… UNA VEZ, EN OTOÑO, me vi en una desagradable e incómoda situación: en la ciudad a la que acababa de llegar, y donde no tenía ni un conocido, me encontré sin un céntimo en el bolsillo y sin alojamiento.
Después de haber vendido durante los primeros días todas las prendas de vestir de las que se puede prescindir, me fui de la ciudad, a una localidad denominada Uste, donde había embarcaderos de barcos de vapor y que en temporada de navegación era un animado hervidero de trabajo. Pero por aquel entonces estaba vacía y tranquila. El hecho tuvo lugar a finales de octubre.
Chapoteando con los pies por la arena húmeda, y escudriñando con el deseo de descubrir en ella restos de sustancias alimenticias del tipo que fuera, vagaba solo entre las casas vacías y los puestos, y pensaba en lo bueno que sería estar saciado…
En la cultura actual, es más fácil satisfacer el hambre del alma que el hambre del cuerpo. Póngase a vagar por las calles, le rodearán edificios de apariencia bastante buena y sin duda bastante bien amueblados en el interior. Esto puede despertar en usted pensamientos agradables sobre la arquitectura, sobre la higiene y sobre muchísimas más cosas sabias y sublimes. Se encontrará usted con gentes vestidas de manera conveniente y abrigada, afables, que siempre se apartarán de usted delicadamente sin querer percatarse del triste hecho de su existencia. Ay, Dios, el alma del hambriento siempre se alimenta mejor y más saludablemente que el alma del saciado, he ahí la cuestión, ¡de la cual se puede sacar una inteligente deducción sobre la utilidad de los saciados!
… Caía la tarde, llovía, y el viento del norte soplaba impetuosamente. Silbaba entre las artesas y los puestos vacíos, golpeaba en las ventanas cerradas con tablas de los hoteles, y las olas del río como consecuencia de sus golpes hacían espuma, chapoteaban ruidosamente en la arena de la orilla, elevando altas sus blancas crestas, se deslizaban una tras otra en la nebulosa lejanía, saltando impetuosamente una a través de otra… Parecía que el río sintiera la proximidad del invierno y muerto de miedo corriera a algún lugar lejos de las cadenas de hielo que podría echar sobre él esta misma noche el viento del norte. Del cielo pesado y lúgubre caían sin cesar gotas de lluvia apenas perceptibles para el ojo, la triste elegía de la naturaleza a mi alrededor era subrayada por dos sauces blancos quebrados y deformes y, cerca de sus raíces, una barca volcada boca abajo.
Una canoa volteada con el fondo roto y árboles despojados por el frío viento, tristes y viejos… Todo en derredor estaba destruido, inutilizado y muerto, y el cielo vertía lágrimas inagotables. Soledad y oscuridad me rodeaban, parecía que todo se estaba muriendo, que pronto sería el único superviviente, si bien a mí también me esperaba la fría muerte.
Yo entonces tenía diecisiete años, ¡buenos tiempos!
Caminaba y caminaba por la fría y húmeda arena, arrancando con los dientes gorjeos en honor del frío y el hambre, y de pronto, en las búsquedas vanas de algo comestible, al pasar detrás de un puesto, vi acurrucada sobre la tierra una figura con ropas de mujer, empapada por la lluvia, y fuertemente apoyada sobre los hombros inclinados. Parado a su lado, observé qué hacía. Al parecer, estaba cavando un pozo en la arena con las manos, minando el terreno de uno de los puestos.
—¿Para qué haces eso? —le pregunté, acuclillándome cerca de ella.
Lanzó una exclamación queda y se incorporó a toda prisa. Cuando ya estaba de pie y me miraba con sus ojos grises bien abiertos, muerta de miedo, vi que era una muchacha de mi edad, con un rostro muy atractivo, por desgracia adornado con tres grandes cardenales. Eso lo estropeaba, a pesar de que los cardenales estaban dispuestos con una excelente simetría: dos del mismo tamaño, uno bajo cada ojo, y otro mayor en la frente, exactamente en el caballete de la nariz. Esta simetría delataba el trabajo de un artista, próximo a la perfección en el arte de estropear las fisonomías humanas.
La muchacha me miraba, y el miedo poco a poco se iba apagando de sus ojos… Sacudió las manos para quitarse la arena, arregló el pañuelo de percal de la cabeza, se encogió y dijo:
—¿Tú también quieres comer? Pues cava, yo tengo las manos cansadas. Ahí —señaló con la cabeza el puesto— seguramente hay pan… Este puesto todavía vende…
Me puse a cavar. Ella, tras esperar un poco y mirarme, se sentó cerca y comenzó a ayudarme…
Trabajamos en silencio. Ahora no puedo decir si en ese momento me acordé o no del código penal, la moral, la propiedad y demás cosas sobre las que, en opinión de los expertos, hay que acordarse en todos los instantes de la vida. Ya que deseo mantenerme lo más cerca posible de la verdad, debo confesar que al parecer estaba tan concentrado en el asunto de cavar bajo el puesto que me olvidé de todo lo demás, excepto de lo que podría aparecer en este puesto…
Anocheció. La oscuridad, húmeda, penetrante y fría, era cada vez más espesa a nuestro alrededor. Las olas hacían un ruido en apariencia más sordo que antes, y la lluvia repiqueteaba sobre las tablas del puesto cada vez con más intensidad… En alguna parte sonó la carraca de un vigilante nocturno.
—¿Tiene suelo o no? —me preguntó en voz baja mi ayudante.
No entendí a qué se refería y no dije nada.
—Te digo que si el puesto tiene suelo o no. Porque si tiene, entonces nos estamos deslomando para nada. Acabaremos de cavar el pozo y después tal vez nos encontremos con tablones… ¿Cómo los arrancarás? Es mejor romper el candado, el candado este es malillo…
Las buenas ideas rara vez visitan las cabezas de las mujeres; pero como veis, a pesar de todo, las visitan… Siempre he sabido apreciar las buenas ideas y siempre he procurado servirme de ellas en la medida de lo posible.
Una vez encontrado el candado, tiré de él y lo arranqué junto con las argollas… Mi cómplice al instante se encorvó y como una culebra serpenteó por el agujero cuadrangular que se había abierto en el puesto. Desde allí se oyó su exclamación aprobatoria:
—¡Bravo!
Una insignificante alabanza de una mujer tenía para mí más valor que todo un ditirambo por parte de un hombre, aunque ese hombre fuera tan elocuente como si cogiéramos a todos los antiguos oradores juntos. Pero entonces yo tenía una predisposición menos amable que ahora, y sin prestar atención al piropo de la mujer, le pregunté brevemente y con miedo:
—¿Hay algo?
Se puso a enumerarme monótonamente sus descubrimientos:
—Una cesta con botellas… Sacos vacíos… Un paraguas… Un cubo de hierro.
Todo eso era incomestible. Tenía la impresión de que mi esperanza se apagaba. Pero de pronto gritó animadamente.
—¡Ajá! ¡Aquí está!
—¿El qué?
—Pan… Una hogaza… Solo que mojada… ¡Toma!
A mis pies cayó rodando la hogaza, y detrás ella, mi valiente cómplice. Yo ya había cortado un trozo, lo había metido en la boca y masticaba.
—Ea, dame… Hay que irse de aquí. ¿Adónde podemos ir? —Miraba con curiosidad a la niebla por los cuatro costados… Estaba oscuro, mojado, ruidoso…—. Allí hay una barca volcada, hala, ¿vamos?
—¡Vamos!
Y nos fuimos, troceando por el camino nuestro botín y llenando con él las bocas. La lluvia arreciaba, el río bramaba, desde alguna parte se hacía oír un silbo arrastrado y burlón, exactamente como si alguien grande que no teme a nadie abucheara al orden terrenal, y a esta detestable tarde de invierno, y a nosotros, sus dos héroes. Este silbo daba dolor de corazón, y así y todo, comí con avidez, pero en eso la muchacha, que iba a mi izquierda, no se quedaba atrás.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté por preguntar algo.
—¡Natasha! —respondió, comiendo ruidosamente.
La miré, se me encogió el corazón, miré a la niebla delante de mí, y me pareció que la jeta irónica de mi destino se reía de mí misteriosa y fríamente.
SOBRE LA MADERA DE LA BARCA golpeaba inquieta la lluvia, su ruido suave provocaba tristes pensamientos, y silbaba el viento, que entraba volando por el fondo, por la grieta, donde golpeaba una cadenita, golpeaba y chirriaba con un sonido inquieto y lastimero. Las olas del río chapoteaban sobre la orilla, sonaban de manera tan monótona y desesperada como si hablaran acerca de algo tan insoportablemente aburrido y pesado que les importunaba hasta la repugnancia, algo de lo que querían huir y de lo que de cualquier modo tenían que hablar. El ruido de la lluvia se fundía con su chapoteo, y sobre la barca volcada flotaba el suspiro lento y pesado de la tierra, ofendida y fatigada por estos eternos cambios del claro y templado estío al frío, nebuloso y húmedo otoño. El viento volaba sobre la orilla desierta y el río cubierto de espuma, volaba y cantaba melancólicas canciones…
El sitio debajo de la barca carecía de confort: era estrecho y húmedo; por el fondo perforado caían finas y frías gotas de lluvia, irrumpían bocanadas de viento. Estábamos sentados en silencio y tiritábamos de frío. Tenía sueño, recuerdo que Natasha arrimó la espalda al borde de la barca, encogiéndose en una pequeña bola. Abrazando las rodillas con las manos y apoyando sobre ellas la barbilla, miraba fijamente al río, abriendo ampliamente sus ojos, que en el espacio blanco de su cara parecían enormes por los cardenales que tenía bajo ellos. No se movía, y yo sentía que esa inmovilidad y ese silencio poco a poco hacían nacer en mí miedo a mi vecina. Quería trabar conversación con ella, pero no sabía cómo empezar.
Fue ella quien comenzó a hablar.
—¡Qué asco de vida! —pronunció con claridad, recalcando las sílabas, con un tono de profunda convicción.
Pero no era una queja. En esas palabras había demasiada indiferencia como para que fueran una queja. Simplemente, había reflexionado, a su modo había reflexionado y había llegado a la citada conclusión que expresó en voz alta y contra la que yo no podía objetar nada sin contradecirme. Por eso guardé silencio. Y ella, como si no se percatara de mi presencia, continuó sentada inmóvil.
—Vale más reventar, o que… —dijo de nuevo Natasha, esta vez en voz baja y pensativa. Y de nuevo en sus palabras no sonaba ni una nota de queja. Era evidente que al pensar en la vida, miraba hacia su interior, y con sosiego había llegado al convencimiento de que para protegerse de las burlas de la vida no estaba en condiciones de hacer otra cosa que no fuera exactamente «reventar».
Semejante claridad de pensamiento me revolvió el estómago de manera inexplicable, sentía que si seguía callado seguramente me echaría a llorar… Y esto sería vergonzoso delante de una mujer, máxime si ella no lloraba. Decidí entablar conversación.
—¿Quién te pegó? —pregunté, sin que se me ocurriera nada inteligente.
—Todo ha sido Pashka… —respondió con claridad en voz alta.
—¿Y quién es?
—Mi amante… un panadero…
—¿Te pega a menudo?
—En cuanto se emborracha, pega…
Y de pronto, acercándose a mí, comenzó a hablar de sí misma, de Pashka y de la relación que había entre ellos. Ella, «una chica alegre de las que…»; y él, un panadero de rojos bigotes que toca muy bien la armónica. Iba a visitarla, al «establecimiento», y a ella le gustaba mucho porque era alegre y llevaba la ropa limpia. Abrigo plisado en el talle de quince rublos y botas a juego… Por eso se enamoró de él, y él se convirtió en su «fiduciario». Pero en cuanto se convirtió en su «fiduciario», se dedicó a quitarle el dinero que otras visitas le daban para bombones, y al emborracharse con ese dinero comenzó a pegarle, lo cual no tendría importancia si no fuera porque comenzó a «liarse» con otras chicas delante de sus narices…
—¿O no es esto ofensivo para mí? Yo no soy peor que las demás. Lo cual significa que se burla de mí, el canalla. Anteayer pedí permiso al ama para descansar, fui adonde él, y allí estaba Dunka, borracha. Y él también estaba alegre. Le dije: «¡Sírvete, canalla! ¡So granuja!». Me dio una paliza. Me dio puntapiés, me tiró del pelo, me hizo de todo… ¡Y eso habría sido lo de menos si no me lo hubiera roto todo! ¿Ahora qué? ¿Cómo me presento yo ante el ama? Me lo ha roto todo: el vestido y la blusa, que aún estaba completamente nueva; el pañuelo me lo ha quitado de la cabeza de un tirón. ¡Dios! ¿Qué debo hacer ahora? —Y de pronto se puso a dar alaridos con voz triste y destrozada.
Y el viento golpeaba, volviéndose cada vez más fuerte y frío. Mis dientes de nuevo se pusieron a bailar. Y ella también se acurrucó por el frío, acercándose tanto a mí que yo ya veía a través de la niebla el brillo de sus ojos.
—¡Qué miserables sois los hombres! Os pisotearía a todos, os mutilaría. Y si muriera uno de vosotros… ¡le escupiría en la cara, y no me daría pena! ¡Jetas infames! Gimoteáis, gimoteáis, meneáis la cola como perros detestables, se somete a vosotras una tonta, ¡y se acabó! Entonces la pisoteáis… Sucios charlatanes…
Injuriaba de formas muy variadas, pero en sus injurias no había fuerza: ni cólera, ni odio al «sucio charlatán» escuché en ellas. En general, el tono de su discurso era inadecuadamente sosegado para el contenido, y la voz tristemente pobre en matices.
Pero todo esto me afectó con más fuerza que los libros y los discursos más elocuentes y convincentemente pesimistas, de los cuales escuché no pocos antes y después, y hasta la fecha escucho y leo. Y es que la agonía del moribundo siempre es más natural y más fuerte que las descripciones más exactas y artísticas de la muerte.
Me encontraba mal, posiblemente más por el frío que por el discurso de mi vecina de alojamiento. Me quejé suavemente y comenzaron a castañetearme los dientes.
Y, prácticamente en ese momento, sentí sobre mí dos manitas frías, una de las cuales tocaba mi cuello, la otra reposaba sobre mi cara, y al mismo tiempo sonó una pregunta inquieta, silenciosa, cariñosa:
—¿Qué te pasa?
Podía esperar esta pregunta de cualquier otro menos de Natasha, quien acababa de sentenciar que todos los hombres son unos canallas, deseosa de que todos murieran. Pero ella ya había empezado a hablar rápida y atropelladamente.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes frío? ¿Te estás quedando helado? ¡Cómo eres! Estás sentado y callado… ¡como un mochuelo! Tendrías que haberme dicho hace rato que tenías frío… Bueno… Túmbate en la tierra… extiéndete… y yo también me tumbaré… ¡así! Ahora abrázame… más fuerte… Bien, ahora deberías entrar en calor… Y después nos acostaremos espalda contra espalda… De una manera u otra pasaremos la noche… ¿Qué te ha pasado? ¿Bebiste o qué? ¿Te echaron de tu casa? ¡No importa!
Me consolaba ella a mí… Me daba aliento…
¡Tres veces sea yo maldito! ¡Cuánta ironía había para mí en este hecho! ¡Imagínese! Dado que en aquellos tiempos estaba seriamente preocupado por el destino de la humanidad, soñaba con la reorganización del orden social, con revueltas políticas, leía diferentes libros endiabladamente sabios, cuya profundidad de pensamiento seguramente era inaccesible incluso para sus autores; yo por aquel tiempo procuraba por todos los medios hacer de mí «una gran fuerza activa». Y ahora me calentaba el cuerpo una prostituta, infeliz, golpeada, una criatura acorralada sin lugar en la vida ni valor, y a la que yo no barrunté tener que ayudar antes de que ella me ayudara, porque si lo hubiera barruntado habría sabido ayudarla de alguna manera.
Vaya, hubiera dicho que todo esto me ocurría en sueños, en un sueño absurdo, en un sueño pesado…
Pero ¡ay!, no podía pensar eso pues sobre mí caían frías gotas de lluvia, contra mi pecho apretaba el pecho una mujer, me soplaba en la cara su templado aliento, con un ligero aroma a vodka… pero tan vivificante… Aullaba y gemía el viento, golpeaba la lluvia sobre la barca, chapoteaban las olas, y nosotros dos, incluso apretándonos fuerte uno contra otro, temblábamos de frío. Todo aquello era completamente real, y estoy seguro de que nadie ha tenido un sueño tan pesado y lúgubre como esta realidad. Y Natasha seguía hablando, hablaba de una manera tan cariñosa y compasiva como sólo las mujeres pueden hacerlo. Por influencia de sus palabras, ingenuas y cariñosas, en mi interior silenciosamente se encendió cierto fueguecillo y en consecuencia algo se derritió en mi corazón.
Entonces, de mis ojos comenzaron a brotar gruesas lágrimas, que limpiaron mi corazón de tanta cólera, tristeza, tontería y suciedad como se habían acumulado en él antes de aquella noche… Natasha trataba de persuadirme:
—¡Pero, basta, encanto, no llores! ¡Basta! Con la ayuda de Dios te repondrás y volverás a tu sitio… y todo será como antes…
Y para todo esto me besaba mucho, sin echar cuentas, fogosamente…
Aquellos fueron los primeros besos femeninos que me dio la vida y fueron los mejores besos, pues todos los posteriores me han costado muy caros y no me han aportado casi nada.
—¡Venga, no llores buen hombre! Mañana te encontraré algún acomodo si no tienes adónde ir —como a través de un sueño, escuchaba el sordo susurro persuasivo.
… Hasta el amanecer yacimos abrazados uno al otro…
Y cuando amaneció salimos de debajo de la barca y nos fuimos a la ciudad… Después nos despedimos amigablemente y nunca más volvimos a encontrarnos a pesar de que yo durante medio año busqué por todos los tugurios a la encantadora Natasha, con la que pasé la noche descrita, una vez en otoño…
Si ya murió, ¡qué bueno sería eso para ella! ¡Descanse en paz! Y si vive, ¡que la paz ocupe su alma! Que no tenga conciencia de la caída… pues eso sería un sufrimiento excesivo e inútil para la vida…
Fin