En el invierno de 1992 Silvia visita New York por tres meses y se aloja en el apartamento de una prima en 94 St. West, a un costado del Central Park.
Una tarde, diez minutos antes de oscurecer, camina apresurada y cuidadosamente por un sendero del parque. Se concentra en sus pasos porque hay rachas de viento. El piso está helado y puede resbalar.
Es una zona completamente desolada. Sólo los árboles, los bancos y el viento frío. Un poco más allá hay unas canchas de tenis. Vacías. Silvia lleva las manos en los bolsillos de su largo abrigo negro. Palpa un paquete de tarjetas con la reproducción de uno de sus cuadros. En el reverso está impresa la invitación para la apertura de su primera exposición personal en N. Y. Dentro de tres días. Consiguió una galería que está bien. No es de primera categoría pero tampoco es de cuarta.
Silvia piensa cómo va a organizar el vernissage y hace cálculos para el futuro. Su sueño dorado es encontrar un marido millonario que la mantenga, para ella entregarse totalmente a su arte. El viento es muy frío. Tiene la cara y las orejas heladas. De repente aparece un negro alto y robusto que la agarra por un brazo y le dice algo en inglés. Silvia se horroriza y piensa: «Oh, no, a mí no me puede pasar esto. No puede ser». El tipo tiene la pinga tiesa bajo el pantalón y el zipper abierto. Ella intenta zafarse pero la sujeta una mano de hierro. Es tanto el miedo, que la invade un frío intenso en todo su cuerpo y comienza a temblar. Piensa decirle: «Oh, please, please». Pero no. Le parece ridículo decir sólo eso. Se le olvidó todo el inglés. Es como si tuviera la mente en blanco. De nuevo intenta desprenderse y salir corriendo. El tipo entonces la agarra por los dos brazos y la atrae hacia sí. Intenta besarla. Ella huele su aliento a tabaco y alcohol y se asquea. Ladea rápidamente la cara y se echa hacia atrás. El tipo la besa en el cuello y la chupetea. Ella forcejea un poco más. El hombre la empuja. Silvia pierde pie y trastabillea. Él la sostiene para que no se caiga. Es un mastodonte jugando con un pajarito. Silvia es muy delgada y endeble. Y no deja de temblar. El tipo la lanza contra un banco y la obliga a sentarse bruscamente. El permanece de pie. Con la mano izquierda la aguanta por el hombro. Con la derecha busca dentro de su pantalón y saca una tranca negra, tiesa, larga y gorda. ¡Cojones! Silvia la mira. Tiene que mirarla porque está a dos centímetros de sus ojos, y piensa: «¡Coñó, ahora sí se jodio esto. Tremendo pingón, madre mía! ¡Si me la mete me raja en dos, me destroza el muy hijo de puta!». Respira profundamente y se muerde los labios con fuerza. «¡Ay mi madre, ¿por qué a mí?!». Se acuerda de Jesucristo en la cruz. No reza desde su adolescencia en las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, en La Habana. Todo pasa por su mente en fracciones de segundo. Se ve arrodillada entre los bancos de la capilla, rezando y mirando a Jesucristo crucificado. Le gustaba. Fue el primer hombre que le gustó. Era bellísimo, con aquel rostro dulce y sereno. Y el trapito blanco amarrado a la cintura y cubriéndolo. Era erótico. Lo más erótico y sensual que podía encontrar a su alrededor.
El negro le decía cosas en inglés. Murmuraba. Demasiado slang. Silvia no entendía. No había nada que entender. Todo era evidente. El tipo se masturbó con la mano derecha y con la izquierda palpó por debajo del abrigo de Silvia y le tocó sus muslos. Ella usa un blue jeans viejo y cómodo. El tipo intenta romper el botón desgarrando la tela. Silvia recordó como un flashazo una película argentina que se desarrolla en la Tierra del Fuego. Federico Luppi tiene que ir a Buenos Aires y se despide de su mujer. Ya a punto de irse, el último consejo es: «Si te van a violar, relájate y goza».
«Relájate y goza, Silvia, relájate y goza», se repite un par de veces. Entonces recupera fuerzas y mira la pinga del tipo. Está a medio palmo de su cara. No puede. Le da asco. El tipo sonríe satisfecho. Le están saliendo bien las cosas. Se masturba rápidamente y sigue intentando romper el pantalón. Quiere meterla de todos modos. De golpe Silvia recupera la voz y, sin pensar le grita:
—Fuck you, man! ¡Use condón, son of bitch, hijo de puta! ¡Use one condón! ¡Negro singao, maricón, abusador, hijo de puta, ojalá tuviera una pistola aquí, abusador! Fuck you! ¡Use one condón!
El tipo, con su voz bronca, le dijo algo ininteligible y le sonó un par de galletazos por la cara que hicieron estremecer el cerebro de Silvia. El tipo quizás estaba drogado. Pegaba muy duro. Era mejor no enfurecerlo. No tenía preservativos. No le interesaban. Siguió masturbándose con la derecha. Con la izquierda registra en el pantalón de Silvia. Mete la mano por debajo del sweater y la camisa de lana. Toca la suave piel de ella. El tipo no lleva guantes y tiene las manos heladas. Le agarra las tetas. Las teticas. Silvia está muy delgada y tiene unos pechos diminutos. Siente cómo las soba y le aprieta los pezones aquella mano grande y áspera. Silvia piensa velozmente: «Le hago una paja y me voy corriendo. Este negro cabrón puede tener sida. Si me mete esa tranca me raja en dos pedazos y me deja aquí desangrándome. ¡Que se la meta al coño de su madre!». Rápidamente agarró la pinga con la mano derecha y sé la masajeó. Es muy gorda y muy larga. Ahora se ha puesto más grande aún. Es enorme. «El forcejeo es lo que excita a este hijodemalamadre», pensó Silvia. Se la apretó bien al tiempo que le bota la paja. Necesita entretenerlo y que se venga rápido. Silvia sabe hacerlo perfectamente. En La Habana se ha templado a unos cuantos negros. Pero siempre ella tenía la ventaja de ser blanca, joven y bonita. Los negros le perreaban atrás un buen tiempo hasta que al fin ella se decidía a dirigir la operación y llegar a la cama. Siempre tenía la sartén por el mango. Ahora se sentía humillada. Por primera vez en su vida. Le escupió en la cabeza de la pinga, pero casi no tenía saliva. El miedo le dejó la boca seca. Movió la lengua y acopió saliva porque de lo contrario el tipo le iba a meter la pinga en la boca y la obligaría a mamar. La paja le estaba saliendo bien porque el tipo emitía sonidos de placer. Ella temblaba. Sentía la mano congelada que le sobaba los pezones y se los pellizcaba. Ella se esforzaba con sus dos manos dándole pa’atrás y pa’lante. Se la meneaba y miraba alrededor. Nadie. No aparecía nadie. Aquello era un desierto semicongelado. «Ay mi madre, si apareciera un policía y le entrara a palos a este negro cabrón». Ella seguía meneando con las dos manos y mirando a uno y otro lado. La pinga seguía frente a ella, apuntando como un cañón, a medio palmo de su cara. De pronto le soltó un chorro de leche en la cara. Le bañó el rostro. Y otro lechazo más. «¡Qué cojones! ¡Tenía dos litros de leche en los huevos, el muy singao!», pensó Silvia. La sorprendió. Ella no lo esperaba tan rápido y ya era tarde. Sintió el sabor ácido-dulce del semen en su lengua, en la garganta, en los labios. El olor acre de la leche. Le entró hasta por la nariz. Soltó la pinga. Se limpió con las manos. Tenía pañuelos de papel en el bolsillo. Los buscó. El tipo ahora se masturbaba él mismo, frenético y jadeando. Seguía soltando chorros de leche encima de Silvia y le ensució el abrigo. Ella volvió la cara. Escupió una y otra vez. Asqueada. El tipo quedó medio desfallecido. Ella lo empujó y salió caminando aprisa mientras se limpiaba con los pañuelos de papel y escupía. Resbaló varias veces en algunos charcos congelados y estuvo a punto de caer al suelo. Seguía con el sabor acre del semen en la boca. Y se había tragado un poco. Lo sentía más atrás de la garganta. «¿Por qué tenía la boca abierta? ¿Cómo es posible? ¿Seré estúpida? La tenía en la punta, el muy cochino, hacía un mes que no se venía. Me soltó dos litros de leche encima. ¡Coño de su madre, hijoputa! Tenía que tocarme a mí. No había otra en todo el parque. Si tuviera una pistola le entraba a tiros». Iba rabiando y casi corriendo, a pesar de los resbalones. Blasfemaba y temblaba de frío, de nervios, de furia, de impotencia.
En pocos minutos llegó al apartamento de su prima. Subió las escaleras hasta el segundo piso. Sacó las llaves y se detuvo antes de abrir la puerta. Cerró los ojos y pensó: «Tranquila, Silvia, tranquila». Se pasó las manos por la cara, por el abrigo. Ya todo estaba seco. Se alisó el pelo y de nuevo concentró su mente calculadora: «Ya, no pasó nada, tranquila». Abrió la puerta y entró sonriendo. No había nadie. Sobre la mesa un mensaje escrito con tinta roja en una hoja blanca: «Regresamos tarde. Cena tú sola. Hay pollo en la nevera». Se quedó leyendo el mensaje una y otra vez. Muchas veces. Fue hasta el equipo de música y lo conectó. Tenía colocado un CD con La tempestad, de Jean Sibelius. La música comenzó a invadir lentamente a Silvia. Las oceánicas. Fue hasta el baño. Dejó la puerta abierta. Se desnudó. Hizo un gran bulto con toda la ropa. Después la botaría, incluido el abrigo que tenía las manchas secas y blanquecinas del semen. Se duchó largamente y lavó muy bien su pelo. Cepilló sus dientes dos veces. Se secó y se puso agua de colonia abundante. Siguió sintiendo asco. Las habitaciones estaban caldeadas y regresó desnuda a la sala, escuchando la música. Se dejó caer en una butaca, echó la cabeza atrás, cerró los ojos y se olvidó de todo. Sólo existía Sibelius. In crescendo.
Un mes después regresó a La Habana. Hacía nueve meses que viajaba. Seis meses en Madrid y tres en New York. Buscaba galerías que se interesaran por su pintura. Yo la esperaba en el aeropuerto. Se sorprendió cuando me vio. No me lo dijo pero lo leí en sus ojos: no esperaba verme después de tanto tiempo y de ciertas peleas telefónicas. Sobre todo en los últimos tres meses. Pero yo estaba enamorado como un perro. Eso es lo peor que le puede pasar a un hombre. Enamorarse demasiado y apasionarse con una mujer bella. Nos fuimos a su estudio. Pusimos a un lado el equipaje sin abrir y nos besamos. Un beso con lengua y chupones. Se nos olvidaron los nueve meses de separación y las broncas telefónicas. Templamos como dos locos. Igual que siempre. Seguimos así unos días más. Una tarde descansábamos en la cama. Lo recuerdo perfectamente. Me dijo:
—Tengo que decirte una cosa.
—¿Qué?
—Quizás tengo alguna enfermedad.
—¿Por qué? ¿Templaste sin preservativo?
—Me violaron en el Central Park, frente al apartamento de mi prima.
—Ah, no jodas, Silvia.
—En serio.
—No, no.
—Sí.
—Uff. ¿Y esperaste hasta ahora para decirlo? ¡Tú eres la más papayúa de Cuba!
Se quedó en silencio, mirándome. Vio que me empingué muchísimo, y cambió en un instante:
—Jajajá. Es un chiste. No me creas.
—¿Un chiste?
—Sí, jajajá.
—Sí te violaron. Chiste ni pinga.
—No te pongas así. Era un juego.
Nos quedamos en silencio, mirando al vacío. Me levanté de la cama. Fui a la cocina y preparé café. Me puse furioso. Con rabia como un perro. Tenía ganas de entrarle a piñazos a la pared y romperlo todo a patadas. Cuando regresé con el café Silvia lo había pensado mejor y me dijo:
—Cálmate y no te alteres. Te voy a contar cómo fue.
Me lo contó todo. Sin perder detalle. Hasta Sibelius. Se me pasó la furia. Pero no pude olvidar. Una semana después nos separamos. Silvia insistía en irse definitivamente. A Miami o New York. Sólo hablaba de eso. Obsesivamente. «Me siento encerrada en una jaula. Esta isla es una jaula», me repetía continuamente. Quería que yo me fuera también. Yo no quería irme y ella no lo entendía.
Me acusaba: «irracional, sentimentaloide, blandengue, cobarde, aguantón, no tienes por qué aguantar esta mierda». Yo me defendía: «Está bien, soy un sentimental y no una computadora». En fin, me desalenté mucho. Ya no podía acariciarla con ternura, no tenía erecciones. Nada. Una tarde cogí mi bicicleta. Puse en una bolsa lo poco que poseía y me marché.
No sé dónde vive ni qué hace. No sé nada. Alguien me dijo que se casó con un siquiatra millonario, que vive en la zona de Cape Cod y que ha engordado muchísimo. No sé. Yo caí en un estado depresivo que me duró años. Fue terrible y no quiero recordar aquel tiempo: depresivo, furioso, rabioso, desconcertado, borracho todo el día, sin comida, sin dinero, claustrofóbico, con intenciones suicidas, todos los días me templaba a una negra diferente. A veces me pegaban ladillas. Las buscaba entre las más vulgares y prosaicas de mi barrio. Me gustaba golpearlas cuando las tenía bien clavadas, y ellas se arrebataban con mi sadismo. Quizás eso fue lo que me salvó: las borracheras, las mujeres, soltar furia, tirarlo todo a la mierda, no esperar nada de nadie. Y escribir. En las madrugadas, borracho, escribía cuentos de todo lo que me sucedía. Era muy divertido. Y seguí adelante. Y aquí estoy.
Fin
Cuento perteneciente al libro El insaciable hombre araña: