Una ilusión en rojo y blanco

Manos en la pared
Foto por Volker Braun en Unsplash

Descargar PDF Descargar ePUB

Durante las largas noches del bloqueo de Cuba, los hombres que iban a bordo de aquel pequeño y basculante bote mensajero intimaban tanto como si hubiesen sido enterrados en el mismo ataúd. Corresponsales que en Nueva York se comportaban como individuos vanidosos y egoístas, se convertían en personas amables y sencillas. Cada uno de ellos contaba todo lo que sabía, y a veces más. Este relato se lo debo a uno de los astros más brillantes del periodismo neoyorquino.

Ahora, así es cómo imagino que sucedió la cosa. No sé si ocurrió de este modo, pero así es cómo imagino que sucedió. Y siempre me ha parecido una historia muy interesante. Llevaba poco tiempo en el periódico cuando el editor me encargó la información en un interesante caso de asesinato.

Lo ocurrido era lo siguiente: en un apartado condado del estado de Nueva York, un granjero cobró un gran aborrecimiento hacia su esposa; un día entró en la cocina armado de un hacha, y en presencia de sus cuatro hijos descargó un hachazo sobre la nuca de su esposa. Esto sucedió a primera hora de la mañana, pero el granjero ordenó a sus hijos que se fueran a la cama. Entonces trasladó el cadáver de su esposa a un bosque cercano y lo enterró.

El granjero en cuestión se llamaba Jones. Su hijo mayor se llamaba Freddy. Una semana después del asesinato, un vecino que vivía en una granja apartada pasó por delante de la casa en su carreta y vio a Freddy jugando junto al camino. Se detuvo y le preguntó al muchacho qué tal marchaba la familia Jones.

—Todos estamos perfectamente —respondió Freddy—. Todos… menos mamá, que está muerta.

—¿Muerta? —exclamó el asombrado granjero—. ¿Cuándo murió, y de qué?

—¡Oh! —respondió Freddy—. La semana pasada, un hombre de pelo rojo y grandes dientes blancos entró en la cocina y mató a mamá con un hacha.

El granjero se indignó con el muchacho al oír aquella fábula infantil que no tenía sentido, y se marchó gruñendo contra la fantasía de los muchachos, que en este caso era una fantasía macabra. Pero aquella misma noche contó el incidente en una taberna, y cuando la gente empezó a echar de menos a la familiar figura de la señora Jones en la iglesia metodista los domingos por la mañana, no pararon hasta que se abrió una investigación. El granjero Jones fue detenido por asesinato, y el cadáver de su esposa fue rescatado de su tumba en el bosque y enterrado por su propia familia.

El principal interés se centra ahora en los muchachos. Los cuatro declararon que se hallaban en la cocina en el momento del crimen, y que el asesino tenía el pelo rojo. El virtuoso Jones tenía el pelo gris. Los muchachos aseguraron también que los dientes del asesino eran grandes y blancos. Jones solo tenía ocho dientes, pequeños y ennegrecidos por el tabaco. Las manos del asesino, según los muchachos, eran blancas. Y las manos de Jones tenían el color de las nueces negras. Los niños repitieron una y otra vez, llorando, la descripción, sin incurrir en contradicciones esenciales y sin dar en ningún momento la impresión de que recitaban una lección aprendida de antemano, cosa que hubiese podido despertar sospechas.

Los niños fueron puestos al cuidado de algunas mujeres, las cuales los atendieron cariñosamente, mientras unos estúpidos detectives los interrogaban incansablemente. Las respuestas eran siempre las mismas: el asesino tenía el pelo rojo, grandes dientes blancos y manos también blancas. Jones permanecía sentado en su celda, con la barbilla tristemente hundida en el pecho. Dijo que no sabía nada del asesinato. Creyó que su esposa se había marchado a visitar a algún pariente. Había disputado con ella, y ella le había dicho que iba a marcharse una temporada a fin de darle tiempo a reflexionar. ¿Había visto la sangre en el suelo? Sí, había visto la sangre en el suelo. Pero el día de la desaparición de su esposa había matado un conejo y creyó que la sangre era del animal. ¿Qué le habían dicho sus hijos cuando regresó del campo? Le habían hablado de un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas. A la pregunta de por qué no informó a la policía del condado, respondió que no había creído que valiera la pena molestar a la policía por una cosa que no tenía importancia. Desde luego, odiaba a su esposa y se alegraba de haberse librado de ella. Creyó que su esposa lo había abandonado; y nunca prestó crédito a la fantástica historia que le contaron sus hijos.

La mayor parte de la gente estaba convencida de la culpabilidad de Jones, pero un sector opinaba que Jones era un hombre rudo y brutal, sí, pero no un asesino. Por otra parte, los niños no pueden mentir, y los hijos de Jones, al ser interrogados, habían declarado que el asesinato había sido cometido por un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas. Yo mismo hablé varias veces con los muchachos, y quedé sorprendido del poder convincente de su fantástica versión de los hechos. Brillando en las profundidades de aquellos límpidos ojos infantiles, uno llegaba a ver la imagen de un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas.

Ahora voy a decirles lo que sucedió… cómo imagino que sucedió. Poco después de haber enterrado a su esposa en el bosque, Jones regresó a la casa. Al no ver a nadie, llamó del modo acostumbrado: «¡Madre!». Los chiquillos se presentaron ante él, temblando. «¿Dónde está la madre de ustredes?», preguntó Jones. Los chiquillos lo miraron con expresión asustada. Freddy tomó la palabra: «Estábamos en la cocina, entraste tú y golpeaste a mamá con un hacha; y luego nos enviaste a la cama». «¿Yo? —exclamó Jones—. No he estado cerca de la casa desde la hora del desayuno».

Los chiquillos no supieron qué contestar. Sus mentes infantiles conservaban la idea de que el hombre del hacha era su padre, pero su padre lo negaba, y, por lo tanto, no podía ser cierto. El asunto era misterioso, triste y los hacía llorar.

¿Qué aspecto tenía ese hombre? —preguntó Jones.

Freddy vaciló.

—Era… se parecía mucho a ti, papá.

—¿A mí? —dijo Jones—. ¿No has dicho que tenía el pelo rojo?

—No, no he dicho eso —respondió Freddy—. Pensé que tenía el pelo gris, como tú.

—Bueno —dijo Jones—, he visto a un hombre de pelo rojo que se alejaba por el camino, y pensé que tal vez podía haber sido él.

La pequeña Lucy intervino entonces con profundo convencimiento:

—Su pelo era un poco rojo, papá. Yo lo vi.

—No —dijo Jones—. El hombre que yo vi tenía el pelo muy rojo. Y, ¿qué aspecto tenían sus dientes? ¿Eran grandes y blancos?

—Sí —respondió Lucy—. Grandes y blancos.

Incluso Freddy se sintió inclinado a reconocerlo así:

—Creo que sus dientes eran blancos y grandes, papá.

Jones no habló más del asunto, de momento. Más tarde les dijo a los chiquillos que su madre se había marchado a hacer una visita, y ellos lo aceptaron, aunque en sus mentes no acababan de encajar del todo las piezas de aquel rompecabezas. Jones realizó sus tareas como si no hubiese pasado nada.

Al día siguiente, mientras estaban desayunando, Jones le dijo a la pequeña Lucy:

—¿Te fijaste bien en el hombre de pelo rojo y grandes dientes blancos? ¿Notaste algo más en él?

Lucy se irguió en su silla y mostró el infantil deseo de proporcionar alguna valiosa información que mereciera la aprobación de su padre.

—Tenía las manos blancas… unas manos muy blancas.

—¿Es verdad eso, Freddy? —preguntó al muchacho.

—No me fijé mucho en ellas, pero creo que eran blancas.

—¿Y qué nos dice la pequeña Marta? —inquirió el cariñoso padre—. ¿Viste tú al hombre malo?

Marta, que solo tenía cuatro años, respondió solamente:

—Su pelo era rojo, y su mano era blanca… muy blanca.

—Ese es el hombre que vi alejarse por el camino —le dijo Jones a Freddy.

—Sí, tuvo que ser él —dijo el muchacho, con el cerebro completamente embrollado.

Nuevamente, Jones guardó silencio sobre el asunto. Desde el punto de vista de los chiquillos, los adultos actúan de un modo incomprensible. Por ejemplo, ¿puede haber algo más incomprensible que un hombre dueño de dos caballos ande todo el día por el campo, golpeando la tierra con una azada? Y, ¿por qué cortan la hierba más larga y la meten en un granero? Y así por el estilo. La vida y los actos de los adultos son profundamente misteriosos. Por lo tanto, si un hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas había descargado un hachazo sobre la nuca de su madre, se trataba simplemente de un fenómeno perteneciente al misterio de la vida adulta. El pequeño Henry, cuando tenía un deseo, gritaba y golpeaba la mesa con su cuchara. Esto era para él la vida. El hecho de que su madre hubiese sido asesinada no lo afectaba en absoluto.

Un día, Jones, que no había hablado más con sus hijos del hombre de pelo rojo, les dijo súbitamente:

—Vamos a ver, hijos míos. Me he estado preguntando si se habrán equivocado. ¿Están absolutamente seguros de que aquel hombre tenía el pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas?

Los chiquillos protestaron airadamente.

—¡Desde luego, papá! —dijo Freddy—. No nos equivocamos. Lo vimos como te estamos viendo a ti.

Más tarde, la mente del propio Freddy empezó a trabajar por su cuenta. La imagen del hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancos fue concretándose en ella, y la prolongada ausencia de su madre le intrigó más y más. De repente, se le ocurrió la idea de que su madre estaba muerta. Freddy sabía lo que era la muerte. En cierta ocasión había visto un perro muerto; también había visto ratones, gallinas y conejos muertos. Un día le preguntó a su padre:

—Papá, ¿volverá mamá a casa?

Jones dijo:

—Creo que no, hijo mío.

Esta respuesta confirmó al muchacho en su idea. Sabía que las personas que mueren no vuelven a sus casas.

La actitud de Jones hacia la historia del hombre del hacha era muy singular. Se mostraba incrédulo. Protestaba contra el convencimiento de los chiquillos, pero no consiguió que cambiaran su versión. Estaban absolutamente convencidos de haberlo visto.

La historia, en realidad, termina aquí. Pero quiero añadir algo que los divertirá. El jurado condenó a Jones a morir en la horca, y su veredicto fue completamente justo: antes de morir, Jones confesó. Freddy es ahora un respetable comerciante de Ogdensburg. Y lo curioso del caso es que está convencido de que la confesión de su padre fue una mentira. Considera a su padre como una víctima de la estupidez de los jurados, y tiene la esperanza de encontrar, algún día, al hombre de pelo rojo, grandes dientes blancos y manos blancas, cuya imagen permanece grabada en su memoria con tal nitidez, que podría localizarlo en medio de una multitud de diez mil hombres.

FIN

Stephen Crane. Escritor y periodista americano, fue corresponsal de guerra en conflictos como la guerra de los Treinta días o la Hispano-Norteamericana. Su obra se caracteriza por un estilo naturalista y se compone de numerosos relatos cortos y de varias novelas, entre las que habría que destacar El rojo emblema del valor (1896), Maggie (1893) y la antología El hotel azul.

Tras contraer tuberculosis durante la guerra entre España y Estados Unidos, Crane se retiró a a Inglaterra donde trabó amistad con escritores como Henry James, Joseph Conrad o H.G Wells. En sus últimos años produjo gran cantidad de relatos y dejó inacabada una última novela.

Crane murió en un balneario alemán el 5 de junio de 1900 con sólo 29 años de edad.