Semiótica para los lobos
Es medianoche y Ónix está de vuelta en las calles.
Ha forjado su oficio con sangre y esperma; una hermosa chica afro, piel de ébano ardiente y cabello ígneo, viviendo al filo de su humanidad, sumergiéndose cada noche en un episódico déjà vu que le conduce a las tinieblas del alma.
Hoy se ha despertado con un aleteo de mariposas en el estómago; una oscura oleada premonitoria que ha arraigado en ella un sentimiento aprensivo, y sin embargo sólo ha generado silencio en los abalorios de sus santos. Su supervivencia depende de la especial atención que presta a los signos ocultos de la textura social. El único protocolo que conoce: semiótica para lobos. En los suburbios, quien no comprende esos significados sucumbe.
Mientras Ónix camina en dirección a la estación del metro, la luz de la luna se difracta al atravesar la membrana de los distantes colectores Hassler, activando súbitas polarizaciones en sus retinas de injerto Kodak; el incómodo efecto óptico acentúa el impacto surreal que le provoca la nocturnidad del Pozo. Su piel oscura resalta tras las finas escamas piezoplásticas del ajustado kaiwem que la cubre, cuya transparencia de elastómeros se activa al contacto con el campo mioeléctrico corporal, revela a intervalos la desnudez bajo el vestido y destaca su generoso pubis tatuado.
La boca de la terminal del Pozo lleva años clausurada por el gobierno. La gente del margen no tiene acceso legal al metro periférico de la ciudad. Pero Ónix sabe cómo burlar el encierro, y se abre camino cavando entre montones de desechos industriales envueltos en cubiertas de plástico verde desteñido hasta encontrar la disimulada trampilla de un oscuro pasadizo entre enormes paneles de poliestireno impregnados por una brillante pátina de polvo grisáceo que parece vivo. Trescientos claustrofóbicos metros de angosta vía plagada de insectos fosforescentes la conducen a la vieja estación.
El sitio parece un ensayo de art nouveau, y en él se vislumbra cierta arrogancia: colores desgastados por el tiempo y un perenne olor a catálisis en el ambiente. Las líneas para ouvriers de mantenimiento que saturan las paredes parecen abandonadas.
—Condenado tren, espero que aparezcas pronto —masculla Ónix, contemplando la soledad del andén. Se siente expuesta en este sitio, y la resaca de ebriedad de la noche anterior estorba sus sentidos, así que busca en el bolso una cápsula de estimulantes DA.
El cántico surge de repente por un túnel, amenazador.
La sorpresa hace pedazos su resaca. Es un cántico del clan de los Orishas; voces que resuenan en armónicos graves, un mantra cavernoso extrañamente amplificado por el aire enrarecido de los corredores de la estación. Ónix olvida el estimulante que buscaba en el bolso y empuña una pequeña Glock de dardos neurotóxicos. El arma, cerámica azulada con culata de gel opaco y un tambor cargado de letalidad microbiana, le da cierta seguridad.
Se acerca sigilosamente al túnel y, desde la esquina, otea en dirección al sonido de las voces.
A lo lejos, divisa a los Orishas. Varias docenas de personas, sentadas en posición ritual, arracimadas en torno a la mortuoria luz violácea de una lámpara de conversión termo-lumínica, entonan el cántico con los ojos cerrados, los rostros extáticos. De una lustrosa máquina negra montada sobre un trípode parten cables que terminan en extraños conectores implantados en los cráneos de todos los participantes del ritual. El clan Orisha está en fase neurata, comulgando con sus ídolos Yoruba a través del flujo electrónico de baja intensidad suministrado a sus centros de placer cerebral. Significa que, de momento, hay una tregua. En algún sitio que Ónix no consigue distinguir, acechan los centinelas.
La chica se retira, su atención centrada ahora en la sonrisa perfecta de la estrella de la banda virtual Dogma Latino, que anuncia el hábitat submarino Disney-Atlántika en un póster interactivo estampado en la pared. Ónix comprende los ritos Orisha; comparte con ellos un vínculo ancestral que se remonta a las antiguas tribus de Nigeria. Pero, al igual que al resto de las muchas militancias folclóricas que habían florecido históricamente en el país, el clima de posguerra civil había transformado a los Orishas en una demente fauna sectaria que se derramaba como un cáncer de territorialidad por las zonas grises de CH. El estilo del clan se había vuelto decadente; los cuerpos saturados de tatuajes tribales, ostentando nuevos abalorios de obsoleto silicio que flagelaban la carne, atiborrados de cadenas y hojas envenenadas con las que se mataban entre ellos luchando, ejecutando rituales que eran una pura amalgama de religión, cultura alucinógena y hábitos predatorios.
El rugido del tren subterráneo arribando a la terminal le recuerda que es hora de irse de allí. El vehículo es una bala roma de polímero blanco gestionada por la red IA del sistema periférico. El Pensante de abordo no detecta actividad hostil en la estación y abre las puertas. Ella entra y el tren parte veloz.
Afuera todo se vuelve negro. El túnel es un sueño febril, vagamente libre, que cae por una espiral de pesadillas superpuestas y consume la esperanza.
En el vagón hay un par de personas junto a la puerta del fondo: un hombre, claramente un zombi por el estigma de sus ojos, harapiento y mostrando los temblores del virus psicoactivo; y una mujer, casi desnuda, yerta, el espasmo congelado en el rostro del cadáver sobre el asiento manchado de sangre. Ónix distingue la arcaica hipodérmica en su brazo y dictamina sobredosis. El zombi es un botón de muestra del daño colateral producido en el genoma de la gente por la guerra de ARN viral; ahora es una parodia de macabra humanidad, su vista fija en los ojos de la mujer, como si quisiera alcanzar la mente vacía de la muerta a través de la droga.
Se aleja de ellos y toma asiento de perfil al dúo. No quiere darle la espalda al zombi. El tren trepa por una rampa hacia un paso elevado y Ónix contempla con incertidumbre el radiante esplendor holográfico de los titánicos enclaves que emergen por encima de los márgenes de Ciudad Habana; el fastuoso Neodéco de las arcologías, las luces piloto delimitando el tráfico aéreo, los colores luminosos de los skycar volando entre las torres de vidrio y piel de cerámica que se alzan en el centro de la ciudad, donde reina el glamour de los reductos paradisíacos para los poderosos. Una fábula, inalcanzable para ella tras las barreras infranqueables de muros y guardias corporativos.
Ansía el mar, el aliento salino de la espuma abrazando los rompientes. Le parece que hace un siglo que no ve la costa. Alguien le ha dicho en la juerga de la noche pasada que están construyendo un mar interior en el centro de CH; una especie de cuenco artificial gigantesco que llenarán de agua salada, con playas por todo el litoral esférico, islas de urbanización y veleros de recreo. Ella se resiste a creerlo, pero su mente vuela nostálgica al pasado, y piensa en su madre. Mucho antes de la guerra civil, antes de que las plagas bacteriológicas convirtieran ciertos focos de la ciudad en «zonas calientes» y enloquecieran a su madre, la llevaba a ver el mar.
La puerta del vagón del fondo se abre y un hombre alto, de espaldas anchas y cabello rizado entra. El hombre refleja un cansancio abrumador, como si cargara con todo el peso de la ciudad sobre los hombros. Como si esta noche lo hubiera perdido todo. Ella puede percibir ese tipo de cosas en la gente. Él se sienta en la otra fila, sin mostrar interés por nada, y Ónix le estudia de reojo. No le parece peligroso, pero presiente que no está interesado en el sexo.
Ahora su úlcera arde, recordándole los excesos de la juerga de ayer. Una desafortunada combinación de alcohol y neuropéptidos inhibidores del sueño le impidieron dedicarse a hacer la noche correctamente y ganar un poco de dinero. Gajes del oficio. Se siente confundida, como la última vez que fue niña, una chiquilla de siete años a la que su hermano mayor había despojado de la virginidad y luego la había vendido a un lupanar infantil.
Sus recuerdos se ven interrumpidos por la figura del zombi, que se levanta y se acerca por el pasillo. Se pone en guardia. Desde su asiento, el extraño escruta al zombi con una mirada glacial, pero no mueve ni un músculo. Ella no tiene mucha paciencia, así que cuando el cerebroquemado se detiene a muy corta distancia, se incorpora como empujada por un invisible resorte y en su mano brilla el dorso cerámico de la Glock.
—¿Qué demonios quieres, drogata? —advierte.
El otro parece dudar un instante; los mira a ambos, tal vez intenta discernir a cuál de los dos atacar. Opta por ella y recibe un dardo mortal en la garganta. Se viene abajo. Ónix no espera a que cesen los temblores agónicos del zombi y comienza a volcar el contenido de sus bolsillos sobre el suelo. No encuentra mucho que aprovechar: dosis MDK encapsuladas en gel degradable, tiras de efedrina mezclada con plasma neutro, las típicas pequeñas bombas de relojería enzimática de los cerebroquemados. Al final del registro, algo de suerte le sonríe y aparecen varios billetes de dinero europeo atados a una roída tarjeta de plástico óptico; los euros son elegantes billetes de plástex, de la nueva colada con archivo mitocondrial incorporado, tan finos como una hoja de papel de Biblia.
El tren se detiene y el extraño de rostro cansado se incorpora de su asiento, pasa a su lado, y se baja en la estación Santa Sofía, al aire libre. Ella lo contempla alejarse; una sombra que se apresura en la noche del Sumidero.
Ónix resuelve que su recién adquirido botín es magro, pero al menos el dinero servirá para comer algo. Recuerda que lleva un par de días en ayunas, viviendo a base de dermos anabólicos y café negro.
Ónix baja en la siguiente parada, la terminal Cienfuegos, y sale al laberinto de callejuelas que conforman la zona bioindustrial, detritus que los traficantes denominan jocosamente como MacBiznis: negocios rápidos, negocios enlatados; tecnología proscrita al alcance de todos los bolsillos; otro mar de semiótica que inunda la frontera entre el gigantesco muro que resguarda CH y el mapa de suburbios anárquicos que conforman el Sumidero.
La noche la ilumina con reclamos holópticos, secuencias visuales interactivas intentando capturar su atención desde logos publicitarios, mientras camina por el mercado de carne; la carne humana, expuesta en un aquelarre de chamanes que practican la alquimia del transhumanismo y bioingenieros que ejercen la brujería genética. Hay tenderetes armenios donde se venden relojes vivos, sintetizadores de alimentos y ropa de polímeros orgánicos a precios irrisorios; domos de porcelana en cuyo interior los cirujanos del mercado gris realizan operaciones de reprogramación autoinmunológica e implantación de biochips; chabolas coreanas que emiten sincopada música randox y venden máquinas celulares modificadas y mecanos domésticos con protocolos alterados.
Detrás del mercado subyace un entramado de callejuelas que la conducen en dirección al club del viejo Hugh. Los sembrados de caña transgénica han arraigado perfectamente, allí donde el marabú silvestre sucumbiera a las plagas víricas. Por encima de la estructura de los bajos edificios modulares de principios de los años veinte destaca la derruida osamenta de una plataforma militar que data de la era marxista de la Isla. El propio lugar tiene una historia maldita; ochenta años antes, una batería de misiles nucleares soviéticos emplazados allí había puesto al mundo al borde del holocausto. Ahora los antiguos silos desnudos parecen enormes tumbas monolíticas.
Por momentos, Ónix siente que el ruido de los transbordadores que vuelan demasiado bajo en dirección a la ciudad se le aloja en las entrañas, acentuando su hambre.
Aroma de sexo en la callejuela. Un macarra de cabello rubio, alto, vestido de camuflaje nocturno militar, controla su pequeño rebaño de madonnas Seiko: muñecas genómicas, con rostros y estética manga; enormes ojos de jade y exquisita programación de geishas. Ónix las mira con desdén. Las madonnas son artefactos sexuales, juguetes de carne; clones efímeros que comenzaron siendo vectores de mensajería personalizada DHL y que los mercados subterráneos terminaron convirtiendo en mascotas de placer.
Pululan los mendigos, los cazagenes y los vendedores callejeros de barritas hipocalóricas y células de energía. Algunas chicas tailandesas, escuálidas adolescentes ataviadas con vestidos de plástico traslúcido, están haciendo la calle, bajo el atento escrutinio de una cámara servopilotada del gremio. Ónix siente el súbito bajón de temperatura y alza la vista a tiempo para contemplar grisáceos copos de hielo descendiendo de lo alto. La gente despliega pequeñas sombrillas de celulosa para guarecerse. La última aberración microclimática del Sumidero: «nieve tropical», la llaman; el hielo es una exótica combinación cristalizada de hidrocarburos halogenados y escoria procedente de los nanofermentadores emplazados en el muro de la ciudad.
La aberración la obliga a torcer el rumbo y tomar un camino más largo a través de un callejón techado que la protege de los copos. El frío la cala hasta los huesos. El callejón es oscuro y traicionero, pero le reconforta saber que el local de Hugh está cerca, y que allí se sentirá más segura. El club es una suerte de oasis de efluvios sexuales que la nutre de clientes.
Pero el camino no está exento de sorpresas, y Ónix irrumpe en el escenario donde varias Felinas ejecutan a dos miembros de clanes enemigos. Los ojos la enfocan; hendijas fosforescentes que convergen en ella. Las Felinas son formidables guerreras de la noche, neurocableadas para el combate; todas han sustituido su epidermis por un cultivo de xenotransplante atigrado. Una de ellas se yergue en toda su estatura.
—Sigue tu puto camino, buscona —le advierte amenazadora.
Ónix duda un instante. Contempla a las tensas guerreras, sin soltar a su presa pero listas para saltar, y considera la posibilidad de disparar sobre ellas para saquearlas después. Pero hoy no parece un buen día para tentar la suerte; son demasiadas y parecen muy rápidas, de modo que continúa su rumbo, apresurando el paso. Lamenta su cautela, pero no puede quemarse en territorio de Felinas.
Ónix ya tuvo una breve y amarga experiencia, dos meses atrás, al permitir que una de ellas la «alquilara» a la salida de la campana del holódromo sur. Al principio le entusiasmó el estilo de la chica, con su cresta de pelo laqueado y los tatuajes artísticos de su piel, pero al comenzar a acariciarla en el servotaxi, los primeros arañazos y mordidas leves de la otra la hicieron sospechar. Después de alquilar un cuarto en un motelucho, la extraña comenzó a drogarse, y mientras contemplaba lujuriosa el cuerpo desnudo y voluptuoso de la chica negra, fue sacando de su equipo un juego de correas, flexores y demás partes de un exótico instrumental. Ónix había saltado hacia su bolso, pero fue interceptada por el reflejo sobreexcitado de la guerrera, que la envió de un cabezazo contra un rincón, aturdida. Luego, la Felina pareció enloquecer con el clímax químico que subía. Se arrastró maullando y empezó a lamer la sangre que manaba del rostro herido de Ónix, que entonces actuó muy rápido; con un impulso de pánico consiguió hundir las uñas de duro plástico biselado en los ojos de su atacante, y mientras la otra gritaba buscándola a tientas, le clavó la punta metálica de un flexor en la base del cráneo. Luego había tomado el dinero y huido a la calle, jurándose no volver a caer nunca más en una trampa así.
El Hugh’s ha cambiado su nombre por uno de resonancias más folclóricas: Serpiente Emplumada. Es un enorme recinto geodésico montado sobre un armazón industrial de acero galvanizado y revestido con fibra de carbono, cerrado como una burbuja de mercurio en un lodazal. En el interior, la pista de baile está rodeada de andamiajes de construcción de siete metros de alto, donde tienen montado su tinglado los dos jockeys, y del techo caen unos chorros de luz biofluorescente que proceden de faros militares importados de Perú.
La pista está a tope. El jockey que maneja la consola del cañón sinestésico está bombardeando los cerebelos de la gente con un SAC de acción neural que mantiene controlado el balance metabólico de la serotonina. El otro jockey es un Sistema Experto de Sony, que se encarga de llevar los ciclos holográficos, la proyección de fractales y los algoritmos que generan la música. El instinto cazador de Ónix se excita. Suele conseguir clientes esporádicos sin tener que pagarle ningún extra a Hugh, y normalmente ha dispuesto de un margen aceptable para trabajarse a los bebedores. Pero advierte que esta noche hay un montón de colgados; gente que ignora deliberadamente el festín de la carne para pasarse al placer químico.
Atraviesa un pasillo que la aleja de la pista, hacia el bar. Las paredes del pasillo están forradas de pantallas planas que proyectan digitalizaciones de míticos filmes noir en blanco y negro. Se pasea junto a las cabinas con unidades telediltónicas donde hay grupos de adolescentes enchufados a la virtualidad inmersiva; potenciales clientes malogrados.
Hugh está detrás del mostrador, mirando el noticiario de InfoVision en una enorme pantalla mural. Ella pide un café expreso y se sienta en la barra buscando probables víctimas. Pocos rostros en el bar; ebrios, desinteresados. Parece una noche difícil. En la esquina de la barra hay una madonna Mashenka de ojos azul celeste; es una copia barata de las Seiko niponas, pero en versión eslava. La Mashenka tiene la piel de una ninfa y está empapada en feromonas sintéticas. Ónix está a punto de preguntarle a Hugh por qué deja entrar una muñeca en su local, cuando cae en la cuenta de que probablemente haya sido el propio Hugh quien la haya encargado a los tratantes de las factorías genómicas de Moscú, para aumentar su tajada mensual.
Mientras cavila, la atención de Ónix se centra en el noticiario de InfoVision. La televisión se ha convertido en un evento esotérico, inconexo con su realidad. Para ella es como mirar a otra dimensión: La Unión Europea ha adoptado una estrategia de economía planificada, administrada por redes IA que enfocan la dinámica de producción como una analogía de optimización de algoritmos genéticos. E.U.A está derivando hacia una especie de meritocracia, y deroga enmiendas sobre libertades civiles. La colonia lunar china Nuevo Beijing está aplicando el proyecto social de Fuente Abierta, eliminando las regulaciones de propiedad intelectual en su comunidad. Detienen en Kiev al líder de la organización terrorista Grupo de Integridad de la Fisiología Humana. La cámara de Ginebra otorga identidad legal con plenos derechos civiles al Pensante Cassandra, así como la adquisición de la ciudadanía europea. Mecanos prospectores descubren vestigios de forma de vida alienígena en el cinturón de asteroides. El brote epidémico Mbutu gana terreno en África central. Brasil gana la Copa Mundial de Fútbol. Huelga en la estación orbital MarsExpress.
—¿Me permite invitarla a una copa? —dice alguien a su espalda.
Ónix se vuelve. Es un hombre; apuesto, cuarentón, viste un conjunto Versace y camisa de franela gris y sonríe con algo de timidez. Parece recién llegado al bar, y está claro que tiene buen olfato para lo auténtico; ha ignorado a la Mashenka y ha venido a por ella. Tiene ojos castaños e inexpresivos detrás de anticuados lentes de vidrio montados en filamentos de pasta. Por un momento la sorprende su forma de vestir: sobria, casi elegante; inusual para aquel antro.
—Sí, seguro —responde ella, exhibiendo su mejor sonrisa—. Soy muy abierta en cuanto a invitaciones, cariño.
—Mi nombre es Vázquez. Pablo, para usted. —Toma asiento, con cierta inseguridad y añade, dirigiéndose a Hugh—: Por favor, sírvale a la señorita lo que desee. Para mí un Martini.
Es un clásico. Lo observa más detenidamente. No le parece un loco, ni un colgado. Más bien un novato que nunca ha frecuentado un sitio como éste. Tal vez un ciudadano insatisfecho que se atreve a buscar placeres mundanos fuera del megaenclave.
—Doble vodka con hielo, Hugh —dice, adoptando una pose interesada mientras abre los muslos, seductora—. ¿Eres nuevo, cariño? No me parece haberte visto antes por aquí.
—Sí —es la respuesta, casi tímida—. Frecuentaba lugares de la ciudad, pero siento que ahora necesito cambiar de aires, hacer nuevos amigos… —Su vista resbala suavemente por las caderas de ella—.Y tú, ¿cómo te llamas?
—Tengo mil nombres, cariño, pero tú tendrás que conformarte con Ónix.
—¿Ónix? Como la piedra —aventura él.
—Exacto, cielo. Como el ágata listada. Una joya que esconde secretos. Mi madre me lo puso porque fortalecía el vínculo con la deidad bajo cuyo signo nací. Decía que no hay mejor nombre para una chica que el de la piedra de su santo. Así que ya sabes, soy una joya mística. —Paladea su vodka y añade—: Tengo poderes.
—Menuda chica, protegida por un santo —comenta Pablo, jocoso.
—No, cariño —sacude la cabeza, divertida—; protegida por varios santos. Y, créeme, no te hablaré de mis santos, porque para empezar, hoy me han estado dando un mal día. No me avisaron que podría aparecer un caballero como tú. —Ónix se acerca a su rostro, y lo acaricia entre las piernas—. ¿Dónde se supone que quieres hacerlo? Puedo procurarnos un nicho a bajo precio con el dueño de club.
—Preferiría que fuese en mi casa —dice Pablo, con evidente cautela. Se le nota nervioso. Está claro que no conoce los protocolos del Margen. Es el cliente perfecto para Ónix.
—Y yo preferiría que me invitaras a comer antes —observa ella—. Si vamos a tener juerga, debo recargar.
—¿Cómo puedes comer algo de tan dudosa procedencia? —dice él, visiblemente extrañado, señalando los restos de comida en los platos de otras mesas—. Ni siquiera sabes de qué está hecha.
—Tal vez en el enclave se pueda atrapar comida decente, Pablo —puntualiza Ónix, inclinándose hacia adelante—. Pero, acá abajo, las cosas son muy diferentes. Puede que te parezca una preocupación primitiva, incluso humillante, pero el hambre sigue ahí; y hay que aplacarla. —Y entonces enfatiza—: Es una prioridad.
—Tengo paquetes sellados con etiqueta de calidad en casa —ofrece él, conciliador—. Quisiera que no te demoraras.
—De acuerdo —cede Ónix—, pero por el apuro y el desplazamiento te va a salir un poco más caro, ¿bien? ¿Vives solo? —Pablo asiente, y ella simula un beso en el aire—. Entonces paga mientras me compongo, cariño.
En los lavabos, retoca su maquillaje frente a la superficie especular y luego comprueba su arma. El novato es confiado y frágil; un regalo. El depredador en ella se agita hambriento, febril ante la cercanía de una presa. Piensa en el cliente de la semana pasada. Rememora la escena en aquel callejón, y los gritos de su víctima cuando Ónix comenzó a estrangularlo en plena cópula; aunque había sido una lástima que no encontrara mucho dinero en efectivo en sus bolsillos. En cambio, el novato de hoy sí podría tenerlo. Y estarían en su casa. Algo de valor habría allí; dinero, comida, y tal vez la puerta de entrada a CH. Contempla con satisfacción su silueta y regresa al bar contoneándose.
A la salida del Serpiente Emplumada una rampa-topo se eleva desde el aparcamiento subterráneo con el coche de Pablo, un Kia Delta con célula de hidrógeno adaptada, todo magnesio y fibra de carbono; una línea conservadora para un coche de superficie. Parten, y él hace aparecer una pequeña coctelera junto al panel de conducción.
—¿Vives lejos, cariño? —dice ella, acariciándole el cuello.
—No, en las afueras del distrito norte. ¿Tomas algo mientras llegamos? ¿Afrodisíaco quizás?
—¿Afrodisíaco? Sí —responde Ónix—. Estaría bien como preámbulo a nuestra intimidad.
El hombre pulsa entonces un pequeño botón distribuidor y le extiende un ancho vaso de vidrio nevado. Afuera varios cocheburbujas avanzan como flechas por la circunvalación.
—Sensualité —añade Pablo sonriente, y ella nota que la actitud de él cobra seguridad—. Un cóctel que potencia la libido. Muy de moda en Europa.
—¡Joder! Entonces debe de ser una novedad muy cara —dice ella, y paladea el líquido espumoso—. Veo que vas muy bien equipado. Haremos que valga la pena. Incluso podríamos mezclarla con buen material; amplifiquemos el efecto y tendremos suficiente flash para mantenernos días volando alto —propone alegremente, y se da un trago.
Pablo parece sorprendido, casi asustado cuando ella menciona la droga.
—¿Has estado consumiendo drogas tóxicas? ¿O padeces de alguna enfermedad sanguínea?
—Vamos, cariño —protesta ella, riendo—. Pareces un médico. No te preocupes, el único padecimiento que tengo es una vieja úlcera de estómago. —Se da un buen trago de licor—. Y hablando de estómago, ardo en deseos de sentarme a la mesa.
—Descuida —responde Pablo, con un tono que a ella se le antoja más duro y burlón—. Te prometo que pronto nos sentaremos a la mesa. Entonces la luz se nubla de golpe. El espejo de su suerte se hace añicos, y el mundo comienza a girar con absurda lentitud; fantasmas gélidos recorren sus venas. Ónix percibe el vaso escurrírsele entre los dedos, distante. El pánico intenta brotar, pero es eclipsado por el abismo insondable en que se hunde su mente, y la absoluta convicción de que sus santos han decidido abandonarla.
—¿Cómo luce el asado, querida? —pregunta el hombre, asomándose a la cocina.
—Al menos huele muy bien —le responde su esposa, mirando salir la carne del horno—. Las pruebas indican que ella era una mujer sana. Sus tejidos están en buen estado, y los niveles de sustancias teratógenas son ínfimos. ¿De dónde la sacaste?
—Un alma anónima —es la respuesta del hombre—. Nadie la buscará.
Su esposa lo mira fijamente a los ojos.
—No sé si podremos seguir haciendo esto indefinidamente —en su voz se vislumbra cierto tono de remordimiento.
—¿Y acaso pretendes darle a nuestros hijos esa porquería artificial que consume el resto de la gente? Esa química de biomasa reciclada y aditivos de laboratorio —protesta él, con algo de violencia—. No me vengas con dilemas éticos de nuevo. La guerra lo cambió todo, el desastre medioambiental, las secuelas de la contaminación bacteriológica. Por favor, allá afuera hay una verdadera crisis de alimentos, y algunos se están reservando los bancos de proteínas para ellos. Al menos ahora esta familia dispondrá de suficiente carne auténtica como para no tener que preocuparnos durante algún tiempo.
—Comprendo. Supongo que la próxima ronda me tocará a mí.
—Ya veremos, querida —dice él, suavizando el tono—. Ahora vamos a la mesa. Estoy realmente hambriento.
Salen al comedor, donde les esperan sus tres hijos, y se sientan a la mesa. La esposa sirve las raciones en silencio. Los niños rezan brevemente y empiezan a comer con fruición.
—Buen provecho —dice el padre.
—Lo propio —le responden a coro, con las mandíbulas llenas.
Vladimir Hernández Pacín. La Habana, 1966. Narrador
Ha recibido premios y menciones en importantes certámenes de Ciencia Ficción. Fue Finalista (2000) y Mención (2003 y 2005) del Premio UPC; ganador del Premio Manuel de Pedrolo en 2004 y 2006; y en el Alberto Magno fue II Premio en 2006 y Premio en 2009. En México obtuvo el Premio Terra Ignota 2001 y en Cuba recibió Mención del Luis Rogelio Nogueras 1998 por el libro Nova de cuarzo. Ha publicado relatos en revistas y antologías de España, México, Argentina, Grecia, Francia, Estados Unidos Alemania y Cuba. Tiene publicados los libros Horizontes probables (Lectorum, México, 2000); Signos de guerra (Premios UPC 2000, Ediciones B, España, 2001); Interfaz (Premios UPC 2003, Ediciones B, España, 2004); Semiótica para los lobos (Premios UPC 2005, Ediciones B, España 2006); Kretacic Rap (Fragmentos del futuro, Ediciones Espiral, España, 2006); La apuesta faustiana (Premios Alberto Magno 2003-2006); Horitzó de successos (Pagès Editors, 2007); Hipernova (Letras Cubanas, Cuba, 2012); Interface Dreams e Infoverse (en inglés, Amazon, 2013); Las puertas del cielo (Amazon, 2013) y Crónicas nanotech (Amazon, 2013). Desde el año 2000 reside en Barcelona, España.