Emprendí la lectura de La marca del meridiano (Premio Planeta, 2012) con cierto estupor originado al descubrir que su autor, el madrileño Lorenzo Silva, otorgaba destaque al sargento Rubén Bevilacqua y la cabo Virginia Chamorro, pareja detectivesca uniformada bajo la espada y el haz de lictores: los emblemas, nada menos, que de una Guardia Civil con funesta reputación muy bien ganada.
Entiéndase mi asombro: ese cuerpo de seguridad pública, primero en la historia de España y surgido hacia mediados del XIX, es reconocido como “la Benemérita”; pero quienes la consintieron con tan honorable sobrenombre fueron terratenientes que de ella se valían para contener la rebeldía del campesinado español. No por gusto quedaron definidos como tenebrosos gendarmes por estos versos de Lorca: «Los caballos negros son./ Las herraduras son negras./ Sobre las capas relucen/ manchas de tinta y de cera./ Tienen, por eso no lloran,/ de plomo las calaveras…»
Si establecemos una analogía con la historia nacional, ellos representarían el equivalente de la Guardia Rural, esa plaga amarilla que practicó desalojos y reprimió desobediencias en la campiña cubana de los tiempos anteriores a 1959.
Lorenzo Silva acepta este hándicap negativo del pasado en su ensayo “Maldita Benemérita” — incluido en el libro Línea de sombra, de 2005 — ; y sin embargo, justifica el arriesgarse con lo que ya viene siendo toda una saga (7 novelas) protagonizada por los mentados Bevilacqua y Chamorro, bajo el supuesto de que hoy “vivimos (refiriéndose a España) en un país democrático y la Guardia Civil sirve sin duda a la libertad y la seguridad de los ciudadanos (ya sea dando el callo en las carreteras no importa en qué condiciones, ya asumiendo la incómoda vanguardia en la lucha contra quienes quieren imponerles a los demás sus fantasías con el tiro en la nuca o el coche bomba)”. Sus personajes, mientras tanto, son presentados como “agentes al servicio de la comunidad”, individuos singulares a la vez que gente corriente, con glorias y miserias, iguales a cualquiera.
Pero más allá de Silva y esta controvertida elección de sus caracteres principales, lo cierto es que el panorama de la novela policial escrita en la península ibérica desde finales de los años 70 (con sus precursores Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma y Juan Madrid) hasta la actualidad, se mantiene en una fase de enriquecimiento y multiplicación de variantes, muy a tono con el auge del género a nivel global.
La ampliación de la tipología del descifrador del misterio es uno de esos rasgos dinámicos. Superada la fase de la hegemonía del detective privado, típica del modelo hard-boiled (Hammet, Chandler et all), al género negro de la postmodernidad le ha dado por asimilar la más variopinta procedencia en plan de investigadores, de manera que además de los ya representativos policías (al estilo Maigret de Simenon, por ejemplo), ahora se incorpora lo mismo a abogados, periodistas, médicos forenses, criminales, ciudadanos comunes en apuros, testigos en el lugar equivocado, jueces y jurados, que hasta niños y niñas, o esposas durmiendo con el enemigo (como en la nueva moda del domestic noir).
En tal acápite es donde no puedo, por el contrario, implantar equivalencia alguna con el momento presente de la literatura policiaca de factura nacional. Así que excúsenme toda la digresión anterior a base de Silva y sus Bevilacqua y Chamorro, porque me sirve de preámbulo para explayarme sobre el anuncio que encabeza a este artículo.
Antes he escrito sobre la inexplicable (por contraste con el florecimiento universal) ausencia de un policial cubano del nuevo siglo. En texto publicado en Isliada, “Se buscan autores negros”, desde el propio título ofrecí una razón elemental: no puede haber literatura negra en Cuba sin escritores que cultiven el género.
A modo de explicación para tal efecto o consecuencia, ya he señalado un montón de incidentes causales: no hay sellos particulares para esa clase de libros ni revistas del género, no existen apenas concursos y becas que estimulen su creación; tampoco hay mucho interés pues el mundillo editorial cubano sigue en una nube donde el lector y sus intereses — menos alígeros y sí más realistas o con ansias de esparcimiento — no parecen caber, etc.
Casi como una suerte de tour de force, o de artefactos colocados con intenciones de revulsivo, se lanzaron en fechas recientes un par de antologías: Confesiones (Ediciones Unión, 2011), preparada por Lorenzo Lunar y Rebeca Murga; e Isla en negro (Editora Abril, 2014), compilación de Leopoldo Luis y Rafael Grillo; en las cuales se proponía la existencia de un “Nuevo Cuento Policial Cubano” en el siglo XXI.
Si nos adentramos en esos volúmenes de cuentos, en los que ciertamente predominan “historias de crimen y enigma”, descubriremos la exigua presencia de aquel elemento que es tan consustancial del género negro como el famoso “muerto en la página primera”. O sea: el detective. El investigador. La contraparte del oculto villano. El que revela. El que trae la luz. El restaurador el orden perdido. Tenemos, sí, argumentos de literatura negra, pero no detectives. Ese es el otro grandísimo problema: no puede haber literatura policial cubana si no hay de dónde sacar los detectives.
Cuando el policiaco cubano vivió su época de oro (aquella que ahora justamente se juzga de maniquea y encartonada a lo realista socialista), durante las décadas del 70 y el 80, además de existir los concursos, colecciones editoriales y tiradas brutales que promovieron ese tipo de “policial revolucionario”, vale advertir que también la ciudadanía del país atravesaba su momento de mayor idilio ideológico y concordancia con las instituciones representativas del poder del Estado.
Ello, por supuesto, facilitó la identificación con el prototipo de investigador que estas obras enseñaban: nunca sujetos aislados que se tomaran la justicia por su mano ni imaginarios agentes privados, sino que —a tono con el carácter realista del género— el papel recaía sobre quienes verdaderamente personificaban el orden interior y el cumplimiento de la ley, los miembros de instituciones como la Policía Nacional Revolucionaria, el DTI y la Seguridad del Estado.
Mucho se ha hablado sobre la fórmula literaria del policial de aquellos años y su anquilosamiento, o del lastre propagandístico que se anteponía al carácter estético. Se ha culpado sobremanera a la crisis económica de los 90 de impedir el mantenimiento del andamiaje editorial que sostenía la publicación de esos libros. Pero menos se ha apuntado, sin embargo, al papel que jugó la desaparición del mundo que tales obras literarias pretendían mostrar, en la propia extinción de esos viejos modos del policial. Tampoco se suele explicar lo suficiente acerca de la dificultad que ese nuevo escenario del periodo especial dejó sembrada para una continuación del género en la isla y/o su renacimiento bajo convenciones nuevas.
Basta, para aquilatar lo anterior, fijarse en la estrategia empleada por los que sí buscaron, y encontraron, un camino alternativo. Leonardo Padura, el primero, lo ha contado por sí mismo varias veces: “Mario Conde tenía que ser un policía”. No había otra. Pero un policía que fuera “distinto”, en su conducta, en sus expectativas. De entrada, Conde es un policía ilustrado (gran lector y aspirante a escritor), rebelde y poco convencional, aunque “chapado a la antigua” en su defensa de un código ético (un ser quijotesco a lo Philip Marlowe), que no se va a dejar contaminar por las turbiedades de la Cuba que“venía llegando” —nótese que, sagazmente, el autor de Pasado perfecto hará que su personaje atraviese debajo del uniforme del policía solo las Cuatro Estaciones de 1989, año de gozne, de parte aguas entre los dorados 80 y los nefastos 90— . Para cuando Conde reaparece en novelas posteriores (Adiós Hemingway, La neblina del ayer, Herejes), ya lo hace como alguien que “abandonó el cuerpo policial”, sólo un civil cuyos saberes sobre el crimen aún resultan útiles a camaradas de antaño.
Fue Padura un visionario. Halló el resquicio donde inventarse un detective ideal para esos tiempos terribles que llegaban (para el país y para el género policial). Pero al momento de abrir esa ventana, de cierto modo igualmente (sin pretenderlo) la cerraba. Habría sido necesario que surgieran otros autores sin ningún tipo de escrúpulos, que optaran por el epigonismo y la repetición de la fórmula Mario Conde. Y no los hubo. Lo cual es una lástima, para el desarrollo del género al menos. Ese es el valor de los imitadores: conforman ellos el bosque (el corpus), alrededor de los grandes árboles (los autores principales: el canon). Los unos junto a los otros conformarán las corrientes, tendencias y movimientos, y aquello que se suele llamar la “literatura de nuestro tiempo”…
(Ahora, ¿por qué no hubo clonaciones de la fórmula Padura? Esto de por sí daría otro artículo, aunque una respuesta somera no sería difícil, si parte de la culpa se la achacamos al contexto editorial autóctono. Porque sin Black Mask ni Série Noir —lo mismo que decir: sin revistas ni colecciones editoriales— , y sin jugar con las reglas del mercado… ¿Quién iba aquí a escribir sin tener dónde publicar?).
Otro que encontró brecha fue Lorenzo Lunar y sus novelas tituladas a golpe de bolero: Que en vez de infierno encuentres gloria, Usted es la culpable y La vida es un tango, que recibieron premios y se publicaron originalmente en España. Recién Editorial Oriente las reunió en un solo volumen y salieron con el nombre de El barrio en llama porque su protagonista recurrente, Leo Martín es el típico policía de barrio, alguien que ocupa el modesto puesto de “Jefe de sector”. Igual que Conde, es un miembro de las fuerzas convencionales del orden interior, pero a diferencia de este ni siquiera se ocupa de “casos importantes”.
Más cerca de Maigret que de Marlowe, su sentido de la justicia va a concentrarse en proteger al prójimo, a la gente del sitio que lo ha visto nacer y crecer, de la caída en el “gran mal”, en la corrupción absoluta del corazón humano, que vendría a ser el advenimiento del reino del vale todo, incluida la traición, la delación, la humillación, el asesinato, todo en nombre de la codicia, del enriquecimiento como fin que justificaría cualquier medio. Ese estado de envilecimiento precisa un gran villano, alguien de cerebro maestro y corazón frío que lo encarne. Leo Martín tendrá de rival a Chago el Buey: será ese su Moriarty, un ruin de los que siempre alcanza a salir a flote mientras algún otro se hunde, porque en los tiempos que corren, poderoso caballero es aquel que maneja a Don Dinero.
Tampoco el éxito internacional de Lunar determinó que a su receta le salieran copiadores en el ámbito nacional. De entrada, era imposible que ocurriera si pasaron varios años hasta que sus libros se dieran a conocer en ediciones nativas. Encima, cabe suponer que cualquier autor con un mínimo de sentido de la realidad lo iba a pensar cuatro veces antes de lanzarse al ruedo con otro “jefe de sector” tan buena gente como Leo Martín.
Agustín García Marrero es el nombre del más prolífico de los narradores policiales cubanos de los últimos años. Ha escrito y publicado seis o siete libros, a manera de saga, en la editorial Extramuros; todas bestsellers a lo cubano: se le hace una tirada ínfima (como es lo típico, y más acentuado aún por tratarse de casa editora provincial) y se esfuma pronto de las librerías sin que a nadie se le ocurra la pertinencia de la reimpresión.
Lo curioso de este autor es que su serie de novelas arranca con Semana Santa en San Francisco. Y es en esa locación de la costa pacífica estadounidense —el escenario de origen de la novela negra; recuerden El halcón maltés—, y no en La Habana, donde transcurren sus novelas, y sus protagonistas serán, entonces, investigadores calcados del thriller hollywoodense.
Un cuentapropista de los que vende libros, involucrado ocasionalmente en tramas policiales por haber sido policía. Un jefe de sector que es persona compasiva y que ejerce en el mismo barrio donde ocurrió su infancia (¡extraordinario, no un tipo traído del Oriente!). Ah, ¡y agentes del FBI! Son esos los detectives producidos por el policial cubano de las dos últimas décadas…
Hace unos años en la tele cubana se proyectaba, repetida y machaconamente, un spot que culminaba con un niño exclamando “Policía, tú eres mi amigo”. Tal era, desde luego, una campaña que hallaba su plena justificación en la necesidad de reforzar el status social de esa figura del orden público y de insuflarle un aura de confianza y de cercanía que, a todas luces, se había (ha) perdido. Hoy esa función dentro de la programación televisiva parecen quererla ocupar las series televisivas UNO y Tras la huella, donde unos policías intachables y eficientes cuidan de la tranquilidad ciudadana.
Ambas, según refieren encuestas, tienen una aceptable audiencia. Pero lo interesante es saber por qué los espectadores las ven. He oído a gente que dice: “La veo porque no hay más nada”. Otros, comparando con el resto de la programación, aseguran al menos entretenerse con ellas —lo cual deja demostrado el infalible atractivo del relato policial— . Mientras, una buena parte del público encuentra más interesantes a los delincuentes que a los policías. Probablemente porque les resultan más creíbles, y hasta más parecidos a ellos mismos.
Este es un conflicto que no será fácil de solucionar, en tanto sigamos (los cubanos) conviviendo en un panorama social donde los consensos se tambalean; el pacto de confianza entre la ciudadanía y las instituciones representativas sólo se sostiene muy frágilmente, y las estructuras oficiales que garantizan la ley y el orden tienen su credibilidad bajo sospecha.
Si hay un desafío grande para el policial en la Cuba de hoy es cómo serle fiel a la semántica del género y a sus reglas dramatúrgicas, que pasan en buena medida por la existencia de esa figura central del “detective”, mientras que al mismo tiempo se es leal con la tradición realista de ese género literario y con la realidad de la que se da testimonio en el relato.
Serían útiles, sin duda, la emergencia de nuevas figuras detectivescas. Las cuales, se me ocurre, podrían significar incluso atinadas respuestas de la imaginación para resolver —al menos en ese plano de lo literario— el “gran enigma” de la vida del cubano de hoy. Ese que reside en la incertidumbre de una supervivencia cotidiana donde la satisfacción de un cierto número de necesidades básicas, materiales o espirituales, dependen de acciones que se realizan en el ámbito de la ilegalidad y de libertades suprimidas.
Un amigo al que le solté toda esta arenga acabó diciéndome en serio y en broma: ¿Tú estás incitando a que aparezca la Asociación Cooperativa Poirot & Spade y los “detectives por cuenta propia”?