Relatos

La metamorfosis

Franz Kafka

Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia...

La caída de la Casa Usher

Edgar Allan Poe

En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro...

Colas de Manhattan

Woody Allen

Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos...

Las vísperas de Fausto

Adolfo Bioy Casares

Veinticuatro años antes, a cambio de un invencible poder mágico, había vendido su alma al Diablo. Los años habían corrido con celeridad. El plazo expiraba a medianoche. No eran, todavía, las once...

El grande de España

Honoré de Balzac

Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa de los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no realzaba por ningún rasgo sobresaliente el conjunto de su persona; tenía la frente despejada y poco cabello en la cabeza...

Almuerzo y dudas

Mario Benedetti

El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya...

Semejante a la noche

Alejo Carpentier

Yo la llamaba mi prometida, aunque nadie supiera aún de nuestros amores. Cuando vi a su padre cerca de las naves, pensé que estaría sola, y seguí aquel muelle triste, batido por el viento, salpicado de agua verde, abarandado de cadenas y argollas verdecidas por el salitre, que conducía a la última casa de ventanas verdes, siempre cerradas...

Para un final presto

José Lezama Lima

Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenes estoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo. Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado de rigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzando como si se zambullesen en una piscina. El fuego actuaba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamente...

Las ruinas circulares

Jorge Luis Borges

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder...

La muerte de los Arango

José María Arguedas

Los indios cargaban a los muertos en unos féretros toscos; y muchas veces los brazos del cadáver sobresalían por los bordes. Nosotros los contemplábamos hasta que el cortejo se perdía en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el ayataki, el canto de los muertos...

Ángelus

Pío Baroja

Los trece hombres, serios e impasibles, hablaban poco; la mujer, vieja, hacía media con gruesas agujas y un ovillo de lana azul. El patrón, grave y triste, con la boina calada hasta los ojos, la mano derecha en el remo que hacía de timón, miraba impasible al mar...

El amante liberal

Miguel de Cervantes Saavedra

-Si así como has acertado, ¡oh amigo Mahamut! -que así se llamaba el turco-, en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su remedio, tuviera por bien perdida mi libertad, y no trocara mi desgracia con la mayor ventura que imaginarse pudiera...

La estrella sobre el bosque

Stefan Zweig

Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas...

El carbunclo azul

Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido y una expresión de asombro sin límites...

Las babas del diablo

Julio Cortázar

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento...

Alba de Saturno

Arthur C. Clarke

-Siempre, desde que era un chiquillo -dijo mi compañero no invitado-, me ha fascinado el planeta Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años cuando caye­ron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell, mos­trando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no es así?...

En el valle de la sombra

Bram Stoker

El ama de llaves sonríe, y pienso que es una idea extraña. Entonces súbitamente se me ocurre que he dicho algo tonto, pero los rostros están todavía ahí. (Aún cuando me recuperé podía verlos bajo ciertas luces). Uno de los rostros me es familiar, y estoy justamente por preguntar cómo conocen al Fulano, cuando me dejan solo...

La noche boca arriba

Julio Cortázar

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades...

La condena

Franz Kafka

¿Qué podía escribírsele a un hombre de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar? ¿Se le debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas, para lo cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase en la ayuda de los amigos?...

Los tres instrumentos de la muerte

G. K. Chesterton

Dos o tres curiosos bajaron, cruzaron la ahumada cerca, y vieron, casi al pie del edificio, el cuerpo de un anciano con una bata amarilla que tenía un forro de rojo vivo. En una pierna se veía un trozo de cuerda enredado tal vez en la confusión de una lucha. Había una o dos manchas de sangre: muy poca...