Un misterio de heroísmo
Los oscuros uniformes de los hombres estaban tan cubiertos de polvo por la incesante violencia de los dos ejércitos, que el regimiento parecía casi parte del terraplén de barro que lo resguardaba de los proyectiles. Sobre la cima de la colina, una batería de cañones luchaba, entre tremendos estampidos, contra otros cañones y, a la vista de la infantería, los hombres de la artillería, las armas, los carros y los caballos se distinguían recortándose sobre el azul del cielo. Cuando se disparaba una pieza, un relámpago rojo, redondo como un madero encendido, destellaba bajo en los cielos, como una monstruosa flecha de luz. Los hombres de la batería llevaban un pantalón blanco y resistente que, de algún modo, acentuaba sus piernas; con él impresionaban más de lo habitual a la infantería cuando corrían y se juntaban en pequeños grupos a las órdenes que gritaban los oficiales.
—¡Rayos! Ojalá pudiera beber algo. ¿Hay un poco de agua por aquí? —exclamó Fred Collins, del batallón A.
Entonces alguien vociferó:
—¡Por allí va el corneta!
Ante los ojos de medio regimiento, moviéndose mecánicamente, se produjo la instantánea imagen de un caballo herido de muerte en pleno brinco convulsivo y de su jinete caído hacia atrás con un brazo torcido y los dedos de las manos extendidos delante de la cara. Del suelo se alzaba explotando el terror carmesí de una bomba, con hebras de fuego que eran como lanzas. Un corneta resplandeciente evitó el choque con la espalda del jinete cuando caballo y hombre cayeron temerariamente. En el aire se respiraba el olor de la conflagración.
Cada tanto, ellos, los de infantería, miraban abajo la serena pradera que se extendía a sus pies. Su amplia y verde hierba ondulaba dulcemente con la brisa. Más allá, se veía la forma gris de una casa medio destrozada por las bombas y por las activas hachas de los soldados, que habían buscado allí la madera para quemar. La línea de una vieja valla la marcaban ahora débilmente los abundantes rastrojos y un poste ocasional. Una bomba había volado en fragmentos el pozo de la casa. Unas finas líneas de humo grisáceo se elevaban en volutas desde unas cenizas que indicaban dónde había estado el granero.
Desde detrás de una cortina de verde bosque llegaba el ruido de una tremenda lucha, como si pelearan dos animales del tamaño de una isla. A cierta distancia, aparecían esporádicamente veloces hombres, caballos, baterías, banderas, y, al estrellarse las descargas de la infantería, se escuchaban a menudo salvajes y frenéticos vítores. En medio de todo ello, Smith y Ferguson, dos soldados rasos del batallón A, se encontraban inmersos en una calurosa discusión sobre las cuestiones principales de la vida nacional.
En la cima de la colina, la batería pronto estaría envuelta en un espantoso duelo. Por doquier se esparcían las piernas blancas de los artilleros y los oficiales redoblaban sus gritos. Los cañones, con su impasibilidad y firmeza, señalaban su eterno rasgo característico en el clamor de muerte que envolvía la colina.
Uno de los equipos móviles fue súbitamente abatido y cayó al suelo en un tumulto, y sus miembros, enloquecidos, arrastraron sus cuerpos casi despedazados en su lucha por escapar del tumulto y el peligro. Un joven soldado, a horcajadas sobre uno de los caballos guía, blasfemaba y maldecía en su silla de montar tirando furiosamente de la brida. Un oficial gritó una orden con tanta violencia que su voz se quebró, terminando la frase en un chillido de falsete.
La principal compañía del regimiento de infantería estaba un tanto al descubierto, y el coronel ordenó trasladarla por entero al resguardo de la colina. Se oía el retumbar estridente del acero contra el acero.
Un teniente de la batería bajó cabalgando y pasó por su lado, sujetándose el brazo derecho fuertemente con la mano izquierda. Era como si aquel brazo no fuera suyo y más bien perteneciera a otro hombre. Su austero y cabizbajo caballo de batalla caminaba despacio. El rostro del oficial estaba mugriento y sudaba, y su uniforme, maltratado como si hubiera librado un cuerpo a cuerpo con un enemigo. Sonrió ceñudamente cuando los hombres clavaron la vista en él y dirigió su caballo hacia la pradera.
—Me gustaría beber algo. ¡Apuesto a que hay agua en ese viejo pozo de allí abajo! —dijo Collins, del batallón A.
—Sí, pero ¿cómo vas a llegar hasta allí?
La pequeña pradera que se interponía en medio sufría ahora una terrible avalancha de proyectiles. Su tranquilidad, hermosa y verde, se había desvanecido por completo. Encima habían caído monstruosos puñados de tierra marronosa y las recientes briznas de hierba habían sido despedazadas, quemadas, arrasadas. Algún extraño destino de la batalla había hecho de aquella apacible pradera el objeto del odio rojo de las bombas, y cada una, al explotar, era como una imprecación contra el rostro de una doncella.
El oficial herido que cabalgaba por aquella parte de terreno se dijo:
—¡Diablos! No dispararían más duro ni aunque el ejército entero estuviera apiñado aquí.
Una bomba hizo impacto contra las grises ruinas de la casa y, después del estallido, el muro destrozado cayó a pedazos, escuchándose un ruido que recordaba el batir de las contraventanas durante un fuerte vendaval de invierno. A decir verdad, la infantería detenida al resguardo del terraplén semejaba un grupo de hombres de pie en una playa contemplando una tempestad del mar. El ángel de la calamidad tenía bajo su mirada la batería de la colina. Muy pocos hombres con las piernas blancas trabajaban con los cañones. Una bomba había destruido una de las piezas, y cuando el fulgor, el humo, el polvo y la furia del golpe se desvanecieron, ya se vieron algunas piernas blancas tendidas sobre el suelo. Y en este intervalo para la retaguardia, en que entra en juego la batería de caballos alzando los hocicos hacia el combate, aguardando la orden para arrastrar los cañones fuera del peligro, o para entrar en él, o para llevarlos dondequiera que esos incomprensibles humanos exijan con sus azotes y sus espuelas; en esa línea de espectadores mudos y pasivos, cuyos palpitantes corazones no les dejarán olvidar nunca las reglas de hierro del dominio del hombre sobre ellos; en esa clase de bestias soldados se había producido una implacable y espantosa carnicería. De entre el montón de sangrientos y rezagados caballos, los hombres de infantería vieron a un animal alzando el cuerpo herido con sus patas delanteras y retorciendo el hocico hacia el cielo con mística y profunda elocuencia.
Algunos camaradas se burlaban de Collins por su sed.
—Bien, si quieres una bebida tan mala, ¿por qué no vas tú a buscártela?
—¡Seguro, iré en seguida si no se callan!
Un teniente de artillería galopó con su caballo directamente colina abajo con tanta despreocupación como si cabalgase a nivel del suelo. Levantó la mano en un rápido saludo al pasar corriendo junto al coronel de infantería.
—Vamos a salir de esta —rugió, encolerizado.
Era un oficial de barba negra y ojos como canicas, que chispeaban como los de un demente. Su caballo saltarín se movía con presteza por entre la columna de infantería.
El mayor, un hombre gordo, que estaba de pie con aire descuidado, con el sable sujeto en posición horizontal tras él y las piernas muy abiertas, contempló al jinete que se alejaba y rió.
—Quiere regresar con órdenes lo antes posible o no quedará batería —observó.
El sensato y joven capitán de la segunda compañía aventuraba con el teniente coronel que la infantería del enemigo probablemente atacaría pronto la colina, y el teniente coronel le contradecía.
Un soldado raso, en una de las compañías de retaguardia, examinó por encima la pradera y, después, volvió a la compañía.
—¡Mira allí, Jim! —dijo.
Era el oficial herido de la batería, que un rato antes había atravesado cabalgando la pradera, sujetándose el brazo derecho con la mano izquierda. Parecía que aquel hombre había encontrado una bomba, en un momento en que nadie lo observaba, y ahora se le veía tumbado boca abajo con un pie en el estribo apretado contra el cuerpo de su caballo muerto. El caballo tenía una pata extendida de través hacia arriba, igual de tiesa que una estaca. Las bombas aún rugían alrededor del par de inmóviles cuerpos.
En el batallón A se estaba produciendo una riña. Collins agitaba un puño a la cara de algunos camaradas burlones.
—¡Eh, ustedes! No tengo miedo de ir. ¡Si vuelven a decirlo, iré!
—¡Claro que irás! ¡Seguro! Atravesarás todo ese polvorín, ¿eh?
—¡Ahora verán! —dijo Collins, con voz terrible.
Con esta fatal amenaza sus camaradas rompieron en renovadas burlas. Collins los miró frunciendo sombríamente el ceño y fue a buscar a su capitán. Este se encontraba conversando con el coronel del regimiento.
—Capitán —dijo Collins, saludando reglamentariamente—, capitán, solicito permiso para ir a buscar agua de ese pozo que está allá abajo.
El coronel y el capitán se volvieron simultáneamente y fijaron la vista en la pradera. El capitán sonrió.
—Debe de estar muy sediento, ¿no, Collins?
—Sí, señor, lo estoy.
—Bien… —dijo el capitán. Después de un momento preguntó—: ¿Puede esperar?
—No, señor.
El coronel miraba la cara de Collins.
—Vamos, muchacho —dijo, con voz piadosa—; vamos, muchacho —Collins no era un muchacho—. ¿No cree que va a correr demasiado riesgo para beber un poco de agua?
—No lo sé —dijo Collins, incómodo. Algo del resentimiento hacia sus compañeros, que quizá lo habían empujado a aquel asunto, empezaba a desvanecerse—. No sé si lo corro o no.
El coronel y el capitán lo contemplaron un momento.
—De acuerdo —accedió finalmente el capitán.
—Bien —dijo el coronel—. Si desea ir, está bien. Vaya.
Collins saludó.
—Se lo agradezco.
Al alejarse, el coronel lo llamó.
—Tome algunas de las cantimploras de los otros muchachos y dese prisa.
—Sí, señor. Lo haré.
El coronel y el capitán se miraron entonces mutuamente, pues se les ocurrió de repente que en su vida podrían saber si Collins quería o no quería ir. Se volvieron para observar a Collins y, al verlo rodeado de camaradas gesticulando, el coronel dijo:
—Pues, por todos los demonios, apuesto a que va a ir.
Collins parecía ser un hombre soñador. En medio de las preguntas, los consejos, las advertencias, todas las conversaciones excitantes de sus compañeros de batallón, mantenía un curioso silencio.
Estaban muy ocupados preparándolo para la situación. Cuando lo contemplaron cuidadosamente, pareció el examen que un mozo de cuadra hace a un caballo antes de una carrera. Estaban maravillados y sorprendidos por todo el asunto. Desahogaron su estupefacción con continuas y extrañas repeticiones.
—¿Estás seguro de que vas? —preguntaban una y otra vez.
—Por supuesto que lo estoy —gritó Collins finalmente, con furia.
Se alejó a zancadas hoscamente, balanceando cinco o seis cantimploras de sus pantalones de pana. Le parecía que la gorra no iba a sostenérsele sobre la cabeza y se la cogía a menudo para calársela sobre las cejas.
En la compacta columna se produjo un movimiento general. La alargada cosa con forma de animal se movió ligeramente. Los cuatrocientos ojos que la formaban se volvieron hacia Collins.
—Bien, señor, nunca pensé que Fred Collins tuviera agallas para hacer algo así.
—¿Qué es lo que va a hacer, en definitiva?
—Va a ir a ese pozo a buscar agua.
—No estamos muriéndonos de sed, ¿verdad? Es una estupidez.
—Bueno, alguien se lo sugirió y lo está haciendo.
—Debe de ser un tipo desesperado.
Cuando Collins avanzó por el prado, alejándose del regimiento, percibió vagamente que un abismo, el profundo valle de los orgullos, se abría de repente entre él y sus camaradas. Era algo provisional, pero la previsión era que él volvería vencedor. Unas extrañas emociones lo habían empujado ciegamente y le habían hecho atribuirse a sí mismo la obligación de enfrentarse cara a cara con la muerte.
Pero tampoco estaba seguro de que deseara retroceder, aun en el caso de que pudiera hacerlo sin vergüenza. Para decir la verdad, estaba seguro de muy pocas cosas. Estaba fundamentalmente sorprendido.
Le parecía extraño, casi sobrenatural, haber permitido a su mente manipular a su cuerpo hasta llevarlo a una situación tal. Comprendía que se le podía llamar dramática.
Sin embargo, no era capaz de una completa apreciación de nada, excepto de la consciencia, en ese momento, de estar aturdido. Sentía a su mente embotada perseguir a tientas la forma y el color de aquel incidente. Se preguntó por qué no experimentaba una agonía punzante de terror hendiendo sus sentidos como un cuchillo. Se lo preguntaba porque la humanidad había pregonado a voces durante siglos que los hombres debían sentir temor de ciertas cosas, y que todos los que no sentían este temor eran fenómenos… héroes.
Él era, entonces, un héroe. Sufría esa decepción que todos sufriríamos si descubriéramos que somos capaces de realizar las grandes hazañas que hemos admirado en la historia y las leyendas. ¿Eso era un héroe? Pues los héroes no eran gran cosa.
No, no podía ser verdad. Él no era un héroe. Los héroes no tenían faltas en su vida y él se recordaba a sí mismo pidiendo prestados quince dólares a un amigo con la promesa de devolvérselos al día siguiente, y después evitando a aquel amigo durante diez meses. Cuando, en casa, su madre lo había impulsado a los primeros trabajos de su vida en la granja, a menudo se comportaba de manera irritable, infantil y diabólica; y su madre había muerto cuando él se incorporó a la guerra.
Vio que en aquel asunto del pozo, las cantimploras y los proyectiles, era un novato en el terreno de las grandes hazañas.
Estaba aproximadamente a treinta pasos de sus compañeros. Todas las caras del regimiento estaban vueltas hacia él.
Del bosque, repleto de sonidos terroríficos, emergió súbitamente una pequeña y desordenada línea de hombres. Dispararon rápidamente y con fiereza en una espesura distante de la que se elevaron leves columnas de humo blanco. La salpicadura de aquel fuego de escaramuza se añadió al tronar de los cañones en la cumbre de la colina. La pequeña columna corrió hacia delante. Un sargento de color cayó en redondo con su bandera, como si hubiera resbalado en el hielo. Se oyeron unos vítores roncos desde aquel campo distante.
Collins sintió de repente que los dos dedos de un demonio le apretaban los oídos. No podía ver nada más que flechas volando y llamaradas rojas. Se tambaleó por la conmoción de la explosión, pero consiguió echar una enloquecida carrera hacia la casa, que veía como un hombre sumergido hasta el cuello en el agua vería la costa. Esquirlas de proyectiles aullaban en el aire y el temblor de tierra que producían las explosiones lo enloquecía con un rugido amenazador. Mientras corría, las cantimploras chocaban con un rítmico tintineo.
Al aproximarse a la casa, se le hicieron vívidos todos los detalles de la escena. Observó algunos ladrillos de la chimenea esparcidos por el césped. Una puerta colgaba de una de sus bisagras.
Las balas de los fusiles lanzadas por los insistentes tiradores de la escaramuza llegaban desde la distante espesura y se mezclaban con los obuses y los pedazos de obuses hasta que el aire estuvo cortado en todas direcciones por alaridos, gritos y aullidos. El cielo estaba repleto de demonios que lanzaban toda su ira salvaje sobre su cabeza.
Cuando se acercó al pozo, se precipitó a inclinarse y atisbar en su oscuridad. Se veían unos furtivos destellos plateados como a un metro del borde. Tomó una de las cantimploras, le quitó el tapón y la balanceó hacia abajo sujetándola del cordón. El agua penetró lentamente con un gorgoteo indolente.
Y en ese momento, cuando estaba tumbado con la cara vuelta, el terror lo golpeó de repente. Se le aferró al corazón como una zarpa. Sus músculos perdieron toda la fuerza y por un instante fue un hombre muerto.
La cantimplora se llenaba con una enloquecedora lentitud, a la manera de todas las botellas. Entonces, recuperó su fuerza y le lanzó un estremecedor juramento. La inclinó hasta que pareció que intentaba meter el agua dentro con sus propias manos. Escrutaba el interior del pozo con los ojos brillantes como dos piezas de metal y con expresión de terrible súplica y desesperación. Aquella agua estúpida se mofaba de él.
Se oyó el estampido de un cañonazo. Una luz carmesí resplandeció a través de la veloz humareda hirviente y proyectó un reflejo rosado sobre parte de una pared del pozo. Collins sacudió el brazo y la cantimplora con el mismo movimiento con que un hombre retiraría la cabeza de un horno.
Se incorporó con dificultad, miró con fiereza a su alrededor y vaciló. En el suelo, junto a él, yacía el viejo cubo del pozo, provisto de una larga cadena. Lo bajó rápidamente al interior del pozo. El cubo golpeó el agua y luego, dando vueltas perezosamente, se sumergió. Cuando tiró de él, con las dos manos juntas y temblorosas, chocó varias veces contra las paredes del pozo y derramó parte de su contenido.
Corriendo con un cubo lleno, un hombre solo puede adoptar un modo de andar. Por eso, a través de aquel pavoroso campo sobre el que gritaban los ángeles de la muerte, Collins corría a la manera de un granjero expulsado de una vaquería por un toro.
Su rostro empezó a palidecer por anticipado, anticipación de un golpe súbito que lo hiciera tambalear y caer. Caería como había visto caer a otros hombres, con la vida escapando tan súbitamente de ellos que las rodillas no tocaban el suelo antes que la cabeza. Vio la larga línea azul del regimiento, pero sus camaradas lo miraban de pie desde el borde de una estrella imposible. Percibió los surcos de unas ruedas y las huellas de unos cascos en la hierba, debajo de sus pies.
El oficial de artillería que había caído en la pradera había gemido en las fauces de aquella tormenta de ruidos. Aquellos fútiles gritos, lanzados en su agonía, solo los oían los proyectiles y las balas. Cuando Collins se acercó corriendo con los ojos desorbitados, el oficial se incorporó. Tenía el rostro crispado y pálido por el dolor, y parecía a punto de lanzar otro grito estremecedor. Pero, de pronto, su cara se serenó y dijo:
—Muchacho, dame un poco de agua, ¿quieres?
Collins ya no tenía espacio para la sorpresa entre sus emociones. Estaba loco por las amenazas de aniquilación.
—¡No puedo! —gritó y su réplica fue la descripción de todas sus singulares aprensiones. Había perdido la gorra y tenía el cabello en desorden. Por sus ropas parecía que lo hubieran arrastrado por el suelo. Siguió corriendo.
El oficial inclinó la cabeza. El pie que tenía encajado en el estribo todavía estaba apretado contra el cuerpo de su caballo muerto y tenía la otra pierna bajo el corcel.
Pero Collins se dio la vuelta. Volvió atrás apresuradamente. Su rostro tenía una coloración gris y en sus ojos todo era terror.
—¡Aquí está! ¡Aquí está!
El oficial parecía un borracho. Tenía el brazo caído como una rama seca. La cabeza le pendía como si su cuello fuera un sauce. Se hundía en el suelo, para yacer con la cara hacia abajo. Collins lo agarró por el hombro.
—¡Aquí está! ¡Aquí está su agua! ¡Vuélvase! ¡Vuélvase, hombre, por el amor de Dios!
Con Collins tirando de su hombro, el oficial giró el cuerpo y cayó con el rostro vuelto hacia esa región donde habitan los sonidos impronunciables de los misiles turbulentos. La debilísima sombra de una sonrisa cruzó sus labios cuando miró a Collins. Dio un suspiro, un leve suspiro, como el de un niño.
Collins intentó sujetar el cubo con firmeza. Pero sus temblorosas manos hicieron que el agua se vertiera sobre el rostro del moribundo. Entonces la tiró y siguió corriendo.
El regimiento le ofreció una estruendosa bienvenida. Los rostros ceñudos se relajaron con risas. Su capitán apartó el cubo.
—Désela a los hombres.
Los dos tenientes, simpáticos y bromistas, fueron los primeros en hacerse con el cubo y se pusieron a tocarlo y a jugar con él. Cuando uno intentaba beber, el otro le pegaba en broma en el codo.
—¡No, Billie! Vas a conseguir que se me derrame —decía uno, y el otro reía.
De repente, se oyó un juramento, el golpe sordo de la madera contra el suelo y un súbito murmullo de asombro entre los soldados. Los dos tenientes se miraron. El cubo yacía en el suelo, vacío.
FIN
Stephen Crane. Escritor y periodista americano, fue corresponsal de guerra en conflictos como la guerra de los Treinta días o la Hispano-Norteamericana. Su obra se caracteriza por un estilo naturalista y se compone de numerosos relatos cortos y de varias novelas, entre las que habría que destacar El rojo emblema del valor (1896), Maggie (1893) y la antología El hotel azul.
Tras contraer tuberculosis durante la guerra entre España y Estados Unidos, Crane se retiró a a Inglaterra donde trabó amistad con escritores como Henry James, Joseph Conrad o H.G Wells. En sus últimos años produjo gran cantidad de relatos y dejó inacabada una última novela.
Crane murió en un balneario alemán el 5 de junio de 1900 con sólo 29 años de edad.