Relatos

El médico moreno

Arthur Conan Doyle

La pequeña habitación estaba fuertemente iluminada por una gran lámpara colocada en la mesa del centro, que era un revoltijo de libros y de instrumentos. Pero no vio a nadie ni observó nada de particular, fuera de que en la sombra que la mesa proyectaba sobre el lado interior se veía tirado en la alfombra un manoseado guante blanco...

El Príncipe Feliz

Oscar Wilde

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y las lágrimas le corrían por las áureas mejillas. Y tan bello se veía el rostro del Príncipe a la luz de la luna, que la golondrina se llenó de compasión...

Los deseos ridículos

Charles Perrault

Érase una vez un pobre leñador que estaba harto de la vida tan penosa que llevaba y solía decir que tenía ganas de ir a reposar a los bordes del Aqueronte; porque veía que, en su profundo dolor, jamás el Cielo cruel no había querido concederle ni uno de sus deseos...

Viaje a la semilla

Alejo Carpentier

Transcurrieron meses de luto, ensombrecidos por un remordimiento cada vez mayor. Al principio, la idea de traer una mujer a aquel aposento se le hacía casi razonable. Pero, poco a poco, las apetencias de un cuerpo nuevo fueron desplazadas por escrúpulos crecientes, que llegaron al flagelo...

El gato negro

Edgar Allan Poe

Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste tenía una salpicadura larga y blanca, de forma indecisa que le cubría casi toda la región del pecho...

El arca y el aparecido

Stendhal

El humor siniestro de don Blas se agravó más aún, porque, al verle de cerca, observó que don Fernando era guapísimo: rubio y, a pesar del mal paso en que se encontraba, con una expresión muy dulce. Don Blas miraba pensativo a aquel mozo...

El tren

Flannery O'Connor

Era la señora Hosen envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de rulos. Se había olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para atrás y esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara...

¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas (Clarín)

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse...

El sueño del Pongo

José María Arguedas

El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. "Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza", había dicho la mestiza cocinera, viéndolo...

Wakefield

Nathaniel Hawthorne

En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto?...

El collar de perlas

W. Somerset Maugham

Lo mire con vacilación. La prohibición estaba en vigor y todo indicaba que el barco estaba seco. Cuando no estoy sediento no sé que me desagrada más, si el ginger aleo el refresco de limón. Pero el señor Kelada me dirigió una brillante sonrisa oriental...

El mejor amigo de un muchacho

Isaac Asimov

Jimmy estaba en el cráter, tal y como había dicho su madre. En la Tierra le habrían considerado delgado, pero estaba bastante alto para sus diez años de edad. Sus brazos y piernas eran largos y ágiles...

El corazón delator

Edgar Allan Poe

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte...

No oyes ladrar a los perros

Juan Rulfo

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces...

Sólo vine a hablar por teléfono

Gabriel García Márquez

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales...

La tristeza

Antón Chéjov

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha...

La llamada de Cthulhu

H. P. Lovecraft

Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir...

La colonia penitenciaria

Franz Kafka

El oficial mostraba con el dedo el camino exacto que seguía la mezcla de agua y sangre. Mientras él, para hacer lo más gráfica posible la imagen, formaba un cuenco con ambas manos en la desembocadura del caño de salida, el explorador alzó la cabeza y trató de volver a su asiento, tanteando detrás de sí con la mano...

Funes el memorioso

Jorge Luis Borges

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco...

El pirata de la costa

F. S. Fitzgerald

Tendría unos diecinueve años, y era delgada y flexible, con seductores labios de niña mimada y vivaces ojos grises llenos de radiante curiosidad. Sin calcetines, con un par de zapatillas de raso azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente de la punta de los dedos, apoyaba los pies en el brazo del sillón vacío que tenía más cerca...