Paulo Pumilio

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Soy plenamente consciente, al iniciar la escritura de estos folios, de que mis contemporáneos no sabrán comprenderme. Entre mis múltiples desgracias se cuenta la de la inoportunidad con que nací: vine al mundo demasiado pronto o demasiado tarde. En cualquier caso, fuera de mi época. Pasarán muchos años antes de que los lectores de esta confesión sean capaces de entender mis razones, de calibrar mi desarrollada sensibilidad amén de la grandeza épica de mis actos. Corren tiempos banales y chatos en los que no hay lugar para epopeyas. Me llaman criminal, me tachan de loco y de degenerado. Y, sin embargo, yo sé bien que todo lo que hice fue equitativo, digno y razonable. Sé que ustedes no me van a comprender, digo, y aun así escribo. Cuando la revista de sucesos El asesino anda suelto me propuso publicar el relato de mi historia, acepté el encargo de inmediato. Escribo, pues, para la posteridad, destino fatal de las obras de los genios. Escribo desde este encierro carcelario para no olvidarme de mí mismo.

Pero empezaré por el principio: me llamo Pablo Torres y debo de estar cumpliendo los cuarenta y dos, semana más o menos. De mi infancia poco hay que decir, a no ser que mi verdadera madre tampoco supo comprenderme y me abandonó, de tiernos meses, a la puerta de un cuartelillo de la Guardia Civil, con mi nombre escrito en un retazo de papel higiénico prendido en la pechera. Me supongo nacido en Madrid, o al menos el cuartelillo de esta ciudad era, y de cualquier manera yo me siento capitalino y gato por los cuatro costados. Un guardia me acogió, mi seudopadre, el cabo Mateo, viejo, casado y sin hijos, y pasé mi niñez en la casa cuartel, dando muestras desde muy chico de mi precocidad: a los cinco años sabíame de memoria las Ordenanzas y acostumbraba a asistir a ejercicios y relevos, ejecutando a la perfección todos los movimientos con un fusil de madera que yo mismo ingenié del palo de una escoba. Amamantado —o por mejor decir, embiberonado— en un ambiente de pundonor castrense, cifré mis anhelos desde siempre en un futuro de histórica grandeza: quería entrar en el Benemérito Cuerpo y hacer una carrera brillantemente heroica. Los aires marciales me enardecían y el melancólico gemido de la trompeta, al arriar bandera en el atardecer, solía conturbarme hasta las lágrimas con la intuición de gestas y glorias venideras, provocándome una imprecisa —y para mí entonces incomprensible— nostalgia de un pasado que aún no había vivido, y una transida admiración por todos esos gallardos jóvenes de ennoblecidos uniformes.

Con la pubertad, empero, llegaron las primeras amarguras, los primeros encontronazos con esta sociedad actual, tan ciega y miserable que no sabe comprender la talla verdadera de los hombres: cuando quise entrar en el Cuerpo, descubrí que se me excluía injustamente del servicio.

Supongo que no tengo más remedio que hablar aquí de mi apariencia física, aunque muchos de ustedes la conozcan, tras la triste celebridad del juicio que se me hizo y el morboso hincapié que los periódicos pusieron en la configuración de mi persona. Sin embargo, creo que debo puntualizar con energía unos cuantos pormenores que a mi modo de ver fueron y son tergiversados por la prensa. No soy enano. Cierto es que soy un varón bajo: mido 88 centímetros a pie descalzo y sobre los 90 con zapatos. Pero mi cuerpo está perfectamente construido, y, si se me permite decir, mis hechuras son a la vez delicadas y atléticas: la cabeza pequeña, braquicéfala y primorosa, el cuello robusto pero esbelto, los hombros anchos, los brazos nervudos, el talle ágil. Tan solo mis piernas son algo defectuosas; soy flojo de remos, un poco estevado y patituerto, y fue esta peculiar malformación, supongo, lo que amilanó a su verdadera madre —los dioses la hayan perdonado influyendo en mi abandono, puesto que fui patojo desde siempre, aun siendo yo un infante. Eso sí, una vez vestido, el ángulo de mis piernas no se observa, y puedo asegurarles que mi apostura es garrida y apolínea.

Pero hay otra especie, de entre los venenos vertidos por la prensa, que se presta a confusión y que quisiera muy mucho aclarar: es verdad que todos me conocen por El Chepa. No se llamen ustedes a engaño, sin embargo: mi espalda está virgen de joroba alguna, mi espalda es tersa y lisa como membrana de tambor, tendida entre los bastidores de las paletillas, y, por no tener, ni tan siquiera tengo ese espeso morrillo que poseen algunos hombres bastos y fornidos, quizá muchos de ustedes, dicho sea sin ánimo de ofender ni señalar. Mi sobrenombre es para mí un orgullo, y como tal lo expongo. Cierto es que siendo joven y de cuitada inocencia, hube de soportar a veces motes enojosos: me llamaban El Enano, Menudillo, El Seta o El Poquito. Pero una vez que alcancé la edad viril y la plenitud de mis conocimientos y mi fuerza, no volvieron a atreverse a decir tales agravios. Y ¡ay de aquel que osara pretenderlo!: soy hombre pacífico, pero tengo clara conciencia de lo digno y coraje suficiente como para mantenerla. Fue mi amado Gran Alí quien me bautizó como Chepa, y comprendí que era una galante antífrasis que resaltaba lo erguido de mi porte, era un mote que aludía precisamente a la perfección de mis espaldas. Nunca hubiera permitido, ténganlo por seguro, un apelativo que fuera ofensivo para mi persona. Chepa es laudatorio, como acabo de explicar, y por ello lo uso honrosamente.

Las desgracias nunca vienen solas, como reza el proverbio, y así, mi rechazo formal para el ingreso en la Benemérita fue seguido a poco por la muerte de mi padrastro, aquejado de melancolía. Unos meses antes había fallecido mi pobre madrastra de cólicos estivales y el cabo Mateo pareció no saber sobrevivirla. Así, con apenas dieciocho años en mi haber, me encontré solo en el mundo, reincidentemente huérfano y sin hogar ni valer, ya que hube de abandonar la casa cuartel. El comandante del puesto, empero, pareció compadecerse de mi triste sino, y me buscó oficio y acomodo con el padre Tulledo, que regentaba la parroquia cercana y que había sido capellán castrense en los avatares de la guerra civil. Con él viví cerca de diez años desempeñando las labores de sacristanía, diez años que fueron fundamentales en mi vida y formación. El padre Tulledo me educó en lenguas clásicas, ética, lógica y teología, y gracias a él soy todo lo que soy. Pese a ello nunca pude llegar a apreciarle realmente, los dioses me perdonen. El padre Tulledo era un hombre soplado y alámbrico, un transfigurista con propensión al éxtasis, de mirar desquiciado y tartajeo nervioso. Me irritaba sobremanera la burda broma que solía repetir: «La Misericordia de Dios ha unido a un Tulledo con un tullido, hijo mío, para que cantemos Su Grandeza», como si mi cuerpo estuviera malformado y retorcido. Otrosí me desalentaba su empeño en vestirme siempre con las ajadas gualdrapas de los monaguillos, para ahorrar el gasto de mis ropas; y más de una beata legañosa y amiopada me tomó alguna vez por un niño al verme así ataviado, dirigiéndose a mí con tal falta de respeto —«eh, chaval, chico, pequeño»— a mis años y condición, que la indignación y el despecho me cegaban.

Sea como fuere, también le llegó la hora al padre Tulledo, y un traicionero ataque cardíaco le hizo desplomarse un día, como huesuda marioneta de hilos cortados, sobre el tazón del chocolate de las siete. Vime de nuevo solo y sin hogar, con el único e inapreciable tesoro de un libro que me dejó en herencia el padre, una traducción de las Vidas paralelas, de Plutarco, de la colección Clásica Lucero, edición noble y en piel del año 1942, con un prólogo escrito por el padre Tulledo en el que resaltaba el paralelismo entre las gloriosas gestas bélicas narradas por Plutarco y las heroicidades de nuestra Cruzada Nacional. Y debo decir aquí que, con ser este libro mi sola posesión, con él me sentía y me siento millonario, puesto que desde entonces ha sido mi guía ético y humano, mi misal de cabecera, el norte de mi vida.

Les ahorraré, porque no viene a cuento ni a lugar, el relato de aquellos dos primeros años en busca de trabajo. Básteme decir que sufrí de hambrunas y de fríos, que malviví en tristes cochiqueras y que mis lágrimas mojaron más de un atardecer: no me avergüenzo de ello, también los héroes lloran, también lloró Aquiles la muerte de Patroclo. Al cabo, cumpliendo la treintena, fui a caer, no me pregunten cómo, en el reducto miserable del Jawal, y conocí al bien amado Gran Alí y a la grotesca Asunción, para mi gloria y desgracia.

El Jawal era un club nocturno raído y maloliente, enclavado en una callejuela cercana a Lavapiés. Un semisótano destartalado decorado con ínfulas polinésicas, con palmeras de cartón piedra de polvorientas hojas de papel, y dibujos de indígenas por las paredes, unas barrosas y deformes criaturas de color chocolate y faldellín de paja. El dueño, el malnombrado Pepín Fernández, era un cincuentón de lívida gordura que se pintaba cabellos y mejillas, hombre de tan mentecata y modorra necedad que, cuando al llegar al club le avisé cortésmente de que Hawai se escribía con hache y no con jota, juntó sus amorcilladas manos en gesto de pía compunción y contestó con chirriante voz de hidropésico: «Qué le vamos a hacer, Chepa, resignación cristiana, resignación, las letras del luminoso me han costado carísimas y ya no lo puedo arreglar, además, yo creo que la gente no se percata de la confuscación». Pepín daba a entender que era hijo de un sacerdote rural, y puede que su vocación viniera de tal progenitor sacramentado, puesto que su máxima ambición, según decía, era devenir santo y ser subido a los altares. Por ello, Pepín hablaba con melosidad cunil y, para mortificarse, siendo abstemio y feble como era, solía beber de un trago copas rebosantes de cazalla, con las que lagrimeaba de ardor estomacal y náuseas, ofreciendo el etílico sacrificio por su salvación eterna. Acostumbraba a pasar los días en el chiscón que servía de taquilla y guardarropa, encajando sus flatulencias y sus carnes en la estrecha pecera de luz de neón, y ahí apuraba el cilicio de sus vasos de aguardiente, melindroso, y se santiguaba con profusión antes de cada pase de espectáculos. Porque el Jawal tenía espectáculo: bayaderas tísicas y cuarteronas que bailaban la danza del vientre fláccido, cantantes sordos que masacraban roncamente tonadas populares, y, como fin de fiesta y broche de oro, el hermoso Gran Alí. Las bailarinas cambiaban con frecuencia aunque todas parecieran ser el mismo hueso, pero el Gran Alí tenía contrato fijo y permanecía siempre anclado en el Jawal, desperdiciando su arte y su saber. Porque el Gran Alí era mago, un prestidigitador magnífico, un preciso y sutil profesional. Inventaba pañuelos multicolores del vacío, sacaba conejos de la manga, atravesaba a Asunción con espadas y puñales: era lo más cercano a un dios que he conocido. Parecía de estirpe divina, ciertamente, cuando salía a escena, refulgiendo bajo los focos con los brillos de su atavío mozárabe. Era más o menos de mi misma edad y poseía una apostura de gracia irresistible, el cuerpo esbelto y ceñido de carnes prietas, el mirar sombrío y soñador, la nariz griega, la barbilla rubricando en firme trazo una boca jugosa y suave, y su tez era un milagro de tostada seda mate. Comprendo que Asunción le amara con esa pasión abyecta, pero no se me alcanza el porqué del empeño de Alí en continuar con ella, con esa mujerona de contornos entallados, caballuna, con gigantes senos pendulares, de boca tan mezquina y torcida como su propia mente de mosquito. Alí, en cambio, tenía toda la digna fragancia de un príncipe oriental, de un rey de reyes. No era moro Alí, sino español, nacido en Algeciras y llamado Juan en el bautismo; pero todos le conocíamos como el Gran Alí, en parte porque prefería reservar su verdadero nombre como prevención ante conflictos policiales, pero sobre todo porque en verdad era grande y portentoso.

He de detener aquí un instante el hilo de mi historia y volver los ojos de nuevo hacia mí, con su licencia, por mor de la perfecta comprensión de lo que narro. Descubrí mi homosexualidad años ha; ustedes saben de ella por la prensa. Quisiera aprovechar esta ocasión, sin embargo, para intentar hacerles comprender que la homosexualidad no es la mariconería que ustedes condenan y suponen torpemente. Homosexuales eran, en el mundo clásico, todos los héroes, los genios y los santos. Homosexual era Platón, y Sócrates, y Arquímedes, y Pericles. La homosexualidad es un resultado natural de la extrema sensibilidad y delicadeza. Se puede ser homosexual y heroico, homosexual y porfiado luchador. Como Alcibíades, el gran general cuya biografía narra Plutarco. Como los trescientos legendarios héroes que formaban la Cohorte Sagrada de Tebas, una cohorte imbatible que basaba su fuerza en estar compuesta por amados y amadores, por enamoradas parejas de guerreros que luchaban espalda contra espalda y que redoblaban sus esfuerzos en combate para defender a su adorado compañero. Ah, si yo hubiera nacido en aquel entonces, en aquella era de gigantes, en aquella época dorada de la humanidad, yo hubiera sido uno más de aquellos gigantes de mítica nobleza, porque el mundo clásico medía a los hombres por su grandeza interior, por su talla espiritual, y no por accidentes y prejuicios como ahora. Hogaño soy el pobre Chepa, condenado a cadena perpetua por haber cometido el razonable delito de matar a quien debía morir. Antaño hubiera sido un guerrero de la legendaria Cohorte Sagrada. Mi estatura me convertiría en invencible, repartiría fieros mandobles entre los enemigos rebanándoles el aliento a la altura de las rodillas, segándoles la vida por las piernas, porque en aquel entonces las armaduras no solían cubrir bien las extremidades inferiores y las canillas de mis oponentes se me ofrecerían inermes y fáciles ante el hierro justiciero de mi espada. Quizá hubiera llegado a ser un general romano, un triunfador cónsul pacificador de las provincias bárbaras, y Plutarco me incluiría entre sus áureas biografías: Paulus Turris Pumilio, cuatro veces cónsul imperial. Porque, como ustedes saben —aunque, pensándolo bien, temo fundadamente que no lo sepan— la palabra pumilío significa en latín «hombre pequeño», puesto que los romanos solían denominarse con un nombre de referencia a su apariencia física, un mote que era solo descriptivo y nunca ofensivo, tal era su grandeza de ánimo. Y así, el apodo del gran Claudio significaba «cojo», y el del feroz Sila quería decir «cara bermeja», y el del ilustre Pumilio expresa mi talla menuda pero grácil. Yo hubiera sido un héroe, pues, y hubiera amado a héroes; la homosexualidad en el mundo clásico era natural y comprensible, porque, ¿qué mejor y más merecedor objeto de pasión podía hallarse que aquellos luchadores portentosos? Pues del mismo modo amaba yo a mi muy hermoso Gran Alí. Pido licencia para hacer una puntualización más y termino con estas fatigosas referencias personales. Poco después de descubrir mi ática tendencia amorosa, mi fe religiosa experimentó cierto quebranto. Hoy puedo considerarme un cínico creyente o un ateo crédulo; padezco el suave y resignado escepticismo de todo buen teólogo; en esto estoy más cerca de Séneca que de Lucrecio. Pero baste esto en cuanto a mí: debo apresurar mi narración, puesto que la revista solo me ha concedido veinte folios y he de comprimir en ellos toda mi vida y mi dolor.

Ello es que pasé a formar parte de la mísera familia del Jawal. El dueño, Asunción, Alí y yo vivíamos sobre el local, en una vieja y sombría casa de mil puertas e interminables corredores. Pienso que el grueso Pepín de carnes pecadoras estaba enamorado de Asunción, que la quería con reprimido deseo de loco santurrón en una de esas aberrantes pasiones que a veces surgen entre seres desdichados como ellos, y supongo que de ahí nacieron las prebendas de que disfrutábamos. A mí, sin embargo, me había contratado el Gran Alí, y ataviado de esclavo oriental colaboraba en su número, y fuera del escenario le servía de ayuda de cámara, de fiel secretario y compañero. Alí era sobrio en el decir y en los afectos, tenía un talante estoico, duro y bien templado al fuego de la vida, y eso le hacía, si cabe, aún más admirable. Todo el mundo le temía y respetaba, y era digno de verse cómo Pepín sacudía sus mofletes de terror ante la fría furia de Alí, o cómo Asun gemía puercamente implorándole mimos o perdones. Pero Alí era tan implacable como debe serlo todo héroe, porque los héroes no saben disculpar las flaquezas humanas en las que ellos no incurren: la misericordia no es más que el medroso refugio de los débiles, que perdonan solo para asegurarse de que serán perdonados a su vez. He de decir que Alí me señaló la espalda varias veces con su correa, y siempre con motivo suficiente, o bien porque vertía un plato al servirle la comida, o bien porque me distraía en atender sus demandas sobre el escenario, o porque no sabía comprender su estado de ánimo. Sus castigos, bien lo sé, me curtieron y limaron de blanduras. Sus castigos eran sobrias lecciones de entereza, porque Alí repartía justa sabiduría con la punta de su correa de cuero, lo mismo que Licurgo supo batir el hierro de sus espartanos hasta convertirlo en acero con la ayuda de la dureza de sus leyes. Teníame en buen aprecio Alí, porque nunca escurrí el bulto a sus castigos ni salió de mi boca queja alguna, aun cuando me golpeara con el bronce de la hebilla; y ni tan siquiera grité aquella vez que rompí por pura torpeza el cristal de la bola levitadora y Alí me quebró el espinazo a palos. Más de tres semanas estuve en un suspiro, baldado y encogido en el jergón, y al atardecer Asunción venía a darme la comida, y se acurrucaba a los pies de la cama, hecha un ovillo de carnes y arrugas, y me miraba con sus ojos vacunos y vacíos, y exhalaba blandos quejidos de debilidad impúdica. Su conmiseración por mí me daba náuseas y hube de llamarle la atención: «Eres una ingrata», le dije, «no comprendes nada, no sabes merecerle», y ella lo único que hacía en respuesta a mis palabras era arreciar en gimoteos y retorcerse los dedos de las manos. Asunción era un residuo humano deleznable.

Alí solía desaparecer de vez en cuando. Se marchaba al final de la función y no volvía a saberse de él en dos o tres días. Pepín admitía sus escapadas de gran amo en busca de horizontes más propicios, y Asunción le lloraba pálida y descompuesta por las noches. Regresaba Alí trayendo un olor a hazaña y riesgo prendido en los cabellos, los ojos tenebrosos, el tinte de su tez más vivaz, la piel bruñida y tensa sobre la delicada agudeza de sus pómulos. La experiencia me enseñó que esos eran sus momentos dolorosos, los instantes en los que vivía el drama de su destino heroico. Yo solía acurrucarme a su lado en silencio, recibía algún pescozón o puntapié como desfogue de su trágico barrunto de tristezas, y luego mi señor, mi bien, mi amado, acostumbraba a hacerme confidencias. «Esta vida no es vida, Chepa», decía sombrío y con la mirada preñada de presagios, «esto es un vivir de perros, yo me merezco otra suerte». Sacaba entonces su navaja cabritera, la abría, pasaba un dedo pensativo por el filo de la hoja, «cualquier día haré una locura, mejor morir que vivir en este infierno», y me miraba con su divino desprecio, y añadía, «claro que tú qué sabes de esto, Chepa, tú qué sabes lo que es ser un hombre muy hombre como yo y estar condenado a pudrirse en esta miseria», y diciendo esto sus ojos echaban relumbres lunares y fosfóricos. Estaba tan bello, tan dolorosamente bello en su ira de titán acorralado…

En una ocasión tardó más de tres semanas en volver, y cuando lo hizo encontró que Pepín había contratado a un transformista para fin de fiesta. Yo le vi llegar, el espectáculo estaba a la mitad y el travestí bailoteaba en el tablado con paso incierto sobre sus zapatones de tacón de aguja. Sentí un repentino frío en la nuca y miré hacia atrás: allí estaba Alí, como un semidiós de espigada y ominosa mancha, una sombra apoyada junto a la cortina de la entrada. Observé cómo Pepín se agitaba en gelatinosas trepidaciones de pavor, y cómo intentaba hundirse en el escaso hueco del chiscón y parapetarse bajo el mostrador. Alí, sin embargo, no le prestó atención: vino en derechura al escenario, interrumpió el canto de sirena del descolorido travestí, le agarró del pescuezo ante el paralizado estupor de los clientes. «Tú, cabra loca», masculló, «Lárgate antes de que me enfade de verdad». La criatura se retorcía entre sus manos y protestaba en falsete: «Ay, ay, bruto, más que bruto, déjame». Alí le arrancó las arracadas de las orejas, dejándole dos caminitos de sangre sobre el lóbulo, y arrojó los pendientes en dirección a la salida como marcándole el rumbo. «Aire, guapa, aire», ordenó al travestí rubricando sus palabras con unos cuantos empellones, y el malhadado salió tropezando en sus tacones, embrollándose en su huir con la desordenada fuga de los clientes de la sala.

Volvióse entonces Alí en dirección a la escalera, encaminando sus pasos hacia el piso. Yo le seguí, trotando a la vera de sus zancadas elásticas, aspirando gozosamente el aroma de mi dueño, aroma bélico de furias. Por aquel tiempo, ya debíamos de llevar unos cuatro años juntos, Asunción solía beber sin tino ni mesura, y la encontramos postrada en la cama, sobre un amasijo de sábanas pringues y pardas que olían a sudores y a ese repugnante y secreto hedor de hembra en celo. Asunción levantó la cara y nos vio, tenía el rostro abotargado y laxo, el mirar embrutecido y sin color. «Alí…», musitó con torpe aliento, «Alí», repitió, y sus ojos se llenaron de legañosas lágrimas y comenzó a dar hipidos de borracha. «Tres semanas sin saber de ti», borboteaba, «mal hombre, tres semanas, ¿dónde has ido?». Alí se quitó el cinturón con calmoso gesto, «ay, no, no, no me pegues, mi amor, no me pegues, canalla», soplaba Asunción entre sus mocos, escurriéndose al suelo en sus inestables intentos de escapar, zummmmm, sonaba la correa al cortar el aire, bamp, golpeaba secamente en sus carnes blandas y lechosas, zummmmmmm, bampl zummmmmm, bamp, qué hermoso estaba mi señor, con la camisa entreabierta y los rizosos vellos negros vistiendo de virilidad su poderoso pecho, zummmmmm, bamp, zumnimin, bamp, Asunción se retorcía, imploraba, gemía, zumnimin, zummmmm, zurriminmín, en una de sus cabriolas de dolor cayó a mis pies, su rostro estaba a pocos centímetros del mío, un rostro desencajado y envilecido de hembra avejentada. «Ay, Chepa, Chepa», me imploró, «avisa a la pasma, que me mata», su aliento ardía en aguardiente y toda ella era una Peste.

Marchose al fin Alí sin añadir palabra, y con un portazo me impidió seguirle. Quedamos solos, pues, Asunción y yo, y ella lloriqueaba con exagerada pamema, arrugada en un rincón. «Ay, ay, ay», hipaba rítmicamente, «qué vida miserable, qué desgraciadita soy, qué desgraciada», con el dorso de la mano se limpiaba la boca hinchada y sucia de sangre y mocos, «ay, ay, esto es un castigo de Dios por haber abandonado a mi hija», porque Asunción tenía una criatura perdida por el mundo que dejó a la caridad cuando unió su vida a la de Alí, «ay, ay ay, quién me mandó a mí, tan feliz que era yo con mi casita, con mi niña y mi don Carlos», recitaba una vez más su fastidiosa retahíla de pasadas grandezas, cuando ella era una adolescente hermosa —eso aseguraba ella, al menos— y amante fija de un honrado hombre de negocios de Bilbao —no hago más que repetir sus mismas palabras—, «qué veneno me dio este hombre, mala entraña», proseguía en sus lamentos, «mejor me hubiera sido quedarme muerta por un rayo el mismo primer día que le vi, mejor muerta que ser tan desgraciada». Fue entonces, y creo ser sincero en mi recuerdo, la primera vez que pensé en matarla, puesto que la muy cuitada lo pedía a voces. Fue esa la primera vez, digo, pero andando el tiempo hube de pensarlo en repetidas ocasiones al ver cómo arrastraba su existencia de gusano, sin afán ni norte de vivir.

Releo lo que he escrito y sospecho nuevamente que ustedes no serán capaces de comprenderme y comprenderlo. Ustedes, los honestos biempensantes, hijos del siglo de la hipocresía, suelen escandalizarse con mojigato escrúpulo ante las realidades de la vida. Me parece estar escuchando sus protestas y condenas ante la violencia desplegada por mi Alí, o su repulsa ante mi caritativo deseo de acabar con los pesares de Asunción. Ustedes, voraces fariseos, lagrimean mendaces aspavientos ante mi relato, mas pese a ello no poseen más moral que la de la codicia. Qué saben ustedes de la grandeza de Alí al imponer sus leyes justicieras: su feroz orgullo era el único valor que ordenaba nuestro mundo de ruindad. Qué saben ustedes de la equidad de mis deseos asesinos. Qué saben ustedes del honor, cuando en sus mezquinas mentes solo hay cabida para el dinero.

Pero he de proseguir mi narración, aunque desperdicie esencias en Marianos. Fue poco después de esto cuando Alí decidió que nos marcháramos a probar suerte a las Américas. Consiguió algún dinero no sé dónde para los tres pasajes en el avión y cruzamos los mares arribando en primavera a Nueva York, tras haber sido llorosamente bendecidos por el sudoroso Pepín a nuestra marcha. Permítaseme pasar con brevedad por los quince primeros meses de nuestro vagabundear por aquel país gigante, aunque fueran aquellos, o tempora, o mores!, los últimos momentos felices de mi vida. Diré tan solo que allá los campos son aún más desiertos y polvorientos que en Castilla, que la miseria es si cabe aún más miserable y que Alí mostrose sosegado y amable en un principio para irse agriando con el viaje. Caímos un verano en Nashville, una ciudad plana, destartalada e inhumana como todas, y nos contrataron en un club nocturno en el que alternábamos nuestro espectáculo con mujeres encueradas que meneaban sus carnes sobre la superficie de las mesas del local. De la mezquindad del sitio baste decir que solo era visitado por una clientela de negros y demás morralla canallita, mera carne de esclavos para los nobles de la civilización grecorromana. Estábamos allí, agobiados por el agosto sureño, malviviendo en una caravana alquilada cuya chapa se ponía al rojo vivo con el sol. Una tarde, a la densa hora de la siesta, Alí apareció con su delicado semblante traspasado de oscuridad. Asunción estaba borracha, como siempre. Se acababa de lavar las greñas y permanecía tirada en el suelo del retrete del club, apoyada contra la pared, secándose el pelo con el aire caliente del secador de manos automático, ingenio mecánico que la admiraba sobremanera. Alí se la quedó mirando, callado y sombrío, mientras Asunción le dedicaba una sonrisa de medrosa bobería, temblona y errática. El club estaba en silencio, vacío y aún cerrado, y solo se oía el zumbido del aparato que soplaba su aliento bochornoso en el agobio de la tarde. De vez en cuando, el secador se detenía con un salto, y Asun extendía su titubeante mano para apretar de nuevo el botón. Estaba someramente vestida con una combinación sintética, sucia y desgarrada, y por encima de la pringosa puntilla del escote se le desparramaba un seno trémulo y de color ceniza. Se mantenía en precario equilibrio contra las rotas losetas del muro, espatarrada, con las chancletas medio salidas de los pies, y el conejo amaestrado de Alí roía pacientemente la punta desmigada de felpa de una de sus zapatillas. Alí se acuclilló delante de ella y presentí que iba a suceder lo irremediable. «Tú», dijo mi dueño sacudiéndola suavemente por un hombro, «tú, atiende, ¿me escuchas?». Asunción le miraba con estrabismo de beoda y hacía burbujitas de saliva. «Estás borracha», gruñó Alí para sí mismo con desprecio y enronquecida voz, y luego calló un momento, pensativo. «Escucha», añadió al cabo, «escucha, Asun, escucha, es importante, ¿sabes cómo se hace el truco de la bola levitadora?». Asun sonreía y apretaba el botón del secador, «qué guapo eres, Alí, mi hombre», musitaba zafiamente. Alí le dio un cachete en la mejilla, una bofetada suave, de espabile, «tienes que atender a lo que te digo, Asun, me queda poco tiempo», y su voz sonaba tensa y preocupada, «¿sabes el truco de la bola? ¿Recuerdas que debes sujetar el sedal al techo?», ella cabeceaba, asintiendo a quién sabe qué, ausente. «Escucha», se impacientaba Alí, irguiéndola contra la pared, «escucha, ¿lo de los pañuelos lo sabes? Después de meterlos en la caja negra tienes que apretar el resorte del doble fondo… ¡el resorte del doble fondo! ¡Escucha! ¿Sabes dónde está? Tienes que aprenderlo, Asun, atiende, te va a hacer falta o si no te morirás de hambre», pero ella tenía el mirar cerrado a toda posible comprensión. Alí se levantó, la contempló durante largo rato frunciendo su perfil de bronce, rascó la tripa del conejo con la punta de su pie y se marchó, sin tan siquiera mirarme, yo creo que por miedo a delatarse.

No le volvimos a ver más. Días después supe que se había ido con una de las danzonas de sobremesa, una mulata adolescente de orejas coralinas. Con pleno derecho, puesto que él lo había ganado, habíase llevado todo el dinero, y dos pequeñas joyas de Asunción, y la radio portátil, y el reloj. Pero en su magnanimidad había dejado todos sus útiles de mago, las cajas trucadas, los pañuelos de cuatro superficies. Asunción, como era previsible, reaccionó de forma abyecta. Durante días sobrenadó en lágrimas y alcohol. Lloraba por su ausencia con impúdicos lamentos y era incapaz de hilvanar dos pensamientos consecuentes. No teníamos un maldito dólar con el que comer y, para colmo de agravios, Asunción estaba preñada de dos meses, enojoso avatar que le acontecía con frecuencia: su desgastado cuerpo mantenía un furor prolífico propio de una rata. Hube de ser yo, una vez más, quien salvara aquella situación. Fui yo quien buscó a una de las chicas del club para que nos desembarazara de la grávida molestia de Asunción. Fui yo quien imploró al dueño del local para que la contratara como bailarina, y he de resaltar que fue un duro esfuerzo, puesto que Asunción estaba gruesa y espantosa y el dueño se resistía a darle empleo y al fin concedió tan solo media paga. Fui yo quien tuvo que soportar aquellos primeros y lamentables días de Asunción, sus mosqueantes gemidos, su torpe dolor. Recuerdo la noche que debutó como danzante. El día anterior le habían incrustado un trozo de caña de bambú en el útero y había escupido el feto en la mañana, de modo que, cuando le tocó bailar, las blancuzcas carnes de Asunción estaban coloreadas de fiebre. Agitaba el culo sobre la mesa con menos gracia que un carnero —mostró unas púdicas pamplinas de doncella verdaderamente sorprendentes— y aún bailando lloriqueaba entre dientes, así que tuve que permanecer a su lado durante toda la actuación para que no desbarrara demasiado. «Eres una imbécil», le decía, «vamos a perder el trabajo, después de lo que me ha costado conseguirlo» y, gracias a mi serenidad, salvé el momento. Fui yo, en fin, quien le enseño poco a poco todos los trucos mágicos de Alí, trucos que yo sabía a la perfección, pero que por mi escasa talla me veía impedido de representar, y conseguí que montásemos entre los dos un espectáculo más o menos aceptable. Volvió a pasárseme por la cabeza entonces la idea de matarla, al comprenderla tan desdichada y miserable, en aquellos primeros días de soledad. Pero deseché el pensamiento por pura estrategia, me aferré a la pobre Asun con la esperanza última de volver a ver a Alí algún día. Porque no he citado aquí mis penas y tormentos por decoro, pero es menester que haga una referencia a mi digno dolor ante la ausencia de mi dueño, la perdida del sentido de mi vida, la punzante amargura que casi me condujo a la demencia; y solo se amenguaba mi tormento con el lenitivo de imaginarle al fin libre, al fin triunfante, al fin Alí glorioso, viviendo la vida que en verdad le correspondía, una vida de héroe y de esplendor.

Proseguimos durante años nuestro recorrido por el inframundo americano, llevando nuestro espectáculo de magia por los clubes, con nuestros visados caducados, huyendo de los hurones del Departamento de Estado. Estábamos invernando en los arrabales de Chicago, atrapados por los vientos y las nieves, cuando una noche, tras la actuación, entró un mangante en el camarín. Era magro y cuarentón, escurrido de hombros, cejijunto, con un tajo violáceo atravesándole la jeta y una expresión necia pintada en las ojeras. Llegó al camarín, digo, se acercó a Asunción riendo bobamente y dijo: «Ai lalquiú», que quiere decir «me gustas» en inglés. Yo poseo profundos conocimientos de griego y de latín, y mi natural inteligencia me ayudó a hablar y entender inglés con notable rapidez. Pero mi fuerte son las lenguas clásicas y nobles, y nunca manifesté el menor interés en aprender bien ese farfullar de bárbaros que es el idioma anglosajón: más aún, llevé a gala Él no aprenderlo. Por ello, mi inglés es de oído, y seguramente en la transcripción del mismo se deslizará algún pequeño error, que espero que ustedes sabrán comprender y disculpar. Decía que el rufián de la mejilla tajada le dijo a Asun «ai lalqulú» y «lú ar greit», que significa eres grande, magnífica, estupenda. Pero ella, con una cordura sorprendente, mostrose recelosa y resabiada y le echó sin miramientos del local. Regresó el tipo al día siguiente recibiendo el mismo trato, y la escena se repitió por más de una semana. Al cabo, en la visita nona, Asunción dudó, suspiró y se le quedó mirando sumida en el desaliento. El chirlado aprovechó el instante y añadió con gesto papanatas: «Al laviú, iú ar aloun an mi tú», que significa «tú estás sola y yo también», y entonces Asunción se echó a llorar acodada en el canasto de mimbre de la ropa. El tipo se acercó a ella, acaricio su pelo con una intolerable manaza de enlutadas uñas, y luego sacó de su bolsillo un pisapapeles de cristal —una bola con la estatua de la Libertad dentro que nevaba viruta de algodón al volverla del revés— y se lo ofreció a Asunción, «for lú, mal darlin». A partir de entonces fuimos de nuevo tres.

Nunca pude soportarlo. Se llamaba Ted y era un australiano ruin y zafio. En el antebrazo izquierdo tenía tatuada una serpiente que él hacía ondular y retorcerse con tensiones musculares. Ted fumaba mucho, tosía mucho y de vez en cuando escupía sangre. También fumaba opio y entonces los ojos se le achicaban y quedaba flojo y como ausente. No sabía hablar más que de su maldita guerra, «dat flaquin uor», como él decía. Aprendió a chapurrear cristiano de forma lamentable y disfrutaba mentecatamente al narrar una y otra vez su misma historia, mientras encendía un pitillo con otro, esos cigarrillos que él partía por la mitad con la burda esperanza de cuidar así sus pulmones tuberculosos. Repetía incesantemente cómo fue al Vietnam como ayudante de sonido de un equipo de la televisión americana. Cómo el equipo se volvió tras dos meses de estancia, y cómo él decidió quedarse allí, permaneciendo entre Vietnam y Camboya durante nueve años para aspirar el aroma de la guerra. «Yo no tener otra cosa mejor que hacer», explicaba Ted chupando avariciosamente sus os cigarrillos, «en Vietnam tú vivir para no ser matado, esa estar buena razón para vivir». Después vino el caer herido en el 73, el encontrarse en América de nuevo sin un maldito dólar, el que la guerra se acabara, «dous bartards finis mal uor», exclamaba indignado, esos bastardos terminaron mi guerra. Asunción le escuchaba en religioso silencio. Y le quería, oli, sí, fútil y casquivana, como toda mujer, fue incapaz de guardar la ausencia de su dueño, e incluso dejó de beber, o al menos de emborracharse tanto. Se me partía el corazón viendo cómo ese malandrín australiano engordaba y enlucía a ojos vistas, cómo echaba pelo de buen año, cómo era tratado a cuerpo de rey. Ted se dejaba mimar y dormitaba en opios y siestas abundantes. No servía ni para el trabajo ni para el mando, era incapaz de darle un bofetón a nadie. Permanecía el día entero calentándole la cama a Asunción, y luego, al regresar nosotros de la actuación del club, se incorporaba entre almohadones riéndose con regocijo de drogado, hablaba de su guerra, sacaba a pasear a la serpiente del antebrazo, pellizcaba las nalgas de Asunción con rijoso carcajeo y la llamaba «darlin, sulti, joney», entre arrebatos de tos mojada en sangre. Ted no era un hombre, era un truhán acaponado. Y ese eunuco había suplantado a mi dueño y señor, ese eunuco pretendía ser el sucesor del Gran Alí.

Sé bien que en mi condena judicial influyó notablemente el hecho de haber intentado un segundo «asesinato» —qué injusta, cruel palabra— tras la consumación del primero. ¿Cómo podría explicarles que hay personas cuya vida es tan banal que su muerte es el único gesto digno, la única hazaña dramática de toda su existencia, y que parecen vivir solo para morir? Los dioses me ayuden, ahora que ya me aproximo al desenlace del relato, a saber encontrar la voz justa, el vocablo certero con que expresar la hondura épica de lo acaecido.

Un día decidieron volver a Madrid. Y digo decidieron, puesto que yo me resistía a abandonar esas Américas en las que sabía que debía de estar mi amor. No obstante, y tras cierto forcejeo, accedí a acompañarlos, ya que la presencia de Asunción seguía pareciéndome el último recurso posible para conectarme con Alí: siempre tuve la intuición de que mi señor volvería algún día a reclamar sus propiedades. Llegamos, pues, al Jawai, que seguía manteniendo en pie su portentoso deterioro, y Pepín nos recibió con alborozo, lagrimeo falaz de viejo senil y grandes temblores de papada. Pepín se apresuró a oficiar el sacrificio de tres copas de orujo una tras otra, dando las gracias a los cielos por nuestro buen regreso, y ni tan siquiera mencionó la ausencia del bienamado Alí, guardando un silencio infame y temeroso. Vime de nuevo instalado en mi camastrón de siempre, tras seis años de ausencia, y continué arrastrando mi desesperada vida mes tras mes, actuando en el club durante las noches, ahogándome de nostalgia en los días, recordando la apostura de mi dueño y abrasándome en el dolor de su ausencia que en ese decorado que habíamos compartido se me hacía aún más insoportable. Transcurrieron así quizá tres años en un sobrevivir cegado de atonía. Hasta que al fin sucedió todo.

El día amaneció aparentemente anodino, ni más alegre ni menos triste que otro cualquiera. La mañana debía de andar mediada, y yo me encontraba revisando el material del espectáculo, extendido sobre el carcomido tablado de madera. En esas, escuché el susurro de una puerta al cerrarse blandamente. El local estaba vacío y oscuro, solo dos focos iluminaban mi trabajo en el escenario. Procuré escudriñar las tinieblas más allá del círculo de luz: junto a la entrada vi un borrón indeciso, la figura de un hombre, que giró de inmediato y se dirigió hacia el piso por las escaleras interiores. No sé por qué —ciertamente por la clarividencia del amor— sospeché que esa mancha fugaz debía de ser Alí pese a no haberle podido distinguir con precisión. El corazón se me desbocó entre las costillas, y sentí cómo el aliento se me congelaba en la nuez. Dejé los avíos de mago abandonados y corrí hacia el piso con toda la velocidad que pude imprimir a la escasez de mis piernas. Antes de entrar en la casa, sin embargo, me detuve, y quedé atisbando por la rendija de la puerta semiabierta. Al fondo estaba Asunción, desmelenada, ojimedrosa, mirando hacia un punto fijo de la habitación con gesto petrificado y carente de parpadeo. Y entonces le oí. Oí a mi dueño, a mi Alí, a mi bien amado, que hablaba desde el otro lado de la puerta, oculto para mis ojos, con voz quebrada y extraña: «Bueno, Asun, ¿no saludas a tu hombre?», decía, «¿no vienes a darme un beso, después de tantos años? Vuelvo a casa y ya no me volveré a marchar», añadía para mi gran gozo, «venga, mujer, ven a darme un beso si no quieres que te rompa los hocicos», concluía turbio y receloso. La mancha de su cuerpo cubrió la rendija, le vi de espaldas acercándose a Asun, le vi forcejear con ella, oí una sonora bofetada, un exabrupto, un gemido, Alí dio un traspié separándose de la mujer, y en la mano de Asunción brilló algo: era la bola, el pisapapeles de las nieves eternas de algodón, que siempre mantuvo un ridículo puesto de honor en la cómoda de la pared del fondo. La bola de vidrio cruzó el aire lanzada por feroz impulso. Oí un golpe seco, un quejido, luego una especie de sordo bramar; «vas a ver, puta, vas a ver quién soy yo, te vas a arrepentir de lo que has hecho», abrí un poco más la puerta, contemplé nuevamente las espaldas de Alí dirigiéndose hacia ella, en su diestra brillaba la vieja navaja cabritera y el paso de mi dueño era indeciso. Y en ese momento apareció por no sé dónde el miserable australiano, con pasmosa velocidad le sujetó el brazo armado, le propinó, ¡oh, no quisiera recordarlo!, un rodillazo en sus partes pudendas, recogió calmoso la navaja del suelo mientras observaba la figura acuclillada y retorcida de dolores de mi Alí. «Tú marchar a toda leshe», decía Ted, chulo y burlón, con el chirlo resaltando extrañamente lívido en su cara, «tú fuera o te mato, ¿sabiste?, largo, si volveré a verte aquí te mato, ¿sabiste?». Y le agarró del cogote y del cinturón de cuero —su viejo cinturón, su vara de mando, su báculo patricio— y le levantó en volandas, y apenas tuve tiempo de apartarme de la puerta, y Ted pasó ante mí sin verme y le arrojó escaleras abajo, el eunuco arrojó a mi bello héroe.

Callé, consternado ante tal subversión de valores, ante tal apocalipsis. Vi cómo el sombrío bulto de Alí se incorporaba del suelo gruñendo quedamente y cómo cojeaba hacia el estrado, hacia el frío círculo de luz. Bajé tras él chitón y cauto y me acerqué al escenario. Le llamé. «Alí, Gran Alí», dije. Y él se volvió.

Cómo podría describir el infinito dolor, la melancolía, la mordedura ardiente que me causó su imagen. Estaba grueso, dilatado, calvo. Estaba, oh dioses, convertido en un desecho de sí mismo. Me costó trabajo reconocerle bajo la máscara de su rostro abotargado e inflamado: tenía los ojos muertos, la nariz enrojecida, el cráneo pelón y descamado, y, sobre una ceja, el sangriento moretón producido por el pisapapeles asesino. Qué crueles habían sido esos ocho años de ausencia para él: le perdí siendo un dios, un guerrero, un titán, y le recuperé siendo un esclavo, un derrotado barrigudo, una condensación de sucesivas miserias. «Chepa», farfulló tambaleante, «ven aquí, Chepa, ven», añadió con aviesa mansedumbre. Me acerqué. Alí apoyaba su trastabilló de borracho en la mesita de laca del espectáculo. «Ven, ven», insistía. Me acerqué aún más, aunque hubiera preferido ocultar las lágrimas que me cubrían las mejillas. Alí extendió una mano torpe y me agarró del cuello. Hubiera podido evitar su zarpa fácilmente y sin embargo no quise. «Tú también, Chepa, ¿tú también quieres robarme y echarme de mi casa?», su mano apretaba y apretaba y yo lloraba negando con la cabeza, porque con la garganta no podía, tan cerrada la tenía por su tenaza y por mi propia tristeza. Sus ojos, que antaño fueron secretos, zainos y metálicos, estaban inyectados en sangre, con el blanco de color amarillento. Cuando ya me sentía asfixiar aflojó la mano y me soltó. «Los voy a matar, Chepa», decía con soniquete loco, «los voy a matar, conseguiré una pipa y los lleno de plomo, yo los mato». Y entonces su cara se retorció en una convulsión de miedo, sí, miedo, miedo, mi Alí, miedo, mi dueño, miedo babeante, indigno miedo. Fue en ese momento cuando comprendí claramente mi misión, cuando supe cuál era mi deber. Sobre la mesa de laca estaban los puñales del espectáculo, extendidos en meticulosa formación, y me fue fácil coger uno. Alí seguía mascullando ebrias amenazas, mordiendo el aire con apestado aliento de bodega. Me acerqué a él y el mango del cuchillo estaba helado en la fiebre de mí mano. Alí me miró, perplejo, como descubriéndome por primera vez.

Bajo sus ojos erráticos al puñal, boqueó un par de veces. Y entonces, oh tristeza, sus labios temblaron de pavor, empalideció dolorosamente y su cara se deshizo en una mueca de abyecta sumisión. «Qué haces», tartamudeó, «qué haces, Chepa, deja ese puñal, Chepa, por favor, ¿qué quieres? ¿Dinero? Te daré mucho dinero. Chepa te voy a hacer rico, Chepa, deja eso, Dios mío», había ido retrocediendo y estaba ya arrinconado contra el muro, gimiente, implorando mi perdón, sin comprenderme. Extendí el brazo y le hundí el acero en la barriga, a la altura de mis ojos y su ombligo. El cuchillo chirrió y Alí aulló con agudo lamento, y luego los dos nos quedamos mirando, sorprendidos. Retiré el arma y observé con estupor cómo la aguda punta emergía lentamente de su mango: en mi zozobra había cogido uno de los machetes trucados del espectáculo, uno que hundía la hoja en la cacha a la más mínima presión. Alí se echó a reír con carcajadas histéricas, «ay, Chepa, creí que querías matarme, era una broma, Chepa, una broma», había caído al suelo de rodillas y reía y lloraba a la vez. No perdí tiempo, pese a hallarme ofuscado y febril; retrocedí hasta la mesa, escogí la daga sarracena de feroz y real filo y corrí hacia él, ciego de lágrimas, vergüenza y amargura. La primera cuchillada le hirió aún de hinojos, se la di en el cuello, oblicua, tal como tenía medio inclinada la cabeza en sus náuseas de terror y de embriaguez. Alí gimió bajito y levantó la cara, la segunda cuchillada fue en el pecho, no gritaba, no decía nada, no se movía, se limitaba a mirarme estático, lívido, entregado, estando como estaba de rodillas le podía alcanzar mejor y en cinco o seis tajos conseguí acabarle, y cuando ya asomaba la muerte por sus ojos me pareció rescatar, allá a lo lejos, la imagen dorada y adorada de mi perdido Alí, y creí percibir, en su murmullo ensangrentado, la dignidad de la frase de César: Tu quoque, fili mi.

Quedé un momento tambaleante sobre su cuerpo, jadeando del esfuerzo, el puñal en la mano y todo yo cubierto de su pobre sangre. Escuché entonces un grito de trémolo en falsete y al volverme descubrí a Pepín. «Asesino, asesino», chirriaba atragantado, «socorro, socorro, policía». No sé por qué me acerqué a él con la navaja. Quizá porque Pepín había sido un innoble testigo de la degradación última de Alí, o quizá porque pensé que él merecía menos la vida que mi dueño. Pepín me miraba con la cara descompuesta en un retorcido hipo de terror. «Por Dios», farfullaba, «por Dios, señor Chepa, por la Santísima Trinidad, por el Espíritu Santo…», decía santiguándose temblorosamente, «por la Inmaculada Concepción de la Virgen María», añadía entre pucheros, «no haga una locura, señor Chepa», era la primera vez que alguien me llamaba señor a lo largo de toda mi existencia, «no haga una locura, señor Chepa, por todos los Apóstoles y Santos», apreté suavemente la punta del cuchillo contra su desmesurada y fofa barriga, «Iiiiiiii», pitaba el cuitado con agudo resoplido, las grasas de su vientre cedían bajo la presión del puñal sin hacer herida, como un globo no del todo hinchado que se hunde sin estallar bajo tu dedo, «Mater Gloriosa, Mater Amantísíma, Mater Admirabilis…», balbuceaba Pepín con los ojos en blanco; en el cenit de su bamboleante vientre se formó un lunar de sangre en torno a la punta de la daga, eran solo unas gotas tiñendo la camisa, el rezumar de un pequeño rasguño. Entonces me invadió una lasitud última y comprendí que todo había acabado, que mi vida no tenía ya razón de ser. Retiré el cuchillo y Pepín se derrumbó sobre el escenario con vahído de doncella. Alguien me arrebató el arma, creo que fue Ted, y lo demás ustedes ya lo saben.

Poco más me resta por añadir. Insistiré tan solo en mi orgullo por la acción que he cometido. Mi abogado, un bienintencionado mentecato, quiso basar la causa en el alegato de defensa propia, pero yo me negué a admitir tal ignominia, que desvirtuaba la grandeza de mi gesto. Nadie supo comprenderme. Pepín clamó con obesa histeria que yo había querido asesinarle y que siempre pensó que yo era algo anormal. Asunción habló con ruin malevolencia sobre la supuesta crueldad de Alí, y en su sandez llegó a sostener con mi abogado que yo había actuado en mi defensa e incluso en la de ella: nunca la desprecié tanto como entonces. Todo el juicio fue un ensañamiento sobre el recuerdo de mi amado, una tergiversación de valores, una lamentable corruptela. Una vez más, hube de encargarme yo de poner las cosas en su sitio, y en mi intervención final desmentí a los leguleyos, hablé de mi amor y de mi orgullo y compuse, en suma, un discurso ejemplar que desafió en pureza retórica a las más brillantes alocuciones de Pericles, aunque luego fuera ferozmente distorsionado por la prensa y se me adjudicaron por él crueles calificativos de demencia. No importa. Me he resignado, como dije al principio, a saberme incomprendido. Me he resignado a saberme fuera de mi tiempo. Al acabar esta narración termino también con mi función en esta vida. Hora es ya de poner fin a tanta incongruencia.

Cuando ustedes lean esto yo ya me habré liberado de la cerrazón obtusa de esta sociedad. Mi descreimiento religioso me facilita el comprender que el suicidio puede ser un acto honroso y no un pecado. Con el adelanto que me ha dado la revista por estas memorias he conseguido que un maleante de la cárcel me facilite el medio para bien morir: en este mundo actual del que ustedes se sienten tan ridículamente satisfechos se consigue todo con dinero. El truhán que me ha vendido el veneno se empecinó al principio en proporcionarme una sobredosis de heroína: «Es lo más cómodo de encontrar», dijo, «y además se trata de una muerte fácil». Pero yo no quería fallecer en el deshonor de un alcaloide sintético, hijo de la podredumbre de este siglo. Así que, tras mucho porfiar, logré que me trajera algo de arsénico, medio gramo, suficiente para acabar con un hombre normal, más aún con mi discreta carnadura de varón menguado. Sé bien que el arsénico conlleva una agonía dolorosa, pero cuando menos es un veneno de abolengo, una ponzoña con linaje y siglos de muerte a sus espaldas. Ya que no poseo la gloriosa y socrática cicuta, al menos el arsénico dará a mi fin un aroma honroso y esforzado. Y cuando una posteridad más justa rescate mi recuerdo, podrán decir que Paulus Turris Pumilio supo escoger, al menos, una muerte de dolor y de grandeza.

Fin

Rosa Montero. Periodista y escritora española, cursó estudios de Filosofía y Letras y Ciencias de la Información. Su vocación por la escritura comenzó desde muy pequeña: víctima de la tuberculosis, apenas podía hacer otra cosa que leer y escribir sus propias historias. Lo que comenzó como un juego pronto se convirtió en un modo de vida.

Tras la universidad pasó a trabajar en el Diario Pueblo y a colaborar con distintas revistas, como Garbo o Hermano Lobo. De ahí pasó al periódico El País, donde desde 1980 ejerce como directora de El País Semanal. En ese mismo año, Rosa Montero recibió el Premio Nacional de Periodismo.

Su primera novela fue Crónica del desamor (1979), pero su primer gran éxito le llegó con Te trataré como a una reina (1983), que la aupó a los primeros lugares de las listas de ventas.

En 1997 ganó el Premio Primavera por La hija del caníbal, libro que fue el más vendido de ese año, y se distribuyó de manera internacional.

En la actualidad sigue ejerciendo como directora del suplemento de El País con su estilo entre la literatura y el periodismo. Sus últimas novelas han variado desde la ciencia ficción Lágrimas en la lluvia a una mezcla entre novela íntima y biografía novelada La ridícula idea de no volver a verte.