Una manzana regalada
Durante una hora después de que dejara la cadena de colinas había caminado con el ardiente sol dándole en la nuca. La áspera correa de lona le irritaba los hombros y tenía la región lumbar sensible debido al golpeteo rítmico de la mochila. Se la cambiaba de vez en cuando, pero en ninguna posición encontraba más que un alivio momentáneo. Pasaban coches muy raramente. Casi todos eran de familias de paso en trastos polvorientos. Los niños sonreían y saludaban con la mano, pero los padres hacían como que no le veían. Una vez pasó a su lado un Ford del 32 y se detuvo. Eran tres hombres y una mujer borrachos, y la mujer se asomó y le preguntó cuánto dinero tenía. Sesenta y cinco centavos, le dijo él. Eso no nos sirve de nada, dijo ella. Vendimos la rueda de repuesto para llenar este último depósito de gasolina y ahora tenemos que recoger a un pasajero que nos pueda pagar algo más. Te harás cargo, ¿no? El coche arrancó dando bandazos, la mujer se dejó caer pesadamente y él comprendió que lo que le había dicho era cierto, solo quedaba la sujeción de la rueda de repuesto encima de la matrícula naranja y negra de Nuevo México.
Dios santo, pensó, supongo que tendré que andar todo el camino hasta Lexington, Kentucky. En California era relativamente fácil pedir transporte con el dedo, pero según se iba hacia el este la gente parecía volverse más desconfiada. A lo mejor era por su aspecto desastrado debido a la carretera; tenía la ropa cubierta de polvo y en malas condiciones, y las decepciones en serie le hacían difícil simular la sonrisa alegre y seductora que los haría detenerse. Cuando uno está fresco y de buen humor puede ejercer una especie de coacción mental sobre los conductores. La ejerce fundamentalmente con los ojos. Uno proyecta algo con los ojos que atrae su atención y si no son unos hijos de puta no pueden evitar detenerse. Pero eso es en el oeste. Más hacia el este todos son hijos de puta. La mitad de las veces, si uno se detiene es un marica y tienes que dejar que te meta mano por todas partes para pagar el viaje. O si no es un borracho que pone a parir a su mujer y maldice a su jefe y te pone los huevos por corbata mientras circula a ciento veinte kilómetros por hora. O como aquel Ford de antes; estaban sin nada de dinero y querían que los ayudases a pagar la gasolina.
Volvió la vista. El sol se estaba poniendo en dirección a las colinas de detrás. La forma de estas se volvía más nítida con el ardiente brillo de su declive. Era perfectamente redondo, un poco borroso por los bordes, como una de esas pelotas de tenis. A la luz menos intensa todo parecía destacarse con claridad. Un poco antes, la ciudad a la que se acercaba había estado perdida bajo una luz vacilante. Ahora adquiría definición. Distinguía el último sol brillando en un campanario y en unos cuantos tejados en punta que estaban encaramados justo a esta parte de la segunda cadena baja de colinas. Se preguntó si llegaría allí antes de la noche y se puso a considerar taciturnamente el problema de conseguir una cama.
De repente vio, no muy delante de él, un automóvil con remolque. Era un coche muy viejo, de color crema y polvoriento. El remolque no tenía neumáticos en las ruedas traseras. Debía de llevar allí una enormidad de tiempo. Una pequeña chimenea de hojalata salía del puntiagudo techo en punta y soltaba una tenue voluta de humo. A su alrededor había cestas y potes que aparentemente estaban en venta, y en el costado del remolque que daba a la carretera había colgadas hileras de gorros de terciopelo rojo, hierba sarracena de un naranja brillante y calabazas amarillo pálido. Era un puesto de venta ambulante que probablemente se pasaba allí el verano entero vendiendo esas cosas a los turistas que volvían de sus vacaciones en la zona montañosa.
La parte trasera del remolque le daba cara y mientras se acercaba distinguía a través de las alas de lona la forma de una mujer. Era corpulenta y de pelo negro. Durante un momento se preguntó cómo se las arreglaría para vivir en aquel sitio tan pequeño. Pensó en una garrafa que una vez había sacado del río Sunflower. Se había metido a buscar un tronco y, al tocar el fondo arenoso, las manos dieron con aquella garrafa de casi veinte litros. Ató una cuerda al asa, y él y otro chico la sacaron del río. Dentro había un siluro enorme. Se preguntaron cómo se las había arreglado para entrar pues era demasiado grande para pasar por el cuello de la garrafa. Debía de haberse metido cuando era muy pequeño y de algún modo había crecido dentro. Demasiado grande para salir. Pensó en eso mientras miraba a la enorme desconocida. Los otros habían querido romper la garrafa para abrirla y asar el siluro para cenar, pero la idea a él le repelió porque había algo anormal en un siluro que había crecido dentro de una botella.
Siguió avanzando, pero pilló los ojos oscuros de la mujer que le miraban por las alas de lona. Se detuvo en la carretera y dijo:
—Hola —a la mujer.
Ella salió de la pequeña plataforma. Oyó crujir levemente las tablas bajo el peso de ella. Estaba por encima de él pestañeando con el sol en los ojos. Tenía una cara como la del siluro. Oscura y de rasgos romos. Tiesos pelos sobre el labio superior. Con los brazos cruzados ante el gran bulto fláccido de sus pechos. Llevaba puesta una combinación de seda de poca calidad. Tenía los brazos y las piernas al aire; de carne floja, morena. Le sorprendió ver que había unos cuantos pelos oscuros en mitad del pecho, donde llegaba el escote de la combinación. Antes nunca había visto a una mujer con pelo en el pecho. Eso le hizo pensar en aquel hermafrodita del espectáculo callejero de Dodge City. El feriante señalaba al hombre-mujer que se exponía, con un lado de mujer completamente desarrollada y el otro de varón, según aseguraba el hombre. Aquello, sin embargo, no parecía posible.
—Hola —dijo la mujer—. ¿No quieres comprar algo?
—No tengo nada de dinero —le dijo él—. Pero pensé que podrías tener algo de comer que pudieras darme.
La mujer no dijo nada. Parpadeó hacia el sol en un silencio jovial.
Él miró las ristras de salvia, eneldo, ajos y pimientos rojos secos que tapaban la parte de arriba de la puerta. Pensó en comida sabrosa, grasienta; se le hizo la boca agua.
La mujer se metió en el remolque. Dentro él oyó movimientos pesados como los del siluro que forcejeaba en la garrafa después de haber vaciado el agua. Una cosa horrible. Se habían puesto de cuclillas en la orilla y le miraron hasta que dejó de agitarse.
La mujer volvió a la plataforma.
—Te daré una manzana.
—Vaya, gracias.
Tendió la mano. Vio que la palma le brillaba oscura de sudor. La echó atrás y se la secó rápidamente en la pernera de los pantalones de pana y luego volvió a extenderla una vez más para recibir la manzana. Era de un rojo vino oscuro. Podría decir cómo sabía en el momento en que la tocaron sus dedos.
La mujer se sentó en el escalón de arriba del remolque.
—Siéntate —dijo con voz ronca.
—Gracias.
Él se sentó en el escalón de abajo, llevándose al mismo tiempo la manzana a la boca. El duro pellejo rojo se rompió, salió el jugo dulce y los dientes se hundieron en la firme pulpa blanca de la manzana. Era como hacer el amor, pensó, cuando trituró el pellejo y la pulpa entre los dientes.
Pasó la lengua por la parte de delante de la boca y saboreó el sabor dulce del jugo. Los labios se le curvaron en una sensual sonrisa. La pulpa se le deshizo en la boca. Trató de no tragarla. Haz que dure, pensó. Pero se fundió como nieve entre sus afilados dientes. Se convirtió toda en líquido y se le deslizó garganta abajo. No lo podía impedir. Es como hacer el amor, volvió a pensar. Uno intenta que dure más. Prolongar el dulce momento final. Pero no podía mantenerlo en ese punto. Pasaba y pasaba, se terminaba. Y entonces en cierto modo uno se sentía estafado.
—Estaba rica —le dijo a la mujer—. ¡Nunca probé una manzana tan rica como esta!
—Sí. A lo mejor.
La mujer volvió adentro. Él vio que se volvía a inclinar sobre el cesto y sacaba otra manzana.
Bien. Extrajo la navaja del bolsillo de los pantalones y separó los trocitos que quedaban de pulpa blanca del corazón de la manzana que ya había comido para que la mujer viera que seguía con hambre.
Ella salió de nuevo, pero no le ofreció la segunda manzana. Se la comió ella misma. Abrió sus propias fauces enormes y la masticó como un caballo. Apartó la vista de ella. Se sentía muy cansado, le dolían las piernas. Era agradable estar sentado cara al sol, una bola naranja redonda directamente encima de la línea púrpura de colinas con bosques. Ahora llegaba el viento por los campos, agitaba la alta hierba en sazón y hacía que suspiraran las hojas de sauce. Pensó en que la mujer estaba allí, en aquel sitio, el verano entero. Durmiendo de noche en un catre al lado de la carretera con la luna contemplando su enorme cuerpo moreno de mujer; con los brazos extendidos para recibir al fresco viento como a un amante. La carne mojada de sudor…
La volvió a mirar. Tenía que decir algo para evitar que los labios hicieran una mueca risueña sin sentido.
—¿Qué hora es?
La mujer gruñó incierta.
Él se sujetó el cinturón.
—Tu hombre ha ido a la ciudad, ¿verdad?
—Sí. Él y mi chico han ido a la ciudad para emborracharse.
Se rió un poco.
—¿Y qué estabas haciendo tú? —le preguntó él.
Ella soltó aire por la nariz y frunció los labios. Sus ojos no se detuvieron en la cara de él. Le recorrieron el cuerpo. Él casi los podía notar. Se echó rápidamente hacia atrás como respuesta a la caricia sugerida. Sus hombros tocaron el bulto redondo de las rodillas de ella. Suaves, como si no tuvieran hueso. Se preguntó qué edad tendría. ¿Cuarenta y cinco? ¿Cuarenta? Podría ser aún más joven. Hablaba de su chico que iba a emborracharse con su padre. El chico debe de tener casi mi misma edad, pensó él. Pero los de raza oscura se desarrollaban pronto. Por ejemplo, la chiquita griega que vivía en su mismo bloque de casas. Iba al callejón después de pasar la tarde detrás del mostrador del restaurante de su padre, entre el cubo de basura y los tres enormes contenedores de desperdicios. Mmmm. Jadeando por aire. Con el duro cemento y todos aquellos olores a humedad fría. Peladuras de papas, restos de melón y posos húmedos de café. Trozos de desperdicios pegados a las palmas de las manos. Pero la dureza que los rodeaba hacía más dulce el bienestar de dentro de la chica. Y ella solo tenía once años. Y los espasmos y los gemidos nerviosos. Anormales, tal vez.
—¿Y qué estabas haciendo tú?
—¿Yo? Voy a preparar la cena.
—¿Qué tienes para cenar?
—Carne.
—¿Un trozo grande?
—Sí. Un trozo bastante grande.
—¿Suficiente para dos personas?
—No, no lo sé —dijo ella—. Tengo que guardar algo para mi chico.
—Probablemente coma algo en la ciudad.
—No. No sé.
Él sonrió y entrecerró los ojos, pero ella apartó la vista. Clavó los ojos en la bola naranja redonda del sol. Ahora este mandaba unos anchos rayos de un naranja claro por entre las plumosas masas de nubes gris claro. Muy bonito. Le hizo pensar en un vestido que se había puesto su hermana un domingo de Pascua.
Calles pavimentadas de oro. Oh, sí. Los raíles negros. ¿Escalera de incendios? No. Las vías del viaducto. Y el tren que pasaba pitando. Su madre. Su voz, ¡qué clara era! Irma, no estés junto a la ventana así. El hollín volando. La confirmación. Los cinco huevos de colores en un rincón. Azul claro, rosa, amarillo y verde. Huevos cocidos. Se preguntó si después los habían comido. Los huevos cocidos estaban ricos. La clara blanca separada del centro amarillo. El amarillo una bola redonda, rica y granujienta, que formaba una pasta en la boca y se pegaba a los dientes para que el sabor durara mucho tiempo después. Mmmmm. Le gustaría tomar unos huevos cocidos ahora mismo.
—¿Todavía tienes hambre? —preguntó ella.
Se movió repentinamente. Levantó la mano de su regazo y la colocó en la nuca de él. Deslizó los dedos por su cuello y bajo el cuello de la camisa.
Interiormente él rechazaba el tocamiento, pero mantenía los ojos en la cara de ella.
—Tienes una piel agradable, como la de una chica.
—Gracias.
—Cuántos años tienes, ¿eh?
—Diecinueve.
—¡Caramba!
Protestó como si la acabaran de pinchar con un alfiler. Se levantó de los escalones y le dio una patada leve y juguetona con la punta de su polvorienta zapatilla.
—Vamos, vamos —dijo—. ¡Eres demasiado joven!
—¿A qué te refieres con lo de demasiado joven?
—¡Diecinueve son los años que tiene mi chico! ¡Mejor te largas!
Él alzó la vista hacia ella y vio que era inútil discutir. Grande, corpulenta y oscura, estaba quieta en la puerta del remolque, con la cara levemente fruncida, mirando el sol. Una vieja puerca latina, eso era. Las mujeres así se construyen reglas para sí mismas, más sagradas que la ley más sagrada. Si él hubiera dicho que veintiuno e incluso veinte, podría haberlo hecho con ella, pero no con diecinueve que era la edad de su hijo…
Bueno, pues vaya.
Se levantó con facilidad del escalón de abajo del remolque y se quitó el polvo de los pantalones. Se volvió a poner la mochila sobre los hombros. Ahora parecía menos pesada. Empezó a caminar carretera abajo. Soltó una risita ahogada y miró hacia atrás por encima del hombro. El coche y el remolque destacaban claramente ante la luz dorada que se desvanecía. Los campos se estaban oscureciendo. Rodeaba un crepúsculo gris. Solo quedaba la punta del sol naranja en la cumbre de las colinas como si allí arriba hubiera un gran incendio. Los ojos se volvieron una vez más hacia el puntiagudo techo del remolque. Vio una delgada voluta de humo que se alzaba de la chimenea de hojalata y oyó ruido de sartenes. La vieja estaba allí atrapada como un siluro metido en una garrafa. Se estaba preparando algo de cenar. Lo tomaría sola. Unos codos gruesos plantados a cada lado del hornillo y los hombros separados encima. Resollando un poco. Pasándolo con café solo que abrasaba. La rica, la jugosa carne. Un trozo grande. La vieja puta. Bueno, ya está bien. Algún día moriría. De alguna enfermedad horrible como el cáncer. Ya había empezado dentro de su carne oscura. Una vieja puta roñosa como ella…
Siguió carretera adelante. El aire era fresco. Se había levantado viento. Delante de él vio, confusamente, la blanca estructura de edificios con manchas de una luz amarilla decaída.
Todavía podía notar el sabor de la manzana que había comido. La parte de dentro de la boca era fresca y estaba dulce debido a aquel sabor. Tal vez era mejor de aquel modo, con solo aquel sabor en la boca, el limpio y blanco sabor de la manzana.
FIN
Tennessee Williams. Fue un periodista, escritor y dramaturgo estadounidense que nació en Mississippi el 26 de marzo de 1911 y falleció en Nueva York el 23 de febrero de 1983. Tras acudir a las universidades de Missouri y de Washington, finalmente se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de Iowa. Hijo de unos padres poco amorosos, con una hermana esquizofrénica que pasó casi toda su vida en instituciones mentales, la difícil infancia y adolescencia de Williams, unida a su homosexualidad, le condujeron frecuentemente a la depresión y al alcoholismo, pero también sirvieron como esencia para crear obras que han sido consideradas como las mejores de su tipo. Ejerció como docente de literatura y como periodista hasta que le llegó el éxito sobre los escenarios de Broadway con su obra El zoo de cristal, que recibió el Premio del Círculo de Críticos Teatrales de Nueva York y un premio Pulitzer de teatro, premio que volvería a ganar con Un tranvía llamado deseo que además fue adaptada al cine con éxito, como tantas otras de sus obras, que sirvieron para dar a conocer a grandes del teatro o del cine como Marlon Brando, Paul Newman, Katherine Hepburn o Bette Davis.
La muerte de su secretario y pareja, Frank Merlo, lo condujo a una depresión que acentuó su alcoholismo y abuso de las drogas. Finalmente murió en una habitación de hotel, atragantado con la tapa de un bote de pastillas.