuando estuve preso, era Patas Flacas quien me llevaba las jabas y los cigarros —el dinero de los condenados— a la prisión.
Nunca más volvimos a intentarlo, nunca probamos otra fantasía sexual. Pero nos quedó el recuerdo y hoy me avergüenza decir que aquella noche fue como si ascendiéramos juntos por una escala hacia un lugar en el que los convencionalismos no valían nada.
—¿Recuerdas cuándo estabas con Kinito? —preguntó Patas Flacas aunque no necesitaba respuestas—. Apuesto a que tu gente no sabe ni la quinta parte de lo que has hecho.
Cruzó los brazos en el respaldo del asiento y apoyó la barbilla esperando sin dudas que la bomba estallase.
—Adonde yo vaya tú te vas conmigo —agregó.
Su sonrisa me desarmaba. La pistola se fue convirtiendo en algo incorpóreo.
Las palabras se amontonaron en la garganta ahogando mi respiración. Cerré los ojos, vi a la chica negra con un fusil de cañón recortado bajo el vestido.
—Paty, ¿tú no vas a desgraciarme la vida, verdad?
—Claro que no, mi sol. Te la vas a joder tú mismo —entonces fue Patas quien pellizcó mi cara.
Me sentí fluido, incongruente. Patas Flacas tomó mis manos y las puso en su cabeza mientras yo decía que no; fue trazando con ellas un dibujo en el cerquillo de la frente hasta colocarlo por detrás de las orejas —el pelo era tieso y duro— luego se acarició el rostro mientras se alzaba para besarme. Fue un beso de mujer, suave y largo.
—Mira a ver cómo arreglas este potaje —dijo.
Reynaldo Cañizares. Calabazar de Sagua, 1963. Narrador y periodista
Director del Canal municipal de TV Encvisión. Ha publicado los libros de cuento Espigas y ángeles (La Loma, 1999) y Alucinaciones del último sobreviviente (Editorial Capiro, 2001), así como la novela Nevermore (Editorial Capiro, 2004). Ha obtenido los siguientes premios nacionales: Amistad Cuba China; Onelio Jorge Cardoso; Raúl Gómez García; Agroecología 2008 y Primera Mención en Encuentro Nacional de Talleres Literarios (de Cuento). De Novela: Ciudad del Che; I Taller de Creación Carlos Loveira; Primera Mención del Premio de Novela Silverio Cañada de Guijón, España y Premio Accésit Katharsis, Universidad Complutense de Madrid. Con "Juana la Loca" obtuvo el Premio en el Concurso de Relatos Policiales Fantoches 2012, relato que será incluido en el volumen Isla en negro, previsto para su publicación por la Casa Editora Abril en 2013.