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Sacrificio

Los límites de mi lenguaje definen
los limites de mi mundo.
Ludwig Wittgenstein
Cuaderno de notas, 23.5.1915

Había cosas que quería para siempre: ardides, plenilunios, coleópteros de marzo, pánicos vitales de color azul prusia tostado, la semilla heptagonal de una noche de infancia bajo unos canisteles en flor o el dibujo escabroso de los días más imposibles, esos donde parece suceder sin detenerse la danza macabra de la felicidad. No eran muchas cosas en realidad las que ambicionaba salvar de la nada, pero se sabe que con una sola que nos aventuremos a sumarle al alma, habremos ya mal conjurado con ella un peso excesivo. Quería preservar ciertas curvas de luz, nombres que no llegan a tocar ninguna voz y que se quedan pegadas al fango vertical de las catedrales del infierno o en la textura de una esfera de seda, casi como un roce de manos dormidas, esbozando árboles imaginarios sobre el tejido del vuelo de los muertos. Tampoco dejaría escapar algunas partituras de Schubert, mucho de Chopin y de Bach, algo de Mozart y quince o veinte canciones de Silvio; un impreciso número de libros esenciales, unos pocos cuadros, una docena de piezas arqueológicas y casi la misma cantidad de personas, las verdaderamente imprescindibles para él, para algún remoto e improbable aliado incondicional de sus disonancias particulares y para su inestable concepto de Dios; animales, en cambio, los deseaba por miles junto a ciertos olores precisos y recurrentes pero quebradizos y elusivos como aquellos peces de tiniebla a los que solo les basta aletear para rehacer el universo en un registro menos imperfecto. Entre unas cuantas imágenes de preludio y entresuelo, también le urgían templos semivacíos, escalinatas de sombra entre viñedos y artefactos de alquimia o de astronomía, dos o tres rostros dadivosos de mujer, el oso blanco y la aspereza sagrada de los higos al amanecer, el borde casi frío de una taza de té hirviente más otros innumerables vapores y aromas que desde su cristalización a cierta hora de su vida ya eran solo suyos, olores y relaciones irreproducibles que, sin embargo, se removían en un lecho seguro allá, entre el sueño y el poco tiempo lúcido, impaciencias y temblores dulces o devastadores que le pertenecían tanto o más que sus miedos causales o que sus delgadas manos de pianista frustrado destensando una filigrana de horrores matinales. Se pensaba dueño y señor de esa flora elegida y sonada mil y dos veces hasta que entre el deseo y la costumbre lograban deformársela en un océano escondido de enormes olas que al serenarse y depositar sus arenas removidas y sus reflejos en las costas del silencio de su segundo cuerpo formaban numerosos bosquecillos interiores, islas cósmicas abandonadas en el silencio atronador de sus voces, allí donde el espíritu crece y se debilita para hacerse más fuerte cuanto más deshecho e imperceptible; objetos todos de un extraño museo personal casi ilimitado pero minuciosamente condenado. Lo había ordenado todo grano a grano, punto a punto con la soberbia monacal de un geómetra incansable, siguiendo un oscuro sentido de la orientación enlazando susurros y señales difusas que se escurrían por entre el espejeante rastro de las inquietas babosas de invierno y la sombra de las nubes. Luego se reclinó ante los hipersensibles paneles de control de su nave invisible, abrió los ojos cansados de rehacer tantas veces la danza de las cristalizaciones y contemplo el campo espectral de su trabajo; lo sopesó una y diez veces diez. Comprobó que todos los perfiles y los yacimientos de su hondo sueño eran palpables y ociosos, enemigos del tiempo y del espacio aparente, eternos, y creyó que era bueno.

Entonces salió al descampado, a la explanada de los planetas desnudos, todavía sin fuego suficiente para formar sombra alguna ni palabra, y tuvo que retroceder. El viento en contra de sus laberintos era fuerte, muy fuerte y constante, pero renuncio a ocultarse nuevamente. Alzó el rostro como pidiendo sin fe pequeñas cosas ajenas mientras sus manos conservaban el gesto desesperado del que otorga percutiendo los imaginarios teclados de resplandores que nunca fueron y, aunque ya no era tiempo para crisálidas, hubo un rumor de nervios que se cierran sobre sí mismos como raíces desecándose más rápidas que la luz.

Sordo ya a los estruendos del viento salvaje que lo arrinconaba, fingió un rezo y una queja, se lavo las manos con un puñado de arena, el último, y se dejo caer en posición fetal.

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