1
Joe se leía y pensaba que el estilo del manifiesto bien podía ser de Martí. Bueno, un Martí a los diecinueve años. Leía y sin atenderlo oía el rumor del sueño de sus tres compañeros. Leía cuando comenzó a sentir sueño y pensó que el calor y el estar encerrados los cuatro en el cuarto le daba sueño. Cuando se quedó dormido con el papel en la mano, soñó que paseaba por la calle y nadie lo reconocía con el pelo teñido. Si no se hubiera dormido, habría visto cómo la cerradura giraba despacio y la puerta se abría. Se despertó porque tiraban de él por el pelo; lo empujaban contra la pared y oyó las detonaciones muy cerca. Sintió un golpe en el pecho y creyó que había sido una patada. Cuando rodó hasta el suelo —la espalda todavía pegada a la pared— supo que habían sido los plomos al entrar en la carne y no golpes. Antes de perder la conciencia y sentir el estruendo brutal dentro del cráneo, vio inclinarse hasta él una cara que sonreía y vio el pie que vino a pegarle en la boca.
No estaba muerto, pero ya no sentía: no estaba muerto todavía. Unos hombres le arrastraban por los pies. Desde el segundo piso lo bajaron a la calle por las escaleras y su cabeza golpeaba contra cada escalón. En uno de los escalones dejó un trozo de piel cubierto de cabellos que eran rubios en la punta y muy negros hacia la raíz. Cuando llegaron a la calle, los hombres lo tiraron sobre la acera, después lo izaron y lo echaron en el camión. Antes de morir le vinieron a la mente las últimas palabras del manifiesto, escritas por él la semana pasada:
«O seremos libres o caeremos con el pecho constelado a balazos». Era esto lo que leía.
2
…y el susodicho caminaba rumbo a la población de marras en unión de los individuos ya mencionados, cuando fueron interceptados por una patrulla de tres soldados, que les dieron el alto; luego de ser registrados y al no encontrarles armas encima, les conminaron a que avanzasen delante de la referida patrulla, siempre apuntándoles con sus armas; fue ése el momento en que mi cliente escuchó las detonaciones y se sintió herido, perdiendo acto seguido el conocimiento. Ignora él cuánto tiempo hubo de estar inconsciente, pero al volver en sí, notó que le cubría la tierra, dándose cuenta de que había sido enterrado, al creerle muerto sus atacantes; después de librarse de la tierra, procedió a buscar a sus compañeros, a los que encontró enterrados no lejos de allí, ambos muertos. Por último, sabiéndose herido de gravedad, salió en busca de auxilio, el que halló en casa de unos vecinos del lugar, que le prestaron asistencia, conduciéndole más tarde al puesto de socorro de la ciudad.
«Para que se tenga conocimiento de estos hechos y se inicie el correspondiente procesamiento del culpable o los culpables, elevo este informe…».
3
Todo sucedió en silencio. Los rebeldes iban ck pie en el camión y los soldados les apuntaban con sus San Cristóbal. Detrás venía un jeep, también con soldados. Los focos del jeep alumbraban el camión, y a los ojos de los prisioneros los soldados y sus armas viajaban en la luz. Los vehículos se detuvieron junto a un árbol. El jeep rodeó el camión y dirigió sus faros al árbol. Del jeep se bajaron un teniente y dos sargentos. Dieron órdenes y los otros soldados que iban en el jeep y los que iban en el camión subieron al árbol y ataron las sogas. También les hicieron los lazos corredizos y los pasaron alrededor del cuello de cada rebelde. Uno de ellos había venido pensando por el camino: voy a gritar viva la revolución. Cuando le pasaron el lazo todavía lo pensaba, pero no dijo nada. Uno de los soldados regresó a la cabina del camión y encendió el motor. Los soldados con las ametralladoras se bajaron del camión. Los rebeldes estaban silenciosos y rígidos contra la luz que hacía fantasmales el tronco y las ramas del árbol. El teniente hizo una señal y el camión arrancó. Los tres hombres se balancearon agitándose un momento, luego sus pies dieron un tirón final y quedaron colgando suavemente. Los soldados volvieron a subir al camión, que se había detenido a unos metros. El teniente hizo señas al jeep de que alumbrara a los colgados. Miró uno a uno los cadáveres y luego montó en el jeep. Regresaron al cuartel.
4
El hombre bajó la tapa de la maleta del auto y se volvió al sargento.
—Yo soy muy viejo para ser revolucionario —dijo sonriendo. El sargento no sonrió y nadie supo si era por exceso de sentido del deber o por falta de sentido del humor.
Junto al automóvil un soldado mantenía abierta una de las puertas para alumbrar dentro y ahora terminaba de mirar la guantera. A unos pocos pasos otro soldado sostenía un rifle, apuntando hacia la máquina y mirando a las cuatro viajeras. En la parte trasera, al medio, estaba sentada una muchacha: hermosa, la vista al frente, su perfil hacia él en una forma que creyó orgullosa y rebelde.
El hombre regresó al auto, se despidió cortésmente de la patrulla y entró. Echó a andar con cuidado. Detrás quedaban los tres soldados, mirando al carro que iba entre una nube de polvo, alumbradas las partículas de tierra por los faros, como una aureola. Uno de los soldados —el que había mirado hacia adentro con insistencia— recordó una lección de tiro y a su memoria vino la cifra del alcance del Springfield. Luego pensó que la máquina debía estar ya a unos cien metros. Levantó el arma y se la echó a la cara. Apuntó al centro del carro y contó: «Ciento veinte, ciento veinticinco…». No vio el resultado, pero pudo predecirlo. En la academia de reclutas, uno que había estudiado medicina le explicó que el cerebro nada en un líquido a presión y que una bala de alta velocidad casi siempre lo hace estallar cuando penetra, como cuando se le dispara a un tanque lleno de agua que revienta.
El soldado bajó el rifle y miró al sargento. El sargento miraba a la máquina detenida a lo lejos, su interior alumbrado y no volvió la cabeza. El otro soldado se echó a un lado, a la cuneta, atemorizado, pero sin saber exactamente de qué. El primer soldado sonrió y miró al rifle y miró al otro soldado y miró al sargento.
5
Uno de los marineros sublevados convirtió su camisa en bandera y la agitaba por una ventana, en señal de tregua. Acordaron rendirse si se les respetaba la vida y se les juzgaba en consejo de guerra. Pero cuando salieron fueron muertos, todos, por tres ametralladoras calibre 30 que disparaban desde el parque.
Luego los cadáveres de los cien marineros y de los civiles fueron enterrados en una larga fosa común.
Trajeron dos buldozers y las pusieron a cavar una zanja. Desde lejos, hubiera parecido la perentoria actividad de una carretera en construcción. Las buldozers hicieron un hoyo de cincuenta metros de largo por seis de ancho y tres de profundidad. Al acabar, los camiones de volteo echaron los cadáveres en el hoyo. Algunos cuerpos catan fuera y entonces los soldados los agarraban por las piernas y los tiraban dentro; o simplemente, los empujaban con el pie. Cuando estuvieron todos en la trinchera, la máquina comenzó a palear la tierra hasta que cubrió los cadáveres. Finalmente, los camiones, las buldozers y una aplanadora que habían traído de una carretera en reparación rodaron sobre la tierra removida y la apisonaron. La operación había durado cinco horas, pero cuando terminaron, al amanecer, sólo quedó una mancha de tierra fresca en el solar yermo, como un costurón.
La revuelta que comenzó 48 horas antes había terminado.
6
ha vieja negra subió despacio las escaleras del edificio grotesco que parecía un castillo de cartón piedra. A su paso se cruzó un policía con una ametralladora al pecho, las manos apretadas sobre el arma. Cuando dijo a qué venía, eslabonó ante ella una cadena de órdenes; luego la dejaron pasar y la hicieron sentar en un banco de madera, a un lado, cerca de la puerta. Estuvo allí sentada en silencio una hora. Más tarde vino un teniente y un cabo le comunicó a un policía que la vieja podía pasar ahora a ver a su hijo. Caminó junto al policía hasta una celda del fondo, apenas alumbrada. Le costó trabajo distinguir a su hijo al principio. Vio que pegaba su cabeza a la pared y que tenía una rodilla apoyada en el banco, que era la única pieza del calabozo. Lo llamó. Él no pareció oírla. Volvió a llamarlo y después de un instante, él movió la cabeza, pero no hacia ella: simplemente un leve movimiento hacia los lados. Cuando lo llamó por tercera vez el hombre vino hasta las rejas. La madre vio que su hijo no era su hijo: estaba muy hinchado, tenía un ojo cerrado, machacado, y la camisa manchada de sangre. Pero ninguno de los dos dijo nada. Ella sacó de un pañuelo tres arrugados billetes de a peso, y los pasó al hijo. El hombre los tomó después de mirarlos extrañado y oyó que ella le recomendaba que se comprara algo de comer, que no debía haber comido.
No pudo contenerse más y le preguntó, en voz baja, qué le habían hecho.
Él no dijo nada.
Ella volvió a preguntarle.
Él no dijo nada y cuando trató de hablarle, de explicarle, sintió el dolor y no dijo nada. Sólo apretó los billetes en su mano y acto seguido los rompió en pedacitos. Finalmente, supo que podía hablar.
—Vieja, me metieron una cabilla al rojo por el ano.
La madre no comprendió al principio. Cuando apretó los dedos en torno al barrote abrió la boca, porque sabía que iba a gritar y no quería gritar. El hijo volvió a hablar, con su voz absurdamente intacta que apenas podía pasar por los labios aporreados.
—Vieja, me metieron la cabilla ardiendo y lo van a volver haser y no lo voy aguantar, vieja.
Volvió a sentir las ganas de gritar, pero no gritó, y cuando el policía regresó y le dijo que tenía que marcharse, que ya era hora, se dejó llevar sin decir palabra. El hijo extendió la mano y le tocó un brazo.
Esa fue la última vez que lo vio. Por la noche lo volvieron a interrogar y entre los golpes y la falta de sueño y la luz cegadora, supo que iban a calentarlo de nuevo. De alguna manera logró soltarse y correr hacia una ametralladora. Pero no llegó a disparar. No oyó el traqueteo atropellado de la ametralladora, ni sintió las balas penetrando en su cuerpo, pero sus piernas se aflojaron y cuando cayó tenía los dedos clavados en el vientre.
7
—Usté, vamo.
—¿Qué pasa?
—El salgento que lo quiere ver.
—¿Para qué?
—¡Cómo quepa qué! Vamo, vamo. Andando.
—Salgento, aquí etá éte.
—Está bien, retírate. ¿Qué, cómo anda esa barriga? Duele, ¿no verdá? Ah, pero te acostumbras, viejo. Dos o tres sacudiones más y nos dices todo lo que queremos.
—Yo no sé nada sargento. Se lo juro y usted lo sabe.
—No tiene que jurar, mi viejito. Nosotros te creemos. Nosotros sabemos que tú no tienes nada que ver con esta gente. Pero te he traído aquí para preguntarte otra cosa. Vamo ver: ¿tú sabes nadar?
—¿Qué?
—Que si sabes nadar, hombre. Nadar. Así.
—Bueno, sargento… yo…
—¿Sabes o no sabes?
—Sí
—¿Mucho o poco?
—Regular.
—Bueno. Así me gusta, que sea modesto. Bueno, pues prepárate para una competencia. Ahora por la madrugá vamo coger una lancha y te vamo llevar mar afuera y te vamo echar al agua, a ver hasta dónde aguantas. Ya yo he hecho una apuestica con el cabo. No, hombre, no pongas esa cara. No te va pasar nada. Nada más que una mojá. Después nosotros aquí te esprimimos y te tendemos. ¿Qué te parece? Di algo, hombre, que no digan que tú eres un pendejo que le tienes miedo al agua. Bueno, ahora te vamo devolver a la celda. Pero recuerda: por la madrugá eh. ¡Cabo, llévate este gallina pal calabozo y ténmelo allá hasta que te avise! Oye: y va la apuesta.
8
Y el alicate se corrió y rozó el alambre de cobre y la explosión lo levantó y antes de aplastarlo contra la pared ya lo había reventado y otras explosiones sucedieron a la primera y el sordo rumor salió del cuarto y retumbó por la casa fuera hasta el final de la calle y cuando llegaron los bomberos fue necesario tirar la puerta a hachazos porque estaba cerrada por dentro y por entre el humo y el polvo vieron los cuerpos hechos pedazos y los muebles en añicos y los jirones de ropa. Todo el cuarto estaba encalado de sangre.
9
El auto frena junto a la salida de la calle Egida. Se baja un hombre. Se baja otro hombre. Y otro y otro más. Los guardianes de la puerta retroceden. El primer hombre cae. Muerto. El segundo hombre es herido. Pierde los espejuelos. Las balas vienen de detrás. En el café de la esquina hay unos soldados y dos marineros disparando. Bien cubiertos. El hombre que ha perdido los espejuelos camina a tientas hacia la entrada del edificio, por Colón. El más joven de los hombres cruza la calle. Va hacia el parque. Corre. Siente algo que corre tras él. Mira. El asfalto, la acera y la yerba saltan en pedazos hacia arriba. Una ametralladora criba sus huellas. Corre. Se refugia tras la estatua. La estatua es de mármol. El mármol que forma la mano del hombre de la estatua, salta. A la mano le falta un dedo. El muchacho va a disparar. No lo hace. Mira la pistola. Está vacía. Va a tirarla, pero no lo hace. Vuelve a correr. Los huecos de las balas siguen su carrera. Él corre en zig zag. Las balas corren tras él, en zig zag.
10
—Sí, Sí, General. Todo en orden. Mi sistema. Claro, en guerra avisada… Los dejamos que entraran, primero un camión, luego otro. ¿Cómo dise? Eso se creían ellos, pero fuimos nosotros los que los sorprendimos. Yo quisiera que usté lo hubiera visto. Los camiones entraron mansamente, como ovejitas, despasito-despasito y cuando estaban en el patio les caímos arriba. Tiramos sobre las casetas de los camiones, los toldos, la cama del camión. Debajo de los toldos se movían y cuando las balas le pegaban, saltaban y se veía que las balas daban en carne. Sí, sí… Perfetamente. Lo hiso muy bien y yo fui el primero en felisitarlo. Yo opino lo mismo que usté. Sí, teniente, sí. No, no, primer teniente. ¿A comandante? ¿ Usté cré, general? Me párese esesivo. Hombre, claro que el hombre ha prestado un mannífico servisio a la Nasión, que su labor fue perfeta. Pero yo creo que estaría bien de capitán. Porque después de todo él no biso más que avisarnos de que venían, como era su deber y ni siquiera pelió. Personalmente yo creo que es un cobarde. Estaba asustado con la sangre y hasta vomitó y todo porque vio unos sesos regados en el suelo. Un maricón. Sí, sí, claro, general. Si usté insiste. ¿Cómo! Hombre, general, francamente… No, no, de veras que no lo esperaba, no esperaba un asenso. Me hubiera conformado con ser coronel toda la vida… Usté sabe que yo me debo a usté y a la Patria… Pero de todas maneras, muchas grasias… Oh, no, no. No tengo ninguna oposisión y retiro lo dicho. Si usté creé que debe ser asendido a comandante, no hay más que hablar. Yo mismo le pondré su estrellita.
11
En la calle todo estaba tranquilo y la calma se extendía más allá de la esquina y llegaba hasta los curiosos que miraban con la misma curiosidad, con la misma alejada indiferencia, con temerosa apatía cuando salieron armados, cuando montaron en el auto, todavía cuando partieron. El primer auto rodó seguido del segundo auto hasta dos cuadras más arriba y dobló a la derecha suavemente, y al doblar, el sol brilló sobre el capó y el muchacho gordo, pálido, entrecerró los ojos y pensó que sería bueno tener espejuelos oscuros para protegerse del sol. ha perseguidora apareció por entre la luz y la máquina frenó casi junto a ella. El cristal saltó en finas gotas vidriadas y la bala fue a estrellarse contra el techo, dejando un hueco regular en el parabrisas. Los otros pasajeros abandonaron la máquina, pero el muchacho gordo y blanco comenzó a disparar antes de salir, se movió con continuada agilidad y corrió hacia la perseguidora y disparó dentro y ésa era la última bala que tiraría: la pistola había quedado descargada, pero no era ésa la causa de que fuera su último disparo. El muchacho pálido y gordo entrecerró los ojos, giró sobre sí mismo y cayó al suelo, en una postura improbable: la mejilla derecha contra el pavimento, el brazo derecho bajo el cuerpo y el izquierdo extendido hacia atrás, con la palma hacia arriba. La sangre saltó brusca y corrió por su cara y su pelo se estancó bajo su cabeza, formando un charco.
12
Cruzó la calle con su paso de atleta y se detuvo en la esquina. Era mediodía. El sol caía a plomo sobre el parque, sobre la calle, sobre su cabeza y el muchacho se detuvo más tiempo que el que hubiera necesitado en otra ocasión para pensar y actuar enseguida. Eso lo perdió, porque por la calle soleada, brillando azul y blanca, bajo la luz cegadora, vio venir la perseguidora. Se quedó quieto: quizá no lo reconocieron. Pero la perseguidora chirrió y paró en seco. Los tres ocupantes bajaron bruscos, brutales.
—¡Tú! ¿Qué hases parado aquí?
—Nada. Espero la guagua.
—La guagua, ¿no? Ven acá, ¿tú no eres…?
—Sí, sí, ése mismo es. ¿Llamo?
—¡Pero en el atto!
Cuando comunicaron con la planta, dijeron el nombre. La voz del otro lado sonó violenta.
—Cumpla la orden.
—Pero, general, está desarmado.
—Cumpla la orden que se le ha dado.
—Oiga, mi general…
—Que lo mate, ¡coño!
El primer policía apretó la ametralladora y disparó casi encima de la orden. El muchacho cayó. En el suelo volvieron a dispararle. Pero por gusto.
13
Caminó rápido por el callejón y sintió el ruido del motor que se acercaba. Dio media vuleta y regresó con rapidez a la calle que había dejado detrás. Caminó rápidamente y dobló en la siguiente esquina. Ya no ota el motor, pero seguía caminando rápido. Al llegar a la avenida dobló a la izquierda y se pegó a la pared. Entonces vio la microondai> azul y negra que se enfrentaba a él, levantaba el hocico al llegar a la loma y avanzaba calle abajo a su encuentro. Oyó la voz y no pudo oír lo que dijo, pero pudo imaginarlo: «¡Ése, ése mismo es, coronel!» El coronel saltó de la perseguidora todavía en movimiento y levantó la ametralladora. «¡Pégate a la pared con las manos bien altas!» El muchacho lo miró, no dijo nada y despacio dio media vuelta y se pegó a la pared. Otro policía lo registró: «Ah, armadito y todo. ¡Qué bien! » El muchacho miró a la pared y a la luz del atardecer distinguió las rugosidades del repello, la poca uniformidad de la pintura y vio una hormiga que caminaba con trabajo pared hacia arriba. «¡Quítense!» La hormiga cruzó un pellejo de pintura, se perdió y volvió a aparecer más arriba. Ahora estaba frente a sus ojos. «Quítense, quítense, ¡carajo!» La hormiga siguió su camino, indiferente, ajetreada. «¡Ya verá!» la hormiga saltó contra el hombre porque la pared tembló. Se hicieron uno, dos, diez desconchados, redondos, parejos, en sucesión. El muchacho pegó contra la pared y cayó hacia atrás. El coronel siguió disparando. Cuando se le agotaron las balas, caminó hasta el muchacho y lo insultó y lo pateó y lo escupió. Finalmente, sacó su pistola y le metió una bala en la nuca. El tiro, los insultos, el salivazo, la patada, eran igualmente inútiles: el muchacho se llamaba Frank y ahora estaba muerto.
14
Era su hermano y había caído del otro lado del río. Lo supo cuando vio que no corría junto a él. Entre el estruendo y el silbido de los obuses, creyó haber oído «¡Candito! ¡Candito!», pero siguió corriendo por sobre las chinas pelonas. Por fin lo vio.
Hace señales de tregua con su pañuelo mientras desanda el camino. El otro hombre, su hermano, el de la barba tupida y el moño tras la cabeza sujeto por una peineta grande, el hombre fornido, ágil, el otro hombre, su hermano, ahora estaba tumbado bocarriba con la cabeza en el agua y el cuerpo doblado hacia la orilla. Una de sus piernas se agitaba con un temblor repetido. Toda la camisa estaba cubierta por una mancha parda que se extendía. Su cabeza se viró en dirección del agua y la dejó de golpear contra el suelo.
Trataba de moverlo hacia la orilla, de cargar con él, mientras evitaba las balas. Una o dos pegaron en el agua, cerca. Tiró de él por la pierna con una mano, mientras la otra sostenía la escopeta.
Ya estaban en tierra firme. Lo cargó. Se irguió un poco y arrancó a caminar.
Vadeó la orilla hasta más allá de los jagüeyes y comenzó a atravesar la corriente.
No oyó las balas. Cualquiera habría pensado que resbaló en el fango. Pero cayó hacia atrás y no se movió. El otro hombre cayó sobre él y sus cuerpos formaron una cruz. Nunca supo que el otro hombre, su hermano, había muerto antes que él creyera oír su nombre.
La batalla duró 21 días y cuando las lluvias cesaron, el río se convirtió en arroyo, en un hilo de agua, en una zanja fangosa, en un polvero. Sus cadáveres se secaron al sol, se pudrieron en las noches húmedas y los huesos asomaron asombrosamente blancos por entre los jirones de color verde olivo.
El mulato grande se llamaba Juan Cáceres. El guajirito rubio se llamaba Candito Plasencia. Ninguno tenía galones.
15
Hay una mancha en la pared, cerca del suelo —¿es sangre? La oscuridad no deja ver bien. En el techo hay telarañas, mugre, tal vez hollín. Las paredes están garrapateadas y por entre las lagunas de la humedad se pueden leer los letreros: «maMá tE QUiero mucHo PRUdeNcio». ¿Quién es Prudencio? ¿Dónde está ahora? Aparece otro: «Biva, Cuva Lire!!!» También más allá, con perfecta ortografía está escrito sobre la pared un párrafo. Parece que lo han hecho con la punta de un gancho y quizá su autor sea una mujer: «La Tiranía toca a su fin. Lo séporque las torturas aumentan. Cuando los asesinos sienten miedo, su única expresión es la tortura.» La última palabra ha sido preciso adivinarla, porque casi había sido borrada] pero quien la borró quería que, con trabajo, fuera posible leerla.
«Mami, no tengo miedo. Voy a morir y no tengo miedo.» (Esto está escrito a lápiz, con una letra fea, pero decidida). «HA LLEGADO EL TIEMPO DE LOS ¿No adivinan ustedes la palabra que falta? Algo —y cunde una sospecha temerosa— le impidió terminar. «CuER- ga eR 26». El autor quiso decir «Huelga el día 26». Hizo lo mejor que pudo y nadie sabe cuánto le costó escribir esta frase que al principio parece el discurso de un morón. «¡Viva Cuba Libre!» No queda otro remedio que pensar en un hombre maduro, que no ha querido sumarse a la causa de los jóvenes, pero que por ella ha sufrido prisión, sin duda torturas y acaso la muerte.
«Que alguien diga a mi mujer Felá, que vive en Pasaje Romay 13, la habitación no recuerdo, que su marido Antonio fue torturado y que murió como un hombre. Antonio Pérez.» Hay un dibujo obsceno y una palabra encima, terrible: «Batista». Otro ha querido describir las torturas y ha hecho un garabato.
Si hubiera más luz se podrían leer los demás mensajes. Pero los que hay bastan. Ellos son la verdadera literatura revolucionaria.
Fin