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Sinfonía para un crimen

Oyes el sonido del cañonazo —todavía se puede escuchar en Centro Habana, caray— y entonces, solo entonces, apuras el paso. No hay crimen perfecto, y las palabras de tu amiga, la escritora policíaca, resuenan en tus oídos. Sí, sí lo hay, solo hay que pensar un poco las cosas, saber hacerlas. Y sonríes. Hoy es el día, nadie podrá cogerte nunca, porque te vas en una balsa, a la Yuma, a vivir bien, Yo, asere, voy a ser millonario, le dijiste a tu “amigo”, el mismo que vas a despachar esta noche. La de tu partida.

Doblas por Lealtad y enfilas Reina. La calle está oscura y sorteas los posibles huecos en la acera. El 314 se perfila entre las sombras, los socios jugando dominó afuera, sin camisas, la botella de ron, la gritería. Hoy le están dando al Pulgas unas pastillas con ron y el pobre perro se revuelca, intentando huir. Qué sociedad protectora de animales ni qué carajo, estas bestias no saben de eso. Saludas a todos y entras al solar. Un ramalazo de pestes te alcanza: mierda, meao, sudor. Alguien hace el amor en el segundo cuarto y no les importa gritar, que las paredes se muevan y todo el solar se entere que la singueta es de padre y señor mío. Ni que los niños oigan. Ni que los ancianos sientan envidia y los jóvenes se masturben con el inconfundible hedor —porque aquí no es olor, ni siquiera el sexo huele bien— de los cuerpos desnudos. Una rata pasa a tu lado y se detiene. No huye. No se esconde. Te reta. Me cago en tu madre, puta rata, vete pal carajo. Das una patada en el piso y el animal te enseña los dientes. Pero un olor a comida llega del cuarto del medio y la rata sale corriendo. Frijoles negros y arroz, dices, olfateando. Hoy tienen todo un banquete los blanquitos.

Entre las sombras, te escondes de los curiosos. ¿Curiosos? Todos te miran con indiferencia, los que están haciendo cola para bañarse. Atraviesas el patio, saltando los charcos de sustancias innombrables y llegas al último cuarto. Sabes que Julio está ahí, el mariconcito de carroza más conocido de La Habana. El que te armó un show hace ya varias semanas en medio del camello, No te hagas, bugarrón, no te hagas. Tú eres mi macho, lo sabes. Y eso, asere, no se le hace a un hombre. Desde tu musculatura de mulato estibador de los muelles, acostumbrado al alcohol, la mariguana y las jevas, sentiste una punzada en la cabeza y te bajaste del camello, rojo, furioso. Ya verás, maricón, ya verás. Y esperaste. Tres meses. Más meloso que nunca. Como si lo hubieras olvidado todo. Pero estabas maquinando tu venganza. Y la huída. Me piro y nadie podrá achacarme al muerto. Porque, asere, sí hay crímenes perfectos.

La puerta está entreabierta —como siempre— esperando por los posibles clientes, cubanos, extranjeros, no importa. Un altar a Yemayá en una esquina. El olor a incienso —sí, papito, yo jineteo por las cosas buenas, no solo por las buenas pingas. Aquí no se sienten las pestes. Hay baño dentro del cuarto. Y barbacoa. Y cocina con gas. Julio está acostado, con la grabadora pegada al oído, escuchando música, quizás, El bolero de Ravel. Sí, Julio me la enseñó porque yo no oigo música clásica, ni sabía nada, de verdá, el mariconcito me enseñó algunas cosas, menos leer literatura policíaca, eso siempre lo he hecho, me gusta eso de los asesinatos. Por eso, recuerdas, empezó tu amistad con Telimay, la gordita rara de la secundaria, que escribía cuentos policíacos a los 14 años. Tu amiga, a pesar de ser ella toda una doctora en esa idiotez de Ciencias Filológicas y tú, un estibador. Ella me presentó a Julio, su primo, porque, vaya, yo nunca le he dicho que me gusta singarme a los hombres, soy macho, me acuesto con mujeres pero creo que ella adivinó esa debilidad.

Julio, en la oscuridad, no te oye llegar. La música lo ensordece. Lo embobece. Un movimiento, uno solo, le tapa la boca, la nariz. Lo ahoga. Lentamente. Manotea en el aire y tú te separas, no vaya a arañarte o arrancarte algún pelo que te pueda incriminar. No te das cuenta que las manos del otro se han aferrado a la grabadora. Lo arrastras hasta la cocina. Le metes la cabeza dentro del horno. Suspiras. Qué hambre tengo, este maricón de mierda hace tres meses que no me invita a comer, Porque estoy bravo contigo, papito, lo que te dije en el camello era verdad, solo me pegué un poquito a ti, para sentirte, mi mulatón. Y me empujaste. Por eso te dije lo que te dije, papichurri. Y estoy bravo contigo. Nada de comida, porque si alimento tus tripas, alimento tu pinga. Y también estoy bravo con tu pinga. Sientes un ligero vahído, no sabes si de miedo, hambre o triunfo. Abres el gas. Un tenue tufillo sale, muy tenue, pero no le das importancia. Adiós, amorcito, a los hombres no se les arma esos shows. Aquí, en Los Sitios, eso cuesta la vida. Lo piensas. ¿Lo piensas? ¿Lo susurras? Te dejo la música porque me enseñaste que “es sacrilegio apagar una buena melodía”. Con cuidado, le muerdes el cuello —sin dejar huellas de dientes—, le das un chupetón, limpias la saliva. El crimen perfecto, Julito, te suicidaste. Cierras la puerta y te vas.

Ay, mi prima, tremendo show, niña. Le grité en medio del camello, una pataleta de maricón despechado. Pero ese mulatón me gusta y no tiene que hacerme eso en público, rechazarme así. No, si lloro de despecho, de ganas de acostarme con él pero lo estoy llevando de la mano y corriendo. No, déjame a mí, preparo un té en la hornilla eléctrica, niña, si no tengo gas. El mismo día de la bronca con Ciriaco, fue un día perro. Nada, que la gente de este solar es apestosa, cochina y envidiosa, me echaron pa’ lante, que tenía una toma clandestina de gas y ná, me lo cortaron. Eso sí, lo sabe todo el mundo menos Ciriaco, no lo invito a comer y le digo que es una venganza. Sí, mi prima, voy a fumarme un pito porque estoy muy nerviosa, imagínate, sin gas, pasando trabajo con la comida, sin macho. ¿Vas a hacer eso? ¿Como a las once? Sí, no te preocupes, te espero, al menos, comeré caliente. Ay, niña, vales un millón de pesos… no, me daba pena decirte todo esto, y como no venías… vaya, pensé que estabas en una de tus bajadas de musa…

Sí, la acompañaste porque estabas aburrido. Porque era sábado por la noche, ya habías visto las películas y ella te insistió tanto, Vamos, Ciriaco, no seas así, bailamos un poquito, dale, hazme la media, es en Los Sitios y no quiero ir sola. Te reíste de sus miedos de blanquita-doctora-asesina-en-broma. Mijita, te pasas el día escribiendo de la gente de la calle y no te atreves a ir a una fiesta. Dale, vamos.

Lealtad abajo, atravesando todo Los Sitios, hasta llegar a Belascoaín. La fiesta, en su apogeo. Alguien llamó a Telimay y tú te quedaste solo, en una esquina de la atiborrada sala. Te pasaron un vaso que aceptaste y un cigarro que rechazaste, Ahora no, compay, más tarde… si te queda, No te preocupes, asere, aquí al lado venden. Parejas sudorosas, bailando con frenesí, lujuria, sin tapujos ni permisos. El pegajoso calor de La Habana. Ron. Hierba. Sudor. Perfumes que se escapan porque no aguantan el embate de las gotas, chorros, que corren por los rostros. Telimay se acercó con un hombre alto, delgado, de sonrisa amplia. Ciriaco, mira, mi primo, Mucho gusto, yo soy Julito, al que le gustan los palitos por el culito. Lo miraste, un poco extrañado por las palabras del otro, Qué loca de carroza, pensaste, pero una corriente te atenazó la pierna, los muslos… el estómago. Lo siento, asere, yo no tengo palito, yo tengo una tranca. De ahí a la cama, pasaron veinte minutos.

Mira, Teli, yo sé que tú eres, vaya, una gente mechá, siempre lo fuiste, desde la secundaria, pero yo, la verdá, me quedo con La Gata Triste y Arturito, el del collar doble. Y ella te miró con roña, No hables así de los clásicos, no son tus amigos, Claro que sí, Teli, igual que tú, eres mi asere, hablo contigo aun cuando no estás, discuto de crímenes contigo, con ellos. Están en la casa de ella, un apartamento pequeño, al lado del solar de Julito. Y sabes que la mamá está en el trabajo y llegará tarde porque tú no le gustas a la vieja, esa amistad con un mulato mariguanero, borracho y quién sabe cuántas cosas más. Pero tú quieres a Telimay, es tu gran amiga y ella te adora, te presta libros. Vaya, Teli, a mí me gusta que me prestes libros pero algunos son tan aburridos, el Máscaras ese no me lo pude meter, hay libros que no entiendo. La Gata, sí. Y ves que ella suelta la carcajada, no lo puede evitar, tus desplantes literarios la hacen reír. Pero ni siquiera La Gata escribe crímenes perfectos, te dice, tu teoría se desmorona. Cualquier detalle, el más insignificante, el que no se planeó, lo echa abajo todo, porque, Ciri, los asesinos no son máquinas, son personas. Tomas un buche de ron mientras ella se prepara su té, Tan intelectual bebida, Teli, la fastidias siempre. Te digo, Teli, mi asere más leída y escribida, sí hay crímenes perfectos, escribe una novela de eso, te lo he dicho una pila de veces, yo te ayudo, vaya, yo invento todo el crimen y tú le pones las palabras bonitas esas de la pos mierdera o como carajo se llame. Ella se dobla de la risa y te sientes bien, en un ambiente donde eres oído por una persona muy inteligente, alguien que escribe de ti, de la gente de la calle, de los crímenes de esta ciudad, espejo de todo lo negro, llámese género, raza, amor, política o sexo. Está bien, Ciri, vamos a meterle mano a la obra: piensa en cómo hacer el crimen perfecto y yo lo escribo, Pero pronto, Teli, porque yo me voy. Ves cómo ella se entristece, tantas veces ha discutido contigo eso, No, Ciri, esa no es la salida. Pero ya no te dice nada. Un crimen perfecto, Teli, pasional, como todo en este país porque, vaya, tu novela está buena, pero, asere, eso de los fantasmas y la historia es muy elevado para la… ¿cómo dijiste el otro día? Coño, me gustó la frasecita… sicología tropical del cubano. De pinga, Teli, eso de matar. ¿Crees que los escritores policíacos puedan ser asesinos? ¿La Gata? ¿Arturito? Te miró, esperando la pregunta que no hiciste. Pero ella sí. Y tú, Ciri, ¿podrías matar a alguien?

Sales del solar, caminando lentamente y silbando una canción. Ya nadie juega dominó, el Pulgas está endrogado, dando vueltas sobre sí mismo y tratando de morderse el rabo. Nadie te mira. Sigues por toda Reina, entre el silencio y la oscuridad. Coño, deberían tirar de una vez este cabrón edificio, lleva como veinte años apuntalado, a ver si le cae arriba a Yumurí, o a un pobre infeliz que venga caminando, y después, se jodió el muerto y La Habana seguirá apuntalada. Doblas por Belascoaín, rumbo al malecón. No le dijiste a nadie, solo a Teli, Me voy mañana, amiga, en una balsa con unos socios del Canal. Me van a recoger en el Malecón, para salir de la playa del Chivo, como a las doce de la noche. No te preocupes, la gente está saliendo por montones, hay que aprovechar la racha, no paran a nadie y te recogen los guardacostas yanquis apenas sales de las aguas de Cuba. Claro, asere, en cuanto llegue te llamo pero antes tengo que arreglar un brete. Le viste los ojos llenos de lágrimas, quizás la única persona que realmente te quería. Te abrazó con fuerza, Cuídate mucho, Ciri, todavía me debes el crimen perfecto para mi novela, Y tú, me debes el Nobel.

Le digo, compañero, es mi primo. Le traje comida caliente, porque no tiene gas. Encontré la puerta cerrada, lo que me pareció raro, porque él nunca cierra la puerta. Y como tengo llave… No, compañero, todo estaba oscuro, tuve que encender la luz y entonces lo vi, de rodillas, medio tirado, con la cabeza dentro del horno. Me asusté mucho y corrí a sacarlo. Me di cuenta que estaba muerto y entonces, los llamé… Pero, bueno, compañero, ¿qué va a hacer con la cabeza dentro del horno, si no tenía gas hacía unos meses? Claro que no puede ser un suicidio, mire, hay señales de asfixia, ¿ve?, marcas de dedos que trataron de esconder con esos chupones de enamorado. ¿Yo? No, compañero, soy escritora policíaca, por eso me doy cuenta de los detalles. Y, fíjese, estaba escuchando la grabadora. Pero las teclas que estaban encendidas eran las de grabar, no las de reproducir. No, no oí lo que se grabó, me dio miedo, no sé por qué. Pero usted es la autoridad, puede escucharla.

La noche era cerrada por completo y apenas se veían entre ellos. No te diste cuenta de la cercanía de la policía. El “¡Arriba las manos!” te paralizó. Viste como los otros se echaban a correr pero el cerco policial los detuvo. Como a través de una neblina, oíste una voz preguntar: ¿Quién es Ciriaco? Crees que diste un paso adelante. O levantaste la mano. No recuerdas. Las esposas cayeron sobre tus muñecas y apenas pudiste balbucear ¿Qué pasa? Y otra vez, a través de la neblina, o del tiempo, oíste tu propia voz, accionada desde una grabadora: “Adiós, amorcito, a los hombres no se les arma esos shows. Aquí, en Los Sitios, eso cuesta la vida. Te dejo la música porque me enseñaste que ‘es sacrilegio apagar una buena melodía’. El crimen perfecto, Julito, te suicidaste”.

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