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Sitiados

Paisajes con palmeras y árboles

No debimos traerlos. Vivíamos tranquilos, viendo extenderse el marabú donde antes crecían las siembras. Nos levantábamos a la hora que se nos quitaba el sueño y las cobijas empezaban a pegarse a nuestros cuerpos sudados. Mamá nos alentaba con el café flojo, sin azúcar, que solía preparar en las mañanas. Vivíamos bien. Con un poco de miseria, pero serenos. Nos tirábamos de la cama directo a los taburetes. Era agradable reclinarse contra la pared de tabla bajo el fresco suave del guano en la terraza. Papá encendía algún trozo de tabaco y hablaba de otros tiempos. Tiempos de cosechas y abundancia. Veíamos sus ojos hundidos, los brazos oscuros y endebles acomodando el sombrero rotoso, mientras sus manos huesudas dibujaban en el aire,  plantíos de frijoles y boniatos. Papá era bueno describiendo cosas. Su boca se llenaba de palabras y casi conocíamos el patio de entonces, repleto de guanajos con sus crías, puercos sebones y hasta vacas. Veíamos las cacerolas en el patio, sobre los lengüetazos rojos de fibrosos macurijes, los ojos de mamá llenos de humo y el olor rancio del tasajo. Entonces nos entraba hambre, aquel afán de nuestras tripas por llenarnos los estómagos de ruidos.

Papá nos hacía afilar los machetes e inventaba planes de trabajo. Planes de desmontes y de siembras. Pero entonces mirábamos el cielo, las nubes claras y distantes que se deslizaban con calma. Los picos azules de las sierras encajonando los linderos. Las tiñosas.

No teníamos animales ni siembras. Eran tiempos duros. Tiempos en que cada quien debía proteger sus propiedades hasta de sí mismo. El robo estaba en cada intención, en cada momento de descuido, pero nosotros no teníamos nada. Nos habían llevado hasta el gallo que papá conservaba para un trabajo de brujería. Fue una noche de lluvia. Las goteras nos obligaban a cambiar continuamente de sitio y el gallo escapó bajo los relámpagos. No lo volvimos a ver. Un montón de plumas grifas y fangosas que hallamos en un recodo a la mañana siguiente nos confirmó la perdida. Pudo haber sido cualquiera. Papá culpó a cada uno de nosotros y, aunque nos defendimos, sabíamos que el culpable estaba allí, sudando el frío de la desconfianza, durmiendo bajo nuestro techo, con las tripas repletas de la carne dura y jugosa. Nadie vendría a robarnos, todo el que viera nuestra casa nos descartaba al instante y de cualquier forma el gallo no pudo haberse ido solo. Conservábamos la confirmación de sus  plumas.

Cuando las tiñosas sobrevolaban bajo, dibujando círculos en el aire, descolgándose en picada sobre los matorrales, Papá era el primero en ponerse de pie, descifrando con sus ojos mustios el lugar preciso. Porque entonces el sol era un punto bien definido en el medio del cielo y resultaba engorroso enfrentar el marabú, a sabiendas de los largos meses de esperar la cosecha y despertar una mañana para encontrar los campos vacíos, desfalcados en plena madrugada. Mamá nos alcanzaba los sacos y salíamos. Podía suceder que no encontráramos el lugar exacto o que, cuando llegásemos, solo quedaran huesos y pellejos. La mejor de las veces conseguíamos algún trozo magullado,  entre pedazos de cuero,  que a duras penas quitábamos a las tiñosas. Entonces regresábamos contentos. Cansados, pero contentos. Mamá apresuraba la candela, añadiendo astillas secas, palos finos, abanicando. Veíamos el humo encresparse entre sus dedos,  su cara rugosa enardecida por el fuego, mientras limpiábamos lo mejor posible las piltrafas. Carne de mala calidad, con el tufo agrio del tiempo bajo el sol, a la intemperie. Para nosotros un banquete. Nos hartábamos. Luego salíamos a la noche, adivinando en cada resplandor lejano una futura comilona.

No debimos traerlos. Los perros eran una confirmación del miedo. Un perro era un guardián y nosotros no teníamos qué cuidar. Puro capricho. Se le ocurrió a Papá y sus criterios siempre fueron leyes. Cuando un grupo de hombres convive junto y la fuerza de la sangre es quien los une, sucede que la voz más vieja es la que se escucha. Eran tiempos malos. Difíciles días de carencia y hambruna. Apenas sobrevolaban las tiñosas buscábamos el sitio exacto, abriendo trochas en los marabusales. Pero no encontrábamos nada. Regresábamos con los sacos vacíos y Mamá permanecía en la cocina, observándonos muda, con las ojeras acentuadas y la candela lista, que era su peor manera de quejarse. Entonces Papá nos increpaba, culpándonos por la tardanza o por no encontrar el mortuorio. Se quedaba en el patio, mirando de vez en vez las nubes bajas, espantando los rodadores a manotazos, sacando filo al machete mellado, mientras la noche se iba atenazando en los troncos del ateje y el limón del traspatio, arrellanándose con calma en el marabú florecido, hasta que Mamá le alcanzaba un plato con algo: una yuca dura, un poco del sancocho que inventaba con lo disponible y que tragábamos cabizbajos y en silencio, sentados en el suelo del portal.

Nadie discutió cuando lo dijo. Nos pareció sensato. No tendríamos que esperar la mañana ni que el hedor de la sangre avisara a las tiñosas. Un par de perros nos advertiría con tiempo. Bastaba dejarnos llevar por sus ladridos, seguir sus pasos con cautela, confiando en su olfato. Suelen ser  buenos rastreadores, en eso coincidimos con Papá. Lo que no previmos fue cómo alimentarlos, creíamos en la posibilidad de la abundancia.

Robarlos no fue fácil. No teníamos otra manera de conseguirlos. No cualquier sato que ladrase por el mero hecho de la bulla sino un par capaz de distinguir entre la fetidez de un mortuorio o la presencia sana de la carne fresca. Noches enteras de recorrer caseríos, saltando cercas, violando patios ajenos. Momentos de escapar  entre los colmillos de algún buen guardiero, porque no era lo que en realidad buscábamos. Hasta que dimos con ellos. Dos satos flacuchos, con suficiente hambre como para seguir el olor de la carnada. Ahora están ahí, aullando tras el entarimado, aguardando el mínimo descuido. Resultaron excelentes. Muy buenos. Desde el primer día se adaptaron a su oficio. Permanecían quietos, expectantes, amarrados al horcón de la terraza. Se tumbaban sobre las patas, serenos, paraban las orejas de vez en vez, adivinando los ruidos, venteando. Para entonces no esperábamos la noche. Zafábamos los perros y salíamos. Tenían una forma de ladrar algo especial. Podíamos distinguir si trabajaban con gente o con alguna pieza acabadita de limpiar. Solíamos acompañarlos un buen trecho, seguros de conocer el objetivo. Alguna vez influyeron. Entonces no nos conformamos con los restos. Ambicionábamos. Y nos regocijamos mientras ayudaron a espantar los matarifes. Papá se sentía satisfecho. Se le escuchaba cantar mientras sus ojos recorrían los campos enyerbados. Fue culpa de los perros, o de nosotros mismos, o de los matarifes que decidieron buscar otro sitio, bien lejano, para sus fechorías. Lo cierto es que cuando las cosas van bien uno se confía. Luego, cuando empiezan las complicaciones, la culpa tiene que cargarla alguien y aunque no lo dijimos, sentimos que el culpable fue Papá. Por él comenzamos a soltar a los perros. Según su opinión, no escaparían. Al principio nos fue bien, mientras creímos controlarlos. Luego, cuando la carne comenzó a escasear y los perros continuaban engordando, nos atrapó la sospecha. Se estaban yendo a trabajar por su cuenta. Solíamos recorrer los recovecos de antes, buscando, pero nada. Ya los perros habían pasado por allí.

Si descubríamos un montón de puntos negros bajando en círculos entre los marabusales, allá íbamos, esperanzados, pero entonces sucedía que apenas encontrábamos un bulto de pelos y algún hueso de cualquier animal pequeño, un gato jíbaro, una liebre. Obra de los satos.

Mamá apenas se asomaba a la terraza. Recogía alguna leña, preparaba la candela, como siempre, pero al vernos merodear, desanimados, se embutía entre las sábanas y no salía hasta que Papá no le metiera cuatro gritos. Cocinaba lo que hubiera y se volvía a acostar. Los perros apenas se acercaban. Los distinguíamos lejos, escabulléndose entre las malezas que crecían bajo el marabú. Sus ojos lumínicos nos espiaban en las noches. Los veíamos aproximarse, lentamente y cerrábamos las puertas. Al acostarnos nos tapábamos los oídos, sus aullidos no desconcertaban tanto como las ralladuras de sus uñas contra las paredes.

Nos despertaron los gritos. Abandonamos las cobijas y corrimos con el tiempo justo de verlos internarse en la manigua. Ocupados en atender a Mamá, no se nos ocurrió perseguirlos. Fue su primer ataque. Después de aquel día ya no tuvimos sosiego. Aparecen dondequiera, en las horas menos esperadas. Las mordidas se infectaron y unos meses después perdimos a Mamá. Desde entonces Papá ni nos mira. Se arrebuja en el taburete, cabizbajo y aunque no lo dice, sabemos que nos culpa.

Lo del entarimado fue idea nuestra. Los escuchamos en la noche y aunque presentimos lo del hoyo, ninguno fue a inspeccionar. Nos fingimos dormidos, oyendo el gimoteo de Papá que tampoco se atrevió a salir. Cuando amaneció no los descubrimos por los alrededores. La tierra estaba removida y una mancha negruzca nos confirmó las sospechas. A Papá se le escapó un alarido que espantó a las tiñosas. De Mamá apenas quedaban puros trapos. De alguna manera debíamos alejarlos. Estaban enviciados. Entonces arreglamos la cerca en los alrededores del patio. Apretamos los alambres de modo que les resultara imposible traspasarlos, pero fue en vano. Una vez terminada, comprendimos que sería insuficiente. Apenas dormíamos. Los días se alargaban con la zozobra de la expectativa. Las noches eran puras amenazas. Los satos rondaban, hambrientos. Veíamos sus ojos brillar en la oscuridad y empezaron las sospechas. ¿Cuántos puntos fosforescentes refulgían allá afuera? Entonces lo construimos. Deshicimos el corral del traspatio y con la madera utilizable fuimos levantando una pared alrededor de la casa, clausuramos las ventanas. Ahora están ahí, enfurecidos, desclavando a dentelladas la madera podrida. Al no poder salir nuestra hambre se acrecienta. Papá empieza a desvariar. Habla de carne roja, de abundancia y vemos los perniles ensangrentados entre sus manos huesudas. Lo observamos en silencio. Los ataques son cada vez más continuos, como si los perros se hubiesen multiplicado. Recordamos a los matarifes, huyendo acoquinados al escuchar sus ladridos y nos parece ver la pieza entera, a medio pelar, solo para nosotros. Agarramos los machetes. Escuchamos el gimoteo de las tripas y mientras descuartizamos la pieza, volvemos a saborear el gusto jugoso de la carne.

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