Al pie de la angosta escalera nacía un largo corredor que se extendía en línea recta hasta el infinito. Era muy largo. Debido a la exagerada altura del techo, parecía, más que un corredor, un canal de desagüe desecado. No tenía ningún adorno. Era un simple lugar de paso. Únicamente eso. Aquí y allá había instalados unos polvorientos y ennegrecidos fluorescentes cuya luz languidecía, incierta, como si para llegar hasta allá hubiera tenido que pasar por experiencias amargas. Además, uno de cada tres fluorescentes estaba fundido. Yo ni siquiera alcanzaba a verme la palma de la mano. Reinaba un profundo silencio. Sólo se oían las pisadas extrañamente monótonas de la suela de goma de mis zapatillas de deporte sobre el suelo de hormigón.
Tal vez recorriera doscientos metros, o tal vez trescientos. No, qué va, al menos recorrí un kilómetro. Me limitaba a dar un paso tras otro, sin pensar en nada. Allí no existían ni la distancia ni el tiempo. Acabé perdiendo la noción de que avanzaba. Aunque, sin duda, seguía hacia delante. Y de pronto me encontré plantado ante el fondo del pasillo, de donde salían dos ramales, uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha.
¿El fondo del pasillo?
Me saqué del bolsillo de la americana una arrugada postal y la releí despacio.
—Tú sigue recto por el pasillo. Al fondo encontrarás una puerta.
Eso ponía en la postal. Estudié detenidamente la pared del fondo, pero allí no había ninguna puerta. Ni señales de que hubiera existido alguna puerta con anterioridad, ni perspectivas de que fuera a abrirse una en el futuro. Sólo había una pared de hormigón desnuda, sin nada que mostrar aparte de las características específicas que tienen de por sí las paredes de hormigón. Ni puertas metafísicas, ni puertas simbólicas, ni puertas metafóricas. Nada. Pasé la palma de la mano por encima. Sólo hallé una pared lisa y desnuda.
Debía de haber algún error.
Apoyado en la pared de hormigón me fumé un cigarrillo. ¿Qué tenía que hacer yo? ¿Seguir hacia delante o retroceder?
Aunque, a decir verdad, mis dudas no eran propiamente dudas. Porque lo cierto era que no tenía otra salida que seguir adelante. Estaba más que harto de mi vida miserable. Harto de los plazos, de la asignación a mi ex mujer, de mi pequeño apartamento, de las cucarachas en la bañera, del metro a las horas punta. Harto de todo. Por fin había encontrado un buen trabajo. Cómodo y con un sueldo que hacía saltar los ojos fuera de las órbitas. Dos pagas extras anuales, unas largas vacaciones de verano. No iba a darme por vencido a la primera sólo porque no podía hallar una puerta. Si no la encontraba en ese momento, iría a donde fuera necesario hasta que apareciera.
Me saqué una moneda de diez yenes del bolsillo, la arrojé al aire y la recogí con el dorso de la mano. «Cara». Tomé el ramal de la derecha.
El corredor giraba dos veces a la derecha, una a la izquierda, bajaba diez peldaños y volvía a girar a la derecha. El aire era tan frío que parecía gelatina de café y poseía una densidad extraña. Pensé en mi paga, pensé en una agradable oficina con aire acondicionado. Era bueno tener un trabajo. Apreté el paso y avancé, más y más, por el pasillo.
Pronto vislumbré una puerta a lo lejos. Vista desde aquella distancia parecía un sello desgastado por el uso, pero, conforme iba acercándome, fue adquiriendo la apariencia de una puerta, hasta que finalmente me encontré ante ella.
Tras carraspear una vez, llamé con suavidad a la puerta, di un paso hacia atrás y esperé una respuesta. Pasaron quince segundos, pero no sucedió nada. Volví a llamar, esta vez un poco más fuerte, y retrocedí otro paso. Tampoco sucedió nada.
A mi alrededor, el aire empezó a condensarse lentamente.
Presa de la inquietud, me disponía a dar un paso hacia delante y llamar por tercera vez cuando la puerta se abrió sin hacer ruido. Se abrió con una naturalidad absoluta, como empujada por una ráfaga de viento, aunque, por supuesto, no se había abierto sola. Se oyó el chasquido del interruptor de la luz y un hombre apareció ante mis ojos.
El hombre debía de tener unos veinticinco años y era unos cinco centímetros más bajo que yo. El agua aún le goteaba del pelo recién lavado y su cuerpo desnudo estaba envuelto en un albornoz de color marrón. Tenía las piernas sorprendentemente blancas y debía de calzar un treinta y cinco de pie. Las facciones de su rostro eran tan poco pronunciadas como las de un álbum de prácticas de dibujo, pero las comisuras de los labios se le curvaban ligeramente en una sonrisa de disculpa. No parecía mala persona.
—Perdone, pero es que estaba en el baño, ¿sabe? —dijo el hombre.
—¿En el baño? —pregunté y, en un acto reflejo, miré mi reloj de pulsera[4].
—Son las normas. Aquí tenemos que bañarnos siempre después del almuerzo.
—¡Ah! Comprendo —dije.
—¿En qué puedo servirle?
Me saqué la postal del bolsillo y se la entregué. El hombre la sujetó con las puntas de los dedos para no mojarla y la leyó varias veces.
—Me he retrasado cinco minutos. Lo siento —me disculpé yo.
—¡Humm! ¡Humm! —El hombre leyó la postal asintiendo y luego me la devolvió—. Así que va a trabajar usted aquí.
—Sí, en efecto.
—No sabía que hubieran contratado a un nuevo empleado. En fin, voy a anunciarle a mi superior. Mi trabajo consiste únicamente en abrir la puerta y anunciar a la gente.
—Muchas gracias.
—Por cierto, ¿podría darme la contraseña?
—¿La contraseña? —repuse yo.
—¿No la conoce?
Desconcertado, sacudí la cabeza.
—No recuerdo que me hayan hablado de ella.
—¡Vaya por Dios! Tengo órdenes estrictas de mi superior de no dejar pasar a nadie que desconozca la contraseña.
Era la primera noticia que tenía de que existiera una contraseña. Volví a sacar la postal del bolsillo, pero, efectivamente, no se mencionaba nada al respecto.
—Debe de habérsele olvidado —dije—. Las indicaciones para llegar hasta aquí tampoco eran exactas. En fin, ¿puede usted anunciarme a su superior? Creo que, si lo hace, todo se aclarará. Me han contratado para trabajar aquí a partir de hoy. Y su superior debe de saberlo. Anúncieme, se lo ruego.
—No, imposible. Para ello se necesita la contraseña —dijo él haciendo ademán de buscarse un paquete de tabaco en el bolsillo, pero el albornoz no tenía bolsillos, por desgracia. Le ofrecí un cigarrillo de los míos y le prendí fuego con el encendedor.
—¡Oh! Muchísimas gracias. Veamos… ¿Así que no se acuerda usted de nada que pudiera ser una contraseña?
Una pregunta inútil. ¿Cómo se me iba a ocurrir de repente una contraseña que no había oído ni visto jamás? Sacudí la cabeza.
—No piense que me gusta crearle dificultades. Pero los superiores, ¿sabe?, tienen sus propias ideas. Usted me comprende, ¿verdad? Yo no sé cómo es mi superior, jamás lo he visto. Pero a ese tipo de personas les gusta tener a los demás en un puño. Por favor, no se lo tome como algo personal.
—No, claro que no.
—¿Sabe? El tipo que estaba aquí antes que yo se compadeció de uno que había olvidado la contraseña y, a pesar de ello, lo anunció. ¿Y sabe qué ocurrió? Pues que lo despidieron. Despido inmediato. Un «mañana no hace falta que vengas» y a la calle. Y, como usted sabrá, hoy en día es muy difícil encontrar trabajo.
Asentí.
—Oiga, ¿y una pista? ¿No podría darme usted alguna pista?
Todavía apoyado en la pared, el hombre expulsó al aire el humo del cigarrillo.
—Eso también está prohibido.
—Bastaría con una pista pequeñita.
—Si, por una casualidad, lo descubrieran, me vería metido en un buen lío, ¿sabe usted?
—Yo me callaré. Y usted también. No veo cómo podrían enterarse —dije. Para mí, aquel asunto revestía una gran importancia. No pensaba claudicar a la primera.
Tras dudar unos instantes, el hombre me cuchicheó en voz muy baja:
—Mire usted. Es una sola palabra. Y es algo que tiene que ver con el agua. Cabe en la palma de la mano, pero no se come.
Ahora me tocaba a mí pensar.
—¿Y por qué letra empieza?
—Por la «S» —dijo.
—Salitre —aventuré.
—No —dijo él—. Tiene dos más.
—¿Dos más qué?
—Dos oportunidades más. Si falla, se acabó. Lo siento, pero me estoy exponiendo mucho al contravenir las normas tal como lo estoy haciendo. No puedo esperar horas y horas a que lo adivine.
—Agradezco mucho la oportunidad que me ofrece —dije yo—. ¿Pero no podría darme alguna pista más? Decirme cuántas letras tiene, por ejemplo.
El hombre puso cara hosca.
—A este paso, va a acabar pidiéndome que cante de plano.
—¡Cómo se le ocurre a usted eso! —exclamé—. No, claro que no. Me conformo con que me diga cuántas letras tiene.
—Nueve —respondió él suspirando con resignación—. Lo que me decía mi padre: «Dale a alguien la mano y te acabará cogiendo el brazo».
—Lo siento muchísimo, de veras —me disculpé.
—Vale. ¡Ahí va! Tiene nueve letras.
—Guarda relación con el agua, cabe en la palma de la mano y no se puede comer.
—Exacto.
—Y empieza por «S» y tiene nueve letras.
—Sí.
Me estrujé los sesos.
—Somorgujo —dije.
—Oiga, que los somorgujos se comen.
—¿De veras?
—Yo diría que sí. Claro que muy buenos no creo que estén —aventuró él, no muy convencido—. Y, además, no caben en la palma de la mano.
—¿Ha visto alguna vez un somorgujo?
—No —respondió él—. Yo, de pájaros, no entiendo. Yo he crecido en Tokio. Si me pregunta las estaciones de la línea Yamanote por orden, se las diré todas. Pero, somorgujos, jamás he visto uno. Ni siquiera sé qué pinta tienen.
Tampoco yo, claro está. No había visto uno solo en toda mi vida. Pero era el único animal de nueve letras que empezara con «S» que se me había ocurrido. La palabra «somorgujo» me había venido a la cabeza, así, por las buenas, en un acto reflejo.
—¡Somorgujo! —insistí. Hablé con decisión—: Los somorgujos de un palmo saben tan horrorosamente mal que ni siquiera los perros se los comen.
—¡Eh! ¡Oiga! ¡Espere un momento! —dijo él—. Usted podrá decir lo que quiera, pero la contraseña no es «somorgujo». Su razonamiento no es correcto.
—Pero si el somorgujo guarda relación con el agua, cabe en la palma de la mano y no se puede comer. Además, tiene nueve letras. Todo encaja.
—¡Que no! Su teoría falla.
—¿Y dónde? Si se puede saber.
—En que la contraseña no es «somorgujo».
—¿Cuál es entonces?
Se quedó unos instantes sin palabras.
—No se la puedo decir.
—Porque no existe —declaré yo con la mayor frialdad posible—. Aparte del somorgujo, no hay nada relacionado con el agua que quepa en la palma de la mano y que tenga nueve letras.
—Lo hay. Claro que lo hay —dijo él con voz llorosa.
—No.
—Sí.
—Usted no tiene ninguna prueba de que exista —dije—. Y, además, el somorgujo reúne todas las condiciones, ¿o no?
—Pero… Creo que cabe la posibilidad de que haya en alguna parte un perro al que le gusten los somorgujos de un palmo.
—Entonces, dígame de qué tipo de perro se trata y dónde puedo encontrarlo. Pruébelo con un ejemplo concreto. A ver.
—Pues… —gimió.
—No hay nada que yo no sepa de perros y le aseguro que jamás he visto a uno al que le gusten los somorgujos de un palmo.
—¿Tan mal saben? —preguntó el hombre con timidez.
—Horriblemente mal.
—¿Ha comido usted alguno?
—¡Pues claro que no! Dígame. ¿Por qué iba a comer yo una cosa tan asquerosa?
—No, claro. Tiene razón —admitió él.
—Bueno, ¿hace usted el favor de anunciarme a su superior? —le exhorté con resolución—. ¡Somorgujo!
—Me rindo —dijo él. Se secó el pelo con la toalla—. Voy a anunciarle. Pero no creo que sirva de nada.
—Gracias. Estoy en deuda con usted —dije.
—Sí, pero, dígame. ¿Los somorgujos de un palmo existen de verdad?
—Seguro que en algún lugar habrá alguno —contesté. ¿Por qué me había venido de repente aquella palabra a la cabeza?
El somorgujo de un palmo se limpió los cristales de las gafas con un paño de terciopelo y exhaló otro suspiro. Le dolía la muela derecha de la mandíbula inferior. «Otra vez tendré que ir al dentista», pensó. Ya estaba harto. El mundo estaba lleno de cosas absurdas. Los dentistas, la declaración de renta, las letras del coche, las averías del aparato de aire acondicionado… Recostó la cabeza en el respaldo del sillón de piel, cerró los ojos y dejó que sus pensamientos vagaran sobre la muerte. La muerte era silenciosa como el fondo del mar, dulce como una rosa de mayo. El somorgujo pensaba últimamente a menudo en la muerte. Se imaginaba a sí mismo muerto, sumido en un sueño eterno.
Aquí descansa el somorgujo de un palmo. Esto es lo que grabarían en su lápida.
Entonces sonó el interfono.
—¿¡Qué pasa!? —gritó de mal humor el somorgujo de un palmo en dirección a la máquina.
—Una visita —anunció la voz del portero—. Dice que hoy empieza a trabajar aquí. Ya ha dado la contraseña.
El somorgujo de un palmo frunció el entrecejo y miró el reloj de pulsera.
—Llega quince minutos tarde.
Fin